Velero

Nos habíamos pasado el embarcadero. El camino era sinuoso y el tráfico endemoniado, a esa hora de la tarde. El aire se mezclaba con el mar, el petróleo de los camiones y el hedor de las plantas de proceso. La vista estaba empañada. Parecía que iba a llover.

Retrocediste y logramos entrar. El velero olía a guardado, a océano aposentado demasiado tiempo en las esquinas de sus luces de proa. Golpeaba despacito el agua y sentí que no teníamos nada que hacer allí. Insististe tercamente y entramos. El finlandés del interior parecía la portada de algún reportaje de National Geographic. Su barba puntiaguda, sus ojos profundamente azules, el sweter de lana peinada y las manos gigantescas y llenas de rasmilladuras y cicatrices. Había sido de todo, habló para sí, consciente de nuestra atención, carpintero, estibador, vendedor viajero, parte de una cuadrilla de trabajadores de un parque nacional, que se encargaban de marcar renos en las soledades del invierno, eso y mucho más.

Destapó lentamente una botella de vodka y empinó un trago, como aceitando la antigua maquinaria que hacía las veces de la bomba de su embarcación. Me mostró fotografías de los lugares de su travesía, tratando de explicar porque navegaba sin rumbo ni destino, sólo dejándose mecer por las corrientes y la luna. El oceáno es lo único que me sorprende, dijo con un acento de difícil identificación. Había estado en tantos lugares, había gozado de tantas aventuras y quería seguir navegando.

Afuera llovía con fuerza y las aguas mansas del embarcadero se agitaban probando nuestra resistencia, mientras el vodka iba haciendo su tarea. Achispados todos, caminamos peligrosamente por la cubierta, tú ayudabas a adujar la vela mayor, siguiendo las instrucciones del finlandés y yo miraba absorta los grises pesados que iban cubriendo el horizonte, mientras las luces en el puerto iban apareciendo, en un espectáculo de difícil definición. Reímos. Estábamos empapados. El finlandés ofreció una sopa de almejas y entramos, saboreando anticipados.

¡Este tiempo de mierda! exclamé adentro, tratando de ubicar alguna sección de mi ropa que estuviera seca. El finlandés me miró divertido y empezó otra historia. Una terrible, fría, misteriosa, mientras iba haciendo pausas con los tragos de vodka, revolviendo afanoso la olla de la sopa con una cuchara de madera, de complicados dibujos.

El olor de la crema fresca y los mariscos inundó todo el lugar. El vapor se quedaba sobre nosotros y eso explicaba la maravillosa variedad de plantas de interior, que pululaban en el camarote y el olor a guardado. Este lado del mundo es el mejor para mí. Hay lluvia, dijo, pero no hay frío. El frío es el peor aliado del marinero, insistió meditando sus palabras. La congelación de todo, por una capa espesa y transparente que deja la memoria suspendida. Así dijo y apagó la estufa. Sacó platos de un compartimento y preparó la mesa. Sirvió la sopa. Nos miró con detención.

El invierno que decidí abandonar Finlandia para siempre, fue el más frío que se haya registrado jamás, dijo lentamente, mientras sorbía ruidoso. Todo se congeló. Mi mundo estaba destruido y sólo quería irme lejos. El mar era lo único que me tranquilizaba. Había decidido unirme a la tripulación de un mercante, pero íbamos aplazando la salida cada día. La bahía estaba petrificada y la desolación era inmensa. Era como si un manto de tristeza sideral se hubiera ensañado con nosotros. Caminé por dos días, grabando las imágenes del frío en mi mente, hasta que lo ví. Atrapado, como yo; congelado, como yo; perdido, como yo. Tomé nota de la ubicación, revisé el casco y me enteré de quienes lo tripulaban. La última vez que estuve en esa bahía fue para componer esta embarcación. Ahora estamos aquí y somos buenos amigos, sonrió. Yo le he rescatado y ella a mí.

Fotografia gentileza de Anne Fatosme http://annefatosme.wordpress.com/
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Furia

Apuntó el cañón de la escopeta justo a su cabeza, mientras las venas del cuello saltaban impacientes y violentas. Gaspar estaba descolocado, frenético. Thomas gritaba aterrorizado una y otra vez que bajara el arma. Gaspar se burlaba cruelmente y le preguntaba si todo se veía más real. ¿Quién es el que tiene el control ahora, hijo de la gran puta? gritaba a todo pulmón.

Aquel día, en el aeropuerto, un mes y medio antes, no pensamos jamás que este chico de proporciones descomunales, pero un chico al fin y al cabo, se iba a transformar tan radicalmente. Su cara cansada y redonda, sus expresiones de asombro. Sus graciosos comentarios. Su acento duro y la persistente fijación por acariciar el cuchillo de caza, que extrajo de su mochila apenas salió del terminal y se subió a la camioneta.

