Los hijos son tan distintos como los dedos de las manos, decía la abuela Leontina y tenía mucha razón. Ahora que los veíamos con calma, entendíamos perfecto sus palabras. Vástagos orgullosos de la única nación que opuso resistencia a los conquistadores españoles. Cuenta la historia que durante quinientos años no hubo forma de pasar más allá de la frontera marcada por el río Toltén. Ellos defendieron con rigor y pasión esta epopeya, la contaron a sus descendientes y canciones y poemas relucían en cada luna nueva, cuando las rogativas se hacían presentes, para lo que hiciera falta y fuera de necesidad.
Nunca pertenecieron a ningún reino y nunca tuvieron más apego a la tierra que el que se le tiene a una madre. Dicen las crónicas que las mujeres trabajaban como brutas y será por eso que el alma de esta nación está lleno de hembras ejemplares, estoicas y luchadoras, que cargan con las casas y los hijos, sin chillar una queja.
Cuando empezó el conflicto, nadie tuvo clara todas las razones. Anacrónicos mensajes desde el corazón de la raza, reinvindicaciones y protestas coloridas y bochincheras, tocando cultrunes y trutrucas, paseando orgullosos por las plazas, luciendo sus vestimentas, rescatadas de años de colonización silente y de servidumbre encubierta. Luego, cuando todo se tornó color de hormiga, ellos aparecieron.
La abuela Leontina, ataviada con su collar de plata macisa de doscientos años, les habló rapidito y les bendijo, como lo habían hecho, por generaciones, las matronas de su familia, cada vez que los hombres se iban a la guerra. Los bendijo a todos ellos, uno por uno y con igual devoción y cariño. Sabía muy bien que eran tan distintos, como sólo una madre lo sabe de sus hijos, pero les dejó partir. No había ninguna razón para detenerles. No había ninguna razón.
Pronto, en el noticiero de la tarde, empezó a ver la huella que dejaban sus vástagos. Le escuchábamos hablar bajito, sólo para ella, agradeciendo a los espíritus de los ancestros y a la estampita de San Sebastián, de que no estuvieran entre los que tomaban detenidos la policía, ni entre los que había que ir a reconocer a la morgue. Se limpiaba sus lágrimas con el dorso del delantal y masticaba el pan fresco con mantequilla recién hecha, mientras miraba los dedos de su mano.
Mariana, su nieta menor, empezó a seguir atenta a «los cinco jinetes», que era como llamaba la prensa a los hombres de la familia. Anotaba con precisión sus incursiones y participaba activamente en las reuniones, en la sede social de la comunidad, donde se comentaban los atentados, perpetrados por ellos. Pregonaba consignas y frases hechas, a la hora del almuerzo y sólo la abuela Leontina la lograba hacer callar. Tú eres como todas nosotras, le hablaba cantado y fuerte, cuida a tu hijo, espera a que ellos lleguen y no te metas en esas honduras, que el destino de las mujeres de esta casa está pegado a esta tierra. El que sale a combatir, arriesga en perder la vida, suspiraba. Lo he visto muchas veces. Lo he escuchado desde antes de que tenga memoria. Déjate de asustarnos con discursos y amenazas. Respeta a tus mayores y cállate la boca, que ligerito van a aparecer los policías, si sigues revolviendo el gallinero.
La abuela Leontina sabía como funcionaba todo. Los cinco jinetes se dispersarían, dando pistas falsas, usando antiguas rutas para desplazarse y reaparecer, pero siempre acudiría algún mensajero en el nombre de ellos, en caso de necesidad. Por eso era que había que tener suficiente pan, carne, tallarines y arroz, esa era la mejor ayuda en este conflicto. El guerrero que no come, no llega muy lejos, pregonaba, mientras rompía con el azadón la tierra, para sembrar papas y trigo, en un ejercicio que estaba en sus venas desde que su raza se hizo sedentaria. Miraba a su alrededor y las mujeres de sus hijos, aferradas a su figura, le seguían a cabeza agachada, rogándole a la Virgen María que los hombres no fueran alcanzados por los perdigones, porque en esas serranías donde se ocultaban, poco se ganaba con esperar un médico.
Mariana trajo el periódico ese día domingo. Allí estaban los cinco, con sus fotos más recientes y la descripción exacta de sus modus operandi. Los más pequeños, se mordían las manitos para contener las risas nerviosas de ver a sus padres y abuelos retratados en esta edición especial, pero Mariana sabía que no era nada para la risa. Hablaban de los teléfonos móviles, las redes sociales en la web que les seguían, quienes soportaban económicamente el movimiento e incluso estaban al corriente de que uno de ellos se comunicaba como lo habían hecho sus ancestros, en el tiempo de los españoles. Estaban plenamente identificados y la policía les seguía la pista de cerca, decía el artículo. Temblaron todas, excepto la abuela Leontina. Tomó el periódico y los miró uno por uno. Acarició las fotografía con sus dedos gruesos y se quedó en silencio.
El hombre que lucha se arriesga a no volver, dijo lentamente. Aquí quedamos las mujeres y para nosotras esto no tiene tregua. Así ha sido siempre. Lo sé desde antes de tener memoria. Si no regresan, no podemos hacer nada más que seguir viviendo. No nos queda de otra, dijo limpiando una lágrima. No nos queda de otra.