Gemelos

En el año del Señor de mil setecientos diecinueve escribo estas líneas, con un pedazo de carbón aguzado que estaba debajo del jergón, cubriendo el camastro. Estoy preso. Me conocen como Joaquín Ruiz de Santa Cruz, pero nací con otro nombre. Mi madre me abandonó en los barcos cuando tenía apenas ocho años y aprendí demasiadas cosas entre tantos viajes. La noticia de los tesoros de América hizo perder la razón a varios, desde el comienzo y bajamos por los caminos olvidados de los indios amazonas hasta llegar a este reino, que aún es oro y riquezas por doquier. Un favor bien hecho, traducido en el cuerpo muerto de un pobre diablo, me hizo tener mi nuevo nombre. Aún recuerdo al fraile loco que viajó con nosotros, arrastrando un arcón oxidado, cargado de quién sabe qué cosas. Se abrazaba a la pieza con devoción, mientras sus ojos se tornaban en blanco por alucinaciones de mapas de tesoros y visiones demoníacas. Le abandonamos en el primer puerto que vimos, pero su imagen me persigue hasta hoy, en esta celda lóbrega, donde espero para ser colgado.

Las calles de Cuzco me atrajeron apenas las vi, como los ojos marrones de Aurelia, sus caderas redondeadas y sus manos de terciopelo. Poco me importó que estuviera casada. Su voz me martillaba en las noches y luego de maquinaciones y jugarretas, logré hacerme de una fortuna como la que jamás hubiera visto nadie en el lugar donde nací. Piezas de ocho colgaban de mi cuello y mis zapatos eran del cuero más fino, amansado con los dientes de varios indios que estaban a mi servicio, por encargo y gracia de su Majestad, quien es ahora el que me envía a la horca. Cierro los ojos y recuerdo claramente los olores de la cocinerías, las calles empedradas y las rocas cuadradas de los callejones donde, por las noches, ataqué mozas a mansalva y les hice chillar de placer, mientras mis rodillas se volvían de algodón y un líquido caliente me recorría la espalda. Aurelia me recibió en su cama varias veces y varias tantas me colé de sorpresa, escapando como un chico por los balcones llenos de flores, a la vista de sus sirvientes, que existían en un trance infinito, sin emitir jamás un sonido, ni siquiera cuando su amo dejó de respirar por el filo de mi acero. Pero esa no es la razón por la que estoy aquí. Esto es una total injusticia.

Acabo de levantar la roca. El olor a encierro se me cuela por los poros. Busco el último vestigio de Joaquín Ruiz de Santa Cruz, señor de la hacienda La Magdalena de Cuzco. Cometió diversos crímenes y los registros de la historia lo indican como bandido, asesino y bastardo. Apareció, por primera vez, en el manifiesto de un barco que tuve la suerte de leer, antes de que el tiempo hiciera presa de sus hojas y las convirtiera en un polvillo irrespirable. Entonces, asesinó al capitán y tomó su nombre y su cargo. Producto de los amores prohibidos con doña Aurelia de Rivera y Godoy estuvo al borde de la horca, pero misteriosamente el marido agraviado apareció en un estanque, con marcas de una espada toledana que nadie se atrevió a identificar. 

Su Majestad premió a don Joaquín en variadas ocasiones, aumentando su fortuna a niveles nunca vistos en hidalgos de poca monta. Estuvo en la Corte varias veces, tuvo su propia flotilla de barcos que comerciaban sólo con el puerto de Cartagena, amén de las maquinaciones oscuras y sangrientas  que efectuó para quedarse con la ruta y había terminado sus días por un edicto real que lo declaraba impostor del nombre que creó como suyo. Su fin llegó un día de mayo, al amanecer, cuando el verdugo, convenientemente pagado por la víctima, hizo un lazo apretado que le llevó la respiración y la vida en pocos minutos, quitándole a la turba el placer de verle balancearse por horas. Cuentan que doña Aurelia estuvo allí, como estuve yo hace  poco, admirando el viejo árbol de huayruro que soportó el peso de tantos hombres colgados. Vi su rostro como vi el mío, en el espejo, esta mañana y terminé de creer que somos muy parecidos. El único retrato de don Joaquín colgó gracioso en la casa de doña Aurelia, como la afrenta última al marido agraviado y la prueba irrefutable de la conducta licenciosa que les hundió a ambos y que llegó a mi conocimiento por azar y una sola vez. Levanto la piedra nuevamente y veo con claridad el pedazo de carbón que usó en su última misiva. En un segundo único, escucho su respiración entrecortada por la humedad del cuarto y me doy cuenta que es él quien me ha guiado. He seguido su camino no para reivindicarle, sino sólo para conocerle y darme cuenta, en este viaje, que hemos sido como hermanos…

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Expedición al Estrecho

Mi nombre es José María y soy de Gijón. Fui criado en un hospicio y a los quince años me hice a la mar. El hidalgo me pidió que le acompañe en esta expedición, porque soy el único que sabe leer y escribir. Él dice que puede, pero yo sé que miente, como sé que miente cuando dice que sabe dónde estamos.

Llevamos meses en este viaje de locura y no hemos visto nada que brille excepto las estrellas del firmamento, en las noches de luna llena. Si no encontramos oro en esta empresa, vamos a contar con varios problemas. Los hombres no duermen por los ruidos que vienen de la playa y alucinan ninfas desnudas saliendo relucientes de los troncos que flotan, en medio del mar. En el día, todos andan como sonámbulos cometiendo disparates.

