Las manecillas se mueven sin parar, mientras mi corazón bombea apurado, entre rabioso y triste. Ha sido demasiado.
Madame Edith tenía que haber dicho estas cosas mucho antes. Todo hubiera sido distinto. Me quedaban las preguntas y un sinfin de misterios que sin duda nos iban a seguir persiguiendo, incluso en este findemundo. Faltaban veinte minutos para que levantáramos el telón. Pedro regresa y me pregunta por lo bajo qué hacemos.
Me nulifico. Tiemblo y el tic tac toma posesión de mi cabeza. Pedro Torres Apaza insiste, respetuosamente, apretando entre sus manos la estampita de la Virgen de Andacollo. No logro armar una frase coherente para organizar a los actores. Escucho la voz del viudo. Escucho la voz de Meche. Escucho incluso la voz de mi madre. Y el tic tac aplastante, macabro, definitivo. La Madame duerme en un sueño etílico, plano e indoloro. Miro el cuarto nuevamente y mis ojos se detienen frente al espejo. Me acerco y observo mi semblante. Los ojos hinchados, mis manos pequeñas. Los cientos de mejunges y pinturas en cajitas de lata que tiene la vieja. Recuerdo los zapatos que me regaló Tomasito.
Pedro, haz tu parte y no digas nada a nadie, le ordeno. No-le-digas-nada-a-nadie, insisto. Estoy por allá en cinco minutos. Él se aleja y a gritos busco a Jovita. Me encaramo en la silla de terciopelo carcomido y me miro al espejo una vez más.
Se abre el telón y los aplausos son apenas perceptibles. Sólo las toses y los escupitajos. El llanto de un par de bebés, seguramente con hambre y sed. El rechinar de las tablas del escenario. El olor a cuero viejo y polvo. El día ha sido caluroso, como siempre y la espesa pátina de calor humano sube hasta el techo del teatro. Maucho, nuestro tramoya, dice que se puede cortar con un cuchillo carnicero el hedor en las alturas. Exagera, como siempre que dice algo.
Pedro aparece en escena y las mujeres le dedican miradas de amor incondicional. Él sabe de este éxito porque en las noches gélidas del desierto, se las arregla para colarse en cuartos ajenos y, con la suavidad de su voz y sus manos, lograr que incluso las féminas más pudorosas le abran sus muslos, generosas. Pedro siempre agradece por el favor concedido, con la caballerosidad que lo caracteriza. El recuerdo de las noches de placer que le da a las mujeres de otros, se lo lleva la pampa, como todo lo demás.
Declama su parlamento. Se pasea en el escenario con propiedad. Suenan las tablas, chillan las roldanas que sostienen el telón, en el calor de la tarde. El polvo se percibe con una lluvia fina. Afuera, el viento empieza lentamente a formar remolinos. Mi corazón palpita, amenazando con salirse por mi boca. Mis manos transpiran. Avanzo a pasos cortos, encaramada en estas plataformas gigantes que Tomasito me dejó, más que todo, como una humorada. Su rostro había cambiado aquella última vez que le vi, antes que llegáramos a esta oficina. Estaba radiante. Vestido de mujer, con un par de senos impresionantes y sin pelos. Me contó acelerado que haberse unido a esa compañía de kathoey era lo mejor que le había pasado en toda la vida y que Kim, un malayo diminuto, le había ayudado a ser lo que era ahora. Todos podemos, decía inspirado. Todos.
Si miro mi pecho con atención, veo como salta mi corazón. Trato de concentrarme, pero no puedo. Jovita me ha dicho que don Martínez ya está mejor. Padre, esto lo hago sólo por ti, medito, intentando tranquilizar mi mente. El aire se cuela rancio. Las tablas rechinan. El traje de seda arrastra en el suelo. Salen de escena Pedro y Nicanor. Es mi turno.
Me paralizo y mi voz no sale. Todo ha fallado, pienso en ráfagas de segundo. Estoy aterrada. No puedo. Camino un paso y la luz del farol que Maucho gobierna con precisión, me cae encima. No hay nada más que esa luz. La audiencia desaparece, el olor, el polvo. Ni el viento se escucha más. Avanzo otro paso hasta la marca en el suelo y por arte de esa magia que tantas veces predicó la Madame y que otras tantas buscó el viudo, estoy aquí y soy la estrella de esta compañía.
El aplauso me aturde y al mismo tiempo me despierta del encanto. Cae el telón y me dirijo con dificultad a mi lugar tras bambalinas. Una bruma fría está cayendo lentamente afuera. Pedro me mira exaltado. NO LO PUEDO CREER, me dice con sus ojos inmensos, con un entusiasmo que no le había visto antes. Todos se me acercan con cuidado, comentando por lo bajo mi actuación, como si yo no estuviera presente. Jovita toma mis manos, todavía embetunadas con los mejunjes de la Madame. No puede parar de apretarlas. El viudo se limpia una lágrima porfiada y me hace una venia. En la esquina más oscura, al lado del camerino, veo una sombra flaca y desgarbada. El brillo de los ojos azul índigo me dice todo. Al día siguiente, no logramos encontrar a doña Edith. Una semana más tarde, Pedro Torres Apaza, volviendo de una de sus visitas de amores furtivos, verá algo en el desierto que se parecerá mucho a la mano engarfiada de la vieja, saliendo de la arena, elevando un remolino de tierra.