La Estación

La había dejado el tren, decía todo el mundo. Nosotros la mirábamos raro, como si fuera una apestada en medio de la saludable monotonía del pueblo. La había dejado el tren cuchicheaban todos, pero la señorita Angélica parecía incólume, impávida, etérea y frágil. Con sus pasos de gacela, su cintura diminuta y sus abrigos de franela. Era definitivamente de otro planeta.

Ella ya tenía más de treinta y no había habido pretendiente que la hubiese llevado al altar. Su voz chillona era un escollo, sin duda, pero los muchachos del taller de Pepe miraban libidinosos sus canillas largas y sus caderas torneadas. No tenía mucho busto, criticaban por lo bajo los dependientes de don Lisandro, pero eso no importaba mucho a la hora de la verdad, susurraban mientras miraban a Elena, la empleada de la casa, con su silueta de muchacho y su andar de potranca, que se paseaba por la tienda, retirando el pedido de la semana.

Todos hablaban de que a la señorita Angélica la había dejado el tren, pero nosotros no entendíamos cómo podía ser tan tonta, si el tren pasaba todos los días, a la misma hora y se escuchaba desde lejos, con ese retumbar de locura, esa humareda pestilente y el agite en los corazones de los que vivíamos al pié de la línea. Era el evento que marcaba la mañana, más decidor que la sirena del mediodía, más potente que las campanas de la parroquia o que el mismo carillón. El tren marcaba presencia y tiempo. ¿Cómo no lo había notado? Debía ser muy bruta, por eso no tenía marido.

El comentario se extendió como el fuego en las rastras del verano. Cundió por todas partes y no hubo nadie que no se enterara. El escándalo no se hizo esperar y lo que más importaba saber era quién era el padre de la criatura que cargaba la señorita Angélica. Ahora sí que estaba sentenciada, tonta y embarazada sin haberse casado. Eso sí que era desgracia, el peor de los escarnios. Ser la comidilla del pueblo y más encima ir por el mundo llevando un hijo sin padre. Era lo peor. Debía ser muy, pero muy tonta.

La señorita Angélica guardó silencio hasta que su hijo cumplió un año. Un buen día se hartó de ser señalada con el dedo y en un arranque de valor y de locura, subió los treinta y dos escalones del edificio municipal y se dirigió digna y compuesta a la oficina de don Heriberto, el alcalde del pueblo. Por años había sido su querida. Le había dedicado su juventud, su doncellez, sus sueños y sus esperanzas y cuando estuvo en este trance, don Heriberto calló. Calló y la abandonó a su suerte y con un hijo. No había derecho si ella le había sido fiel desde el principio. Le había creído cada una de sus promesas falsas, había aceptado el lugar en la trastienda de su vida y ahora, ahora salía con este silencio cobarde y sinvergüenza. ¡Viejo de mierda!, cuentan fue lo que le dijo de último.

Salió de la oficina con su paso galante, su hijo en brazos y se dirigió a la estación. Allí tenía todos sus cachivaches listos para embarcar. Sonó el pito del guardavía. Se escuchó el bufido lejano del convoy. Se avistaron las humaredas blancas y por primera vez en todo este tiempo, a la señorita Angélica no la dejó el tren.

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Las Putas del Camaleón

A las nueve de la mañana terminaban de limpiar. El olor de los tragos avinagrados inundaba la cuadra entera, mientras el compás de las rancheras latía, moviendo todo en el lugar. La eterna poza de agua purulenta estaba siempre a la entrada, con su peligrosa textura verdosa, pero a nadie parecía importarle. Ya desde antes del mediodía, aparecían los clientes, cuando el tren llegaba bufando con su vapor grisáceo y con su ruido de tormenta, depositando en el andén a todos aquellos que, desde el alba, venían viajando y que buscaban sólo la diversión del Camaleón.