Mi misión es llevar el registro del barco y dibujar las cartas de navegación y veo que hemos dado tumbos. No hemos encontrado nada y todo lo que nos contaron los indios, antes de zarpar, han sido un montón de mentiras. El paisaje es vasto y desolado, de un verde eterno y húmedo que nos chala los pensamientos y no deja que el hidalgo proceda como debiera. Rehúsa ir a tierra por  miedo a los fuegos que vemos en las noches. Navegamos por extraños fiordos, donde parece que todo se hubiera desmembrado, producto de alguna hechicería. Es tierra de árboles, laurel, ciprés y arrayán y otras muchas pasturas que son vistas en nuestra España y la hierba como avena. Alucinamos.

Salimos de un pequeño puerto y seguimos nuestro viaje y llegamos en el día de Nuestra Señora de la Concepción, el nueve de diciembre del año de mil quinientos cincuenta y tres. Arribamos al estrecho de Magallanes y estuvimos allí dos días. Cuando aclaró el cielo, se vio la boca del estrecho que tiene tres leguas de ancho, dos isletas pequeñas en medio y al lado del norte tiene unos farellones que parecen velas. A la banda del sur, tiene una isla a manera de campana, y así le hemos llamado. Es monte y se ve poblada. Anoto todos estos detalles cuidadosomente en mis libros y confecciono las cartas como me ha encomendado el hidalgo.

En una isla, antes de tocar esta región, vimos unos ranchos pequeños y al parecer eran de gente pobre, sus casas cubiertas con cortezas de árboles y con cueros  de animales. Hallamos una canoa hecha de tres tablas muy bien cosida, de veinticuatro o veinticinco pies y por las costuras tenían echado un betún que ellos hacen. Avanzan desnudos, untados los cuerpos de aceite de lobos marinos y trasquilados. Toda la costa de la banda del sur es monte  con grandes y altos peñascos. Está en altura de cincuenta y un grado y medio. Voy tomando los datos que me dan las estrellas.  Nos volvemos locos. Un accidente acontece en nuestra nave. No hay oro, murmuramos. Salimos a recorrer los montes a pié. Buscamos agua y comida. Buscamos espíritus y paisajes habitados. Sólo mar y vastedad. Sólo costas peladas y vientos que nos razgan los vestidos. El hidalgo dice que sabe dónde estamos. Yo sé que miente.

Esa noche, en las fogatas, los indios se tiñen de rojo y emiten sonidos de locura. Les vemos avanzar por la playa en danzas. Crecen sus cuerpos como por arte de magia.  Las pisadas que avistamos la mañana siguiente nos quitan definitivamente la razón. Patagones, les llamamos. Sus cuerpos, marcados en la arena, ahuyentan nuestro valor. Le pedimos al hidalgo que volvamos. Me pide en privado que lea mi crónica con calma y que le muestre los mapas que he ido dibujando. Se ve sereno, pero yo sé que finge. Está tan asustado como nosotros. Don Pedro le ha solicitado esta empresa y no sabemos si él aún existe, acosado como estaba por los otros salvajes de más al norte. Su Majestad ha de premiar nuestro esfuerzo, dice para componer el ánimo de la tripulación, pero nadie hace razón de sus palabras.

Otra noche de locura. Más gritos en la vastedad de este universo. Todo verde y desolado, ni los pájaros parecen vivos. Sólo el mar azota nuestro buque, llevándose nuestro sueño. Les vemos de nuevo, protegidos por tintas de colores, desnudos los hombres, mostrando sus sexos a los cuatro vientos. Son gigantes, bárbaros, eternos, poderosos. Se llevan nuestras voces. Patagones les hemos llamado.  En esta inmensidad donde los fuegos no se apagan nunca, donde don Hernando decidió decir Pacífico al oceáno, no hemos encontrado la paz. Patagones, les llamamos. Son bestias, son hombres, son seres mágicos y malditos, destinados a vivir en estas soledades. Sus huellas nos alteran. Sus colores nos llenan el alma de pavor.

Anoto todo con cuidado en mi diario. Las monjas del hospicio siempre me aconsejaron llevar un diario. Anota bien, hijo querido, que nunca vas a saber quién puede beneficiarse de tus recuerdos. El hidalgo don Francisco me pide que no lleve registro de nuestras visiones, pero yo no le hago caso. Él mismo comenta las suyas a la tripulación de cubierta. Patagones, les llama con certeza. Tierra de todos ellos. Nunca hemos de llegar a conquistarla, dice de pronto una mañana. Patagonia es la frontera de este reino de locura, sostiene afiebrado. Perderá sus dientes en el viaje de vuelta. Mostrará mis notas a don Pedro y él me premiará con dos mercedes de tierra. Todo lo que he visto, no he de contárselo nunca a nadie.  

Puerto Eden

El Teatro

teatro abandonado

Los carpinteros llegaron temprano, premunidos de martillos y barretillas. Hubo incluso alguno que trajo un gran napoleón por si había quedado alguna puerta trancada, con aquellos antiguos candados que no se amilanaban por la herrumbre  que había invadido el lugar, a través de todos estos años.

Hacía mucho que el gran telón había caído inexorablemente, deshecho por la humedad y los musguitos persistentes que hicieron nata de su composición. La vieja moviola fue sustraída por partes por algún operador cansado de esperar su salario y el cuero de los asientos se fue disolviendo  lentamente, a la pasada de roedores y polillas que sólo dejaron los resortes desnudos para muestra de que, alguna vez, hubo grandeza en este lugar.

Uno de ellos logró abrir un vetusto arcón, tapiado con piezas de metal de diversa naturaleza y pensando encontrar algún tesoro, hundió sus manos en los ahora frágiles pergaminos de la antigua publicidad del lugar. Viejos letreros pintados a mano, anunciaban las funciones y otrora gruesos cartelones de papel couché decoraban con las figuras del celuloide. Se sintió desdichado y arrojó los restos al piso de madera. Tomó la barretilla y se dispuso a desarmar la pared que había soportado al arcón y que antes, había estado tapizada con brocado color bermellón.