Thomas esperaba poner en práctica un ejercicio de redención y de ayuda. Ayuda a Irma, aquella madre ejemplar y abnegada que había conocido en el camino de Santiago de Compostela, tratando de sacar a flote a Darlene, su hija mayor y mediohermana de Gaspar, para arrancarla de una nebulosa de heroína y prostitución. Círculo vicioso cerrado y cruel que ni la caminata santa con el mismo apóstol habría logrado romper. Thomas, por su parte, quería redimir la desastroza relación con su hija, que le odiaba cordialmente y castigaba sus intentos de comunicación con largos silencios y berrinches, con acusaciones de abandono y con la negación absoluta a cada una de sus ideas.

La idea no parecía tan descabellada y tomamos parte con voluntad y alegría. Gaspar se convirtió, como me di cuenta más tarde, en un ángel. Todos buscamos rendención, todos buscamos reparar algo irreparable a través de su figura. Thomas, Ronald, Mauricio y yo. Todos juntos cometimos el mismo error y en el camino por ayudarlo, terminamos hundiéndole más.

Estaba todo organizado para su entrenamiento en «la vida real». La casa en mitad del campo, sin luz eléctrica, parte vital de la sanación de Thomas de los tumbos y cicatrices de su vida anterior, ofrecía un panorama maravilloso, cada mañana de ese verano cruel. La figura de los volcanes se recortaba perfecta contra el horizonte. Chucaos despertaban junto con nosotros y la gata depositaba su víctima de la noche, convenientemente descabezada, para aspirar orgullosa a su desayuno. Pero todo anduvo mal desde el inicio. Apenas Gaspar llegó, la humareda de los incendios forestales hizo irrespirable el ambiente. Su cansancio, por el viaje de dieciséis horas, se tradujo en una excusa permanente para levantarse rayando el mediodía. Acusaba de alergias a diferentes elementos, inventados y reales. Quería fiesta y diversión. Prostitutas y alcohol, exageraba. Nos miraba extrañado cuando le hablábamos de proyectar la huerta, cortar leña o colaborar en la nueva construcción. Debí parar todo entonces, pero el entusiasmo de Thomas era mayúsculo. Una sonrisa iluminaba su cara, cada día. Las bromas, las caminatas juntos, las latas de cerveza después del almuerzo. Cuando dijo que tenían tanto en común, que el chico bien podría ser su hijo, un escalofrío recorrió mi espalda, pero yo había aprendido a dejar hacer. Tomé palco cómodamente y me senté a esperar que todo cayera por su propio peso. Jamás imaginé lo que iba a venir.

Ronald, juez retirado y entusiasta de los veleros, se ofreció gentilmente a enseñar a Gaspar los rudimentos necesarios para ser un hombre de bien. Aprender la Constitución y las leyes, entender que el crimen no paga, como pregonaba con fuerza el joven, a raíz de la exitosa operación de Rick, padre de su hermana y personaje gravitante en su temprana juventud. Ron se daría cuenta que todo había comenzado un día de otoño, en su corte, muchos años atrás, pero eso fue después, cuando ya habíamos perdido al chico.

La esposa de Mauricio notó inmediatamente que algo no andaba bien. Años de vivir en lugares inhóspitos, agitados por guerras y desastres, le daban un sexto sentido rotundamente infalible. Miraba aterrorizada el tatuaje grotesco que Gaspar mostraba pomposo. Me llamó aparte y me dijo si estábamos seguros de lo que hacíamos. La miré fíjamente, en la profundidad de sus ojos, del mismo color del Lago Maggiore, lugar donde ella nació y le dije francamente que no.

Eran tantas las ideas y las buenas intenciones. Como abogué muchas veces, el principio era bueno. No esperamos jamás que algo así sucediera. Cuando recuerdo la voz de Gaspar y sus ojos desorbitados, todo encaja perfecto. Su adicción a las drogas, que supo ocultar de manera impecable, sus historias macabras, que pensamos eran sólo bravatas, toman forma sólida en mis conclusiones y si no es por la llamada de su madre, hoy no estaría contando esta historia.

El móvil de Thomas empezó a sonar y vibrar desesperado, mientras Gaspar seguía apuntando. De tanto vibrar, cayó al suelo y el chico vió claramente en el visor: Irma. Repicó de nuevo y él, como un actor consagrado, se serenó, cambió el tono de la voz, bajó el arma y se dispuso a hablar con su madre. En un amago de bondad, palmeaba la espalda de Thomas, mientras decía que estaba todo de maravilla. Tomó el arma con la otra mano y le quitó la munición, dejándola abierta encima de la mesa. Sonreía como un ángel.

En las próximas horas, empacó sus cosas, se bebió dos botellas de vodka de un tirón y tomó el avión de vuelta a su hogar. Ya le habíamos contado todo a Irma. Respiramos aliviados, pero dos semanas después ella volvió a llamar. En su turno de la noche, había reconocido el tatuaje de su hijo en el cadáver de un joven delincuente, muerto en una balacera.