La Mujer del Viento

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Adelina Loncoman nació en esta tierra pelada, arrasada por el viento, deslavada por la lluvia, un día de octubre hace cincuenta y tres años. Entonces, sus padres vivían en una ranchita humilde, levantada a punta de palabrotas y esfuerzo descomunal, arrastrando cada tabla por el mar, en su chalupa, fuente única del sustento familiar cuando la huerta amanecía ensopada por el temporal o aterida por la helada.

Era una mujer de aspecto adusto, cejas muy juntas, la cara redonda, el mirar triste, el hablar cantado, las mejillas rojas. Vestida con faldas de lana y refajos de algodón; no se sacaba ni a sol ni sombra su chaleca multicolor, que la hacía ver de lejos como una bandera solitaria enclavada en alguna isla perdida de este perdido país.

Cuando Adelina tenía doce años, una gran tormenta azotó con fuerza la rancha donde vivían y tuvieron que salir corriendo, tan solo con lo puesto, a refugiarse en el cerro. Las olas rugían y la lluvia golpeaba despiadada. Debajo del follaje de unos ñirres quedaron esperando, ella y sus siete hermanos menores. Los otros seis acompañaron al padre ladera abajo, a intentar salvar la chalupa. Sólo tres volvieron con vida. El mar los había arrastrado en su locura y nunca más volvieron a hablar de ellos. Era como si hubieran emprendido un largo viaje. Así aprendió a enfrentar la muerte, así aprendió a aceptar la furia de los elementos como parte gravitante de su vida.

A la vuelta de los años, los peores hechos de su destino eran anunciados con tormentas colosales, donde el viento le decía muy alto que estuviera preparada. Su marido y sus dos hijos mayores perecieron en una noche de tormenta, tiempo después que el gran terremoto hubiera hecho estragos en sus tierras, llevándose sus enseres y sus sueños. Empezó de nuevo y empezó muchas veces. No tenía la cuenta cuántas veces partió otra vez, llenándose las manos con tierra, cargando baldes con agua, con el barro hasta la cintura, durmiendo rendida en largas noches sin sueños, cuidando a los hijos, llenando las bateas con pan y recuperando las semillas y los árboles, recogiendo a los perros, los corderos perdidos y las cosechas. Estaba acostumbrada al rigor y la inclemencia, a la palabra justa y el trabajo constante, al sufrimiento y la desgracia.

Con el viento que azotaba desde el norte, su alma se tornaba de fino aire para dejarse llevar por la tempestad, porque muy niña había aprendido que nada se lograba con oponer resistencia. Vió muchas veces la locura que invadía a vecinos y amistades, cuando la desgracia se hacía patente. Maldecían a Dios y a la tierra que los había visto nacer y de pronto los encontraba vagando, hablando solos, con sólo el recuerdo de los hechos consumados y sin ni siquiera una conformidad.

Adelina aprendió a curar las fiebres y las heridas con emplastos y oraciones, a parir a sus hijos en la más completa indefensión y soledad y cuando la tele le mostró por primera vez imágenes de otras latitudes, se santiguó varias veces, porque nunca antes hubiera creído que cosas tan colosales podían suceder. Su hijo Roberto la tomó un día de un brazo y la sacó de la caleta para llevarla a un lugar más firme, mamita. Harto se ha machucado en esta tierra. Tengo una huertita y una casa para usted. No me la desprecie y véngase conmigo. De eso ya habían pasado ocho años.

La noche que vió los fuegos escapando del volcán, no pudo creerlo. No había salido el viento que siempre le anunciaba una desgracia, por lo que siguió trabajando como hasta entonces. La mañana siguiente alimentó a sus perros y se esforzó en barrer la plumilla molestosa que llenaba la entrada de su casa, mientras seguían las fumarolas y el humo espeso y gris. Ella no le tomó atención. Tenía que entrar la leña. Roberto se había perdido en el mar, como casi todos sus hijos y debía ayudar a la nuera a criar a los nietos. Sus manitos coloradas le acariciaban sus cabellos grises y sus voces le hablaban de maravillas que aprendían en la escuela, mientras le leían en voz alta las instrucciones para prender la nueva estufa. Ellos fueron los primeros que hablaron de evacuación.

