Al Pié de la Cama

Veo de nuevo a ese perro. Apenas da un paso después del otro para cruzar la calle polvorienta. Se escucha fuerte el crujir de los techos. Son las once de la mañana y el calor aplasta a toda la oficina*. A donde llega mi vista es un peladero. Arena. Tierra suelta. Las mujeres se tapan la cabeza con mantillas de algodón para no achicharrarse el cráneo, en el camino a la pulpería. Yo te tomo la mano, padre, limpio el hilo de sangre que cuelga de tus labios y aún no sé cómo vamos a salir de esto.

Jovita insiste en la cantinela de Dios, pero no quiero ni siquiera oírlo mencionar. Mírame, le digo con rabia, ¿tú crees que Dios me hizo esta lesera como premio a mi buen corazón?. Soy una maldita enana y me hablas de conformidad. Nadie nunca se casará conmigo, no podré tener hijos, ni siquiera puedo usar zapatillas de tacón.  Se está muriendo la única persona que me ha dado un poco de ternura en mi vida y me hablas de Dios?!?!?  Perdona Jovita, recapacito, no es tu culpa y sí, tú has sido una gran amiga. Ayúdame, le suplico.

Don Martínez se contagió por la vieja. Estoy segura. Las monjitas de aquel pueblo lo dijeron claramente. Eso se pegaba como la tiña y si no se tomaban precauciones… Ahora estamos cagados y ¿quién va a dirigir la compañía? ¿quién nos va a decir qué hacer? ¿para dónde ir? La suave voz del viudo, meciéndome en las noches de tormenta. La voz impostada, como un héroe, cuando se daban las vueltas de timón, como la noche de los tiros. Como cuando se fue Meche. No puedo hablar de ella. Si se va el hombre, se va el bastión de este circo, porque aunque no quiera reconocerlo, aún somos un bendito circo, en esta oficina del infierno, donde a los obreros los tratan peor que a la escoria que suelta el caliche. ¿Qué queda para nosotros?

Jovita trae un plato de caldo y trato de hacérselo tragar. Me mira con dolor y rabia. No quiere estar postrado. Quiere seguir. Eres todo una chicharra, le digo bajito. Eso no se quita con nada, dice. No trate de hablar, le digo, pero insiste y le escucho. En susurros, me explica que la Compañía de Teatro Espectacular debe seguir. El compromiso con la administración de la oficina no se debe deshonrar. Somos gente de bien, insiste. Le limpio la boca y me sigue hablando. No culpes a Madame Edith de esto, mi niña. Estoy apunado. Mi cuerpo no aguanta la altura. Por más que he intentado con agua de toronjil y ruda, no aguanto.  Se me aprieta el pecho todas las noches y me han sangrado los oídos desde que llegamos.  Es una buena plaza, nos pagan puntual. Tenemos público. Se me va a pasar.

No puedo verlo sufrir. Miro la hora como autómata y caigo en cuenta que es tiempo del ensayo. ¿Qué hago contigo, don Martínez?. Si ellos lo saben, nos vamos a la misma mierda. Miénteles, me ruega, miénteles y hazte cargo tú. Ya sabes qué hacer. Ellos te conocen. Te respetan. Eres mi niña, hazlo por mí. Suspiro con profunda conformidad. Al fin y al cabo, es lo que he venido haciendo en los últimos meses. Ahora, caigo en cuenta que, de a poquito, el Don se ha ido desligando de todo. Ahora, caigo en cuenta que la vida nos aplasta sin tregua por más que no queramos aceptarlo. Él lo sabía desde antes. El hombre del circo pobre, el de las manos largas y callosas. El que me miró a los ojos y me dijo que no preocupara de nada. Lo sabía todo desde antes. Su viudez, el circo, la Madame. Incluso lo de Meche. Sí. Meche.

Madame Edith recita su parlamento, pero no logra entrar en situación. Reclama por el vestuario, pero Jovita no puede estar en todas partes. Le ruego que se concentre.  Que se olvide de ese detalle. Me mira con odio, como siempre lo ha hecho y me lanza una de sus frases en francés. ¿Sabe qué señora?, le digo con toda mi rabia y mi frustración, váyase un rato largo al mismo diablo. Aquí o habla en castellano o se queda calladita. ¡Me importa un reverendo pito lo que le guste o no!.

No acusa recibo de mi molestia. Me mira como a un gusano y con toda la parsimonia de Desdémona y de Lady Macbeth, me suelta en perfecto castellano, Henry va a venir a buscarme y me iré de esta compañía de mala muerte. Henry vendrá como el buen hijo de su madre que es. Eso es algo que tú no sabrás nunca, porque eres una enana y nadie va a hacer el favor de acostarse con una de tu especie.

