Kandahar. La Noticia

Sus brazos colgaban de la cama. Rafael la miraba con la misma expresión entre divertida y culpable que ponía siempre, después de hacer el amor con ella. Elegían la misma habitación del mismo hotel discreto, en el barrio alto de la ciudad. Se estacionaban en distintos lugares, lejos uno del otro y se reunían en el cuarto. Un plan perfecto, una puesta en marcha impecable, sin errores. Probada  constante y morbosamente, en los últimos siete años. 

Rafael sabía que ella había bebido la noche anterior, como sabía también que se drogaba con frecuencia, que nunca amó a Michael y que su falta de ternura era lo peor para ella. También sabia que ella había leído con calma y con cuidado, en sus expresiones, cada uno de los episodios tristes de su niñez. Que podía entender su sarcasmo y sus críticas agudas. Sabía de su fascinación absoluta por la guerra y mucho más.  Ambos se conocían muy bien. Y fue por esa razón que ella le preguntó qué andaba mal. Qué sucedía de nuevo en esa cabeza perturbada, insana, maliciosa. Aquella cabeza llena de ideas que ella hubiera querido retirar una a una, para auscultarlas bajo el microscopio de su corazón, hasta averiguar a ciencia cierta si Rafael le amaba tanto como ella a él.

Sofía había abandonado la casa, le dijo de golpe. Se enteró apenas llegó y leyó veinte veces la nota escueta que dejó en su escritorio, entre sus papeles más queridos. Se había ido del hogar familiar para vivir, a sus jóvenes dieciséis años, con un muchacho que había conocido en un concierto de hiphop.  Rafael no mostraba huella aparente de dolor. Ella se envolvió en la sábana y escuchó con atención la historia. Pidió dos aguas minerales y sacó de su bolso un par de calmantes. Se le partía la cabeza.

Sofía era la hija preferida. La primera cuerda a tierra que le ataba a este país. Por ella había mantenido siempre la rutina de ir y volver, en la misma secuencia de días, en las mismas estaciones del año, durante todo este tiempo. Eres como el zorro, le dijo una vez, cuando leyeron el Principito juntos.  Nunca se había percatado de que Sofía le conocía como nadie en su entorno familiar.  Leía entre líneas sus artículos y se sentía desamparada ante el cuadro repetido hasta la abundancia de dolor y balas. Alguna vez le consultó si él estaba de acuerdo con los hechos descritos con tanta pasión en sus artículos, pero debido a su inexperiencia y candidez, fue incapaz de acertar con la frase adecuada. Rafael esgrimió entonces una respuesta conocida, un discurso de libro. Un abrazo y un buenas noches.  Fue entonces cuando Sofía comenzó a indagar entre sus papeles, en su ordenador y en su móvil.

Ahora Rafael le miraba a ella y luego de contar los hechos, cayó en conclusiones evidentes que nunca había querido ver. Recordaba los ojos dramáticos de su hija, con aquella línea de Kohl demasiado pronunciada para sus años, su cabello planchado con detalle y teñido de negro azabache en un look entre triste y decidido y se percató de que no la conocía. Sin embargo, su hija tenía esa ventaja sobrada sobre él. Sabía de sus justificaciones siempre cursis por su trabajo y sus viajes. Sabía sus claves bancarias y cómo manipular su teléfono. Sabía que tenía una amante. Sabía que no quería a nadie sino a él mismo y sabía también que nada de lo que pudiera hacer, podría importunarle tanto como la certeza de que no habría otra guerra. En un punto, Sofía se había convertido en lo que él más amaba. Un conflicto. Tal vez eso la reconfortaba y tal vez por eso decidió fugarse, digo Rafael. Tal vez.

Tomó su cabeza entre las manos y buscó lentamente las palabras. Pero con ella ese ejercicio no le resultaba. Se le agolpaba todo en desorden, los sonidos y los recuerdos. Los tiempos compartidos y los que pasaron a través de la línea de un teléfono, que traía la voz de Sofía con cinco segundos de desfase, como le había traído la voz de ella tantas otras veces. Como le había traído las voces de todos a los que siempre llamaba y que probablemente no le importaban tanto como las escenas macabras que había acabado de presenciar. Eso le llenaba más que nada otro. La miró con profunda desolación y entendió por primera vez en estos siete años de sudor, de frases obscenas, de cuerpos desnudos, de aguas minerales y de besos apasionados, porqué ella bebía como un marinero. Porqué de vez en cuando, llenaba su cuerpo con sustancias tóxicas que la moral y las buenas costumbres de Rafael jamás hubieran acercado al suyo y por qué le amaba tanto.

Miró la pantalla de su móvil. Debía irse. Aún quedaba mucho por resolver y su ticket de vuelta a Kandahar no era modificable. Le dió un beso en la mejilla. Sacudió su ropa por si alguno de los cabellos de ella se había colado entre su camisa o sus pantalones. Salió, cerrando la puerta despacio. Tomó el elevador. Y el mensaje escueto de su hija en el móvil, le avinagró la sangre: «No me busques. Estoy de maravilla. Mucho mejor que antes. No me busques. No me vas a encontrar».

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Baghdad. La Decisión

Michael apagó la televisión. Eran las tres de la mañana. Las tropas norteamericanas habían entrado a Baghdad. Era el 20 de marzo del año 2003.

Se habían conocido en el aeropuerto, junto a la cinta transportadora del equipaje. Ella venía llegando de aquellos sitios con playa y quitasoles, tan de moda entonces. Michael había venido a visitar a un amigo, autoexiliado en este país contrastante, que se proponía fotografiar con detalle. Las heridas de su divorcio habían sanado. Lo notaba en su trabajo, cada vez más luminoso, cada vez con mejores instantáneas. Su sitio web, en pañales, mostraba fotografías de su natal Boston. Tocó la mano de ella al intentar alcanzar la maleta. Le llamó profundamente la atención sus ojos, vivos, inteligentes, pero cargados de sueños rotos. Ella no había curado ninguna herida con ese viaje. Había hecho de todo, menos olvidar. Como en las películas, todo sucedió muy de prisa. Michael no esperaba el certero estoque del amor. Ella no esperaba nada. Nunca esperó nada.

Eran animales de juerga. Michael conocía a todo el mundo y todo el mundo le conocía a él. Cambiaba su seño siempre adusto y los ángulos cerrados de sus pómulos, cuando bebía. Se transformaba. Reía. Cantaba arriba de las mesas. Siempre reían. Los asados y las reuniones después de las exposiciones. Los viajes. Siempre los viajes. La fascinación pueril de Michael por los viajes. Su miedo a las alturas. A lo desconocido. A los hijos. Al futuro. Todo se perdía detrás del lente de la cámara. Todo se escondía detrás de las fotografías premiadas que adornaban su departamento. Todo se escondía.

El tiempo pasó, como pasaban las fotografías en la cámara de Michael. Viajaron. Una mañana, bajo el cansado sol de la tarde, con Valparaíso de fondo, él le pidió matrimonio. Ella aceptó, como hubiera aceptado a cualquier otro que le hubiera hecho evadirse de la misma manera que lo hacía Michael. Sentía algo que se asemejaba, en sus sueños, al amor.