El más viejo de los carpinteros recordaba haber estado en el teatro, antes que la modernidad apareciera de golpe en el país, cuando aún era paseo obligado ir a la plaza los domingos y asistir a la función de la tarde. Los asientos rechinaban y aquí y allá faltaba algún apoyabrazos, pero a nadie le importaba demasiado. Era la magia de la filmación lo que más les atontaba, haciéndoles olvidar tantos infortunios y tanto dolor. Las epidemias y el invierno. La falta de trabajo y de calificación, las derrotas deportivas y las desdichas del día a día. Todo desaparecía de un plumazo una vez que la cortina gigante se levantaba pesada y amenazante para dejar paso a la muralla blanca. Las luces se perdían en un segundo y la vieja moviola, trastabillando, empezaba a rodar el film.

También recordaba que, después del tiroteo, nunca más hubo una función con actores de verdad. El escenario fue perdiendo su brillo y sólo la película le dio algo de magia al lugar. Atrás se habían quedado las galas y las compañías de pantomina y artistas más o menos consagrados, como rezaba la publicidad, escrita a mano con esos grandes moldes de cartón, en los carteles de las afueras del teatro.  

El tiroteo había arruinado todo, contaba el viejo carpintero. Recordaba la noche en que pasó, porque su padre le contó de primera mano los acontecimientos. Estuvo en la plaza vendiendo confites hasta  que la función de esa noche empezó.  Luego, se quedó arreglando sus cosas y escuchó los disparos. Tres escopetas dispararon. Hubo sólo una víctima. Pero en el pueblo dijeron que la  pobre mujer masacrada no era la que buscaban los tiradores. Después, todo cambió. Hechos de sangre siguieron sucediendo. Personas que desaparecieron sin dejar rastro y luego pestes y más pestes, fueron minando las energías de los habitantes.  Su padre culpaba al tiroteo y a aquel que se tiró del puente que cruzaba el río. Sólo cuando los voluntarios arrastraron su cuerpo a la rivera, se dieron cuenta del gran parecido con el que era su progenitor. No se habían visto en quince años y ahora se encontraban en esta vista mortecina, con una sombra de odio pintada en la cara del occiso. Nadie supo de la disposición de su cuerpo y nadie juzgó al padre por haber engendrado un ser tan vil. Las catástrofes siguieron sucediendo, hasta terminar el día del gran terremoto. Después de eso, el teatro fue oficialmente cerrado por la poca seguridad que ofrecía su edificio, que como muchos otros, cayó de rodillas ante la fuerza de los elementos. Permaneció así por décadas, hasta que una ordenanza municipal decidió echarlo abajo. Ya no había indicio de los antiguos dueños y nadie se hacía cargo de su limpieza. Se veían las ratas saliendo muy compuestas de sus esquinas, cargando basuras y restos de las cortinas en las tardes mojadas de invierno. Se declaró entonces fuente de infecciones y se contrató una cuadrilla para echarlo abajo. En eso estaban, cuando encontraron debajo de la butaca número dieciséis un casquillo vacío. Todos pensaron en el tiroteo que había contado el viejo carpintero. Él se acercó y tomó entre sus manos el tiro vacío y se lo guardó en su bolsillo. Nada va a cambiar, dijo de último. Tenemos que seguir trabajando.

El Último Homenaje

tumbas

Estaba don Benno, Flor y Elena. Detrás, Candelaria y la Dorita. Pancho, el jardinero y las monjitas del colegio. Dos perros callejeros que se negaron a salir de entre el gentío, nosotros y algunos, como el Cheuto, que se unieron al cortejo a medida que iba avanzando por la única avenida del pueblo. Eramos en total treinta personas.

El cielo estaba oscuro y una neblina delgada acompañaba a los que ibamos caminando. Se hacía pesado respirar y se escuchaban bajito las toses y los suspiros. Las monjas iban rezando, agarradas todas del brazo y su letanía adormecía a los caminantes. Alguien por ahí rió de pronto y se escucharon los codazos y las censuras. Las personas en la calle agachaban la cabeza, se persignaban a la rápida y los hombres se quitaban sus gorras en señal de respeto.

La carroza era un Buick de 1940, que botaba humo por todas partes y la caja de cambios se quedaba atascada en la segunda. A cada cuadra, se paraba y el chofer debía volver a hacerla andar. Los hombres se reían maliciosos y las monjitas seguían orando con más devoción. Tocaba caminar todavía un trecho largo. No había signos de que despejara la neblina. Ibamos todos con las mejillas coloradas por el frío y con los mocos asomando.  Flor y Elena lloraban honestamente y se apoyaban una en la otra, para no trastabillar con sus zapatos de taco alto y su poca experiencia caminando. Miraban la carroza con respeto y acomodaban las flores que parecía iban a caerse en cada parada del vehículo.

Amelia había sido una madre para ellas. Amable y preocupada, justa e imparcial. Honesta como pocas. Con un corazón que no cabía en su pecho gigante, como si hubiera parido un ejército de hijos con ese cuerpo bajito y redondeado. Sus caderas habían sido las más deseadas del pueblo y era famosa por sus dotes en la cama. Había criado a estas chiquillas y a varias otras, que llegaron a su casa a pié pelado y con el estómago vacío, la cabeza infestada de piojos y la firme determinación de hacer con sus vidas algo más productivo que sólo mozas de campo.

