¿La Recuerdas?

¿Recuerdas a Lucía?, preguntó mi padre de improviso, en la mesa del desayuno. Evoqué su sonrisa, sus manos siempre coloradas y su delantal de tela de sacos de harina. Sí, claro que la recordaba. El olor de su cocina; perejil, romero, menta, orégano, comino, longanizas ahumadas, queso maduro, ajos y una pasta de ají color carmesí que la hacía sólo para ella y con la que untaba todo lo que se llevaba a la boca.  

Por supuesto que la recuerdo, dije, su voz cantando corridos mexicanos cuando lavaba los manteles y las maldiciones suyas por porfiar en hacerlo ella misma, con ese jabón de lejía que le escaldaba los dedos.

Lucía no tenía huella dactilar, recuerdo; tal vez por la lejía. En su documento de identificación se veía sólo una mancha de tinta color púrpura. Mi padre la conoció por accidente y le ofreció trabajar como mucama, pero a la vuelta de los años, se convirtió en parte de nuestro hogar. Un hogar truncado, de hombres solos, sin madre y sin esposa, de colillas de cigarrillos y vasos de jerez regados en el suelo, contundentes sopas de gallina para componer la resaca de mi padre y sabrosas papillas de verduras para acallar la sonajera de mis tripas.

Lucía tenía olor a cazuela de res, a pastel de choclo con albahaca y a pan recién salido del horno. Creo que fueron sus manos las que tomaron las mías para dar los primeros pasos. Fue ella quien me sacó el empacho con rezos de médica mapuche y descubrió mi manía de ocultarme por los recovecos de la casa, sin emitir un sonido, como si fuera un fantasma.  Amelia ayudó a traerme al mundo y no venía con frecuencia. Olía a perfume barato,  de eso me acuerdo claramente. Recuerdo el cascabel que me colgó del cuello, con la forma de un caballito, que tintineaba al menor movimiento, para poder encontrarme. Lucía lo detestaba y decía que a los niños no se les ponen collares como a los perros, pero Amelia era porfiada y decía que si yo seguía con esas manías iba a acabar por desaparecer para siempre, que los gitanos podrían raptarme sin que nadie se diera cuenta y que ahí si que mi padre se iba a morir de pena. Si no se había muerto cuando falleció la señora Marie, decía Lucía, este caballero tiene un largo trecho para seguir viviendo. Y con su sabiduría de mujer, estaba en lo cierto.

Doña Eugenia llegó después, cuando yo casi terminaba el colegio y al casarse, se hizo más cargo de mi padre que de mí. No impuso jamás su voluntad ni su figura y hasta el día de hoy, como si nada, decora la mesa de estar la foto de mi madre, robada a mansalva por mi padre, una tarde de invierno, cuando se enteró de que estaba embarazada. 

Lucía nos dedicaba los mejores minutos de su día a nosotros. A mí, en especial. Compartía su familia conmigo, porque decía que no era bueno crecer tan solo y fue así como aprendí con Juancho, su hijo menor, a cabalgar; con Antonio, el tercero, a usar herramientas y ser autosuficiente, en caso de cualquier eventualidad, decía ella, que sabía muy bien de esas cosas. Su marido la había dejado sola, con siete chiquillos a su cuidado y sin nada a qué echar mano. Ni tierras, ni pensión, ni casa. Mi padre la vio tan necesitada, tan honrada, tan valiente y tan a la deriva que la contrató sin pensarlo dos veces y durante años premió su esfuerzo y dedicación con regalos encubiertos, con apoyo monetario a sus hijos, para sus estudios y con la firme amistad que se forja en el respeto y el cariño sinceros.

Lucía cocinaba para nosotros y limpiaba la casa. Todo brillaba. Todo relucía de su mano y la recuerdo avanzar por los escalones puliendo la madera con virutillas de acero, luego pasando un trozo de lana vieja y por último, esparciendo la cera con sus propias manos, ayudada de una pantymedia. ¡La única pantymedia que hay en esta casa!, carcajeaba mi padre y la llenaba con abarrotes y verduras para su hogar y sus hijos, porque te deslomas mujer, eso es trabajo para brutos. Mira cómo brillan los pisos, no hay nadie como tú, Lucía.

La fiebre alcanzó el pueblo, aquel año, después del terremoto. Yo estaba fuera, estudiando en la universidad y doña Eugenia se había convertido, finalmente, en la dueña de casa. Lucía iba medio día a apoyarla con algunas labores, pero la verdad es que ya venía muy enferma. Años de postergación le pasaban la cuenta. Mi padre la mandó al médico, pero ella guardó el dinero de la consulta para la libreta de ahorros de su hijo Miguel, que había padecido poliomelitis y nunca se pudo recuperar. Vivía con ella y se había hecho artesano. Le iba bien con sus muñequitos rellenos de paja y sus juguetes de madera y aportaba dinero al hogar. Para Lucía jamás dejó de ser un niño y le peinaba los cabellos cada mañana, antes de salir. Mi padre lo averiguó y la llevó personalmente al hospital, pero ya era tarde. Se había contagiado y su débil organismo no pudo soportar la enfermedad. Murió en paz y sin sufrir, le dijo Miguel a mi padre, el día del funeral.

Claro que recuerdo a Lucía, porque guardo una foto vieja donde salimos juntos. Mis rodillas peladas y mi cara triste. Ella, sonriente y vistiendo su delantal. La recuerdo claramente, todos los días de mi vida. Llenó el espacio para las memorias que se tienen de una madre y aunque nunca se lo dije, mis pensamientos están con ella desde la primera vez que me tomó de la mano. Desde entonces estuvo Lucía, desde entonces.

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