Baghdad. La Noticia

Michael siempre recuerda a Sean como si se tratara de un hermano. Ese  hermano que nunca tuvo. Ese hermano que le hace falta ahora que apreta entre sus manos el reloj que le dejó. Se ríe sin querer mientras lee lentamente y por tercera vez la carta que le escribió desde Bagdad. Hablaba del polvo de los caminos, de la abulia de sus soldados y de un curioso corresponsal que se empeñaba en seguirlos a todas partes y que tuvieron que amenazar con rifles cargados para que dejara de perseguirlos.

La suerte estaba hechada, decía a menudo, como aquella vez cuando lo subió de un tirón al bote que bogaban en aquel río cerca de Colorado. Michael no recuerda el nombre del cauce, pero sí  que las aguas estaban heladas y que su borrachera se le espantó en un segundo. Levantó su copa a unas chicas que iban cruzando el puente carretero justo sobre sus cabezas. Ellos habían consumido más ácido del aconsejable y bebían lentos sorbos de ginebra. Michael hizo una reverencia afectada, alzó su copa en un elegante brindis y de pronto perdió el equilibrio. Sus gruesos pantalones de pesca lo arrastraron al fondo. Sean era corpulento, pero el esfuerzo de levantarlo para no perderlo entre los rápidos, le hizo sangrar su nariz. Tal vez había sido mucho ácido. No importaba. Rieron hasta perder el aliento.

Ahora Sean ya no estaba. No quedaba más que el reloj que dejó entre sus pertenencias ese día, antes de salir con su batallón. El artefacto había reflejado el sol un día durante una excursión de reconocimiento y el simple brillo puso en peligro a toda su compañía. Michael nunca entendió como rayos Sean se había hecho soldado y con qué rapidez escaló en el rango. Era su hermano, su mejor amigo. Su cuerpo había quedado regado en el suelo seco y polvoriento de Bagdad, junto con ocho de sus soldados. No tenían ni una chance, dijo el capitán que le entregó el reloj, intacto, limpio, frío, con aquella correa de cuero que compraron juntos en México. Sí, México. El peyote, el tequila. Los mariachis y su chapuceo en un español patético y altisonante, mientras comian burritos bien condimentados.. . Ahora no estaba Sean para comer burritos. De hecho, aún no había descubierto ningún restaurant mexicano en esta tierra en la que se había quedado.  A su mujer no le gustaba la comida mexicana, ni a Sean le gustaba su mujer.  Tampoco le gustaba Joan, pero eso era distinto. Habia sido Sean quien habia visto al abogado de la familia abandonar a horas injustificadas la casa y había sido Sean con quien se topó Joan cuando compró el test de embarazo en la farmacia, mientras Michael estaba a cientos de kilómetros, sintiendo pena por sì mismo, declarando tres veces al día que era un maldito adicto y que su vida entera era un fiasco.

No tuvieron ni una sola oportunidad, repitió el capitán esa vez  y Michael volvió a escuchar las letanías del centro de rehabilitación y a ver la sonrisa de Sean cuando lo fue a buscar aquel día, antes de que se fuera a Irak, antes que Joan le pidiera el divorcio, antes de venir a Valparaíso, antes de que Sean muriera. Antes de todo.

En Bagdad, Michael miró con calma el campamento y tomó su cámara. Gastó dieciseis rollos de película y empacó. Guardó el reloj de Sean envuelto entre su diario y unos calcetines y se marchó. Todo olía a limpio. A  jabón de tocador. A sal de mar, en el medio del desierto. Caminó por la ciudad con extremo cuidado, saludando a los soldados que encontraba a su paso. Sean lo seguía en los recuerdos, escuchaba su voz. Lo veía en cada uniformado. Estoy alucinando buddy y no he consumido nada. No podrias creerlo. Se rió nervioso. Vió otra vez las aguas del río estrellándose contra su cara, aquella mañana de mayo, tantos años atrás.

No vas a creer lo que yo voy a contarte, le dijo la voz de Sean otra vez, mientras doblaba la carta con cuidado y se ajustaba el reloj en la muñeca. Era el mismo tono que usó para decirle lo de Joan y el abogado de la familia. Era el mismo tono.

