En Busca de la Médica

Aladín y Bautista ensillaron sus caballos. Hacía frío esa mañana de septiembre, pero era imprescindible hacer el viaje. La neumonía no estaba dejando a nadie en pié. Ardían las lámparas de aceite en las cocinas, crepitaba el fuego en las estufas, pero la enfermedad no se iba. Esto tenía que ser un mal de ojo, empezó a susurrar la población. Primero, en la casa de doña Binda, donde se había despachado a un recién nacido y la bisabuela de la familia; luego, donde los padres de Aladín y así se fue extendiendo, como el fuego en las rastras del verano.

Ensilla tu caballo hombre, dijo doña Clementina, acercándose montada en el manco que pertenecía a don Tomás, su marido, atacado por la fiebre hacía doce días con sus noches. Yo también voy con ustedes. Los hombres la miraron sorprendidos, pero no quisieron chillar nada. Bien conocido era el carácter de la doña, de armas tomar, de voz fuerte y ronca, un marimacho decían todos. Esquilaba como el mejor, montaba como todo un arriero y llevaba las riendas del campo ella solita. Don Tomás estaba para puro hacer los honores y los chiquillos reían todos, en las grandes fogatas en medio de la Trapananda, cuando el ganado descansaba y los hombres contaban historias inverosímiles al ritmo sordo del mate amargo, traspasado de boca en boca, como los recuerdos. Allí se burlaban, entre otras cosas, de la voz de infante de don Tomás y de su sexo descomunal. Sus manos de niña y su barba de carnero. Un engendro de la natura ese matrimonio, comentaban todos. Era doña Clementina la que se calzaba las pierneras de chiporro para rodear a los corderos en la señalada. Incluso estando embarazada, se vestía con los ponchos de lana y los calzones abombachados y desde lejos se veía, con sus espaldas cuadradas, sus caderas angostas, sus manos callosas y duras y su pelo amarrado en un moño apretado en lo alto de su nuca. Muchos decían que la habían visto afeitarse el bigote a la luz de la luna llena, para que no le creciera tan duro y tan pronto. Ahora ella y no don Tomás iba a salir a recorrer los caminos para encontrar a la médica.

Mañke Amuillang había salido corriendo de la escuela de los curitas franciscanos para no volver nunca más. María Millán le llamaron el día de su bautismo, en el nombre del padre y del hijo y eso definitivamente rompió la armonía con los espíritus de la tierra y el cielo. Ella había sido consagrada a la sanación, era la mujer cóndor, la inquebrantable, al servicio de su comunidad. María Millán no eran palabras muy claras para el entendimiento de los dioses y mientras no logró sacarse ese mote, no pudo ejercer sus poderes de sanadora. Se le olvidaron porfiadamente todos los emplastos, los cocimientos y los rezos, las supersticiones, los lamentos y las canciones. No podía tocar el kultrún como era debido y se le llenó la mente de niebla. Cuando, por fin, abandonó la misión, una tarde de escarcha en que la luna apuntaba perfecta hacia el firmamento, todo volvió a su memoria, tal como en primavera, la nieve retrocedía para dejar paso al verdor de los campos y a las flores.

Doña Clementina sabía dónde encontrarla. Era probablemente la única que lo sabía. La comunicación entre estas dos mujeres tan dispares había sido un milagro y una constante durante estos últimos quince años. Clementina conoció a Mañke Amuillang en su primer viaje a la Trapananda, cuando Tomás aún no se casaba como Dios mandaba con ella y andaban al lomo de los caballos día y noche, arreando vacas por los montes, en la cerrazón. La médica estaba en cuclillas pariendo una criatura y con sus mismos dientes cortó el cordón umbilical. A lo lejos se veía su choza, otros tres pequeños y un sujeto adusto y de piel oscura que mascaba algo parecido a tabaco.  Clementina se asombró de la visceralidad del acto de parir y se dirigió más que todo a conocerla. Compartieron un trago de agua y una mordida de charqui y esa sola conexión les hizo ser amigas en esta inmensidad, en estas condiciones y cuando arreciaba la tormenta. Clementina parió a su primer hijo en estas lejanías asistida por ella, sin miedo y sin dolor. Siempre me encontrarás, le dijo Mañke Amuillang, en una promesa silente. Siempre.