Siempre se caracterizó por la nobleza de su espíritu. Mantenía a las chicas bien cuidadas y les daba toda clase de consejos. Trataba a su establecimiento como un negocio frío e impersonal que sólo le proveía dinero. Lo administraba con prudencia y sabiduría, aunque apenas sabía leer. Aprendió a contar haciendo la caja, iluminada por una chispa de inspiración al lograr entender cómo cada moneda tenía su equivalencia en la de mayor valor y así lo mismo los billetes. Se fascinó y contaba el dinero veinte veces, sólo para sentirlo. Estuvo siempre muy agradecida de mi padre, quien le ayudó a hacerse del negocio, que antes había sido de Nicanor y donde ella empezó como empleada. Se conocieron un día en el lugar y él no dudó en la inteligencia y la  habilidad de esta muchacha ordinaria, que se pintarrajeaba mucho los labios y se reía francamente con sus chistes gruesos y sus expresiones catalanas. Ella hizo mucho por nosotros.

Mi madre se acercó a su ventana una noche de verano, cuando el calor no se apiadaba aún del pueblo y le rogó que le ayudara a traerme al mundo. Fue la única persona en la que pudo confiar. Amelia procedió con seguridad, en un arte que había aprendido de su madre y antes de su abuela, pero no pudo evitar la hemorragia que cubrió las sábanas mugrientas de la cama que estaba más cerca de la puerta por donde mi madre entró. Yo salí entero y en silencio, enmudecido por el calor probablemente y por la desesperación que mi madre tuvo que soportar durante todo su embarazo. En su vientre, aprendí a ser una criatura callada y a no hacerme notar. Amelia me enseñó el valor de la risa y de las palabras. Fue su ternura la primera que sentí en mi espalda desnuda y fueron sus labios los que me tocaron, primero que mi madre. Recuerdo su olor a hierba seca y perfume barato, a humo del hogar que el Cheuto se encargaba de prender cada mañana, mientras componía su borrachera con una caña de vino blanco que Amelia le dejaba oculta debajo de la mesa, como si fuera un accidente. El Cheuto también llegó por casualidad, como casi todas las chicas de la casa y fue ella quien tuvo la piedad de darle un lugar donde dormir y asignarle una tarea que hacer, para dar dignidad a su vida de borrachín, paria y errante.

Amelia había sido la matrona de la única casa de putas del pueblo y ahora que había muerto, todos le rendían sentido homenaje en su partida. Agradecían su caridad siempre oportuna, sus mentiras piadosas y su buen corazón.  Al llegar al camposanto, las lágrimas de las chicas enjugaron todos los pecados mortales de su doña y pudo alojarse con calma y con cuidado. Mi padre pagó por su sepultura y yo personalmente me encargué de supervisar al panteonero para que hiciera un buen trabajo. Le debíamos mucho. Era lo menos que podíamos hacer.

La Muchacha de la Trenza

trenza

Por detrás del gallinero siempre aparecía Azucena, la empleada. Criatura de voz suave y sigilosa; bajita y redondeada, se movía por la casa sin hacer ruido, como un fantasma. Era una jovencita, aún no tenía dieciocho años. Temblaba al vozarrón del patrón y prefería no mirarle nunca a los ojos. La trenza negra apretada que usaba detrás de su nuca era lo único que se recordaba, ni su nombre ni su vestido, sólo su trenza, que volaba presurosa detrás de ella, como la cola de un volantín, de una habitación a otra, haciendo los quehaceres, en silencio y en secreto, como si no existiera.

Al patrón le molestaba que esta chiquilla no hablara. Al principio, pensaba que era sordomuda y le gritaba muy cerca a ver si tenía alguna reacción. Al cabo de un tiempo entendió que sólo era tonta y la dejó en paz. Nunca sospecharía que ella, callada, conocía la historia de toda la familia. Sería la única que sabría quienes asesinaron a su padre, porqué sus hijos varones no llegaban a ver la luz del segundo día y sería la última en verle, antes de su desaparición. Años después, ella sería  quién daría aquella pista, que  había permanecido aferrada a sus recuerdos, a la mujer que tanto le había buscado.

El patrón no era como el padre, que acostumbraba a perseguir a las mozas,  hasta voltearlas en cualquier pampa para hacer como los conejos y dejarlas ahí. Él prefería la alegría falsa de las putas que se desvestían despacito en frente de él, con la vela encendida y lo acariciaban entero como a un gato. Jamás logró amar a su difunta esposa con la luz prendida. La cara de horror que ponía la pobre, le hacía sentir como un mal nacido.  La sola vez que trató, la desdichada se perdió en un mar de lágrimas histéricas, tan incontrolable que él tuvo que irse a otra habitación para no volarle la cara de un palmazo. Por eso no miraba a esta chiquilla; una mezcla de piedad y rabia le impedía siquiera enfocarla.

Perdía tan pronto la paciencia con demostraciones de terror e histeria. Nunca toleró el lloriqueo de su hermana, cuando eran niños y tampoco nunca entendió las zurras que tuvo que soportar por culpa de esa maldita manía sin control y del miedo intrínsico que cada mujer parecía tenerle. Nunca entendió cómo su padre podía disfrutar tanto de las caras de pánico que ponían las chinas cuando se encontraban en aquellas circunstancias. Siempre su padre le decía que la cara de miedo era al principio, porque después, solitas, venían por más, pero él discrepaba. Prefería a las putas, aunque le sacaran hasta el último peso, porque prefería la entrega sin pavor. Sabía que eran solícitas porque les dejaba buenas propinas y que todo era un teatro. Sabía que se acostaban con él sólo por dinero y eso acababa, en cada ocasión, por molestarle y dejarle una sensación de abandono que echaba todo a perder. ¿Por qué era tan complicado gozar nada más, sin miedo ni mentiras? Estaba seguro que más de alguna de las chicas del bulín si había gozado de verdad. Si no había nada más bueno en esta vida. Nada se comparaba con la idea de permanecer retozando como los animales por horas. Si los humanos son los únicos que entran en calor todos los días del año. Debía haber una razón para eso.

