La Reina Lagarta

Las Encantadas ya eran conocidas cuando Fa se estrelló en sus costas. Vestida de muchacho, con tatuajes de presidiario y hediendo a madera y ron, la bajaron en volandas porque era mujer. El capitán le espetó que era un riesgo de muerte tenerla y los marineros, uno por uno se fueron darnos turnos para verla desnuda. La dejaron en la playa, cubierta con una saca de patatas y una botella de agua fétida, como consolación y compañía. No sirvió de nada su discurso bien plantado, porque entonces como ahora, las mujeres de Las Encantadas sólo sirven para parir o para construir leyendas.

Dejó que sus pies de japonesa tocaran el agua de un riachuelo y mientras disfrutaba el baño de agua dulce, decidió que era ahí donde su viaje tenía que terminar. Había pasado muchos meses detrás de la ilusión de Jean de Saint Michelle. Había cruzado medio mundo para alcanzar su perfume de jazmines y sus cabellos de gitano. Había arriesgado su alma entera y aquí estaba, acariciando el tatuaje que hablaba de su encuentro, ese que Bomo, el maorí, le hizo en una noche de tormenta con más trance que tino, mientras el barco parecía que iba a zozobrar.

Miró a su alrededor y comenzó a caminar.

Había algo que Fa había aprendido con facilidad y que se le quedaría grabado su vida entera, las personas creen más en embustes y misterios que en verdades garrafales. Era más sencillo entonces, crear una fantasía de su persona; una leyenda de su nombre, para poder sobrevivir en ese fin de mundo.

Por razones del destino, y mientras se acuclillaba para orinar, salieron de las rocas dos lagartos de patas ágiles. Todos los nativos los llamaban iguanas. Fue una ocasión de celebridad y a los ojos de los chicos que la vieron desde lejos, era innegable que ella los había parido, envuelta en una saca de patatas, forastera del otro lado del mundo. Era muy clara su presencia. Su cabello fino de dos colores, su andar de gata. Los ojos como tizones amarillos y esa risa de cortesana que hacía confundir a los pájaros. El color de su piel era inconfundible, como también las dos iguanas gemelas que le acompañan donde fuera.

Se alimentaba de huevos y de lo que pudiera cazar. Pronto las personas de la isla y gracias a los cuentos de los chicos, la describían como un ser mágico, milagroso, salido de los sueños. Le ofrecían pequeños regalos; un cuenco con garbanzos, una pata de cordero, un poncho de colores, cuentas para su pelo. Fa lo recibía todo con respeto y guardaba celosa en su madriguera lo que no iba a consumir. Su mente divagaba en visiones que la mantenían despierta. Vivía entre sopores líquidos que alteraban su respirar. Amanecía con las primeras luces, tiritando como los marinos con escorbuto. Las primeras semanas perdió el pelo a mechones, tanto que los azores se lo llevaban colgando para hacer sus nidos, pero pronto le creció con fuerza y brillo. Empezó a usar las cuentas para ir armando trenzas y complicados peinados. Las iguanas la seguían de cerca, paseando sus colas frías por entre sus tobillos. El mar era de una vastedad y pureza indescriptible. No escuchaba por ninguna parte la voz de Jean de Saint Michelle.

De pronto, empezaron a llamarla la madre de las iguanas, pero fue Juan de Dios Almendra, zapatero de profesión, y buscador de tesoros por opción, quien le dio el nombre que haría la leyenda. La Reina Lagarta dijo un día, cuando la vio caminar en la playa con la puesta de sol. Su cabello al viento, con los colores que alteraban la paz de la aldea: rojo fuego y dorado de amanecer. Caminaba despreocupada, exhibiendo sus tatuajes con impudicia, apenas tocando el agua, mientras la iguana más grande le seguía desde cerca hipnotizada, como estaban todos los hombres desde que había llegado y habían notado su presencia.

Fue ahí cuando te vi, Lagarta bella y me deshice lentamente en el hechizo de tu nombre. Abandoné mi barco, mi estrella y mi nombre y me dediqué a seguir tus pies de japonesa hasta que el tufillo salado de las iguanas me mostró dónde estaba tu guarida.

Había elegido ese barco de su Majestad para hacerme hombre y buen soldado; pero tu visión surrealista fue más fuerte que mi hombría y que mi honor. Empecé a buscarte con método enfermizo, a dibujarte en mis libros de anotar las bitácoras de los barcos. A dejar mi deber inconcluso y compararte con el más fino atardecer. Jean era mi nombre y no iba a dejarte ir. Era más fuerte mi pasión por tus encantos, que la belleza primordial de estas islas.

Reina Lagarta, me postro frente a ti, intrigado y sin cordura. Me valen piezas de ocho los cuentos de tus ojos, tu pelo y tus pasiones. Tatué tu nombre en mi espalda, en la espina dorsal de mis anhelos y te sigo, mientras el mar consume la estela de mi paciencia y de mis días. Repito esa cantinela sin descanso, ensayándola a diario para cuando nos veamos cara a cara, mientras voy cerrando el círculo de tus andanzas; mientras escucho más y más cuentos de tu leyenda y veo como se me pierden tus huellas, lamidas por las olas, hasta que vuelven a aparecer, nerviosas, desdibujadas, herederas de una magia que no es tuya. Reina Lagarta; me hablas en sueños, huelo tus piernas de sol, sal y océano y espero. Espero que los círculos concéntricos se hagan más pequeños cada día. Mal que mal el destino nos ha puesto en este espacio. Jean es mi nombre y te espero en esta orilla, donde termina el mundo.

fabilagarta

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Polillas en el Desierto

Berta del Tránsito hacía la fila frente a la pequeña ventanilla, para recoger su papeleta de atención. Adelante de ella habían unas quince y a su espalda otras tantas más. Viejas, jóvenes, rucias, coloradas, altas, bajas, gorditas y delgadas. Un amplio espectro de mujeres que, por distintas situaciones, había decidido llegar hasta ese lugar.