A la vuelta de la montaña, dijo el viejo arriero que iba escupiendo sus dientes. A la vueltecita está la ruca, pero yo no la he visto ni de subida ni ahora, masculló cansado. Doña Clementina chicoteó su caballo y Aladín y Bautista tuvieron que sujetarse sus sombreros para no perderlos en la carrera, detrás de la mujerona.  Allí estaba Mañke Amuillang, justo donde la había dejado, atizando el fuego, volteando unos ajíes cacho de cabra en una canasta de mimbre y limpiando los mocos de una criatura que no tenía más de dos años. Se saludaron con una venia y un apretón de manos, compartieron el mate amargo y mientras conversaban los hombres afuera, ellas, entremedio del humo del fogón, se contaron los secretos de estos últimos cuatro años.

Mañke Amuillang dio a doña Clementina los emplastos que necesitaba para curar a don Tomás. Le regaló hojas de canelo para hacer una lavativa en toda la casa y eliminar el humor de la enfermedad y le recomendó hacer lo mismo en todas las casas de alrededor. Fregar los pisos y las ventanas, por donde pasaban los espíritus perniciosos dijo, en su español cantado, masticando algo que no se podía identificar. Prometió visitarlos en una luna más. Ahora no era propicio.

Al salir, miró a Aladín de arriba a abajo y le dijo lentamente, usted no llega de vuelta. ¿Por qué doña María? dijo sin darse cuenta. Mañke Amuillang maldijo en su idioma nunca escrito y siempre repetido y se quedó en un taimado mutismo hasta que aclaró: Mañke Amuillang es mi nombre y usted no llega porque es un bruto, sentenció roja de ira. Doña Clementina tuvo que tirar por cuarenta kilómetros el caballo y el cuerpo del pobre hombre. Antes de emprender la vuelta a casa, resbaló por una pendiente y se desnucó. Cuando la médica fue al poblado, la luna siguiente, dio el pésame a la familia de Aladín y al mirarlos a todos a la cara entendió la brutalidad en la que estaban sumidos. No dijo nada más.

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Eleodoro Díaz Carrasco

Tuvo que interrumpirlo de su labor. Así pasaba siempre y aunque a veces era incómodo, había que hacerle frente al deber. Eleodoro Díaz Carrasco era el único, en el poblado, que llevaba el registro escrito de todo suceso de importancia.  Matrimonios, nacimientos, inscripción de terrenos, deslindes, herencias, defunciones. Todo era cuidadosamente apuntado en aquellos libros con tapas de cuero, de hojas gruesas y amarillas. Con los dedos ateridos en invierno, muchas veces con sangre de cordero en las uñas o restos de tierra de la huerta, don Eleodoro se hacía el tiempo y la paciencia para llevar este registro que era un honor y una obligación.

Esta vez no era algo distinto y Lindana, su mujer, había partido a la carrera a buscarlo, para que no se perdiera un minuto en la transcripción de los sucesos. Don Camilo Vargas Coliqueo, natural de Lautaro, había llegado siguiendo los caminos, hasta que ya no los hubo; entonces se dejó llevar por su instinto y su deseo de aventura y llegó al valle de California. Juntó como pudo sus animales, armó como todos, al principio, una rancha con cuatro tablas, para luego convertirla en una casa con varias habitaciones y corredor y cuando ya tenía suficientes hijos como para designarlos con todos los dedos de sus manos, una costilla rota le perforó el pulmón. Con esfuerzo y determinación, había logrado llegar hasta su cama para fallecer. Camilo José, su hijo mayor, traía de memoria recitada la voluntad del hombre y la hora exacta del deceso. Después de dictarle a don Eleodoro, se dirigiría a la casa de don Nicolás, para pedir prestadas las herramientas y hacer la urna donde iba a descansar su padre.

