Cecilia caminaba por las calles de lo que había quedado del centro de Concepción y logró llamarme. Me contaba con horror cómo las matrices de agua potable habían reventado y las calles estaban inundadas, las veredas partidas, los árboles caídos, el olor del gas llenaba el ambiente, mientras la gente caminaba en trance, desplazándose con cuidado en esta área devastada, trastabillando entre los adoquines sueltos del casco antiguo, haciéndole el quite a los socavones de la calle e intentando comunicarse con sus teléfonos móviles; masticando lentamente la idea de que lo que se venía ahora era peor que el terremoto.
Me hablaba rapidito y su voz se quebraba por momentos, pero no dejaba de responder a mi pregunta insistente de cómo estaba, asegurándome que estaba bien, gracias a Dios, que el terremoto le había botado cuatro platos, su ropa y la mesa del comedor, pero ella estaba entera y sus hijos también. Que cada veinticinco años esta patria extraña y extrema sufría un desastre como este y que si mi abuela y mi madre lo habían superado, ella también.
Cecilia es mi hermana y desde el sábado 27 de febrero que no hemos vuelto a hablar y las imagenes que muestra la televisión me llenan de pavor y de vergüenza. Los saqueos, la indignidad de algunos que buscan lucrarse con la mayor devastación que ha visto esta generación, la lentitud de la respuesta del gobierno, las imagenes de destrucción, el desabastecimiento, la psicosis colectiva, el pánico infundado y el real. Todo junto en una gran torta de barro, arena y agua salada como la que ha barrido las hermosas playas de la 7ma y 8va región, donde la gente se ha quedado con lo puesto, colgada de los cerros, hablando en voz baja, con la mirada perdida, sin lágrimas, sin expresión, choqueados profundamente por la seguidilla de olas dantescas, que destruyeron, en segundos, lo que les había costado una vida armar.
El espíritu de Chile está en silencio, aterrorizado, con frío, con hambre, con sed, con miedo y aguantando. Las escenas de horror se multiplican y la desesperación cunde en los corazones de los que no podemos comunicarnos con aquellos que amamos, que no logramos una sílaba de información y que también aguantamos. La nación entera se ha forjado entre desastres naturales, dicen las noticias, mientras, por otro lado, muestran a los sobrevivientes del tsunami, en las caletas de Iloca y Pelluhue, posando para las cámaras del noticiero, con la esperanza de ser vistos por sus familiares, detrás de la tele. De entre lo poco y nada que han podido rescatar, ofrecen café a los periodistas y cuentan su drama una y otra vez, en una letanía que se repite hasta el infinito, como también la frase valiente, «tenemos que tirar para arriba».
Les escucho y no puedo evitar pensar que cuando Diego de Almagro cruzó el desierto de Atacama, achicharrando a sus tropas bajo un sol inclemente, dejando un regadero de yanaconas que morían de hambre y sed, un rastro de llamas mal comidas y desangradas, por sus sueños de encontrar el oro del Dorado, les impuso marcha forzada, en la adversidad de un ambiente hostil y desconocido y nos maldijo como nación y como pueblo, condenándonos a una existencia de catástrofes e inmensos sacrificios, para lograr establecernos en este lado del Edén; a un empezar siempre de cero, en medio de los peores escenarios, forjando esta patria vasta y contrastante.
Desde los albores de la conquista, terremotos, inundaciones, tsunamis, erupciones volcánicas y otra serie de desastres, que nadie nombra, pero todos recuerdan, han moldeado el espíritu de este país. No ha habido tribu originaria o inmigrante que no haya sufrido el rigor de la naturaleza y que no haya luchado con denuedo por permanecer aquí.
Los antiguos cuentos de los mapuches hablaban sobre tremendas nevadas para apagar los fuegos que venían de la tierra, expulsando cenizas y calamidades a sus cosechas y sus hijos. Desde entonces y después de tantas maldiciones de Almagro por no alcanzar su sueño, es que hemos sido acostumbrados al rigor y a empezar desde la catástrofe, juntando humildemente lo que la naturaleza nos ha dejado, limpiando, reparando y dándonos ánimos los unos a los otros, «hay que tirar para arriba».
En medio de la desesperación y el desastre, lo que necesita el espíritu de Chile más que nada en este mundo, es ESPERANZA, un corazón sincero que le mire a los ojos y le diga que todo se resolverá. Una mano amiga que le ayude a levantarse, después de que ha sido pateado en el suelo, por enésima vez, por los salvajes elementos que constituyen la magia innegable de este país, los mismos que hacen que nos aferremos con uñas y dientes a él, que no nos rinda la adversidad y que podamos confiar en un mañana en que tendremos que partir de cero, es cierto, pero ¡qué diablos! si así son las cosas, si tenemos suerte de estar vivos y hay otros que sí han sufrido, como le dijeron los habitantes de Constitución, el epicentro del tsunami, a la periodista que los miraba incrédula. Como le dijeron los habitantes del Santiago cubierto de polvo y de rodillas, a la radio, el año 1985 y como declararon, en susurros, los valdivianos, a los diarios, después del maremoto del 60. Estamos acostumbrados. Así ha sido siempre. Su voz ha sido igual a la voz de miles que pasaron esta catástrofe y ahora están aguantando en sus casas o en lo que queda de ellas, la llegada de alimentos de primera necesidad.
Con el estómago lleno, el corazón está contento, decía mi abuela, cuando recordaba que tuvo que caminar tres kilómetros, todos los días, por dos semanas, para proveerse de agua, después del terremoto del 60. Así es el espíritu de Chile, pienso, mientras vuelvo a marcar el teléfono móvil de mi hermana, con la esperanza con la que marcan miles de chilenos a esta misma hora, esperando escuchar la voz querida al otro lado de la línea. Eso nos basta. Con eso estamos contentos. Y nos levantaremos, de eso estoy segura.