¡Tráeme pan junto con la sopa! le ordenó a la chica, sin mirarla. A esta cabra lesa se le olvidan la mitad de la cosas. Si no fuera porque me enferman las caras de miedo, le pegaría unos porrazos, a ver si se avispa. Nunca sospecharía la importancia del silencio de Azucena, su lugar entre las bambalinas de su historia y la sabia premonición de cada hecho importante. Sería ella y sólo ella quien le ayudaría, finalmente, a ser feliz.

El Asesinato de mi Padre

carreta

El hijo mayor del hombre que llevaba su mismo nombre se había quedado a cargo de la hacienda, desde que la desgracia asolara a la familia. Entonces, sintió que estaban condenados, no quiso tentar al destino y no exigió respuestas, aunque las dudas las siguió viendo día tras día, incluso en este instante tórrido, que le hizo recordar al joven la jornada infame en que mataron a su padre.

En la noche de un verano macho, don Constantino había ido al pueblo, montando su manco consentido, ataviado con sus mejores galas, espuelas de plata, colleras en su camisa y su sombrero de fieltro tieso y negro, que, de lejos, parecía un cuervo gigantesco posado en su cráneo ya sin pelos; con la tos seca y pegajosa del que ha fumado demasiado y los dedos amarillentos de sus manos grandes, cubiertas de venas azules y verdosas que agarraban las caderas de las mozas cada vez que tenían oportunidad.
Iba una vez por semana, lloviera o tronase, a echarse unos tragos, jugar a la brisca y ver a los viejos amigos de siempre, que se instalaban en la misma mesa del fondo del salón, contaban los mismos chistes y cuentos que tenían en la memoria, al amparo de los vasos, recargados cada tanto, por la animosa mano del empleado del bar del Hotel Unión. Allí permanecía horas, nada más que gastando su dinero, hablando de lo mismo, una y otra vez, cosechando miles de quintales de trigo, contando centenares de vaquillas preñadas y sintiendo un desmedido orgullo por el hijo de su corazón, aquel que llevaba su mismo nombre.

Esa noche, ebrio y desarmado, fue atacado arteramente por una banda de ladrones, que después de degollarlo como a un cerdo, lo dejaron botado en la vereda del camino, sin botas ni cinturón, con su cabeza contra la cuneta. No sintió dolor, no hubo gestos en su cara que delataran el sufrir, sólo sus manos empuñadas quisieron decir lo que no pudo mientras tuvo un hálito de vida.

No apareció por ninguna parte, pero nadie en la familia pareció impacientarse demasiado. Sin embargo, la hija empezó a arrastrarse por las murallas, con el ceño fruncido y los dientes apretados, después de haber hablado con la madre de Azucena. Miraba el horizonte con atención enfermiza y salía disparada a la puerta, a la llegada de cualquier visitante. Esperaba lo peor y se persignaba a cada rato, sin poder articular una palabra, mientras unos pequeños jotes se iban posando más y más cerca de la casa, con una osadía extraña y una confianza infinita.

El mozo avistó a las aves y trató de espantarlas con su sombrero primero, luego con una escoba, pero se negaron a moverse, sólo se desplazaron por la cerca un poco más lejos de su alcance, pero ahí se quedaron, bien a la vista, hasta que el joven Constantino salió. Entonces, emprendieron el vuelo lentamente, uno primero, luego el otro y esperaron. Lo acosaron durante todo el día. Se perdían de vista y volvían a aparecer. Era como si quisieran decirle algo.

Pronto cayeron todos en cuenta que el hombre no iba a regresar. En la noche, los búhos planearon por afuera de las ventanas del gran caserón. El vecino, a la mañana siguiente, acusó un bulto en el horizonte y unas aves volando en círculos concéntricos muy alto. Entonces se decidieron, entre los ruegos de las mujeres y los mozos más viejos, que se santiguaban rapidito, para no ser moteados de cobardes.

Sólo el joven Constantino se atrevió a reconocerlo, botado como estaba a la orilla del camino. El cuerpo estaba hinchado y cubierto de gusanos y moscas. Habían seguido el vuelo macabro de los tres pequeños jotes que iban y volvían y que habían perturbado a todos en la casa, llenando de superstición a las mozas, que habían organizado cadenas de oración, porque este era un signo inequívoco de la mano del demonio.

Desde aquel día, se negó siempre a la oración. Le traía el recuerdo del horror del padre descompuesto en sus propios humores, sin que hayan tenido la oportunidad de atrapar a quienes se habían atrevido, sin que hayan podido organizar una pompa fúnebre como correspondía, porque la sola pestilencia del cuerpo fue suficiente para marchitar dos matas de ruda y hacer que la gata pariera antes de tiempo gatitos con dos cabezas, que fue necesario eliminar. La carreta que transportó el cuerpo sin vida, se llenó de los mismos gusanos que pululaban en el interior del occiso y hubo que quemarla, untándola con alquitrán y parafina.

La fatalidad les acompañó desde entonces, y por más que el joven Constantino se esforzaba en vencerla, siempre acudía a su lado, como una compañera silente y molestosa. Ahora, que veía esta yunta de bueyes con crespones negros, se convenció aún más.