Don Eleodoro tomó cuidadoso apunte de todo. Por una carilla y media se extendía la regada voluntad de don Camilo. Agradeció a Camilo José por el esfuerzo y la sinceridad. Apuntó en la sección destinada a las defunciones la hora  y fecha del deceso y le dió un apretón de manos en señal de pésame. Ya pasaría por su casa a acompañar a la familia en el velatorio, prometió.

Se regresó al corral y miró sus dedos chuecos. Las yemas le punzaban por el esfuerzo supremo de dibujar letra a letra cada palabra. Un dolor en las coyunturas, imaginario, le inmovilizaba las extremidades por un rato, siempre después de haber tomado la pluma y plasmado los registros del día en los libros. El viejo cura y sus varillazos en las manos le habían hecho desertar de la escuela cuando aún no cumplía nueve años. El fantasma del ojo, esa temida cartilla del silabario, le persiguió por años, hasta que creyó haberla burlado entre las soledades de la cordillera, entre las noches bajo las estrellas, tomando mate espeso, abrigado por las pierneras de cordero y las mantas de castilla. Pensó sentar cabeza en este valle, al lado del río Encuentro, al poniente del Hito 16, aunque la nieve lo recibió apenas asomó con su cabalgadura. No le importó. Tendría muchos hijos, una casa grande y una cocina abrigada. Habían varios como él, con el mismo empeño, con el mismo sueño.

Su única distinción entre los otros era que había pisado la escuela, sabía tomar un lápiz y reconocía todas las letras del alfabeto. En medio de la precariedad de las circunstancias, en medio de la vastedad del paisaje, Eleodoro Díaz Carrasco era un erudito. La comunidad le rogó humildemente que tuviera a bien escribir los sucesos acontecidos,  porque la memoria se perdía tan de prisa, como cambiaban la nubes en el cielo. Muchos recordaban antiguos escamoteos de dinero, animales, oro y tierras y la sensación impotente de no tener nada con qué demostrar la propiedad. Ahora, en esta nueva colonia, en este nuevo comienzo, todo iba a ser distinto. Era por eso que don Eleodoro se esforzaba tanto y no dejaba de encargar o comprar por sí mismo, las veces que bajaba al pueblo, un libro de tapas de cuero duro, para no quedarse corto de papel.

Esa tarde, después de que Camilo José cumpliera con su deber de informar para la posteridad, de la muerte y última voluntad de su padre, apareció la hija mayor de doña Marina Rosales Casanova. Traía dos noticias, una que su madre había dado a luz al séptimo hijo de la familia, un varoncito robusto que iba a tener por nombre Bernabé y que un caballero del norte, familiar por algún lado de su padre, andaba tomando fotografías de los habitantes del Alto Palena. Por ser don Eleodoro una persona tan principal, el hombre pedía, con todo respeto, un minuto de su tiempo para llevar a cabo esta misión.

Se alborotaron los niños mientras Lindana los vestía con sus ropas de domingo. Don Eleodoro frotó sus manos con aceite tibio de gallina para pasar el dolor imaginario de las coyunturas y trató de olvidar el fantasma del ojo, esperando con paciencia que apareciera el caballero. Había cazuela de pava en la estufa y un cuarto de chancho asándose en la cocina a fogón, para agasajar al convidado.  Se sentó la familia todos juntos y miraron fíjamente, tal como el hombre les indicó. Don Eleodoro vio al ojo en el lente de la cámara y no sonrió.

N de la R: Eleodoro Díaz Carrasco será investido, años más tarde, por el Presidente Ibáñez, representado por el Intendente Marchant, como Juez de Distrito, por su aporte en la organización de la vida civil de los pobladores. Los documentos escritos por don Eleodoro sirvieron como pruebas irrefutables de la colonización chilena en la zona de Palena.
Esta historia fue inspirada por el libro publicado por Bernardita Hurtado Low, «Alto Palena», recopilación de fotografías de la época de la colonización y que tiene la virtud de crear uno de los primeros registros gráficos de la historia de esta parte tan alejada y tan valiosa de mi país. La instántanea que decora esta entrada, es de la familia de don Eleodoro.