Fue entonces que Rafael apareció en su vida, como aparecía todo lo que le remecía por completo. Sin anuncio. Entró una mañana, a la oficina donde ella trabajaba, buscando a uno de sus colegas. Se vieron y el sudor les cubrió la espalda. Sus bocas se secaron y por primera vez, ella escuchó su voz.  No hacía mucho que había aceptado la propuesta de matrimonio de Michael. Rafael la invitó a salir. Ella rehusó, con la risa nerviosa que le embargaría, en lo sucesivo, ante sus proposiciones. Sabía el destino final de la salida. Se reconoció débil frente a sus argumentos, a su voz  y a la fiebre que la golpeó. A sus ojos reflejados en los de él, con el mismo deseo. Prefirió aguardar. Él se las arregló para conseguir el número de su móvil y comenzó a llamarla.  A todas horas. A cada momento. Se contaron todo y se acostumbraron tanto a la voz del otro, en aquellas largas conversaciones telefónicas, que lograron adivinar los estados de ánimo y las verdades y mentiras que mencionaban. Mientras él redactaba sus artículos en casa, la llamaba  a escondidas, para decirle obscenidades y reírse con su risa. Insistía en verla. Ella rechazaba cada vez con menos energía.  Michael voló a Estados Unidos. Su mejor amigo, teniente de las fuerzas de ocupación, había muerto en Irak.

Rafael la llamó esa misma tarde y quedaron de verse. La conversación en el restaurant fue totalmente innecesaria. El café también. Tomaron la decisión sin mirarse y al llegar al hotel, se amaron hasta que el día terminó por completo, como si lo hubieran hecho desde siempre. Tomaron una ducha juntos, recorriendo el cuerpo del otro, hasta aprenderlo de memoria. No acordaron nada. No había necesidad. Cada uno condujo por su lado, de vuelta a casa. Rafael se iba a Baghdad al día siguiente. No podía perder la oportunidad, dijo y fue entonces que ella se dio cuenta de cuán fascinado estaba con la guerra.   

Escribió el artículo sobre el conflicto más premiado en su idioma. Una sonrisa de triunfo le llenaba la cara en la fotografía que le envió, días después de recibir el premio. Su anillo de casado brillaba al lado del galardón. Ella firmó el acta de su matrimonio con esa imagen todavía quemándole los recuerdos. Michael había comprometido un trabajo de antemano y viajaron al desierto más árido del mundo, de luna de miel. Todo lo que recuerda de ese viaje no está plasmado en las instantáneas que su esposo tomó como parte de la exposición. Todo lo que recuerda es lo que, día a día, le aleja de él. Curiosamente en ese viaje, Michael comenzó el primero de una serie interminable de Manhattan, que son la única amalgama que parece mantenerlos juntos.

Invierno

«No desapareció en la inmensa negrura de una muerte definitiva, como me pareció al principio, una parte suya se quedó por estos lados y anda siempre rondándome». En este punto, suspendí mi lectura. No era la primera vez que me pasaba. Después de que hubieron llovido las alas de los trintraros, por catorce noches, tu presencia aún inundaba la mía. Escuchaba tus pasos, veía, en sueños, tu cara y escuchaba, entre el viento y el crepitar del fuego, tu voz. Partes de mi cuerpo, acuchilladas por el dolor, iban retomando la costumbre de recomponerse de vez en cuando. A veces, creía que ignoraban mi propia voluntad y que cada una de ellas jugaba a las escondidas con mi desazón y con las preguntas repetidas hasta la abundancia, intentando explicar tu partida. ¿Por qué te habías ido tan pronto?. Sólo tenías cinco años.

La Mistral me miraba fijo, con su cara de desolación. Eran los últimos cinco mil pesos que me quedaban y debía pensar muy bien qué hacer con ellos. Eso recuerdo claramente que te dije y devolviste a mis dudas una sonrisa de porte de la luna. Hacía frío, tenías hambre y un quejido malvado se apoderaba de tu respirar. Caminábamos por las calles escarchadas, rumbo al hospital. Ibas tomado de mi mano. Tu chaqueta de paño azul, las botitas color café. El aire que escapaba de tu nariz  te apuraba para alcanzarlo. Sonreías. Como lo hacías siempre, invierno o verano, otoño o primavera. Incluso, cuando no contestaba directamente las preguntas sobre tu padre. Incluso entonces, sonreías.

¿Sabes que estando lejos, se pierde a veces la costumbre de esa respuesta instantánea y afilada que sólo nuestro país, peleador por tradición y destino, imprime en los genes de todos sus hijos?, te dije alguna otra vez, al acercarnos al carrito de las castañas. El puente de Lucerna estaba frente a nosotros. Hacía frío. Esperaba verte correr a través de sus vetustos tablones, admirar cada uno de sus decorados y contarme una historia de cada uno de ellos. Los gorgoritos de tu pecho te daban un aire fatigado. Parecías un viejo. Me sonreíste de vuelta, mordisqueando una castaña. Esa imagen y nosotros caminando rumbo al hospital, mientras yo estrujaba el billete con la foto de la poetisa, se me confunden en uno solo. Como si nuestra vida hubiera estado hecha de sólo esos dos momentos, tan distantes, tan disímiles, tan separados, pero invierno ambos, fríos y crueles ambos.

Abrazo tu chaqueta de paño azul, mientras escribo con rabia estas palabras. Mis amigos me han tratado de dar una conformidad que no quiero y me han forzado a escribir. Lo había dejado, había dejado de contar historias, de fantasear con realidades que no eran la presente, de no contar la pura verdad, de no decir que mi hijo había muerto, que no iba a verlo nunca más, que su sonrisa ya no estaba y su voz me perseguía entre el viento y el crepitar de la estufa. Me hubieran considerado fuera de mis cabales, como cuando junté, con esfuerzo, las alas transparentes de los trintaros y formé, con ellas, tu nombre. Esperaba que entraras de improviso y las barrieras de un soplido. Ver tus mejillas rubicundas y escuchar desde dentro de mi propio corazón «te quiero mamá»…

La Mistral me sigue mirando con cara de desolación, casi tanta como la que yo tengo en mis memorias y en mi alma, mientras escribo con rabia estas líneas, intentando recordar a qué olía Lucerna y los carritos con castañas, dónde nos perdimos, cuándo te fallé y por qué, siempre por qué, decidiste dejarme tan pronto. Preguntas sin respuesta, sin esa respuesta instantánea, afilada, alojada en nuestro genes locos, que me esforcé tanto en explicar. Ahora entiendo la futilidad de mis esfuerzos. Te fuiste marchitando como una plantita fuera de su hábitat y te costó trabajo reconocer esta tierra extraña  como propia. Los niños no piensan en esas cosas, me dijeron muchos, pero estoy segura que tú si lo hiciste. Por eso partiste. El puente te llamaba, los antiguos tablones te ofrecían un espectáculo sideral y único, por eso te alejaste, pero no desapareciste en la inmensa negrura de una muerte definitiva, como me pareció al principio, sino que una parte tuya se quedó por estos lados y anda siempre rondándome. Al menos, así lo espero.