Me quedo atónita. No sé qué contestarle. El resto de la compañía nos mira entre asombrados y asustados. Sus palabras aún retumban entre las butacas, el bastidor y el proscenio. Lágrimas. Lágrimas calientes y gruesas caen de mis ojos. Madame Edith cree que ha triunfado. Lo veo en sus ojos. Tose lentamente. Ahora más. De pronto, se desmorona como una pieza de ropa que ha errado el colgador y sin que lo piense, me veo al lado de ella, aspirando su olor a naftalina y aguardiente. Tomo su mano huesuda y fría, mientras limpio mis ojos.

                            Fotografía gentileza de Luxurbex http://luxurbex.blogspot.com/
*Oficina: En el tiempo del boom del salitre en Chile (1842-1930), cada centro de explotación era llamado «Oficina Salitrera». Cada oficina contaba con las instalaciones industriales necesarias para la extracción y procesamiento del mineral, además de viviendas para los trabajadores, comercios (conocidos como pulperías), iglesia, escuela y centros de esparcimiento y entretención como teatros y cinematógrafos.
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En el Camino

La mañana estaba brumosa, lo recuerdo bien. Todavía pesaban los sucesos de la noche anterior. Era como si un velo negro si hubiera instalado sobre nosotros. No teníamos ninguna filiación con esa gente, pero por alguna razón su dolor era tan espeso, tan definitivo, que no logramos desembarazarnos de él por muchas semanas. Fue tanto lo que afectó a la moral de la Compañía de Teatro Espectacular, que don Martínez decidió emprender rumbo al norte, bien al norte, lejos de la lluvia cantarina, lejos de la escarcha, lejos de los ríos, lejos de toda esta tristeza que se cernía sobre nuestras cabezas.

Jovita dice que hay un Dios en el cielo que planea todas las cosas. Yo no estoy muy de acuerdo, mírenme a mí no más, pero sí creo que hay un orden para todo. No hay invierno sin verano, no hay día sin noche y no iban a pasar las cosas que pasaron, si es que no hubiera ocurrido lo que sucedió, en aquel pueblo perdido. Era preciso que estuviéramos allí.

Madame Edith no volvió a ser la misma después de ese día. Se indisponía a cada rato y se hizo indispensable parar de tanto en tanto para que pudiera medicarse. La vieja se caía a pedazos. Ahora, la escuchaba, mientras dormía, hablar de Henry. Decirle que no había sido necesario. Que huyera. Que no escuchara su corazón envenenado y cosas por el estilo. Hablaba mucho en francés también, pero como jamás ha tenido a bien enseñarme nada, nunca he podido entender qué diablos es lo que dice. Yo creo que nos insulta, pero esa es mi impresión y no tiene nada que ver con los sucesos que estoy contando.

A medida que nos dirigíamos al norte, íbamos perdiendo a alguien. El gran Sergio Rodríguez fue el primero. En un bar de mala muerte, contó la historia de los disparos, como si él mismo hubiera estado en la placita, en circunstancias que a esa hora bebía como un marinero, en la esquina opuesta del camerino, donde estuvo Madame Edith hablando con el que ahora sé que se llama Henry. Alguien le dijo que guardara silencio y él, achispado por el alcohol, trató de jalar el mantel inmundo de la mesa donde estaba aquel que le hizo callar, con un pase de prestigitador y botó todos los tragos. No tenía un veinte en los bolsillos y lo molieron a golpes. Lo buscamos en callejones, establos y en la periferia de ese pueblo, pero no hubo rastro de él.  Tomasito esbozó una sonrisa cínica, que me dió escalofríos. Cuando llegamos a la capital, fue su turno de abandonar la compañía, pero antes pasó lo de la Meche. Sí. Meche.

Hace calor y el polvo se mete por todas partes. El crujir de los techos de zinc es la música de esta hora del día. Jovita prepara el almuerzo y me mira con pena, como siempre lo ha hecho. Me dice que no debo recordar a Meche. Sabe que cuando me pongo melancólica es porque recuerdo a Meche, pero no voy a hablar sobre ella. Prometí no hacerlo e intentaré cumplir mi promesa.

Madame Edith protestó por 1150 kilómetros, en cada parada y en cada función. El cambio del paisaje no hizo más que avinagrarle el carácter y traerle más recuerdos de glorias pasadas. Cuando nos topamos con este teatro, no quiso moverse más. Caminó haciendo aspavientos, arrastrando su bata de seda apolillada y remendada, se instaló en el proscenio y dirigió un monólogo fantástico, con la fuerza, la clase y el talento que sólo don Martínez había visto. Quedamos hipnotizados, pero su tos espantosa nos hizo volver a la realidad y el gesto piadoso de Jovita de pasarle un vaso de agua y la escupidera, la consignó al lugar que la vida le había deparado y que ella se esforzaba en evadir. 

