Baghdad. La Decisión

Michael apagó la televisión. Eran las tres de la mañana. Las tropas norteamericanas habían entrado a Baghdad. Era el 20 de marzo del año 2003.

Se habían conocido en el aeropuerto, junto a la cinta transportadora del equipaje. Ella venía llegando de aquellos sitios con playa y quitasoles, tan de moda entonces. Michael había venido a visitar a un amigo, autoexiliado en este país contrastante, que se proponía fotografiar con detalle. Las heridas de su divorcio habían sanado. Lo notaba en su trabajo, cada vez más luminoso, cada vez con mejores instantáneas. Su sitio web, en pañales, mostraba fotografías de su natal Boston. Tocó la mano de ella al intentar alcanzar la maleta. Le llamó profundamente la atención sus ojos, vivos, inteligentes, pero cargados de sueños rotos. Ella no había curado ninguna herida con ese viaje. Había hecho de todo, menos olvidar. Como en las películas, todo sucedió muy de prisa. Michael no esperaba el certero estoque del amor. Ella no esperaba nada. Nunca esperó nada.

Eran animales de juerga. Michael conocía a todo el mundo y todo el mundo le conocía a él. Cambiaba su seño siempre adusto y los ángulos cerrados de sus pómulos, cuando bebía. Se transformaba. Reía. Cantaba arriba de las mesas. Siempre reían. Los asados y las reuniones después de las exposiciones. Los viajes. Siempre los viajes. La fascinación pueril de Michael por los viajes. Su miedo a las alturas. A lo desconocido. A los hijos. Al futuro. Todo se perdía detrás del lente de la cámara. Todo se escondía detrás de las fotografías premiadas que adornaban su departamento. Todo se escondía.

El tiempo pasó, como pasaban las fotografías en la cámara de Michael. Viajaron. Una mañana, bajo el cansado sol de la tarde, con Valparaíso de fondo, él le pidió matrimonio. Ella aceptó, como hubiera aceptado a cualquier otro que le hubiera hecho evadirse de la misma manera que lo hacía Michael. Sentía algo que se asemejaba, en sus sueños, al amor.

Fue entonces que Rafael apareció en su vida, como aparecía todo lo que le remecía por completo. Sin anuncio. Entró una mañana, a la oficina donde ella trabajaba, buscando a uno de sus colegas. Se vieron y el sudor les cubrió la espalda. Sus bocas se secaron y por primera vez, ella escuchó su voz.  No hacía mucho que había aceptado la propuesta de matrimonio de Michael. Rafael la invitó a salir. Ella rehusó, con la risa nerviosa que le embargaría, en lo sucesivo, ante sus proposiciones. Sabía el destino final de la salida. Se reconoció débil frente a sus argumentos, a su voz  y a la fiebre que la golpeó. A sus ojos reflejados en los de él, con el mismo deseo. Prefirió aguardar. Él se las arregló para conseguir el número de su móvil y comenzó a llamarla.  A todas horas. A cada momento. Se contaron todo y se acostumbraron tanto a la voz del otro, en aquellas largas conversaciones telefónicas, que lograron adivinar los estados de ánimo y las verdades y mentiras que mencionaban. Mientras él redactaba sus artículos en casa, la llamaba  a escondidas, para decirle obscenidades y reírse con su risa. Insistía en verla. Ella rechazaba cada vez con menos energía.  Michael voló a Estados Unidos. Su mejor amigo, teniente de las fuerzas de ocupación, había muerto en Irak.

Rafael la llamó esa misma tarde y quedaron de verse. La conversación en el restaurant fue totalmente innecesaria. El café también. Tomaron la decisión sin mirarse y al llegar al hotel, se amaron hasta que el día terminó por completo, como si lo hubieran hecho desde siempre. Tomaron una ducha juntos, recorriendo el cuerpo del otro, hasta aprenderlo de memoria. No acordaron nada. No había necesidad. Cada uno condujo por su lado, de vuelta a casa. Rafael se iba a Baghdad al día siguiente. No podía perder la oportunidad, dijo y fue entonces que ella se dio cuenta de cuán fascinado estaba con la guerra.   

Escribió el artículo sobre el conflicto más premiado en su idioma. Una sonrisa de triunfo le llenaba la cara en la fotografía que le envió, días después de recibir el premio. Su anillo de casado brillaba al lado del galardón. Ella firmó el acta de su matrimonio con esa imagen todavía quemándole los recuerdos. Michael había comprometido un trabajo de antemano y viajaron al desierto más árido del mundo, de luna de miel. Todo lo que recuerda de ese viaje no está plasmado en las instantáneas que su esposo tomó como parte de la exposición. Todo lo que recuerda es lo que, día a día, le aleja de él. Curiosamente en ese viaje, Michael comenzó el primero de una serie interminable de Manhattan, que son la única amalgama que parece mantenerlos juntos.

