Tu Partida

Puesta de sol en el rio

He despertado nuevamente con tu olor pegado en mis sentidos, con la sensación trágica de haber estado tan cerca y perderte en un suspiro. Trato de no respirar mientras duermo, como si el simple ejercicio pudiera contenerte en mis recuerdos. Te espero a cada instante, en esta esquizofrénica experiencia de saber quién eres, de saber que nos hemos amado, pero de no poder encontrarte.

Todos, incluso Mercedes Pilar, me dicen que debo dejarte ir, para que vuelvas, pero estoy congelada en tus palabras. En la promesa absoluta de tu regreso. Tú lo has dicho. Me lo has dicho. Aunque suene a locura, a imposible, a quimera, yo creo en ti.

Me acerco lentamente al lugar donde alguna vez estuvo el balseo. He visto este paisaje miles de veces, antes, en mis sueños, pero es el primer viaje que he hecho hasta aquí. Se ven, entre las piedras, los tocones podridos que alguna vez fueron los pilares del pequeño muelle. Si miro con detención, aparecen restos de los tablones de ciprés, enterrados entre las piedras, mientras pasa el agua cristalina y flotan, perdidas, las hojas de eucaliptus. Todo huele a primavera. Las abejas zumban detrás de las delicadas margaritas silvestres, que abren sus caritas al sol de la mañana. Todo está como lo tengo en mis recuerdos, excepto el muelle, que se ha ido; como te has ido tú, hace tanto tiempo.

Mercedes Pilar toma mi mano y juntas damos una vuelta por donde se puede caminar. Perdidas entre los pastos y la humedad que se escapa con prisa, miramos todo el panorama.  Fue aquí donde decidiste desaparecer. Hasta aquí puedo seguirte en mis memorias y en mis sueños. Hasta aquí me llevan los documentos que el hijo de Esteban tuvo a bien entregarme, a su solicitud. Sólo hasta aquí. Miro con detención obsesiva cada detalle. Exprimo el paisaje con mis ojos expectantes, pero no logro ni un indicio. Lágrimas de frustración vienen a mí. Aprieto un gijarro entre mis manos, con tanta fuerza que una de sus esquinas filosas me hace sangrar.

El motor se escucha a lo lejos, aproximándose. Nos sorprende la intrusión. Las voces de los hombres llenan la cañada, haciendo volar a los pájaros. El niño que los guía, desembarca de un salto y amarra el bote a uno de los tocones podridos. Nos saluda amable y nos pregunta si estamos perdidas. Sonríe. Mucha gente viene para acá y se queda suspendida mirando el agua, dice, sin que le preguntemos nada. Mi abuelo me contó la historia de un hombre pelirrojo que vino a morir aquí. Sus ojos estaban llenos de dolor, decía. Caminó lentamente por la rivera y se fue despojando de su ropa. Antes, había dado muerte a su caballo. De un certero corte, el animal se fue al otro mundo, no sin antes dar dos pasos cansados, como buscando su acomodo en la tierra. Mi abuelo me regaló un hueso de ese caballo. Decía que nunca había visto un animal más hermoso y no entendía cómo su dueño se había atrevido a quitarle la vida. El pobre hombre sollozaba el nombre de alguien, pero mi abuelo no logró entenderle. No era mayor que yo ahora y estaba escondido entre la maleza del río, esperando atrapar camarones. Se asustó con la presencia, pero más que nada, se asustó con su dolor, con sus lágrimas gruesas que el hombre trataba de enjugar con sus manos gigantes. Una mezcla de desconcierto y furia le invadía. Repetía que estaba maldito, que todo era a causa de él. Entró a las aguas lentamente y se dejó mecer, mientras la neblina iba cubriendo todo. Desapareció. Cosas muy raras pasaron luego, dice suspendido en un recuerdo que no le pertenece. Muy raras.

Detrás, aparece otro bote, que avanza sólo arrastrado por las aguas. Veo una figura recortada contra el final del día. Veo tu semblante dibujado en la cara del hombre sonriente que me mira divertido, llamando al niño por su nombre. Le arroja un billete y le rasca la cabeza con sus manos grandes. Un aroma de lavanda, tabaco, humo, sudor y sal emana de su cuerpo. El sol se va poniendo. Destellos de luz naranja cubren el cielo. Trazos de ese sol se pegan a mi sombra. Mercedes Pilar sonríe aliviada.

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