Partido de Golf

El sol le impide ver la trayectoria que ha seguido la bola, pero sabe que ha de estar por ahi. El swing lo ha practicado con obstinación y aunque ha sentido ese leve tironcillo en el hombro, camina vigoroso por el prado, en dirección al próximo hoyo. Recuerda su despertar de esta mañana y el terrible dolor en todo el brazo. Las pastillas escondidas en el segundo cajón del mueble del baño, le han causado sueño y letargia. No le han impedido tomar el desayuno frugal que acostumbra, leyendo la página económica del diario, mientras la luz de la mañana se va marcando en el cielo.

La pastilla. Ha olvidado la OTRA pastilla. Debe de estar en alguna parte de sus bolsillos, piensa mientras sigue caminando, sin disfrutar ya del panorama, concentrado en no olvidarse del medicamento y sobre todo, consciente al máximo de sus actos. Todo luce distinto, mientras su cerebro actúa a mil por hora, dejando el letargo habitual. Escucha voces. Cree que alucina. ¡¿Dónde diablos ha quedado la pastilla?!. Siente una sequedad extraña en su boca y la caricia del sol como una cachetada. No repara en lo que le dice su caddie. Elige un palo sin mirar y golpea con demasiada imprecisión. La bola sale disparada en una trayectoria inverosímil y él se desgasta en explicaciones que no vienen al caso. El estado de excitación es absoluto. Quisiera arrojarse a las aguas del mar embravecido que gobierna ahora sus pensamientos. Su teléfono móvil vibra escondido en su bolsillo. Lo saca, convencido que debe arrojarlo lejos y de pronto, siente la pastilla, perdida entre los pliegues. Una ráfaga de inspiración gobierna su accionar. No la tomes, déjala ahí, escucha de una voz mecánica y ronca que viene de su interior. La voz suave y femenina le recuerda que debe seguir la medicación, aunque hace tiempo que no ha visitado a un médico. Es por tu bien, escucha nuevamente. No la tomes, escucha del otro lado. Sus sienes laten descontroladas. Su boca está seca. Sus manos tiemblan.

Se dirige  al baño, tratando de acallar las voces. Moja su cara. Mira la pastilla. El teléfono sigue vibrando. Es la voz que le recuerda, como si le ordenara, montada en su cabeza, qué es lo que debe hacer. No olvides tu medicamento. ¿Has estado bien? ¿Disfrutas el juego? Acá todo está en calma. Diviértete. NO OLVIDES LA PASTILLA. La frase le golpea, le condiciona. Recuerda el arsenal de medicamentos cuidadosamente organizados por ella, en su hogar.  No sabe cómo lo  hace. Siempre consigue lo que él le pide. Ese mar embravecido le llama de nuevo…. Las voces le persiguen. Recuerda vagamente cómo era el mundo sin tantas medicinas. Me estoy haciendo viejo, dijo un día, al recibir la primera medicación, primorosamente venida de las manos de ella. Después de esa dosis, no paró. Incluso en los minutos más complicados de su vida, no concibe haber estado sin el efecto tranquilizador de las pastillas. Todas venían de ella.

Se trata de aferrar al recuerdo de la vida sin medicinas, como lo hace cada verano cuando se aferra a su velero. Está viejo, pero aún puede hacerlo. Está herido, pero no está vencido. Recuerda el viento cálido de aquella playa en el Pacífico, no hace mucho, cuando conoció a esa mujer alucinante y vivió con ella las más locas aventuras, caminando desnudo por la arena, sin ninguna medicación. La voz de la otra le perseguía, entonces, recordándole detalles de su vida que quería evitar, instándole a no olvidar dónde tenía que estar, con ese tono suave, dulce, terso, como un sedante, como esta pastilla molestosa que se acerca ahora a su boca en un movimiento mecánico. Como aquella que toma después de comer, ya ha olvidado para qué o como las que consume para aliviar el dolor de sus lesiones deportivas  y tal como la otra que toma antes de dormir, para conciliar el sueño. Son muchas. Me estoy haciendo viejo, piensa en voz alta. No lo hagas, dice la voz metálica. No la olvides, dice ella en su cabeza. La voz de otra persona en el baño, que le saluda por su nombre le hace tragar de golpe. Se frota las manos. Se moja la cara nuevamente. Sonríe. Contesta la llamada. Todo bien. No lo olvidaré. Sí, cenamos juntos. No te preocupes, ya me la tomé. 

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La Epidemia

El pequeño hospital estaba colapsando. Esta semana había sido espantosa. Como un vendaval que se levanta del horizonte, la epidemia de tos convulsiva hizo su aparición en el pueblo, sin que nadie tuviera ninguna precaución. Sólo tuvieron la premonición cuando vieron a la niñita de la trenza y las manitos coloradas  y cayeron en cuenta que no era la única esa semana. De ahí en adelante, fue todo una hecatombe. Llegaban tantos todos los días, aquejados de los mismos síntomas. Las cataplasmas de papas y arcilla, los jugos de cebolla, las infusiones de anís caliente y las pequeñas dosis de  antibióticos eran insuficientes para tantos enfermos. Los pobres bebés llegaban desfallecientes y habían visto morir a dos esta semana.  Dejaron de respirar en un acceso de tos fulminante que terminó por romper sus débiles pulmoncitos y los llevó al cielo. El pueblo entero estaba en silencio. No se escuchaba un alma. El párroco había abreviado las ceremonias, porque eran tantos por día. Era una desgracia.