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Los Cuarenta Bramadores

«En el hemisferio sur, entre la latitud 40º y 55º S existen vientos muy fuertes del oeste en mitad del Océano Antártico, único océano que da la vuelta completa a la tierra sin verse interrumpido por ningún continente, conectando el Océano Indico con el Pacifico Sur y el Océano Atlántico. Los vientos en estos lugares tienen el mismo origen que los del hemisferio norte y se originan en las células de Ferrel, pero de media son en torno a un 40% más potentes. Más de la mitad del tiempo sopla con fuerza superior a 25 nudos debido a la concatenación de depresiones originadas en esas latitudes, debidas al encuentro de aire frío de la Antártida con la superficie templada del mar. Al no existir tierras que lo interrumpan, la velocidad no disminuye y los vientos no se debilitan. Más allá de los 50º de latitud Sur el viento es todavía más feroz y frío», leyó con atención el joven ingeniero. Discó el número de teléfono de la fábrica y cerró el trato. Juan Sebastián Elcano, el buque insignia de la Armada en la península ibérica, iba a navegar con su velámen.

En el otoño de 1900, a la vuelta al estrecho, los dos capitanes dejaron sus estómagos entre la cubierta, la cala, el océano y el viento que chillaba en sus oídos, dentro de sus cabezas y que permanecería en sus recuerdos, hasta la fecha de su muerte. Siguieron rumbo al norte, a Valparaíso, luego más allá y en menos de lo que canta un gallo, el paisaje había cambiado completamente. Un color oro y ocre se extendía por donde alcanzaba la vista. Al otro lado, el mar azul intenso estaba en perfecta calma, excepto en los lugares donde la geografía se cortaba a pique por algún capricho de la voluntad del Creador. El olor a amonio era penetrante y los pequeños granos de arena que levantaba el viento, lijaban la cubierta y los palos de mesana sin la menor contemplación, mientras la tripulación se perdía entre los lenocinios de los puertos y los fantasmas de antiguos pirquineros, que habían dejado su alma para extraer el mineral y amenazaban con volver loco a quien se topase con ellos y sus secretos de minas abandonadas, en medio del desierto.

El buque, concluida la faena, quedaba lleno del salitre más rico de toda la costa occidental del mundo, pero había que hacer una última parada en el «Puerto de mi Amor», porque los Cuarenta Bramadores no perdonaban, no dejaban a nadie pasar ileso y no había forma de evitarlos, entre toda la vastedad del mar, que se extendía pasadas las últimas islitas peladas y el polo Sur.

El terrible rugido de los Cuarenta Bramadores reproducía el ruido característico de una sierra cortando madera y no sólo era un ruido, el velámen, los vestidos y todo aquello que flameara a su albedrío terminaba en jirones de pesadumbre que, en la inmensidad de los elementos y la negrura de las noches, traían a los hombres tristezas y supersticiones. Era preciso combatirlo con lo que estuviera a mano, una lucha contra gigantes, pero la fascinación y la codicia de los marineros por llegar a los puertos ingleses con el cargamento, eran suficiente incentivo para hacer esta travesía al menos tres veces en el año.

Los dos capitanes se habían cansado de este viaje esquizofrénico, pero no dejaron a merced del viento a sus iguales. Sabían que era preciso, si se quería llegar con vida al otro lado del estrecho, contar con el velámen de repuesto, además de jarcias y montoneras para vencer a los Cuarenta. Estaba ahi la nueva aventura para ellos. Arrendaron un galpón destartalado  en uno de los cerros mágicos del «Puerto Principal» y con humildad, pero con decisión, iniciaron la fábrica que le daría renombre a sus dotes de artesanos.

Pasaron muchas cosas y pasaron muchos años. El salitre se perdió de la faz de la tierra, los marineros que lo conocieron, murieron tragados por su codicia, sus vicios y sus desventuras, pero la fábrica de los ahora añosos capitanes siguió en pié. El buque escuela Esmeralda, la insignia máxima de la marina nacional, les confió su mayor tesoro, sus velas y aparejos y ellos no le dejaron mal. Hoy siguen llenando el horizonte con sus paños blancos, con la certeza de su arte y con la confianza de quien ha vencido a los Cuarenta Bramadores en su propio territorio.