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Kigali. El Comienzo

Siempre se había preciado de ser empático y un agradecido de la vida. De mirar en los ojos de sus hijos y sentirse plenamente feliz. Nada podía empañar ese sentimiento. Cuando pensaba en ello, su rostro se iluminaba con una sonrisa amplia, dulce, completa. La misma que dibujaba Sofía, su hija mayor, en los soles arriba de las casitas de papel del jardín de niños. Era el invierno de 1993.

El General Romeo Dellaire apareció en televisión con su uniforme color caki, contando la cantidad de brazos por un lado y de cadáveres por el otro que habían dejado las tropas de los Interahamwe. Por primera vez, una matanza tan atroz era mostrada al mundo de la manera suscinta y aséptica de la televisión por cable. Algo dentro de Rafael se removió. Algo que aún hoy no podía explicar con claridad. Ni siquiera a ella era capaz de decirle qué había sido.

Buscó con frenesí sus apuntes de la universidad y su título. Liquidó en un dos por tres el depósito a plazo que tenia reservado para las próximas vacaciones en Miami y compró un pasaje a Africa. Su padre lo miró perplejo cuando fue a despedirse y terminó de entender que no conocía a su hijo. Aún pensaba que era el niñito temeroso que recogía todos los sábados para ir al parque de diversiones. Los momentos compartidos a medias, por media familia. La separación de sus padres siempre afectó a Rafael más de lo que se atrevía a declarar. Eso lo sabía ella después de muchas veces que le escuchó la firme determinación de no separarse, por ningún motivo o circunstancia. De declarar que «no le haría lo mismo a sus hijos».  Era siempre la piedra de tope. La causa de sus conflictos. Lo que la empujaba a sumergirse en aquellos Manhattan. Ahora eran los Manhattan, pero siempre había bebido. Mucho.

Rafael llegó a Kigali, con la esperanza tonta de encontrarse con el General Dellaire, pero el conflicto había pasado la cresta de la ola de los medios. Habían otras cosas que atrapaban la atención de los televidentes. Otras cosas más importantes. Más fáciles de explicar, enunciaría él en su primer reportaje. Aquel que le costó dos resmas de papel escribir. Había perdido la práctica, diría más adelante, pero la verdad es que estaba extasiado por el morbo. Intoxicado con los colores y las complejidades del continente. Paralizado de terror por las incursiones armadas que se escuchaban cada noche. Los soldados que quedaban dando vueltas, le aconsejaron con paciencia que abandonara el lugar. Que llamara a su medio de comunicación para que lo evacuaran. No había tal medio. Estuvo escondido en un cuartel, atemorizado, por dos días pero no era del tipo «héroe». Tomó sus cosas y partió.

El resto lo terminó en El Cairo. Siempre había querido ir y la distancia, el cambio de paisaje y de cultura le dieron el ángulo preciso para terminar la historia.  No estaba muy seguro a quién se la había escrito y los fax que intercambiaba con su padre no le daban claridad de la razón. Extraña a sus hijos más que nada otro. No sentía el desarraigo absurdo del que hablaban todos los que conocía y que habían estado lejos. Estaba a gusto. Se sentía raramente feliz. El vallet le comentó que no había visto a otro periodista de su país en al menos seis años. Eso le dio la clave y mientras escuchaba en la televisión que el genocidio de Ruanda fue financiado, por lo menos en parte, con el dinero sacado de programas de ayuda internacionales, decidió darle un giro a su historia. Modificó lo necesario y se la envió a su hermano. Los cheques por los derechos no tardaron en ser depositados en su cuenta.  Llamó a su esposa. Habló con sus hijos. Llamó a su padre. Pagó el hotel, compró souvenirs;  algo que se le haría una costumbre, empacó y regresó. Nunca vería un machete de la misma manera. Nunca sentiría nada de la misma manera. Ya no era el mundo de la misma manera. Se lo comentó a ella tiempo después, cuando la conoció y sintió que sus piernas le temblaban. Cuando la miró con deseo y vio replicada esa mirada en los suyos. Lo mismo. Como si se conocieran desde antes.