Ella estaba ahí, como cada tarde, puntualmente, ajena al dolor que acontencía, con su impermeable color manila, sus ojos oscuros y su cabello recogido en lo alto de su cabeza, sus bolsillos llenos de caramelos y galletas y su corazón henchido al verle, con su boina de medio lado, en la misma banca y con un presente entre sus manos, para compartir la caminata, los dulces y las esperanzas de cada minuto de su encuentro diario.

El cielo se oscureció de pronto. Un viento gélido vino del norte y tiró la boina lejos. Al  voltear a recogerla, vieron a lo lejos un cortejo fúnebre que avanzaba por esa calle. Debían ocultarse. En su condición, no podían ser vistos. No había tiempo. Eran al menos veinte personas que venían vestidas de luto riguroso, detrás de la carreta tirada por bueyes, decorados con crespones negros en sus cuernos. Ella se mostró nerviosa y perdió la compostura. Una lágrima porfió por salir a su mejilla. Él le tomó de la mano y la condujo con prisa al portón, en la parte de atrás de su casa. Ella se resistió, pero él la empujó y cerró. Una vez adentro, miraron curiosos, a través del cerco, a las personas que formaban el séquito del funeral. La tristeza de sus rostros, el luto, la madre desconsolada, los pequeños que avanzaban a duras penas, tosiendo desde el fondo de sus pulmones, más víctimas de la epidemia. La lluvia empezó a caer, lento primero, con fuerza luego y se vieron obligados a entrar en la casa.

Ella estaba temblando. Él le ofreció una copa de jerez que aceptó sin pensar. Afuera, el primer gran aguacero de la temporada golpeó las ventanas, los techos de zinc y las almas atormentadas de los componentes del cortejo, que ya casi llegaban a la iglesia. De pronto, unieron sus labios, por primera vez,  como si lo hubieran hecho desde siempre y se perdieron en un mar de pasión que brotó entre sus pieles, incontenible, irreverente y perdido. Avanzaron besándose en dirección a la habitación, mientras iban cayendo las ropas en el camino. El corpiño y los grandes calzones de tafetán se transformaron en el último escollo que debieron salvar.

El aguacero caía con furia, no había nadie en las calles, no había más ruido que la lluvia. Sólo el sonido de los resortes de la cama  interrumpía el silencio de la habitación. Sólo los suspiros de ambos le hacían peso al golpeteo de la lluvia. Sólo su felicidad consumada abrigaba la esperanza para el día que se cernía oscuro y melancólico. Sólo su felicidad y nada más.

Salieron los dolientes de la iglesia. El cura había abreviado una vez más el sermón y se dirigieron, paso a paso, estilando, rumbo al panteón. En la habitación, los vidrios empañados y las copas de jerez en el suelo. El aire olía a su pasión, por tantas semanas reprimida. Se escuchaba el ahora suave compás de la lluvia y las goteras, que caían desde las pequeñas torrecitas de las esquinas, en el techo de la gran casa. Las pozas de agua se hicieron más profundas, mientras el sonido de la gotas se tornaba en un latido. Un latido para esos corazones cansados, que vivían, ahora, nuevamente. Un latido, como el tic tic de un metrónomo, que les anunciaba a los dolientes paso a paso, el avance inclaudicable de la vida. Donde iban ellos, irán todos. Seguía lloviendo. Seguían caminando. Seguía el vapor condensándose en la ventana del gran caserón. 

ventana

El Almacén

cja

El aguacero ya había comenzado. El cielo entero estaba encapotado con el gris oscuro de la lluvia copiosa y amenazante. Resonaba en los tejados de zinc y caía por todos lados, salpicando. No había un alma en la calle. Eran las seis de la mañana.

Waldemar se había levantado hacía unos minutos y luchaba con la estufa a leña para hacer el fuego del desayuno. Las flamas aparecieron lentamente, a medida que atizaba el fuego con diarios viejos y restos de vela. La sonajera de los anillos de la estufa acompañaba este momento, mientras su esposa cortaba gruesas tajadas de pan y queso y preparaba el mate.

Este era el vigésimo año que trabajaba en el almacén de don Juan Bautista. Además de ser dependiente y mano derecha, llevaba la contabilidad con su hermosa letra estilo francés, cortaba las libras de levadura , haciendo pequeñas porciones que se vendían por una chaucha y pesaba los cuartos de azúcar, yerba, harina y lo que fuera solicitado por su amable y siempre fiel clientela. Llegaban de todos lados, en el tren de las once, arrastrando a los hijos pequeños, las bolsas con papas y los corderos vivos. Los hombres se disponían orgullosos a ir a la feria, mientras las mujeres buscaban en la tienda de don Juan Bautista todo lo necesario para volver al hogar y que el campo no era capaz de producir. Algunos días de la semana, algunas se ubicaban en los alrededores de la pequeña plaza a vender sus hortalizas y con esos mismos billetes trasnochados se acercaban al almacén con sus listas y sus libretas, cancelando la cuenta antigua y rogándole a don Juanito que hiciera el favor de anotar esta nueva.