Mejillones ya era puerto en el tiempo de la Guerra del Pacífico y quedó callado, después del conflicto, mirando al océano, esperando a un amor, como decía la canción que le hizo fama y apiñadito contra el malecón, como los moluscos que le daban su nombre, fijos a las rocas que marcaban el tiempo transcurrido, con el mar enfrente y el desierto detrás.

Ellas aparecieron de pronto, como los colores en el paisaje, después de la camanchaca. Asi fueron llegando en grupos, bajando de los buses colorinches que arribaban a la ciudad. Algunas llegaron solas y de la nada, como los espectros que poblaban el desierto y se allegaban cada tanto a la plaza del pueblo y al edificio de la Capitanía de Puerto.

Los avisos de cerveza fría se multiplicaron, cuando aparecieron los trabajadores del nuevo puerto y de la termoeléctrica, como se  multiplicaron los lupanales donde ellas hacían su agosto, cosechando propinas jugosas y enfermedades venéreas.

Berta del Tránsito detestaba este examen más que nada en el mundo. Podía tolerar a un pirquinero hediondo y polvoriento tratando de meter el sexo entre sus piernas, pero a la enfermera introduciendo el instrumento frío en sus concavidades, mientras le recitaba en mono tono las mismas preguntas de todos los meses y acto seguido la recriminaba por haberse hecho puta, era más de lo que podía soportar. En su primer examen, apenas llegada,  no le importó mandarla al mismo cuerno, porque le pareció una insolencia que se metiera así en su vida, si cada uno vive su destino y qué mierda le parecía tan asqueante, si sabía que a la enfermera se la tiraban los doctores, en las noches cuando el frío amenazaba con congelar el desierto entero, así que no me hables de castidad ni de buenas maneras, porque le prestas tus presas gratis a los mismos que después vienen donde mí y me pagan buenos pesos por las mismas cochinadas, bufó en la cara de la otra que, calladamente, le revocó la tarjeta.  A ver si te va a gustar tirarte a los presos en la comisaría, puta loca, le dijo con una sonrisa de triunfo, mientras la mandaba cascando de vuelta al 13, la taberna donde trabajaba. Debió volver otro día, con la cola entre las piernas y rogarle que le entregara la certificación, porque sin ella el cafiche le retenía las propinas, por si le pasaban una multa por su causa y Berta del Tránsito tenía un hijo que alimentar.

Se tuvo que morder la lengua mientras aguantaba con entereza los embates de la enfermera y su candonga, las mismas palabras, las mismas frases puestas en el mismo orden. Suspirando, se daba ánimos, si total es un ratito, ya estamos casi listas. Una vez terminado todo, se sacudió la blusa antes de volvérsela a poner y se guardó su tarjeta entre las botas, que iban a permanecer más tiempo cerca de su piel que ninguna otra cosa.

Su piel blanca, altamente cotizada en esta latitud y su determinación la habían llevado a este oficio, amén de las recomendaciones encubiertas de la tía Sonia, antigua militante en este ejército de sacrificadas servidoras de la patria, como rezaba la película de Pantaleón, que escuchó apenas, en el viaje interminable desde su hogar, en las afueras de la capital, hasta esta playa gigante y calurosa, enclavada en  mitad de la nada,  donde el reflejo del mar golpeaba los ojos y la valentía de la gente le provocaba sentimientos encontrados, pero a la hora de ubicarse en la puerta del 13, todo eso cambiaba y se volvía de risas falsas y palabras del más grueso calibre, proferidas con furia y con velocidad, para que no te lleve el desierto cabrita, le había dicho un minero una noche, en medio de una borrachera, que no te lleve el desierto porque no vuelves más.

Perdida en la noche, Berta del Tránsito, ahora convertida en Yesenia, fuma un poco de pasta base para mantenerse despierta y atenta, mientras sostiene un vaso plástico con los restos de una cerveza. En la acera del frente, su compañera Topacio es acosada por un cliente que no la deja ni a sol ni sombra. Se escuchan los improperios, pero el hombre no da tregua. A veces se enamoran tanto de una estos mal paridos que no dejan trabajar tranquila, piensa, mientras tose por la pasta y el frío de la noche. De pronto, Topacio cae al suelo y ella mira como el hilo de sangre va manchando el breve vestido blanco de su amiga. Queda muda e inmóvil. Ve la arena dorada y el mísero cementerio de la ciudad. Observa el estero que baña la casa de sus padres y escucha el viento colándose entre los campos de trigo, allí donde nació su hijo. Escucha la música del interior del 13 apenas y sólo le llega la brisa del mar, espabilándola. 

Otra puta muerta, dice el policía cuando llega a constatar el crimen. La tercera esta semana y siguen llegando.  Usted, ¿ha visto algo? Yesenia convertida en Berta del Tránsito se enrolla como un quirquincho y con la misma sumisión que enfrentó a la enfermera, dice bajito no mi Cabo, no vi nada, acabo de salir a tomar aire.