 

El Cheuto

mendigo

Jean Nicolas Doublet o más conocido como el Cheuto, había nacido en el océano, en la travesía entre Cherbourg y Valparaíso, un día de mayo de un año que él mismo prefiere olvidar. Viajaba en primera clase, junto con su familia entera. Quince adultos y un enjambre de chiquillos, que se divertían haciendo pis en la popa del barco, cuando el viento arreciaba a sotavento. Los baúles de su equipaje iban firmemente custodiados y la casona del comodoro inglés que les recibió en el puerto de su destino, se vino abajo, en el terremoto más grande que la imaginación pudo concebir, apenas seis meses después que se hubieron instalado. Ahí empezó la diáspora de su familia. Ahí fue que lentamente perdió su idioma y sus costumbres y fue ahí mismo cuando Jean Nicolas empezó a convertirse en el Cheuto.

La vida dio varias vueltas, que Jean Nicolas se negaba a recordar, aunque con los tragos calentando su gaznate, algunos asomaban porfiados. Su matrimonio en Valparaíso y sus dos hijos mayores, corriendo en los jardines de la casa de sus suegros, importadores de productos finos, que cayeron en desgracia cuando contrabandistas sin escrúpulos mancillaron sus cargas de cognac. No valieron ni las influencias ni los ruegos. Los cagaron, chillaba el Cheuto, ebrio ya y transformado.

Crecieron los cuatro hijos, entre malabarismos para pagar las cuentas, mantener las apariencias y el honor. Jean Nicolas ejerció por varios años como profesor en las casas de sus amigos más acomodados, una nueva elite que se esforzaba por ser educada y fina. Enseñaba francés a los ingleses, inglés a los franceses. Economía y finanzas a los judíos. Matemáticas y física, sólo por si acaso, a un grupo de alemanes mal hablados, que le despreciaban con toda su alma, por razones netamente políticas. 

La fortuna que le quedaba se iba licuando de a poco, mientras su mujer bordaba por encargo y sus hijos iban a la universidad,  pero la debacle se hizo inminente cuando Jean Nicolás hijo, brillante, buen mozo y todo un caballero, fue acuchillado una noche de tormenta, en un callejón del puerto y mientras sus pertenencias iban desapareciendo, con la rapidez de la rapiña de los ladrones, su rostro se iba tornando cada vez más lívido. Si hubiese contado con asistencia, dijo el médico, hubiera sobrevivido, pero lo dejaron desangrarse en medio de un charco de agua putrefacta, mientras los perros del barrio iban meando sobre su cuerpo moribundo, olisqueando sus pantalones, como lo hacían con los borrachos.

Todo se destrozó de un golpe. Como un ligero y fino cristal, el alma simple de Jean Nicolas no pudo soportar tal escena y luego de la tercera jornada de embriaguez, tomó un atado con sus pertenencias y abandonó la ciudad. Nunca más supieron nada de él. Vagó por el país, tratando de mantener una vida ordenada, pero fue imposible. Tomaba para olvidar el dolor y las caras de espanto de sus familiares cuando le vieron partir. Mal alimentado y deprimido, siguió bebiendo hasta que se le hizo una costumbre. Su espíritu se fue degradando y poco y nada quedó del diligente profesor francés, que debatía a los clásicos griegos con la propiedad de un sabio. Fue entonces que nació el Cheuto.

Lo conocí en la casa de Amelia, cuando ya llevaba mucho camino recorrido y estaba rozando el delirium tremens. Sus cicatrices de peleas y golpizas, le hacían ver como un perro callejero, abandonado desde siempre. Lo recibieron a instancias de mi padre, que le pareció que podría ser de utilidad. Algo en sus ojos le dijo que no siempre había sido vil y mal hablado y en muchas noches de lluvia, el Cheuto le fue contando pedacitos de su historia. Cuando mi padre pudo armar el cuadro completo, tomó contacto con sus familiares, pero había incluso una tumba sin cuerpo con su nombre, en el cementerio general de Valparaíso. Su esposa se tomó la molestia del homenaje para olvidarle totalmente. ¡Yo no tengo nombre!, gritaba en su borrachera y sólo Amelia era capaz de lograr que se fuera en paz a dormir. Cuando ella murió, guardó un día de sobriedad en su memoria. Después, no lo vimos nunca más.

Emilio

Ninocazando1957

Su madre se volteó con furia y no hubo forma de que el hombre pudiera sacarle una sonrisa o  un beso. Bufó como una bestia dolida y siguió torcida para no verle partir. Él cargaba un saco de lona con algunas pertenencias y las pocas monedas que le quedaban en sus bolsillos, las dejó en sus manitas coloradas. Es el último recuerdo que Emilio tiene de su padre.

