Anda y tráeme un cuarto de mantequilla, le rogó a su empleada. La estufa estaba lista y los moldes preparados. La página del libro tenía dos manchas grasosas justo en la mitad de la receta. Llevaba dos semanas sin verle.
Henry había sido tajante. Estaba perdida. Encerrada en su propio hogar, presa del pánico, intentaba realizar sus actividades como de costumbre, pero nada era como antes. Ni sus largos paseos por el balcón, oliendo las magnolias en flor, ni sus idas a la alameda. Todo se había precipitado. Sólo su bebé la mantenía alerta. Sólo su bebé y la costumbre de hacer galletas en miniatura que escondía en sus bolsillos, en las tardes calladas, antes de su cita con él.
Recordaba cada encuentro, contando con los dedos de sus manos y cada cuenta dibujaba una sonrisa, al verse en sus ojos azules y ser mecida por el arrullo de su voz. Habían sido sus caricias un oasis y era este niño una bendición. Aún no entendía como todo se había orquestado de esta forma. Miró la receta otra vez y midió con precisión los gramos de maicena, el chocolate en polvo, la canela, el azúcar rubia y la breve pizca de sal, mientras seguió evocando la cara de Esteban y sus labios perfumados por el aroma de sus cigarrillos.
Formaba pequeñas bolas amarillas y estiraba con cuidado cada una, hasta que la superficie estuvo cubierta de ellas. La empleada le miraba con ternura, no siempre la veía tan feliz. Había escuchado todo, había sido testigo de todo, sabía todo y sin embargo, estaba de su lado. La observaba con piedad y trataba de alivianar su sufrir, respetando los deseos de su patrona. Le causaba asombro verle tan entera, tan solemne, tan dama. Como una figura de porcelana, justo como aquella que decoraba el alfeizar de la ventana del recibidor. Así era ella, excepto en estos minutos de calma, cuando sus mejillas se tornaban de carmín, su frente se perlaba de sudor y su cabello caía en pequeñas hebras sobre su cara pintada con harina y chocolate aquí y allá. Sabía para quién eran las galletas y estaba conminada a llevarlas al galante caballero con acento extranjero que las estrujaba entre sus manos, mientras lágrimas de frustración y pena rodaban por sus mejillas, empañando los ojos color del cielo por los que su ama había perdido el juicio.
No la culpaba. No la censuraba. Sentía el drama como propio, mientras el perfume de las galletas iba inundando la cocina entera. Eran diminutas. Primorosamente elaboradas. Sin ser rebuscadas en sus formas ni de sabores exóticos, su significado era claro. Su olor era intoxicante y dominaba en la escena, subiendo por la gran escala de madera, dando la vuelta en caracol y llegando a la carrera al cuarto donde ella, día tras día, buscaba ver la figura de su adorado Esteban.
Las envolvió en papel de mantequilla y les hizo un moño sencillo con una cinta de color verde. Había comprado metros de aquella seda mucho tiempo atrás, cuando aún no sospechaba de esta vuelta inesperada del destino, planeando hacer un lazo apretado para terminar con su existencia, un infierno espantoso de la mano de Henry. Recordó el episodio claramente y la figura distinguida de Esteban, mirándola abandonar la tienda aquella fría mañana de abril. Tiempo después, con el primer aguacero del invierno, se amarían con una locura sólo sostenida por el amor inmenso que había brotado antes, paso a paso, en sus suaves paseos por la alameda.
La empleada tomó el paquetito con cuidado y se lo guardó en la canasta que llevaba a casa con las sobras de la cocina. Sabía que debía esperar hasta que el día se hubiera apagado para entregar el encargo con discreción. El patrón había jurado matar con sus propias manos a su esposa infiel y embarazada de aquel ventajista y sinvergüenza que había osado tocarla, pero nunca más ni siquiera le dirigió la palabra, después de aquel domingo en que le confesó que ya sabía todo.
Había que tomar precauciones, decía la señora cada vez que le entregaba el atadito, mientras escribía a la carrera una nota inflamada de amor. No sospechaba que ese verano no habrían más galletas en el horno, no habrían más recetas manchadas de grasa y que todo lo que le quedaría a ambas sería un recuerdo dulce pegado en sus narices. La vuelta final del destino estaba escrita debajo de cada galletita, sólo que ni la patrona ni su empleada lo supieron entonces. Lo sabía yo, pero latía escondido en el cuerpo de mi madre. Nunca la conocí, nunca probé el dulzor de su cocina y sólo me quedé con su libro de recetas, que huele como ella.