La Última Frontera

Mientras era golpeado por veinte oficiales de la patrulla fronteriza, en San Diego, California, Anastasio Hernández Rojas, inmigrante indocumentado, recordó los veinticinco años que llevaba en territorio de Estados Unidos. Recordó con fastidiosa precisión la alberca de miss Elizabeth, sus sobrinos regordetes y los fantásticos lonches que se zampaban cada domingo, mientras él se deslomaba cortando el pasto en el calor estival, pensando en su patria y en su madre, tratando de entender qué carajo hablaban estos gringos y agradeciendo humilde, siempre humilde, la propina que la miss le daba con su español chapuceado «no saber qué hacer sin ti Ani». Claro, porque había sido la miss en persona quien había pagado al Coyote por un jardinero y una mucama, como quien compra en el mercado un kilo de carne y tres naranjas. ¡La condenada!, pero aqui estaba y con lo que ganaba en la semana podía pagar su cuarto, su comida y mandar buenos pesos a su madrecita querida, que se moría de desolación entre el polvo de la mina y el calor del verano en el lejano San Luis de Potosí. No hay agua limpia para los pobres, decía ella en cada llamada y le escuchaba su lengua pastosa arrastrar las palabras al otro lado del teléfono, mientras él se tragaba tres cervezas heladas al hilo y pensaba sin cesar en la alberca de la miss Elizabeth, siempre rebozante y limpiecita.

Cuando la miss se casó con el gringo ese, mister Edward, todo se fue al carajo. Él trajo su propia servidumbre, vestidos de negro riguroso incluso con el calor atosigante de agosto, despidiéndolos a él y a la mucama. Ahí mismito empezó a jugar a las escondidas. La miss lo dejó sin papeles, pero bien recomendado y una recomendación llevó a la otra. Después de ser plomero, pintor, jardinero de medio tiempo, carpintero de casas de perros y muñecas, se convirtió en el señor de las albercas del barrio, siempre con la cara bien tapada por su sombrero de tela gringa, sus mangas abajo y sus movimientos copiados de los zambos. Nadie dudaba que era un mestizo negro, ciudadano legal de la ciudad a la que él había entrado esquivando agujeros de coyotes de a de veras, tragando arena y tierra amarilla, el corazón apretujado entre su saco con cuatro camisas, dos pantalones y el escapulario de la Vírgen de Guadalupe. Viaja liviano, le aconsejaron antes de partir. Viaja liviano, que se arranca mejor de la migra sin tanto equipaje que cargar. Nada más tu alma, le dijeron, nada más tu alma.

La dueña de la mansión, al final de la calle, le habló una vez de las fronteras y de su profundo descontento con todo lo que pasaba. Le consultó si pensaba que era un suicidio cruzar a este lado del río Grande y Anastasio, con la misma humildad que mostró en cada uno de sus trabajos, dijo en un inglés dificultoso y con ritmo de mariachi que qué le iban a hacer si acá estaba la chamba, acá estaba la lana y que muchos como la miss, su primera patrona, hacían vista gorda a la migra, las fronteras y los papeles y que aquí estaba, bendito sea Dios, todavía con fuerzas para seguir.

Los oficiales le aplicaron descargas eléctricas que nublaron todos sus recuerdos. Mientras perdía el conocimiento, vio la cara de sus cinco hijos, escuchó su nombre tres veces y luego no supo más. En el hospital decretaron la muerte cerebral a consecuencia de los golpes. La oficina de la patrulla fronteriza informó que los veinte oficiales respondieron a una agresión. ¡Hacen falta veinte gringos para terminar con un mexicano!, dijo el Coyote esa noche, doblando el diario y arengando a su cargamento. Órale pues, que no hay tantos policías esta noche.

N de la R: Esta historia fue inspirada por un microrrelato de nuestro amigo común Minicarver, quien tuvo la gentileza de permitirme escuchar a este personaje y contar, a la manera de Historias Ciertas, este momento que se repite más o menos igual, todos los días, en la frontera de USA con México.

Magnolias

En primavera, el gran árbol de magnolia me deleita con su aroma y por eso dejo los postigos abiertos, mientras camino. Me recuerdan un estado superior, un tiempo donde no había tiempo, sólo tus ojos y los míos, sólo nuestros abrazos.

He mandado a cambiar la alfombra del pasillo, las cortinas y el papel decomural, pero aún así, estás presente en todo. Te veo desde lejos y no puedo aletargar mi corazón que viaja desbocado, amenaza con salirse de mi pecho y dejarme aquí botada, sin vida, porque no es vida la que llevo. No hay llanto que limpie mi tristeza, no hay sermón que cure mis recuerdos. No hay pecados, no hay perdones. Sólo tú. Sólo tú y el aroma de las magnolias colándose por mi ventana.

Camino por el balcón. Intento leer. Escucho tu voz al otro lado de la calle. Miro con permanente atención tus movimientos. Guardo las manzanas más hermosas e imaginariamente las llevo ante ti, en mi regazo. Me miras y por un instante, estamos juntos, como aquella tarde de invierno, como bajo ese aguacero. El aroma de las magnolias transporta tu mirada. Tus ojos azules como el mar. Ese mar insondable y perpetuo que está en mis memorias. Ese azul que me hundió en la pasión, que me emborrachó de amor. El aroma de las magnolias transporta tu mirada.

Camino despacio por el balcón. Despacio y sin hacer ruido. El árbol de magnolias cubre mis lágrimas. Oculta el sol de mi desdicha y en las noches de luna me deja ver tu silueta en la calle, mientras me miras.

En tu Nombre

Todo pareció detenerse. Las circunstancias te invalidaban, pero nada podía contra tu agudo sentido, tu palabra siempre elocuente, tu mente luminosa y fugaz. En la aparente inamovilidad de los sentidos y del mundo alrededor, reflexionaste y lo planificaste todo. Me imagino que leíste el reporte del tiempo y elegiste tu ropa más cómoda. Este tiempo estéril y aplastante estaba por concluir. En la certeza de tus ideas, así iba a ser.

La crónica del periódico anuncia en cuatro líneas tu decisión, una tarde de domingo, de un día de abril, en que el sol alumbraba con benevolencia, la misma que buscaste para tu difícil situación.  Aprendiste que los mundos internos coexisten en un delicado balance, que siempre explicaste con tu oratoria apasionada. Siempre fue fácil hablar contigo, nunca fue fácil llegar a la médula de tu corazón.  Tu sufrimiento interior te traicionó, la lucha entre tus creencias y vivencias te estremeció definitivamente y tomaste la decisión de sacrificarte para no lastimar a nadie.

Te fuiste cargado de simbolismos, como fue siempre tu discurso y tus dibujos. Como era la prosa que gozabas, los poemas que creabas, los trazos de luz y sombra en tus diseños. Te balanceaste entre esta vida y la siguiente y decidiste quedar más allá de nuestro mundo finito, pagano, irredento, cruel. Mundo al que nunca te acostumbraste. Mundo que nunca se acostumbró a ti.

Quedan las líneas del periódico, queda el informe del forense, queda tu figura congelada en el árbol de arrayán, que soportó tu peso cuando te colgaste, queda el trozo de soga y tus zapatos, queda la cara de perplejidad de los paseantes al verte ahi sin vida. Quedan las preguntas todavía, quedan los recuerdos y las dudas. Quedas tú, aún revoloteando entre nosotros, con tus pasos silentes, tus manos de dedos redondos y ágiles. Quedas tú y las preguntas. Quedamos nosotros aún. Buen viaje, amigo mío. Te agradezco la generosidad de tu corazón, la palabra siempre dispuesta, los buenos deseos, el más allá.  Te agradezco todo eso con este don que nunca supiste que existía. Buen viaje, mi querido Juan.

