De Vuelta

Miró el calendario, buscando la fase de la luna y cayó en cuenta que ya se habían cumplido diez días. Decidió ir a la panadería, por primera vez, en diez días. Cruzó a pié el puente que le separaba del centro de la ciudad, mientras la mañana iba iluminando el panorama y los locatarios del mercado se iban arrimando a sus puestos. Escuchó a lo lejos sus voces y miró instintivamente su reloj de pulsera. Eran las ocho y media. Godofredo ya estaría en pié a esa hora, esperando que llegue su periódico para leer los hechos del día de ayer.

Entró a la panadería con premura y ordenó medio kilo de hallullas y seis mediaslunas de masa de hojaldre, sus favoritas, para tomar desayuno a gusto. Pidió también leche y mantequilla y recordó las quejas de su hijo mayor, que le criticaba comprar tan caro en estos comercios pequeños, pero ella se nulificaba en el supermercado. Los altoparlantes, las góndolas, los cambios de temperatura entre el pasillo de los lácteos y la sección de delicatessen. El gentío. Los niños gritando en pataletas monumentales. Las mujercitas rezongando, sin decoro. Una locura. Godofredo la había acompañado algunas veces, pero luego se aburrió, como se había aburrido de todo. La flota de barcos, la empresa conservera, la casa en la playa, las acciones de la compañía ballenera y tantas miles de insanas decisiones que invariablemente acabaron de un modo bastante inesperado, muy cerca de la quiebra, pero él, como un trapecista, ansiaba sorprender a su público con una caída falsa y en el segundo final, volvía al alambre, levantaba sus brazos victorioso y todo se solucionaba. Así era Godofredo, pensó. Inestable, intespestivo, disperso, distante, a veces; un mar de sabiduría que nunca supo cómo poner al servicio de sus hijos de una manera menos fría y dramática. Así era y así había sido desde que le conoció, con su chaqueta de paño tweed y sus lentes redondos, de brazos dorados, aquel día de campo, tantos años atrás.

El dependiente le entregó la bolsa con la compra y ella consultó su reloj nuevamente. Tenía apuro y apretujó el vuelto en su pequeña cartera. Salió de la panadería y se dirigió al mercado. El ruido de los vendedores, los olores de las verduras le daban bríos. Escogió cilantro, perejil, ciboulletes y orégano, compró medio kilo de manzanas y cuatro peras amarillas y jugosas. Godofredo adora las peras pensó en un segundo, para entristecerse al siguiente.

Revisó su reloj por tercera vez y se desplazó a paso vivo a la carnicería, detrás del mercado. Seleccionó carne de res y tres perniles de pollo.  Acomodó todo rapidamente en la bolsita de rafia que tenía escondida en su bolsillo y presurosa, cruzó el puente nuevamente, de vuelta a casa.

Hacía diez días que Godofredo había muerto y su espíritu aún rondaba la casa, llamándola en sueños, mostrándole en segundos de santificada iluminación dónde había dejado el periódico de hace tres semanas, que buscaron con tanto ahínco, por el reportaje a uno de sus barcos; las pantuflas de verano y los delicados pañuelos de seda que habían sido de su madre. Dónde habían quedado los pijamas de franela que no aparecieron por ninguna parte cuando se fue al hospital, a fallecer sin causa alguna, tal vez por su propio aburrimiento de la vida, que ya no le deparaba nada, decía él, mientras liaba cigarrillos de tabaco negro, que le producían una tos tuberculosa y maloliente, inundando la casa entera. Aún entonces ella le entregó su devoción, cambiando los ceniceros cada tres segundos, hirviendo semillas de eucalipto y tilo para purificar el aire y darle paz a sus pensamientos; divirtiéndose en comentarle hechos imaginarios de su parentela, para que él pudiese  discursear sobre moral y costumbres, con su parsimonia de maestro, sus ademanes de actor teatral, sus comentarios incendiarios contra la iglesia y los curas y su inevitable sarcasmo.

Diez días exactos, murmuró cuando puso la llave en el cerrojo. Recordó que Godofredo jamás había usado llave y que a las horas más imprudentes ella debía ir a abrirle la puerta. Ahora, ya no hacía falta la copia de la llave, que se había perdido perpetuamente entre los bolsillos de sus chaquetas de paño, como no había hecho falta su premura en la compra de esa mañana. Calentó el agua a fuego bajo, mientras preparaba la mesita con esmero. Las servilletas de tela, los platos de porcelana inglesa, los cubiertos de plata que Godofredo había encontrado en uno de los muchos barcos que restauró, todo dispuesto como a él le gustaba. Untó con mermelada de mosqueta una de sus medialunas, mientras el café con leche se iba enfriando lentamente, como a ella le gustaba. Miró con cariño y con tristeza la cocina que había compartido por cuarenta y cinco años con este hombre singular y de ojos arrebatadores. Estaba a punto de desplomarse de dolor, pero habían pasado ya diez días. Su nieta le había comentado que si empezaba a comer como de costumbre, iba a vivir mucho tiempo. Se sirvió otra taza de café con leche, mientras enrollaba la servilleta del plato que hubiera sido para él. La sujetó con una anilla de bronce labrada en Alemania y respiró tranquila. Miró debajo del lavaplatos y ahí encontró la otra, perdida por meses, brillando suavemente para ser encontrada. Godofredo hubiera soltado una carcajada.