El Sueño

Estaba maravillado. Por primera vez en mucho tiempo recordaba lo que había soñado. En realidad, pensó luego, no tenía memoria clara de otro hecho similar en toda su vida. Creyó que el aire de la Trapananda le jugaba a favor al disipar su mente, limpiar su alma y su corazón. 

Masculló sus recuerdos por toda la jornada, mientras lentamente caminaba al lado de las carretas que trasladaban su carga. Miraba todo extasiado. No podía creer tanta maravilla. El paisaje primitivo y vírgen, el aire diáfano y puro. Su suerte. Sí, su bendita suerte le había traído hasta este punto y una vez que identificó el lugar de su sueño, supo que ese era su destino.

Estaba en una cañada y el aire envolvía perfumado de eucaliptus y del olor del lodo negro que iba a lo largo de la rivera. Las aguas verde esmeralda, corrían furiosas arrastrando todo a su paso. Se escuchaba el rumor de río y las laderas estaban cubiertas de una vegetación espesa. Pájaros silvestres volaban rasantes y unas humildes florecillas rojas, como arbustos, colgaban de las pendientes, aquí y allá, junto a unas hojas gigantes con forma de estrellas, que lucían amenazantes como míticos vestigios de un pasado más primitivo. Se escuchaba claramente la corriente moviendo las aguas y sólo era río y río nada más lo que se veía de este a oeste. Sin interrupciones, sin pausas, sólo estas aguas milenarias que habían estado ahí antes que nadie. A su frente, estaba el fuerte español. Cubierto de pendones de colores y las barandas pintadas con cal. La muchedumbre en su interior, vitoréandole. Estaba en la ribera norte. Debía cruzar. Su caballo llevaba las tonalidades de su tierra natal y  estaba cubierto por una cota de cuero y malla, diseñada para la ocasión. Él usaba guantes de hierro y de su cinto pendía una espada toledana. El día era soleado, pero frío.  Corría un viento sigiloso que se atrapaba en la cañada. Las hojas de los árboles se llenaban de rumores y las gentes en el fuerte empezaban a decir su nombre. Se decidió a cruzar el puentecillo endeble y de madera, que dejaba ver el río. Se rehusó el caballo, dando marcha atrás. Le apretó los flancos con sus espuelas de media luna hasta que logró hacerle caminar. La vista pavorosa del agua corriendo debajo de ellos, le provocó un sudor espeso en su espalda y aceleró su corazón. Miró hacia atrás un segundo y el puentecillo se empezó a deshacer a cada paso, dejando sólo la posibilidad de seguir adelante. No valía el pavor ni el viento. De pronto, se dio cuenta  que los vítores iban creciendo hasta convertirse en el único sonido de la cañada. Miraba a su alrededor y no podía precisar las caras. El sol iluminaba su paso. El puente se iba perdiendo tras de sí. Escuchaba las aguas, olía los eucaliptus. Veía a las aves volar rasantes, apenas tocando la superficie. El sudor se convertía en frío.

Estaba decidido. Dejó los paisajes de ensueño donde había pasado semanas, jurando volver. Tomó una barca destartalada en el primer puerto con el que pudo dar y apiló su carga peligrosamente. No le importó este detalle. Todos los augurios de su sueño le indicaban que era en ese lugar donde su fortuna iba a florecer. Su buena estrella estaba con él en este viaje. Cuando volviera a su tierra podría contar de sus éxitos. No sospechó nunca que jamás volvería. El puente sólo le había dejado seguir adelante. No había vuelta atrás. Tardó en darse cuenta de este detalle, pero cuando lo comprendió, sonrió satisfecho. Había sido más de lo que nunca imaginó.

patagonia