N de la R: Esta entrada ha sido escrita en memoria de Juan Araya Brizuela, quien falleció el día domingo 11 de abril de 2010, a los 52 años. Amigo querido y generoso, tomó esta, la decisión más dura y partió por su propia voluntad. Agobios económicos, según la carta que estaba en su bolsillo, justifican su decisión. La nota que me enteró de su muerte, en este link :http://www.diariollanquihue.cl/prontus4_nots/site/artic/20100412/pags/20100412095335.html

Su Nombre

Su nombre y su destino cambiaron ese día. El fraile se arrellanó contra la roca y se dispuso a escuchar. Ya sabía los detalles desde antes, pero no estaba de más la confesión de un alma martirizada, cuando el arrepentimiento es claro. O al menos eso quería creer.

Joaquín había dado tumbos en su vida. El abandono y la desesperación fueron moneda corriente en los días de su infancia y hasta los quince años. Se hizo hombre demasiado pronto. Perdió la inocencia demasiado pronto. Creció siendo parte de la tripulación de muchos barcos, sin embargo no era el mar su destino. De alguna forma, siempre lo supo y cada vez que zarpaba tenía la certeza que había un lugar en tierra firme a donde él pertenecía. Veía en sueños un promontorio de verde eterno, árboles ordenados en líneas sin final y su caballo andaluz.  Los otros tripulantes reían de sus delirios y nunca dejaron de hacer chanzas a su costa. Pensaban que estaba demente, como muchos que perdían el juicio por tanta inmensidad, por mecerse al viento sin control alguno sobre sus destinos, tal como aquellas tablas que, de vez en cuando, veían flotando, en los atardeceres del océano.

A los quince años, su vida dio un vuelco impensado. En el puerto de Madeira descansaban los hombres, hablando de las fantásticas aventuras de un galeón en Port Royal y de cómo los ingleses estaban escamoteando cada vez las inmensas fortunas que venían de América. Fue la primera vez que oyó hablar de ese lugar. Pronto, sus oídos estaban llenos de nombres de puertos más allá de esta frontera, de relatos pavorosos y de esperanzas ciegas y estúpidas de un gran tesoro debajo de sus pies. Muchos de los hombres con los que había crecido, creyeron francamente en esas historias y desertaron para unirse a otras tripulaciones con destino a la mítica América.  Quedó solo, con un par de negros congoleses que nadie tomaba en cuenta, una criatura tatuada que nadie sabía de donde había venido, pero era el mejor buceador en toda la costa europea y el viejo Lucifer, que había ganado su mote por gritar, en las noches del escorbuto, el nombre del demonio hasta perder el habla. Sólo ellos y el capitán, que no lograba reponerse de su borrachera, por más evidente que se hacía el lío en el que estaban. Ordenó revisar en cada taberna, en cada garito inmundo y en cada muelle buscando desgraciados que estuvieran tanto o más borrachos que él y subirlos en vilo a la nave. El color paduzco de su piel había sido siempre un signo de su avidez por la bebida y su característica más marcada, cuando se emborrachaba, eran sus órdenes sin ton ni son, como los delirios en su cabeza. Sin embargo, se jactaba de tener la mejor perra suerte de todos los puertos del mundo y debía tener razón, porque con ese revoltillo que llevaba al caos más absoluto, nunca habían zozobrado, pero el destino, esta vez,  estaba a favor de Joaquín. Lo sentía en las cosquillas de su estómago y lo confirmó cuando el capitán, a punta de palabrotas, le puso detrás del timón. No vayas a hacer un estropicio, desgraciado, le susurró con su aliento a vinagre y se marchó a dormir. El capitán bebió y durmió el resto del viaje y fue asi como Joaquín se convirtió en contramaestre.

Por tres años siguió con esta tripulación de caricatura hasta que en las aguas de Cabo de Buena Esperanza el capitán finalmente dejó de existir. El olor a ron rancio de su cuerpo sumado al sopor de la jornada, terminaron por colapsar a todos los hombres. Se produjo una desbandada y el barco fue abandonado. Joaquín se unió a una tripulación que volvía a España y fue entonces que se enteró de los detalles del reino de los incas.

Fue allí donde vendí mi alma al diablo, fraile. Decidí no seguir navegando. Tenía callos tan grandes en las manos y mi piel tan curtida, que parecía carne de caballo reseca por el sol. No quería más drizas ni velas, ni obenques ni cabrestantes, ni nada de esa mierda. No más cuentos de monstruos marinos ni de sirenas que le quitaban a uno las bolas y la lengua. Estaba harto. Decidí hacer fortuna en América, como todos los bastardos que se subían a las naves, hechizados por los lingotes de oro que alucinaban en sus mentes. Decidí viajar en ese barco y aquí estamos.

Lo maté fraile, porque era lo que tenía que hacer. No podía soportar seguir en el mar. Se negó a darme el permiso, amenazó con amarrarme a la cofa, porque no habían buenos tripulantes en esas inmensidades, rezongó y le maté. Lo ahorqué y moriré en la horca, lo sé, pero no podía hacer algo distinto. Tomé su nombre.  Fue fácil. El escriba me debía veinte favores y no le costó nada alterar la bitácora de viaje. Por eso, en el manifiesto, soy otro. ¿Cuántos leen, fraile? Tú me has enseñado y supongo que es algo bueno, pero dime ¿cuántos? ¿Cuál era la maldita diferencia, si la nave la comandaba yo? El hombre era un inútil, un señorito sin aptitudes y yo le maté.

¿Sabes, fraile? no me arrepiento de nada. Voy a ser un Señor. Tendré más oro que todos los bastardos juntos que tripulan todos los barcos de la flota. Ya lo verás. No me mires con esa cara que no me arrepiento y sé que es lo que esperabas. Sígueme contando de los de la Asunción, que eso sí me importa.

Entre las Nubes

«El globo llegó sin contratiempos a su destino, después de un viaje apacible por un cielo de un azul inverosímil. Volaron bien, muy bajo, con viento plácido y favorable, primero por las estribaciones de las crestas nevadas, y luego sobre el vasto piélago de la Ciénaga Grande». *

Tuve que interrumpir mi lectura, mientras el sol me pegaba de frente y la magia de los acontecimientos me despertaba con la imagen nítida y colorida de los globos aerostáticos elevándose lentamente en la planicie, en el camino a Lucerna, coincidiendo magistralmente, como si todo estuviera ya planeado.

Miré con detención, mientras los globos seguían subiendo. En sus carlingas de mimbre se refugiaban pequeñas personas. Veía parejas en la plenitud de su amor, eligiendo este viaje para contraer matrimonio. Era la moda este año, en un verano plácido y soleado. Lo mejor de la región.

Ibamos a celebrar nuestro décimo tercer aniversario. La complicidad rebelde de los primeros años había cedido a un apacible estado de adivinación, donde con sólo ver los gestos del otro, podíamos predecir incluso el tiempo y la temperatura de nuestros corazones. Habíamos dejado atrás las conjeturas respecto a la felicidad y nos habíamos conformado con una especie de calma chicha que no tenía nada de despreciable y a veces sabía igual.