Sonaba la máquina registradora, cada vez, como la música viva de la tienda, a cada chin, chin, chin se abría el cajoncito y nuevas cifras aparecían cuando se accionaba la manivela. Mate, azúcar, café, betún de zapatos, cera para pisos, legumbres por kilo, ají en polvo, jabón de lavar,  comida para pollos. Estaba todo cuidadosamente marcado, en los grandes cajones de donde Waldemar iba llenando las bolsitas color manila y balancéandolas seguro en la gran pesa de hierro.

Así era de lunes a sábado. Los domingos Waldemar iba a llenar los libros de contabilidad con su hermosa letra estilo francés porque no podía dejar ni un borrón. Necesitaba la tranquilidad de la tienda vacía. Repasaba cada boleta de papel roneo que había quedado prisionera en el talonario y sus dedos se manchaban con el calco fiscal que siempre ocupaban. De memoria, repasaba cada venta y de paso, calculaba la comisión suya y del otro dependiente, para confeccionar su liquidación. A veces, veía que el otro hombrecito vendía más que él y un prurito nervioso venía a su barbilla y le daba una comezón inaguantable. Llegaba los lunes con algún parche de papel higiénico, mintiendo que se había cortado al afeitar.

La tienda de don Juan era bien apreciada y todos los campesinos acudían a comprarle. Todos los que se bajaban del tren, pasaban a su tienda y depositaban sus grandes monedas de diez pesos a cambio de  dulces y calugas para los niños, mientras los remordimientos les carcomían la sangre por las ganas de ir a gastar el resto al Camaleón. Se contenían algunos. Otros sencillamente eran vencidos por la tentación y se perdían en sus puertas de batiente, mientras sus mujeres les esperaban estoicas en la estación, cargadas como mulas con los víveres para la semana o el mes. Don Juanito lo sabía y piadosamente ayudaba a varias con sus «yapas». Waldemar se escandalizaba con esta costumbre, porque para él nunca había «yapa», sólo trabajo y trabajo, cargando los sacos con azúcar para dejarlos caer en el gran cajón, ordenando la tienda antes de cerrar y recibiendo la mercadería, contabilizando las facturas de papel craft los días domingos en aquellos gigantescos libros que ocupaban todo el mesón.

El rumor empezó despacito y fue tomando fuerza, pero casi nadie le dió crédito. El tren había funcionado por tantos años, que era impensado que se terminara. Era la única forma que tenían los campesinos de llegar al pueblo a hacer sus diligencias. Eran tratados como basura en todos lados, excepto por don Juan Bautista, que les atendía personalmente, les fiaba en sus pequeñas libretas y les regalaba un caramelo a los niños; no importaba si compraban grandes listas o dos barritas de jabón. Sólo a Waldemar parecían molestarle, pero al final les despedía con una sonrisa, al mismo tiempo que barría con el gran escobillón la calle afuera de la tienda.  

Ese día no hubo tren. Ni el siguiente, ni el siguiente, ni el siguiente. Los pacientes viajeros esperaron la semana entera, pero nadie se molestó en avisarles. Ni siquiera el ferrocarril. De pronto y de la nada surgieron buses maltrechos y ruidosos, que escupían un humo azulado por sus escapes, amenazaban con descalabrarse en las pasadas de los pequeños puentes, pero ofrecían llevarles. Era la alternativa que había y muchos de ellos se vieron en la obligación de aceptar pagar un precio de locura, echar sus enseres sin ninguna seguridad en el maletero e ir apretujados como bestias, escupiendo polvo y arena, para finalmente llegar al pueblo.  Ya no se llegaba a la placita del almacén de don Juan Bautista. Estaban lejos y el cansancio y el calor les hacía pensar dos veces en ir a visitarle. Algunos cumplieron fielmente y llegaron con sus gastadas libretas a cancelarle y aprovechar de pedir otras cosas, pero  cada vez habían menos.

Un día de otoño, cuando Waldemar cumplía los veinticinco años trabajando en la tienda, no llegó ningún cliente. La amargura llenó el corazón de todos. Sólo los vecinos siguieron acudiendo de tanto en tanto, pero el gran ajetreo ya se había terminado. Don Juan Bautista decidió cerrar. Liquidó sus cosas, despidió al dependiente y se quedó a solas con Waldemar. Le abrazó y le regaló la pluma enchapada en oro con la que siempre había llenado los libros. Juntos cerraron el viejo candado de la entrada y contemplaron por última vez la placita. Se miraron y se dieron la mano. Waldemar se fue a su casa, tomó mate con su esposa, comió dos panes con queso y un plato de sopa y se durmió. Sus funerales fueron dos días después.