Aún puede ver sus manos pequeñas, llenas con los círculos de cobre opacos, las lágrimas asomando de los ojos de sus hermanos y él sin entender por qué su padre los dejaba.

Durante años, la voz de su madre le martilló constante que el padre había sido un desgraciado, un bandido y un mal nacido que nunca les recordó. Que se había ido muy lejos y que tenía otra familia que mantener. Que los había olvidado completamente y que no valía la pena ni siquiera su memoria. Sin embargo, no pasaban aprietos. De alguna parte mágica, ella sacaba para el sustento diario. Nunca fueron ricos, pero en las peores épocas, cuando la gente moría de hambre en Barcelona, ellos tuvieron siempre qué comer. Incluso hubo dinero para un médico, cuando su hermano Ernesto se accidentó  y casi perdió el brazo. Su madre estaba siempre en casa, cosiendo y haciendo morcillas y quesos que podía vender, pero él no era idiota, sabía que el dinero venía de alguna parte y era más del que ella producía.

Pronto, apareció don Sancho, con sus ojos inyectados y su sonrisa torcida. Le hizo un hijo a su madre que murió después de nacer  y luego, desapareció. No hubieron más palabras para mencionar al hombre, sin embargo, el dinero seguía llegando. Puntualmente, cada fin de mes, su madre se ausentaba por algunas horas y volvía con los brazos cargados de provisiones. Ayúdenme chavales, les gritaba desde lejos, porque sus piernas llenas de várices, le impedían seguir caminando. Compraba sin prudencia y más de lo que eran capaces de consumir. Demasiadas cosas terminaban en la basura o con los puercos, porque su madre se negaba a dejar ese hábito enfermo. Muchas veces quisieron convencerle de ayudarla a manejar esos valores, pero ella se negaba tercamente. Su hermano Esteban quizo estudiar, pero ella no lo permitió y se marchó un buen día de verano, como lo había hecho el padre mucho antes y nunca más se supo de él.

Ernesto también se fue un día, con los ojos inyectados como don Sancho. Bebía más de lo prudente y su estómago se le revolvía por las noches, en eternas sonajeras que no dejaban a nadie en paz. Después de su accidente, encontró trabajo en los muelles y sólo se dedicaba a la bebida. Algunos le vieron subirse a un barco y desaparecer con la marea de la tarde.

De pronto, Emilio se dió cuenta de su soledad. Todo lo que poseía era la escopeta, regalo del abuelo paterno a su hermano mayor y que este olvidó debajo de la cama, cuando se fue. Todo con lo que podía contar era un profundo rencor por el padre que se había ido, pero no podía sentirse cómodo en ese sentimiento. Había escuchado a su madre, en una cantinela enferma, día tras día, mes tras mes, durante todos estos años y lo que más le importaba era que aún no lograba una satisfacción del origen del dinero.

Ella empezó a comportarse extraño una mañana y ya no pudo moverse a la siguiente. Sus piernas habían sido tomadas por asalto por aquellas culebras color púrpura  y de tan hinchadas, no podía ni tocarlas. Se tumbó en su cama y siguió escupiendo el odio como había sido su costumbre. Un buen día murió, tal vez envenenada por sus propios fluidos. Nunca quizo ver un médico, por su porfía de toda la vida y porque el dinero desapareció al mismo tiempo que ella perdió la movilidad y no fue hasta que su tía Encarna lo encontró un día, y le entregó  una ruma de cartas selladas, que pudo entender la verdad.

Emilio las abrió una por una y recordó todos los pasajes de su niñez. Todos los trabajos y los pesares, las lágrimas y el dolor. Los motes de abandonado que hubo de soportar en la escuela y la constante incertidumbre de no saber porqué aquel que tanto cariño les había prodigado, les había dejado atrás. Leyó con cuidado y muchas frases le quedaron grandes, porque escuchaba de fondo la voz odiosa de la madre. Un sentimiento como la brea le inundó. Contó los billetes uno por uno. Revisó las fechas de las cartas otra vez. Miró la vieja escopeta y decidió enterrarla en el patio justo donde estaba la tumba de su madre. Preguntó a su tía Encarna hacía cuánto que esos sobres llegaban y ella dijo al irse tu padre, unos tres meses después, y nunca ha faltado ninguno. Todos los ha recibido ella, todos y cada uno, excepto los que tienes en tus manos. Preguntó también dónde quedaba el puerto principal del país del remitente y ella le contestó.

Dos días después, Emilio compraba un pasaje a Valparaíso. Estaba decidido a terminar esta locura, sacarse esta brea oscura que rondaba su corazón. Estaba decidido a matar a su padre.