Acostumbrados, más que otra cosa, a las manías de cada uno, se hacía suave el surcar esta vida elegida y construida por ambos. Los vientos de las pasiones primeras se habían suavizado a medida que avanzaba nuestra existencia. No recordaba las borrascas iniciales y sí saboreaba con pena el anhelo del primer amor. Me faltó el aire en este punto y me miraste como con descuido. Ya conocías mis estados de ánimo, variables como era el viento en esta época del año. 

Escuchaste mis razones sin mucho entusiasmo, mientras contemplabas curioso otro globo que acababa de despegar. Recorriste con cuidado el libro que estaba por terminar y sonreíste. Siempre te pones melancólica cuando lees García Márquez dijiste, y me plantaste un beso sonoro en la frente, mientras tomabas el texto y lo arrojabas al asiento de atrás. 

Sólo ustedes, los de esta tierra, pueden ser tan descariñados y ausentes, argumenté buscando un alegato que realmente no quería. Seguiste conduciendo por la carretera, mientras avanzaba la mañana. Masticaba el amargo sabor de la no respuesta, pero me conocías bien. Entre los campos se levantaba la polvareda del verano, anunciando una cosecha abundante. Siempre tu alma ha sido la de un campesino, por eso me has tenido tanta paciencia, suspiré con pena, tratando de alcanzar mi libro.

Recordé la primera vez que te vi. El sol iluminando tu chaqueta color lúcuma, en un verano perdido, en un tiempo tan anterior a este. Soplaba el viento ese día, lo recuerdo bien, porque un remolino de tierra te alcanzó, mientras volvías a tu auto y me miraste perdido en la ventolera. Pensé no alcanzarte nunca, pero aquí estábamos, trece años después de entonces y me sentía desgraciada al constatar que ya no era lo mismo.

La esencia del amor no era más que eso, pude comprobar a la vuelta de los años y cuando todo se me venía en contra. Era difícil ser inmigrante en mi propio hogar. Ver tus muecas de desaprobación cada vez que equivocaba los tiempos verbales o terminaba hablando algo tristemente fuera de contexto, en un idioma completamente ajeno. Me refugié en los libros con porfía y aceptaste que las cosas eran de ese modo. Creo que nunca habías dejado de amarme. Yo no estaba segura si aún podría usar esa frase con propiedad.

Paraste de pronto y diste la vuelta en U. Sin pensarlo siquiera, estábamos en la planicie de los globos. Bajaste corriendo, mientras el viento agitaba tus cabellos. Cogí mis lentes de sol y me bajé entre sorprendida, molesta y fascinada. Me subiste en tus brazos a la carlinga y acto seguido el sonido de la flama de gas era lo único que nos acompañaba. Te miré fijamente. Busqué con desesperación al que había visto entre la ventolera, en un lugar tan distante, en un tiempo tan anterior. Ahí estaba. Riendo francamente, apartando sus cabellos con el mismo ademán de entonces.  Ahí estaba. Conmigo. Entre las nubes. Arrojaste con un gesto teatral mi libro por la borda y me abrazaste. El sol nos iluminaba. El viaje por un cielo tan azul nos encandiló la mente. Creo que no habíamos gozado tanto con un aniversario. Guardé los minutos celosamente en mi memoria. Sin mirar, asentiste con tu cabeza. Tú hacías lo mismo.

* De «El Amor en los Tiempos del Cólera», Gabriel García Márquez.

 

The Third The Seventh – by Alex Roman HD by chrieseli

Decepción

Adolf olía a mar. Cuando lo conocí, me asombró su olor a mar, más que su acento o su aspecto pálido y distante. Cuando pienso en Adolf, pienso en el mar.

Así madame Rasmussen describía al valiente capitán. Me impresionó profundamente y mi sensibilidad se colmó del calor de su voz. Mi nombre es Jean Charcot y soy médico, pero más que cualquier otra cosa, soy un aventurero y he llegado hasta las costas de esta isla, situada en el mar antártico, por la historia de un barco ballenero y su tripulación de hombres sin miedo, que viven en la babel de distintas lenguas, que comparten un oficio peligroso y cruel, en estas soledades; pero me he encontrado con esta mujer incomparable, suave y delicada, autoexiliada en estas latitudes por seguir los pasos de quien declara el amor de su vida. Me conmueven sus palabras, la armonía y belleza del lugar que han levantado para ellos, entre la brusquedad de los elementos, lo extremo del clima, los hombres de mar y la labor ruda y osada de perseguir cetáceos por estas gélidas aguas.

Estamos a la víspera de la navidad de 1908 y madame Rasmussen sigue contándome su historia, con su voz de terciopelo, mientras sus manos van tejiendo el diseño noruego del sweter del capitán Adolf Andresen. Estamos dos años en esta isla, me comenta, mientras sirve suavemente el vaso de mistela. ¿Ha tocado usted las aguas del lago interior, doctor?, me consulta de pronto. Son tibias y lo son siempre. Es por eso que a la isla la llamaron Decepción. Qué nombre más gracioso para iniciar una historia de amor, ¿no cree usted?

Llegamos navegando desde Punta Arenas, sigue. Adolf decidió partir cuando quedó al mando de la flota ballenera. No es hombre de quedarse en tierra, ¿sabe?. Es por eso que huele como el mar. Este mar limpio, frío, lleno de delicadas estelas azul acero. Se respira, incluso aquí se respira. Las toninas nos perseguían y yo no cabía en mí de dicha. Adolf es un hombre maravilloso. Una fuente permanente de aventura y de conocimientos. Es libre y ama el mar. ¿Le aburro, doctor? Discúlpeme, pero no es muy usual que pueda hablar de estos temas con nadie más. Los balleneros son buenas personas, gentiles y muy cordiales, pero comprenderá que no puedo ventilar mis sentimientos con ellos. Soy la esposa de su capitán, me deben respeto y a veces, creo que me temen.

Los noruegos son complicadas criaturas del otro lado del mundo, me dice, que han venido siguiendo la voz de Adolf, para atrapar aquellas bestias que surcan los océanos. La compañía ha sido exitosa del todo, pero debemos permanecer en esta isla. Es el mejor fondeadero. Nadie como Adolf para maniobrar la embarcación y entrar suavemente a esta bahía. He cultivado un pequeño jardín y ahora puede ver las rosas que alegran el comedor. Espero que este viaje le traiga lo que busca doctor, suspira, mientras atiza el fuego de la lumbre. Le miro extasiado y respiro no el aire del mar, sino la suave esencia de este hogar.

Madame Rasmussen preparará una cena maravillosa de Navidad, que no envidiará en nada los más fantásticos festines de cualquier otra parte del mundo. Me ha conmovido en grado máximo y cuando deba partir, agradeceré infinitamente la suave dulzura de esta mujer, sus palabras certeras, su cordialidad, su amabilidad y su lealtad sin tregua a la causa de este hombre, barbado y pelirrojo, que cruza el mar antártico en pos de las criaturas más grandes de la tierra.