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Galletas de la Fortuna

Anda y tráeme un cuarto de mantequilla, le rogó a su empleada. La estufa estaba lista y los moldes preparados. La página del libro tenía dos manchas grasosas justo en la mitad de la receta. Llevaba dos semanas sin verle.

Henry había sido tajante. Estaba perdida. Encerrada en su propio hogar, presa del pánico, intentaba realizar sus actividades como de costumbre, pero nada era como antes. Ni sus largos paseos por el balcón, oliendo las magnolias en flor, ni sus idas a la alameda. Todo se había precipitado. Sólo su bebé la mantenía alerta. Sólo su bebé y la costumbre de hacer galletas en miniatura que escondía en sus bolsillos, en las tardes calladas, antes de su cita con él.

Recordaba cada encuentro, contando con los dedos de sus manos y cada cuenta dibujaba una sonrisa, al verse en sus ojos azules y ser mecida por el arrullo de su voz. Habían sido sus caricias un oasis y era este niño una bendición. Aún no entendía como todo se había orquestado de esta forma. Miró la receta otra vez y midió con precisión los gramos de maicena, el chocolate en polvo, la canela, el azúcar rubia y la breve pizca de sal, mientras seguió evocando la cara de Esteban y sus labios perfumados por el aroma de sus cigarrillos.

Formaba pequeñas bolas amarillas y estiraba con cuidado cada una, hasta que la superficie estuvo cubierta de ellas. La empleada le miraba con ternura, no siempre la veía tan feliz. Había escuchado todo, había sido testigo de todo, sabía todo y sin embargo, estaba de su lado. La observaba con piedad y trataba de alivianar su sufrir, respetando los deseos de su patrona. Le causaba asombro verle tan entera, tan solemne, tan dama. Como una figura de porcelana, justo como aquella que decoraba el alfeizar de la ventana del recibidor. Así era ella, excepto en estos minutos de calma, cuando sus mejillas se tornaban de carmín, su frente se perlaba de sudor y su cabello caía en pequeñas hebras sobre su cara pintada con harina y chocolate aquí y allá. Sabía para quién eran las galletas y estaba conminada a llevarlas al galante caballero con acento extranjero que las estrujaba entre sus manos, mientras lágrimas de frustración y pena rodaban por sus mejillas, empañando los ojos color del cielo por los que su ama había perdido el juicio.

No la culpaba. No la censuraba. Sentía el drama como propio, mientras el perfume de las galletas iba inundando la cocina entera. Eran diminutas. Primorosamente elaboradas. Sin ser rebuscadas en sus formas ni de sabores exóticos, su significado era claro. Su olor era intoxicante y dominaba en la escena, subiendo por la gran escala de madera, dando la vuelta en caracol y llegando a la carrera al cuarto donde ella, día tras día, buscaba ver la figura de su adorado Esteban.

Las envolvió en papel de mantequilla y les hizo un moño sencillo con una cinta de color verde. Había comprado metros de aquella seda mucho tiempo atrás, cuando aún no sospechaba de esta vuelta inesperada del destino, planeando hacer un lazo apretado para terminar con su existencia, un infierno espantoso de la mano de Henry. Recordó el episodio claramente y la figura distinguida de Esteban, mirándola abandonar la tienda aquella fría mañana de abril. Tiempo después, con el primer aguacero del invierno, se amarían con una locura sólo sostenida por el amor inmenso que había brotado antes, paso a paso, en sus suaves paseos por la alameda.

La empleada tomó el paquetito con cuidado y se lo guardó en la canasta que llevaba a casa con las sobras de la cocina. Sabía que debía esperar hasta que el día se hubiera apagado para entregar el encargo con discreción. El patrón había jurado matar con sus propias manos a su esposa infiel y embarazada de aquel ventajista y sinvergüenza que había osado tocarla, pero nunca más ni siquiera le dirigió la palabra, después de aquel domingo en que le confesó que ya sabía todo.

Había que tomar precauciones, decía la señora cada vez que le entregaba el atadito, mientras escribía a la carrera una nota inflamada de amor. No sospechaba que ese verano no habrían más galletas en el horno, no habrían más recetas manchadas de grasa  y que todo lo que le quedaría a ambas sería un recuerdo dulce pegado en sus narices. La vuelta final del destino estaba escrita debajo de cada galletita, sólo que ni la patrona ni su empleada lo supieron entonces. Lo sabía yo, pero latía escondido en el cuerpo de mi madre. Nunca la conocí, nunca probé el dulzor de su cocina y sólo me quedé con su libro de recetas, que huele como ella. 

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