La Mujer del Comandante

desierto

Anoche se desveló. No hubo caso que pudiera conciliar el sueño. Los sonidos del cuartel le pusieron los nervios de punta, como nunca antes. El cambio de guardia se hizo eterno y los pasos de los botines de los soldados le recordaron por alguna razón a la lluvia. El cielo se abrió de un golpe, entregando toda su luz, mientras ella aún recorría en bata la sala, buscando perturbada algo que no sabía qué era.

Estoy al borde de la locura, dijo. Esta vida me está matando. Miró hacia atrás en retrospectiva y recordó la hermosa boda, su traje blanco como la nieve y la apostura sin parangón del gallardo Teniente. Era como un príncipe encantado, los botones de su guerrera de gala brillaban como las luces de la catedral donde contrajeron matrimonio. La guardia de sables, a la salida, le pareció excesiva pero emotiva y el traslado de los enseres de su nuevo hogar, en los grandes camiones del glorioso ejército, le pareció una bendición.

Cuando llegaron a este puesto en mitad de las montañas y la luna, ella tenía todas sus esperanzas intactas, pero los días fueron pasando y la rutina le fue aplastando, hora tras hora, día a día. El Teniente subía de grado como la espuma, aumentando su orgullo y el bienestar de la familia. Crecían los hijos en este espacio confinado, mezclándose sólo con otros de su misma condición, mientras ella sentía que se iba marchitando lento, en la aridez del panorama. Sólo las actividades del alto mando le daban alguna razón, sólo las tareas escolares mantenían su mente activa y caprichosa. Intentaba ser la que siempre quiso, pero las vicisitudes de la carrera militar le cerraban las puertas una tras otra y en su cara.

Se movía apenas por la ciudad, portando la identificación característica, por si era detenida por la policía por haberse pasado una luz roja, sin miedo, pero con profunda inquietud. Las órdenes impartidas por su marido, ahora Comandante de la guarnición, retumbaban en sus oídos todas las noches, como si el pavor que provocaba en sus subalternos se trasladara por las paredes y el aire  directo a su alma. Sólo cuando partían de campaña respiraba con más soltura. Toda la dotación abandonaba el regimiento y los oficiales iban a la ofensiva conduciendo sus jeep camuflados con los colores del desierto. Detrás avanzaba la tropa, delgados jovencitos con voces aún en desarrollo, cargando pesadas mochilas llenas de pertrechos, cantando el himno del ejército, adentrándose en el paisaje para jugar a la guerra por unas semanas.

Entonces, el lugar se veía distinto, más abierto, menos feroz, más humano, pero la paranoia de la soldadesca, por estar justo en la frontera, hacía afianzar las estaciones de guardia al llegar el crepúsculo. Siempre las noches eran tan difíciles. Se escuchaban ruidos macabros, voces extraviadas y los cuentos de los antiguos mineros llegaban de alguna forma a sus oídos.  El joven edecán que quedaba a su orden hablaba  de fantasmas y perdidos que vagaban en estas latitudes, buscando redención, agua y vida. No se asuste señora que no hacen nada, decía, pero ella sabía claramente que los espíritus no perdonaban tan fácil. Su madre había perdido la razón antes de que ella se casara y acudió a la boda sedada. Hablaba con los santos y los fantasmas, comunicando nuevas y panoramas espectaculares que ellos le susurraban a cada momento, después de su incursión prohibida con la tabla ouija. Fue asi que perdió completamente la chaveta y empezó a vivir en ese mundo paralelo al que ella se rehusó siempre a entrar, pero sentía que ahora le arrastraba lentamente, desde la soledad del desierto, viajando a través del viento, hasta llegar a su ventana.

La tropa estaba en pleno ejercicio. Detonaban las granadas y avanzaban todos cuerpo a tierra, entre el polvo color naranja y el humo blanquecino. El Comandante admiraba orgulloso la formación táctica de los soldados. Sonreía complacido. Nada más que su propia suficiencia le importaba. Esa era la maldición del grado. Lo sabía y le gustaba. Lo saboreaba cada vez, en cada ascenso. Ahora estaba en la cima de la colina y del poder, fascinado con su propia vanidad. 

El sargento ordenó avanzar, cargando la munición y en grupos de seis, para alcanzar el objetivo. El sol estaba saliendo, apenas despuntaba la aurora. Corrieron enardecidos por su propio miedo, colina arriba, pero la silueta en la cumbre les hizo retroceder. El camisón blanco de la mujer del Comandante estaba tirado en el suelo y su cuerpo desnudo se balanceaba con el viento en el borde del acantilado. Estaba intacto. Se veía serena. Sonreía. Le había dicho al edecán que saldría un momento y que no se preocupara. Sólo la volvió a ver envuelta en una carpa de campaña, con puñados de tierra anaranjada entre sus manos. La tabla ouija encontrada debajo de su cama, marcaba en si.

Amelia

La nube de humo de cigarro se mantenía espesa y flotando exactamente en el mismo sitio, todos los días de Dios, dándole al aire un tinte espeso. Los pisos deslavados, cubiertos con alquitrán, amenazaban a los parroquianos, de vez en cuando, con hacerlos caer para no volver a levantarse. Las mesitas cojas, con sus sillas pegadas al suelo, precaución necesaria si acaso se armaba una pelea; decoradas con palmatorias de bronce y la esperma del velón hediondo que daba algo de luz al lugar. La barrica de vino estaba justamente en la esquina, al lado del bar destartalado, manchado por miles de secreciones y sustancias a lo largo del tiempo. Las muchachas se mantenían siempre solícitas y alegres, sirviendo vino en todos lados y dejándose toquetear por los hombres, que invariablemente estaban bien borrachos.