N de la R: Este relato está basado en hechos reales. En el año 1908, el doctor Jean Baptiste Charcot se dirigió, con su nave el Porquois-Pas? , en su segunda expedición por el continente Antártico. En la isla Decepción conoció a Adolf Amadeus Andresen, comodoro de la flota de la Sociedad Ballenera de Magallanes y a su compañera, la primera mujer blanca viviendo en la Antártica. El nombre de esta dama y las circunstancias de su ida a Decepción, están ocultas por un velo de misterio, hasta el día de hoy. En algunas crónicas se le conoce como Betsie Rasmussen y se dice que vivió en Decepción por espacio de ocho años.
El doctor Charcot quedó gratamente impresionado con la pareja, cuando pasó la navidad en la isla y les dedicó varias páginas en su diario. Es por su inspiración que hoy escribo esta historia.

Jabal Musa

Bajaba de la cima, cansado y sudoroso.  Tenía para contar las pisadas, no olvidar lo escarpada de la pendiente, aferrar bien sus manos, afinar el pulso con la cantimplora suspendida sobre su boca. El aire se tornaba denso a veces, a veces demasiado suave que pasaba volando por su nariz, sin llegar a insuflar sus pulmones. La montaña le hablaba por voces que transportaba el viento, mientras buscaba, con fé, la huella de Moisés.

Esa era la razón por la que vino y la razón única por la que se quedó. Ejecutaba este ejercicio cada luna creciente, iniciando el ascenso iluminado apenas por la veleidosa luz. Sabía que su luminiscencia le diría si iba a soplar el viento de las tormentas o iba a ser una subida apacible. Los lugareños le habían instruido bien, a cambio de sus conocimientos médicos, que se habían tornado rudos y elementales en estas latitudes.

Encontró, por accidente, el dispensario del monasterio, al abrir, desesperado, la puerta de madera, el día que apareció el jovencito con aquella gran quemadura. Antiguos envases de medicinas, algunas marcadas con el alfabeto cirílico, en frascos color ámbar, le hicieron estornudar en cuanto entró. Curó al paciente lo mejor que pudo y sin darse cuenta ya era el responsable de ahí. Trataba de mantenerlo impecable, pero las arenas se colaban sin piedad entre las paredes y sólo le quedaba volver  a empezar. A nadie pareció importarle demasiado y aprendió en poco tiempo el poder de la simplicidad. Todo se había reducido a eso. Lo sencillo de una escalada, paso a paso avanzando en el camino, la sonrisa de un niño, la lenta parsimonia de los monjes, el viento de la montaña, los colores, las tormentas y los atardeceres.

Habían pasado muchos años de su vida al pié de este monte. Llegó incrédulo y joven. Aprendió con el tiempo y el paisaje fue su guía. Aprendió tolerancia y sabiduría, mientras la montaña iba cambiando y se moldeaba con las estaciones, como cambiaba el alma de un hombre, le susurraban los sacerdotes, enfundados en sus sotanas negras. Escuchaba en las noches sus oraciones y en los amaneceres, los ruegos de los musulmanes. Le parecía un contrasentido, pero con el tiempo, fue acostumbrando el oído y entendió a ciencia cierta porqué este lugar era sagrado para tantos.

Iba a volver a escalar. Esperaba, ese día, poder ver el amanecer inundar sin prisa la cima del monte Sinaí. Quería escuchar las letanías de los fieles y concentrarse en sus voces, que llenaban todo el desierto y más allá. Los beduinos le trajeron leche de camello y dátiles, sin otra razón que sólo visitarle. Entendían su elección. Entendían que había cambiado todo por estas soledades. Los curas ortodoxos lo habían explicado claramente y juntos vivían en una armonía envidiada por el mundo. Todo se resuelve de otra forma, sonreía el hombre ya, su primer paciente, con su boca desfigurada por la cicatriz de su quemadura y le tomaba la mano, mientras jugaban una partida de damas, antes que su caravana partiera.

La montaña seguía entregando la sabiduría a los hombres, decían, cuando soplaba el viento. Ese amanecer volvería a subir, mientras la oración de la mañana llenaba toda la explanada.

El Ingenio

La turbina había apagado sus estertores demenciales de un solo golpe. Al mismo tiempo, Erwin Andler, natural de Limbach-Oberfrohna, había decidido no seguir existiendo.

Por muchos años, fue el único que llevó la luz al pueblo donde eligió vivir, desde la mañana de primavera de mil novecientos treinta y cuatro, cuando arribó por decisión propia y sin un cinco en los bolsillos. El hombre se las arregló para convencer, lentamente y con vehemencia, a la minoría alemana que habitaba en estas soledades, a usar la luz eléctrica. Todos le miraron con asombro y con dejos innegables de incredulidad, pero su energía era tan incansable y su discurso tan irrefutable que le dejaron hacer todo cuanto quiso para asegurarles un alumbrado eficiente, limpio y silencioso, como se acostumbró a discursear en cada campo donde fue recibido.

La idea se transformó en moda al cabo de pocos meses y quien había llegado con los bolsillos pelados, se arrellanaba ahora contra un sillón de terciopelo en la mejor habitación del Hotel Unión. Fiel a su austeridad teutona, ahorró rayando en la mezquindad y logró comprar una propiedad con vista al río. En aquellos años a nadie se le hubiera ocurrido que el terreno tendría un valor incalculable, sólo les parecía absurdo que alguien quisiera construir una casa donde, por las noches de verano, se llenaba de zancudos y sanguijuelas y en las de invierno, subía una neblina espesa y húmeda que amenazaba con ensopar hasta los pensamientos. Sin embargo, no flaqueó y cuando logró erigir su morada, las dimensiones de la construcción permitían gozar de la panorámica de la rivera, echar por tierra la humedad y las alimañas y tener una vivienda despejada, amplia, con corredores en ambos pisos, techos pentagonales y cada habitación completamente iluminada por la turbina a vapor que importó directamente desde Europa, y que le costó cuatro días de bueyes y maldiciones montar al lado oeste, justo donde el río formaba un remolino y existía un socavón parecido a una gruta.

Andler compraba tanta madera para hacer funcionar su ingenio, que todos pensaban que más que una turbina, tenía una caldera que alimentaba los fuegos del infierno. Sonreía ante estas especulaciones y su naturaleza reservada avivaba más la imaginación de las personas; sin embargo, su clientela crecía y crecía.

Rollos de alambre negro, cubiertos de tela de fieltro y alquitrán se apilaban en su galpón y grandes cajones de madera contenían los curiosos tapones de loza, que iban como brotecitos por el cableado, rompiendo la monotonía del negro. Todos querían disfrutar de esta decoración, aprender, como lo hacía el alemán, a pasar el mínimo hilo de cobre entremedio de los grandes rodillos de porcelana blanca que formaban el mecanismo del transformador, que bajaba la palanca de la tensión, cayendo en corte si se producía alguna sobrecarga de energía. Con maestría, acomodaba todo en un segundo y anotaba en la papeleta, con su lápiz de madera número dos, aguzado como un punzón, la fecha y la hora del arreglo. Al reverso, anotaba los datos del contador y establecía el consumo de energía de la casa.