Nos quedamos, dijo don Martínez. Y desde hace casi un año que estamos aquí. Matiné, vermouth y noche. Todos los jueves y sábados. Siempre las mismas funciones, siempre los mismos recuerdos. Nos caemos a pedazos y nos levantamos, como los hombres del salitre. Como el vestuario, que ya no se muele con la humedad, pero sucumbe irremediablemente al paso del tiempo y la pátina que deja el agua dura de este peladero. Supe que Tomasito está en una compañía de otros como él, que quieren ser mujeres y no pueden. Tal vez tenga en su memoria lo que pasó con la Meche, pero ¡qué porfiada soy!, dije que no voy a recordarla y sigo haciéndolo. Jovita me devuelve de un porrazo a la realidad, cuando me dice que don Martínez está tosiendo sangre.

Los Cuarenta Bramadores

«En el hemisferio sur, entre la latitud 40º y 55º S existen vientos muy fuertes del oeste en mitad del Océano Antártico, único océano que da la vuelta completa a la tierra sin verse interrumpido por ningún continente, conectando el Océano Indico con el Pacifico Sur y el Océano Atlántico. Los vientos en estos lugares tienen el mismo origen que los del hemisferio norte y se originan en las células de Ferrel, pero de media son en torno a un 40% más potentes. Más de la mitad del tiempo sopla con fuerza superior a 25 nudos debido a la concatenación de depresiones originadas en esas latitudes, debidas al encuentro de aire frío de la Antártida con la superficie templada del mar. Al no existir tierras que lo interrumpan, la velocidad no disminuye y los vientos no se debilitan. Más allá de los 50º de latitud Sur el viento es todavía más feroz y frío», leyó con atención el joven ingeniero. Discó el número de teléfono de la fábrica y cerró el trato. Juan Sebastián Elcano, el buque insignia de la Armada en la península ibérica, iba a navegar con su velámen.

En el otoño de 1900, a la vuelta al estrecho, los dos capitanes dejaron sus estómagos entre la cubierta, la cala, el océano y el viento que chillaba en sus oídos, dentro de sus cabezas y que permanecería en sus recuerdos, hasta la fecha de su muerte. Siguieron rumbo al norte, a Valparaíso, luego más allá y en menos de lo que canta un gallo, el paisaje había cambiado completamente. Un color oro y ocre se extendía por donde alcanzaba la vista. Al otro lado, el mar azul intenso estaba en perfecta calma, excepto en los lugares donde la geografía se cortaba a pique por algún capricho de la voluntad del Creador. El olor a amonio era penetrante y los pequeños granos de arena que levantaba el viento, lijaban la cubierta y los palos de mesana sin la menor contemplación, mientras la tripulación se perdía entre los lenocinios de los puertos y los fantasmas de antiguos pirquineros, que habían dejado su alma para extraer el mineral y amenazaban con volver loco a quien se topase con ellos y sus secretos de minas abandonadas, en medio del desierto.

El buque, concluida la faena, quedaba lleno del salitre más rico de toda la costa occidental del mundo, pero había que hacer una última parada en el «Puerto de mi Amor», porque los Cuarenta Bramadores no perdonaban, no dejaban a nadie pasar ileso y no había forma de evitarlos, entre toda la vastedad del mar, que se extendía pasadas las últimas islitas peladas y el polo Sur.

El terrible rugido de los Cuarenta Bramadores reproducía el ruido característico de una sierra cortando madera y no sólo era un ruido, el velámen, los vestidos y todo aquello que flameara a su albedrío terminaba en jirones de pesadumbre que, en la inmensidad de los elementos y la negrura de las noches, traían a los hombres tristezas y supersticiones. Era preciso combatirlo con lo que estuviera a mano, una lucha contra gigantes, pero la fascinación y la codicia de los marineros por llegar a los puertos ingleses con el cargamento, eran suficiente incentivo para hacer esta travesía al menos tres veces en el año.

Los dos capitanes se habían cansado de este viaje esquizofrénico, pero no dejaron a merced del viento a sus iguales. Sabían que era preciso, si se quería llegar con vida al otro lado del estrecho, contar con el velámen de repuesto, además de jarcias y montoneras para vencer a los Cuarenta. Estaba ahi la nueva aventura para ellos. Arrendaron un galpón destartalado  en uno de los cerros mágicos del «Puerto Principal» y con humildad, pero con decisión, iniciaron la fábrica que le daría renombre a sus dotes de artesanos.

Pasaron muchas cosas y pasaron muchos años. El salitre se perdió de la faz de la tierra, los marineros que lo conocieron, murieron tragados por su codicia, sus vicios y sus desventuras, pero la fábrica de los ahora añosos capitanes siguió en pié. El buque escuela Esmeralda, la insignia máxima de la marina nacional, les confió su mayor tesoro, sus velas y aparejos y ellos no le dejaron mal. Hoy siguen llenando el horizonte con sus paños blancos, con la certeza de su arte y con la confianza de quien ha vencido a los Cuarenta Bramadores en su propio territorio.