Era la casa de putas más antigua del pueblo y estaba justo a media cuadra de la estación. Con ventanas en forma de rombos y vidrios amarillos, despedía un olor indefinido. Los campesinos y  los empleados del tren iban y venían a distintas horas, buscando, buscando. La música de las antiguas rancheras se escuchaba y llenaba de ritmo la pequeña plaza que quedaba frente a su puerta, donde los borrachos dormían, mientras llegaba el tren de la tarde.

En invierno, un vaho espeso salía cada vez que abrían la puerta y las risas sonoras de los parroquianos y de las putas se escuchaban en toda la cuadra. Estaba en una calle sin pavimentar, que había sido interrumpida por el paso de la vía férrea y a donde los clientes, borrachos llegaban a parar de bruces cuando salían de las puertas de batiente, ahitos de licor y satisfechos en su pasión.

Resonaba la música en las noches, con el bumbum buuum característico del bajo de la ranchera, se oían los gritos y las risas, los botellazos y la llegada del furgón de la policía, para aplacar los ánimos agriados de los amables parroquianos.

Las putas salían a la feria, todos los días martes, vestidas con sus atuendos del oficio, buscando posibles clientes entre los campesinos que llegaban a vender sus animales. Los arrastraban con sus artes y los sumergían en el hedor ácido del aire del lugar. Se vestían de floreado, con falditas cortas y escotes pronunciados. Todas se pintarrajeaban de la misma forma y usaban perfumes pestilentes y amizclados, que se confundían con el olor del lugar. Se reían falsas y borrachas, decadentes y abyectas, cada día de la semana, desde la mañana y hasta bien entrada la noche, luciendo como un enjambre colorinche de mariposas trasnochadas.

Al lado del Camaleón había una casa gigante, construida quién sabe cuándo. Amenazaba con desplomarse en cualquier momento y sus esquinas siempre olían a los orines de los parroquianos del burdel. Varias familias arrendaban las habitaciones de la casa  y subían a sus cités por una escalerita frágil que se adosaba a la entrada principal. Robinson vivía alli desde que tenía memoria, compartiendo el baño del fondo del pasillo con todos los otros residentes, viendo cómo se descascaraba lentamente y cada día el papel decomural de las paredes y escuchando las ratas gigantescas que corrían desatadas en el entretecho del gran caserón. La música y el alboroto del Camaleón no le alteraba en lo más mínimo, sólo el ruido del tren y sus estertores de locura le producían una sensación de desasosiego que le hacía asomar lágrimas en sus ojos mansos. Trabajaba a veces y por unas pocas monedas en el almacén que quedaba al otro lado de la placita de la estación, empaquetando cajas y cargándose más allá de lo aceptable con los bultos de las viejas, que acudían a comprar sus abarrotes y se los llevaban en el tren. En la escuela era un estudiante regular, que a veces llegaba con sus ojos somnolientos y sus cuadernos marcados con tintes de carmín.

Una vez pidieron una tarea en grupo y sus compañeros le fueron a buscar a su hogar. Atravesaron con pánico el tétrico pasillo, aguantando la respiración y en silencio, buscando la pequeña puerta negra con el número dieciséis y golpearon. La música del Camaleón sonaba fuerte y se escuchaban las risas de sus clientes. Robinson abrió tímido y les pidió que esperaban un momento afuera. De la escala vino el ruido de los tacos apurados de una mujer. Los niños bromearon que seguro era una de las putas y cuando la vieron aparecer en el pasillo, confirmaron su sospecha. Estaba medio borracha y llevaba la tira de su sostén asomando por el hombro de su blusa colorinche. Avanzó en dirección a ellos y maldijo no tener su llave. Robinson apareció vistiendo su chaqueta  y la dejó pasar, cerrando la puerta tras de ella. El olor penetrante de su perfume llenó el aire de la gran casa. Afuera, seguía retumbando el bumbum buuum del bajo de las rancheras, las risas de los clientes y el silbato del tren anunciando su partida.

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