Dos días más tarde, mientras el fuego seguía saliendo del volcán, un contingente de soldados llegaba al pueblo. Su misión era conminar a los civiles a abandonar sus tierras, con el compromiso formal que ellos se harían cargo de su seguridad. Adelina les miró con ternura. A algunos les quedaba grande el uniforme y andaban siempre con hambre. Sólo el sargento Carreño se mostraba formal y distante, pero tenía una palabra amable para todos ellos. Se había ofrecido de voluntario para ir y nada lo iba a mover de ahí, señora linda. Estoy aquí para velar por usted. Pero no fue por mucho tiempo, porque esa misma tarde le pidió gentilmente que tuviera a bien trancar su puerta y le acompañara a la barcaza.

Por meses estuvo lejos de su  hogar, hasta que decidió volver. Llegó de noche,  abrió  su puerta y se tomó una taza de té. La mañana siguiente, junto con otras mujeres que también habían  escabullido la vigilancia del gobierno y habían regresado, decidieron limpiar la calle, sacar el barro y empezar a  preparar la tierra para sembrar. La señorita que les toma ahora las fotos para la entrevista, les pregunta una y otra vez porqué han vuelto. Adelina la mira y sigue repitiendo que debajo de toda la ceniza está su hogar. Quisiera decirle que no tiene porqué salir corriendo si nadie la ha correteado y que después de todos estos años, ¿para dónde podría ir?.

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Tormenta

Arropada en su cama, la niñita espera a que las pequeñas luces que aparecen en la noche, se apaguen por completo, para poder dormir. El sueño no llega, mientras la brisa empieza despacio a hacerse tormenta. El sonido del abeto perdido en el antiguo fuerte español, junto con el golpeteo de las drizas en los tres mástiles arreciados por el viento, que sube desde la cañada hasta el alto y atraviesa la calle, para llegar a su patio, le hace perder el sosiego. En el fondo de la casa, se escucha un rumor de crujidos y acomodos. Suenan las latas en el techo, amenazando con despegarse para siempre. Silba el vendaval desde la hondonada, avanzando, avanzando.

Se mira a sí misma, pequeña y asustada; intenta hablar, pero no hay nadie despierto. Trata de salir de su cama, pero el sonido del viento, como un monstruo con forma propia y vida, le conmina a quedarse. No puede emitir un murmullo. Todos duermen. Todos parecen haber desaparecido. Imagina la tromba colándose entre los árboles del patio, levantándolos de sus raíces y arrastrándolos, para tumbar la casa. Se cuela por todas partes y cierra las puertas desvencijadas del fondo del gran caserón. Empieza a llover.

Retumba el aguacero en el tejado, herido mortalmente por el viento, que se yergue como la única resonancia en la noche, más allá de la lluvia, más allá de las drizas y el abeto, más allá de la cañada. Se cimbra la vieja cerca de madera y , del fondo del patio, un sonido como de un disparo, avisa de un árbol que ha caído sin apelación posible, tumbado por la fuerza de los elementos. La niñita arropa su cabeza y se encoge aterrada. Escucha una voz a su lado. Cree que sueña. Aguza el sentido, es su hermanita que también está asustada. Se meten juntas en la camita, cubiertas por el plumón de puntos amarillos y afinan ambas el oído a los sonidos macabros de la noche. Las gallinas cloquean asustadas en su gallinero y los ruidos del tejado siguen amenazando con abandonarlo todo y seguir al viento.

Finalmente, caen rendidas de sueño. Los pequeños ojitos se cierran cuando el aguacero se hace más calmo y la tormenta ya ha cedido. A la mañana siguiente, se dirigirán al gran abeto, en medio de un sol inusitado que alumbra toda la explanada.

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