El Regidor fue una tarde a hablar con Erwin Andler, a solicitarle, a rogarle, a implorarle que acomodara tanta maravilla que gozaba en su hogar y que tuviera a bien proveer el alumbrado público del pueblo. Estaba seguro que su inteligencia era bastante y que sabría resolver el problema. Los recursos de la comuna estaban en sus manos, no eran muchos, claro está, pero contaba con ellos, no faltaba más.

Eso iluminó literalmente la vida del alemán. Estudió día y noche, mandó telegramas e importó libros especialmente para llevar a cabo esta tarea. Prescindió de su turbina, desvió la energía que producía, en pos de este proyecto al que se dedicó en cuerpo y alma. Descuidó su trabajo, su hogar y hasta su higiene personal y cuando subió la palanca del gigantesco transformador, ubicado en lo alto de un poste del telégrafo, no cabía en su propia dicha.

Desde varios kilómetros se escuchaban los estertores de la turbina, día y noche, alimentando el fantástico ingenio que proveía de luz eléctrica a las calles del poblado. La modernidad que tanto pregonó, se veía cada noche, cuando las tinieblas se perdían y los amarillos de los focos formaban un globo sin bordes, donde los insectos nocturnos giraban lentamente, formando parte de la bola incandescente de los nuevos tiempos.

Erwin Andler no tuvo nada que ver en la decisión de apagar la maquinaria, pero sí decidió olvidarse de todo cuando se enteró. Cerró su casa esa mañana despejada de marzo y dejó precisas instrucciones de desarmarla parte por parte y trasladarla por el río, hasta la barra y de allí, por tierra, hasta el fundo de su gran amigo Heinz. El tiempo de las máquinas a vapor había quedado atrás y a sus ochenta y dos años le costaba trabajo imaginarse empinado en los postes del telégrafo, bajando y subiendo la gigantesca palanca del transformador, cada vez que había un desperfecto. El Regidor era otro y un nuevo contrato de suministro se había establecido con la compañía hidroeléctrica que interconectaba todo el país. Francamente, le importaba un reverendo cuerno, porque estaba muy al corriente de los avances tecnológicos y de su estado físico. Sabía que debía dar un paso al costado, pero mirando en retrospectiva, no era vida sin los estertores, el calor, la sonajera, el palpitar incesante de su máquinaria y la fresca bendición del río. Era una ecuación perfecta. Verla apagarse, era apagar su propia existencia. Estaban unidos. Eran un solo corazón.

Viajaron juntos, sin saberlo, años después. La turbina, rescatada de una vida inútil, guardada en un galpón, iba de vuelta a su ciudad de origen, como vivo espectáculo de un tiempo que ya se había quedado muy atrás y las cenizas de Erwin Andler, en el compartimiento de carga, junto con los retratos de su familia y sus muebles de colección, a la casa de la bisnieta, en la Sajonia natal. 

De Viaje

Fue entonces que se decidió. Dobló y arrojó histriónicamente los documentos al otro lado de la cama. Tomó los zapatos de deporte, el polar, los pantalones de escalar, las calcetas de algodón y un par de calzones por si hacían falta y los metió en el bolso. Cerró el laptop con ternura y también le empacó, cobijado por su propia funda color vainilla. Estaba segura. Muy, muy segura.

Revisó el ticket otra vez. Acarició la línea punteada de la tarjeta de embarque. Eran una falta de imaginación esos boletos electrónicos, pensó enseguida. Se acomodó con el libro sobre su falda y comenzó a calentar la cucharilla en el mechero. Iba a ser un largo viaje.

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Dibujos

Me dedico a esto desde que era un adolescente, indica mientras busca comodidad en la silla destartalada de la cocina. Le ofrezco un café instantáneo y trato de buscar una posición. La tarde amenaza con abandonarnos. Afuera hay un claro sol de invierno y el calor de la estufa empaña apenas las ventanas. Aguza el lápiz y me cuenta de hechos sorprendentes en el otro lado del mundo. Noruega y sus fiordos cubiertos de frágiles flores en el verano boreal, los olores del otoño y la calidez de las chimeneas en los inviernos oscuros y eternos. Pintaba. Pintaba en cada casa, en cada bar y en cada plaza y pintaba para vivir.

Creo que vivía para pintar, me aclara con su acento extranjero y, con una sonrisa, acepta otro café mientras observa mi rostro, suspendido en la cornisa de su imaginación. Debo mirar con los ojos de mi alma, dice de pronto, como si adivinara lo que pienso. Tiene una expresión muy hermosa, concluye sin aspavientos y sigue dibujando, mientras sorbe quedamente de la taza de café. El único sonido que inunda la habitación son los trazos cortos sobre el papel. El ruido seco del carboncillo dejando su huella. A veces, levanta la vista y sigue dibujando. Se pone el sol, como sorbido lentamente por la noche, bajando su intensidad en segundos que permanecen atrapados por el frío. 

Nos abandona la luz, digo en un suspiro, pero parece no inquietarle. Es una garantía, dice calmado. No siempre la necesito. Muchas veces pinté en las noches, alumbrado sólo con el resplandor de la chimenea. Es inquietante y hermoso. Nadie se imagina cuán hermoso es.

Siguen las historias sobre aldeanos, en pueblos de cuento, desperdigados entre los fiordos, que buscaban perpetuar el amor familiar en una simple pintura. No cobraba muy caro, me dice gracioso, pero me alcanzaba para vivir. Estamos casi listos con el suyo. Sólo un ligero retoque aquí. Sonríe satisfecho. Me entrega la cartulina no sin antes soplarla dramático y se recuerda a sí mismo que debe partir. Hace mucho que no pintaba. Ha sido un placer.

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Cuando Doblan las Campanas

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Mi cuerpo entero se remece con la vibración. Mi corazón late desbocado por el esfuerzo de la subida y la emoción de estar en lo más alto. Desde la primera vez que escuché esta música monótona pero hipnotizante, he querido estar aquí. El sol se va perdiendo en el horizonte, mientras los habitantes de la ciudad van saliendo lentamente a disfrutar del frescor de la tarde.

Han sido ciento dieciséis peldaños exactamente y una semana de ruegos para poder estar donde me encuentro. El olor de los cirios empalaga todo el aire y la transpiración de los fieles traspasa las murallas de piedra que demoraron cien años en terminar. Las puertas de hierro que flanqueaban la entrada se abrieron de par en par en una premonición de la grandiosidad de mi experiencia. Contengo el aliento mientras escucho los pasos secos del verdadero protagonista de este evento. Sus manos están frías, sus pies van calzados por delgadas alpargatas de cáñamo y jadea por el esfuerzo de la subida. Sordo como está, por señas me indica la distancia a la que debo ubicarme y procede a tomar su posición, mientras las aves que anidan en los altos de este gran monumento empiezan a emprender el vuelo, conscientes del espectáculo que se avecina.

Empuja la primera gran mole de bronce que lentamente empieza a oscilar, luego la otra, luego la otra, en una coordinación aprendida por el oficio practicado por años. El arco aún no es el adecuado y el sonido no alcanza a producirse. Sigue dándole impulso a cada una, como un padre devoto empujando un columpio imaginario, hasta que la primera estalla en un repique grave y profundo, que se mantiene en el ambiente, amplificado por la piedras, por el aire, por los pájaros que vuelan en franca estampida y por el calor de la tarde que empieza a ceder a la entrada pausada del ocaso; luego, se unen todas al concierto, mientras el edificio entero retumba con las ondas del sonido.