La escalera de madera rechinaba y se cimbraba al peso de los parroquianos y sus fugaces amantes, subiendo apurados o bajando rendidos por la faena cumplida, que amenazaba con tumbar el cielo raso en la cabeza de los asistentes del salón. Amelia controlaba todo desde su pequeño observatorio, justo en la esquina opuesta a la barrica. Indicaba qué clientes podían seguir bebiendo, quiénes tenían crédito y quiénes debían marcharse.  A la vista de Nicanor enmudecía, más que todo por respeto a su condición de hombre y empleador, pero la que llevaba las riendas era ella. Mujer de corta estatura, de tez blanca y cabellos oscuros, con labios color cereza que se pintarrajeaba burdamente y caderas prominentes y senos generosos que mostraba sin pudores. Sabía que el cuerpo no duraba para siempre y el recuerdo de su hijo en el norte le daba ánimos para mantener esta charada. Además, ella reconocía secretamente que esta vida le agradaba. Ella decidía finalmente con quién iba a la cama y a quién ponía de patas en la calle. No había tenido tanto poder antes en su vida. Si se hubiera quedado en su hacienda original, estaría llena de hijos de aquel patrón artero que la violó cuando tenía catorce años. Había aprendido a fingir pasión y deseo cuando lo único que le importaba era el dinero. Sabía que con dinero se llegaba muy lejos. Eso les decían cada día de paga. Era lo mejor que existía y era profundamente indispensable. Si ellas ganaban, Nicanor ganaba, si ellas estaban contentas, él también lo estaba. ¡Esa es la manera, caramba! Sólo por esas palabras, que la hacían sentirse persona una vez en la semana, valía la pena soportar a todos estos borrachos, desgraciados y mal nacidos hombres del demonio que venían a exigir, por dinero, lo que no eran capaces de lograr, por amor, en sus casas.

Ahorraba hasta la última chaucha y por nada del mundo dejaba que la engañaran con los pagos, vueltos y propinas. Este negocio lo sentía suyo y había aprendido a verlo como eso, un negocio, ni más ni menos. No sacaban nada aquellas que se enamoraban de los patrones que venían aquí a llenarles la cabeza de pajaritos para poder hacerlo de gratis. Todo lo contrario. A la primera de cambio, estaban con un crío en brazos y así ¿quién las mantenía? ¿dónde conseguían trabajo? El cuerpo se marchitaba tan rápido y si no se aprovechaba, se terminaba viviendo debajo de los puentes o dando lástima donde algún pariente que nunca iba a dejar de recriminarle que había sido puta. Ese hijo iba a escupir su cara en el futuro, cuando se enterara de las condiciones de su concepción, engrosando la larga lista de criaturas sin nombre, sin amor de familia, sin pasado, ni futuro, profundamente heridos por su condición de marginales y resentidos por el resto de sus vidas, llevando el estigma eterno de la palabra huacho.

El ruido se hacía ensordecedor por momentos y  la pequeña morena con ojos de gata y caderas de potranca, cantaba arriba de una mesa, acompañada por la guitarra desafinada de Nicanor. Todos coreaban con voz al cuello, haciendo imposible conversar, mientras la muchacha era manoseada a la pasada por los clientes. Caía el licor al suelo, bañando a los que estaban descuidados. No había como la voz de la morena. De haber nacido en España, hubiera sido una diosa del flamenco. Alguien pensó enseñarle algunas canciones, pero era porfiada como mula. Muchas veces Amelia tuvo que remediarle la preñez por la porfía de su carácter, como lo hacía con todas, arriesgando sus vidas en las mañanas trasnochadas, con infusiones de borraja, paños calientes, cataplasmas de mostaza y jugo de limón para evitar un problema mayor, una tristeza de por vida. Se sentía bendecida por su buen juicio y su claridad. Sabía que era proscrita de su familia y que nunca jamás iba a poder mirar a los ojos a su hijo, pero no le importaba. Rezaba todas las tardes, antes de bajar al burdel, por su alma penitente, por sus prácticas de abortista, por sus mentiras y sus caricias falsas, pero no podía pedir perdón ni menos arrepentirse de eso ni de ganar dinero ni de sentir esa sensación intoxicante de que todo pasaba por sus manos, como una titiritera avezada y orgullosa, moviendo los hilos de esta comedia, en cada escenario posible.

Pasaban las cosas como todas las noches, cuando llegó la francesa, en mitad de la más estrellada y calma de aquel verano tórrido, a buscar a Amelia para que la ayudara a parir. Entonces, entendió que todo en la vida la había llevado hasta este punto y cuando la pobrecilla no pudo seguir existiendo y le entregó a la criatura y le hizo prometer que guiaría su destino, el dolor la invadió de súbito, el remordimiento la embargó y sin mediar ninguna justificación en su cabeza, pidió perdón.

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Mambo

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Johnny Pedro Mauricio era su nombre completo, pero todos le llamaban Mambo, por una historia absurda producto de la borrachera del minuto y de la gracia que se desprende de la chaladura del alcohol.

De proporciones épicas y poco agraciadas. Un vientre prominente y gigantesco, digno de ventosidades atómicas y que apestaban por horas. De cabeza regular y facciones comunes y corrientes, manos gordas, pero de dedos alargados. Muchos decían que era como un monigote de plasticina hecho por algún párvulo de malas ganas.

Sus grandes zancadas le antecedían y la vibración de su peso cimbraba cualquier establecimiento, casa, parroquia o quinta de recreo. Su risa franca y saludable, le hacía lagrimear sus ojos mansos y se veía el confín de su alma, sencilla y pulcra.

Enamorado del amor; su corazón se debía a una sola mujer, aquella de rizos rubios y ojos soñadores que alguna vez se le entregó con pasión y locura, en su etapa escolar, entendiendo rápido que Mambo no iba a llegar muy lejos, de seguir por el camino que iba.

