Los Cuarenta Bramadores

«En el hemisferio sur, entre la latitud 40º y 55º S existen vientos muy fuertes del oeste en mitad del Océano Antártico, único océano que da la vuelta completa a la tierra sin verse interrumpido por ningún continente, conectando el Océano Indico con el Pacifico Sur y el Océano Atlántico. Los vientos en estos lugares tienen el mismo origen que los del hemisferio norte y se originan en las células de Ferrel, pero de media son en torno a un 40% más potentes. Más de la mitad del tiempo sopla con fuerza superior a 25 nudos debido a la concatenación de depresiones originadas en esas latitudes, debidas al encuentro de aire frío de la Antártida con la superficie templada del mar. Al no existir tierras que lo interrumpan, la velocidad no disminuye y los vientos no se debilitan. Más allá de los 50º de latitud Sur el viento es todavía más feroz y frío», leyó con atención el joven ingeniero. Discó el número de teléfono de la fábrica y cerró el trato. Juan Sebastián Elcano, el buque insignia de la Armada en la península ibérica, iba a navegar con su velámen.

En el otoño de 1900, a la vuelta al estrecho, los dos capitanes dejaron sus estómagos entre la cubierta, la cala, el océano y el viento que chillaba en sus oídos, dentro de sus cabezas y que permanecería en sus recuerdos, hasta la fecha de su muerte. Siguieron rumbo al norte, a Valparaíso, luego más allá y en menos de lo que canta un gallo, el paisaje había cambiado completamente. Un color oro y ocre se extendía por donde alcanzaba la vista. Al otro lado, el mar azul intenso estaba en perfecta calma, excepto en los lugares donde la geografía se cortaba a pique por algún capricho de la voluntad del Creador. El olor a amonio era penetrante y los pequeños granos de arena que levantaba el viento, lijaban la cubierta y los palos de mesana sin la menor contemplación, mientras la tripulación se perdía entre los lenocinios de los puertos y los fantasmas de antiguos pirquineros, que habían dejado su alma para extraer el mineral y amenazaban con volver loco a quien se topase con ellos y sus secretos de minas abandonadas, en medio del desierto.

El buque, concluida la faena, quedaba lleno del salitre más rico de toda la costa occidental del mundo, pero había que hacer una última parada en el «Puerto de mi Amor», porque los Cuarenta Bramadores no perdonaban, no dejaban a nadie pasar ileso y no había forma de evitarlos, entre toda la vastedad del mar, que se extendía pasadas las últimas islitas peladas y el polo Sur.

El terrible rugido de los Cuarenta Bramadores reproducía el ruido característico de una sierra cortando madera y no sólo era un ruido, el velámen, los vestidos y todo aquello que flameara a su albedrío terminaba en jirones de pesadumbre que, en la inmensidad de los elementos y la negrura de las noches, traían a los hombres tristezas y supersticiones. Era preciso combatirlo con lo que estuviera a mano, una lucha contra gigantes, pero la fascinación y la codicia de los marineros por llegar a los puertos ingleses con el cargamento, eran suficiente incentivo para hacer esta travesía al menos tres veces en el año.

Los dos capitanes se habían cansado de este viaje esquizofrénico, pero no dejaron a merced del viento a sus iguales. Sabían que era preciso, si se quería llegar con vida al otro lado del estrecho, contar con el velámen de repuesto, además de jarcias y montoneras para vencer a los Cuarenta. Estaba ahi la nueva aventura para ellos. Arrendaron un galpón destartalado  en uno de los cerros mágicos del «Puerto Principal» y con humildad, pero con decisión, iniciaron la fábrica que le daría renombre a sus dotes de artesanos.

Pasaron muchas cosas y pasaron muchos años. El salitre se perdió de la faz de la tierra, los marineros que lo conocieron, murieron tragados por su codicia, sus vicios y sus desventuras, pero la fábrica de los ahora añosos capitanes siguió en pié. El buque escuela Esmeralda, la insignia máxima de la marina nacional, les confió su mayor tesoro, sus velas y aparejos y ellos no le dejaron mal. Hoy siguen llenando el horizonte con sus paños blancos, con la certeza de su arte y con la confianza de quien ha vencido a los Cuarenta Bramadores en su propio territorio.

 

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