En ese tiempo, todos los que le frecuentaban reconocían que esa mujer había destruido sus sueños más preciados y que le había convertido en esta bestia gigante y posesa que sólo pensaba en cazar, beber hasta perder la conciencia  y, de vez en cuando, producir algún dinero en la faena forestal.

Pronto descubrió que este negocio le iba y que la brutalidad del medio le iba también. La maquiavélica actividad de arrancar de cuajo un árbol indefenso, de un lugar perdido en mitad de la nada, donde todo era diáfano y puro y extender el ruido de sus tractores, estirar los largos tramos de cadenas y el sonido pertubador de las motosierras haciendo su trabajo con precisión de relojero, siniestras, amenazadoras, pero efectivas. Luego, luchar contra los elementos, arrastrando el árbol caído a un lugar más despejado para desbrozar y cortar en basas, como un carnicero eliminando pellejo y pezuñas para luego destazar a este animal descomunal, rendido y humillado a la evidencia de la supremacía de la tecnología y de la inventiva humana.

Mambo gozaba del ejercicio, gozaba de llegar hediondo y cubierto de tierra y hojarasca como un puerco, y abandonarse a la bañera para salir rozagante y dispuesto. Vendía el material al mejor postor y antes de tener el dinero en su mano, apostaba, invitaba, brindaba, pagaba y seguía invitando en una euforia mensual y cíclica que le empujaba a seguir en la misma rueda por un rato más largo de lo que le dictaban sus estudios de administración, sus estudios de economía de mercado y su propio corazón.

Era tan grande y  regada la borrachera que se alentaba a sí mismo a seguir adelante, en una locura propiciada e incitada sólo por el alcohol. Le escoltaban un séquito de súbditos callados y diligentes, que le acompañaban y le adoraban mientras tuviese para darles. Voy cruzando el río, cantaba, lleno de gozo y sin miedo la vez maldita que se le cortaron los frenos, antes de llegar a ese puente perdido y extraño, angosto y peligroso que era la entrada de su pueblo. Condujo con gracia y delicadeza, hasta asentar su máquina, que era «otra máquina» a la rivera opuesta y asegurar a sus pasajeros que lo malo había pasado y que podían destapar otra corrida de cervezas sin miedo de perder los dientes.

Así transcurría su vida, de caza en caza, de árbol en árbol, de mujer en mujer. Amándolas a todas y sin amar sinceramente a ninguna, cuando la fatalidad llamó a su puerta en sueños difusos y se despierta sobresaltado en una mañana nebulosa y helada de invierno. Piensa lentamente si es necesario hacer ese viaje, si la vida realmente depende de aquello o si es sólo posible seguir conduciendo su jeep pasado a trago, tronador como un camión de labranza, sin frenos, sin calefacción, sin aire acondicionado, pero fuerte e indestructible en el sino de todos sus jolgorios.

Piensa nuevamente, cuando su amable tía le sirve el desayuno y vuelve a pensar cuando avanza hacia el Banco del Estado y se encuentra con su padre, ese mismo que, escueto y resbaloso, ha evitado verle en los últimos 30 años, sólo para comentarle ahora, secreto, que lo suyo con su madre no podía ser; sin embargo, él recibía todo su apoyo y cariño, porque eran de la misma sangre y si se miran al espejo, eran como dos siameses, diversos, pero claramente parecidos.

Sigue rumiando su sueño y su destino, y sin más cavilaciones, se adentra en la maraña borrosa y extraña del futuro.

Montará la vieja camioneta, pequeña para su porte, extraña para sus habilidades y que él, por la porfía del chofer, no conducirá y a la vuelta del camino, en plena Carretera Principal, se estrellará contra algo. El parte policial no lo identifica; los que quedan del accidente tampoco. Sólo quedará consignado que Mambo gritaba como un verraco, pidiendo auxilio, y que, al llegar los lugareños, le ayudaron a salir a él y a los dos compañeros que quedan en la mínima camioneta, golpeada por una fuerza descomunal y trataron de sacarles con vida, independiente de las condiciones en que se encontraban.

Mambo seguirá berreando, hasta que llegue la ambulancia, a la que ingresará por su propio pié. Su compañero Juan Sin Tierra, se mostrará lesionado y traumatizado por el golpe. Fingirá perder la conciencia hasta veinte días después del accidente. El tercer acompañante, sólo conocido por Mambo y Juan, morirá de camino al hospital entre las plazas de peaje que separan al pequeño poblado de la capital regional.

Al entrar al hospital, Mambo sufre un ataque cardiaco. Se requerirán seis enfermeros y dos curiosos de la calle para cargar tan portentoso animal. Muere cuando el reloj marca las cuatro con veinticinco y medio minutos de la mañana de un día jueves de invierno.

Al hacer la autopsia, los doctores y practicantes retrocederán frente al olor a alcohol que expele su cuerpo sin vida. Un olor penetrante y pestilente, horroroso, fuera de este mundo, salvajemente básico y detestable. Varios de los practicantes, ante esta muestra de la variedad humana, decidirán otros caminos en medicina, abandonando para siempre la tanatología.

En el intertanto, los doctores que han permanecidos incólumes, datarán al occiso con la hora y día de su muerte, por causa de un ataque fulminante al corazón, producto de la ingesta desmedida de alcohol y estupefacientes. Nada mencionarán de la colisión. Esto lo añadirá la policía por su lado.

La mujer que él tanto amó, la de los rizos rubios y ojos soñadores, despertará sobresaltada al verlo en su cuarto, descuartizado como un becerro, rogándole por favor que le ayude, que le indique dónde está su casa, porque con este revoltillo de cuerpo, ya no sabe dónde está su cabeza.