El campanero sabe que es la estrella en este instante de la tarde y saborea el momento. Sabe cómo hacer más espectacular la escena, empujando con fuerza, con decisión y con lujuria en un paroxismo de antología, cada pieza de bronce que se balancea decidida, llenando toda la nave con la elípsis de su movimiento. El público de la plaza se hipnotiza, mientras las aves vuelan en complicadas rutas en el aire, colmando el cielo con sus colores y la tierra entera se enmudece al tañir de las campanas, que llaman a Dios en clamores repetidos por tonos amplificados por la dureza del metal.

El día está casi terminando y mi corazón se esfuerza por seguir cada nota hasta su término repetido miles de veces en la reververación que se lleva el aire. Mis sentidos se pierden en la grandiosidad del espectáculo y siento, dentro de mí, los latidos de cada una de ellas.
SAN MIGUEL DE ALLENDE – 01 ENERO 09 by chrieseli

Un Año

«Escribo. Escribo para no olvidar», dice la primera línea de la primera entrada. Hace un año que escribe, inspirada por miles de voces que llegaron al galope a sus oídos y que lentamente fueron tomando turnos para contarle sus historias, para convertirse en letras vivas, en sueños fantásticos y en memorias que van llenando las páginas de ese maravilloso y liberador ejercicio.

La escritora es la traductora de los susurros de todos aquellos que han venido a contarle con calma sus pesares, sus recuerdos y sus vidas. Están todos ahi, Mercedes Pilar, Isabel, Constantino, Esteban, Amelia, Marie, Natasha, los Amantes, Mary, Lucía, Olga, la Mamá, el Navegante, Gloria y tantos otros. Todos ellos han vaciado sus corazones, dictando bajito y en desorden sus historias. Tal vez han sido parcos o muy efusivos. Tal vez  han sido demasiado sinceros o misteriosos. Es asi la vida, llena de emociones y recuerdos que, al traerlos a esta realidad, por alguna alquimia desconocida, se transforman. Aparecen las memorias porfiadas y vívidas. Cobran su importancia a medida que viajan por las palabras y ellas se transforman en estas líneas. Escucha con atención. Toma notas a la carrera. Sueña lentamente, se transporta,  ve paisajes, escucha voces, se llena de aires nunca antes respirados y vive a través de ellos. Personas que son personajes. Personajes que son personas.

En este hermoso viaje no ha estado sola, algunos le acompañan desde el principio, otros se han unido en la carrera. Gracias a Weaber, Cecy, Xica, Polli, Kit, Clemen, PrimeraLluvia, LuisIrles, Alcaudoncillo, Fanou, Dalpasa, Mai, Jpablo y tantos otros que han pasado por estas páginas y dejado amablemente sus impresiones.  A todos ustedes, miles de gracias.

Quedan historias todavia, esperando su turno de ser escritas. Quedan vivencias todavía, esperando ser puestas en estas líneas. Quedan viajes. Quedan miles de viajes.

escribiendo

Expedición al Estrecho

Mi nombre es José María y soy de Gijón. Fui criado en un hospicio y a los quince años me hice a la mar. El hidalgo me pidió que le acompañe en esta expedición, porque soy el único que sabe leer y escribir. Él dice que puede, pero yo sé que miente, como sé que miente cuando dice que sabe dónde estamos.

Llevamos meses en este viaje de locura y no hemos visto nada que brille excepto las estrellas del firmamento, en las noches de luna llena. Si no encontramos oro en esta empresa, vamos a contar con varios problemas. Los hombres no duermen por los ruidos que vienen de la playa y alucinan ninfas desnudas saliendo relucientes de los troncos que flotan, en medio del mar. En el día, todos andan como sonámbulos cometiendo disparates.

Mi misión es llevar el registro del barco y dibujar las cartas de navegación y veo que hemos dado tumbos. No hemos encontrado nada y todo lo que nos contaron los indios, antes de zarpar, han sido un montón de mentiras. El paisaje es vasto y desolado, de un verde eterno y húmedo que nos chala los pensamientos y no deja que el hidalgo proceda como debiera. Rehúsa ir a tierra por  miedo a los fuegos que vemos en las noches. Navegamos por extraños fiordos, donde parece que todo se hubiera desmembrado, producto de alguna hechicería. Es tierra de árboles, laurel, ciprés y arrayán y otras muchas pasturas que son vistas en nuestra España y la hierba como avena. Alucinamos.

Salimos de un pequeño puerto y seguimos nuestro viaje y llegamos en el día de Nuestra Señora de la Concepción, el nueve de diciembre del año de mil quinientos cincuenta y tres. Arribamos al estrecho de Magallanes y estuvimos allí dos días. Cuando aclaró el cielo, se vio la boca del estrecho que tiene tres leguas de ancho, dos isletas pequeñas en medio y al lado del norte tiene unos farellones que parecen velas. A la banda del sur, tiene una isla a manera de campana, y así le hemos llamado. Es monte y se ve poblada. Anoto todos estos detalles cuidadosomente en mis libros y confecciono las cartas como me ha encomendado el hidalgo.

En una isla, antes de tocar esta región, vimos unos ranchos pequeños y al parecer eran de gente pobre, sus casas cubiertas con cortezas de árboles y con cueros  de animales. Hallamos una canoa hecha de tres tablas muy bien cosida, de veinticuatro o veinticinco pies y por las costuras tenían echado un betún que ellos hacen. Avanzan desnudos, untados los cuerpos de aceite de lobos marinos y trasquilados. Toda la costa de la banda del sur es monte  con grandes y altos peñascos. Está en altura de cincuenta y un grado y medio. Voy tomando los datos que me dan las estrellas.  Nos volvemos locos. Un accidente acontece en nuestra nave. No hay oro, murmuramos. Salimos a recorrer los montes a pié. Buscamos agua y comida. Buscamos espíritus y paisajes habitados. Sólo mar y vastedad. Sólo costas peladas y vientos que nos razgan los vestidos. El hidalgo dice que sabe dónde estamos. Yo sé que miente.

Esa noche, en las fogatas, los indios se tiñen de rojo y emiten sonidos de locura. Les vemos avanzar por la playa en danzas. Crecen sus cuerpos como por arte de magia.  Las pisadas que avistamos la mañana siguiente nos quitan definitivamente la razón. Patagones, les llamamos. Sus cuerpos, marcados en la arena, ahuyentan nuestro valor. Le pedimos al hidalgo que volvamos. Me pide en privado que lea mi crónica con calma y que le muestre los mapas que he ido dibujando. Se ve sereno, pero yo sé que finge. Está tan asustado como nosotros. Don Pedro le ha solicitado esta empresa y no sabemos si él aún existe, acosado como estaba por los otros salvajes de más al norte. Su Majestad ha de premiar nuestro esfuerzo, dice para componer el ánimo de la tripulación, pero nadie hace razón de sus palabras.

Otra noche de locura. Más gritos en la vastedad de este universo. Todo verde y desolado, ni los pájaros parecen vivos. Sólo el mar azota nuestro buque, llevándose nuestro sueño. Les vemos de nuevo, protegidos por tintas de colores, desnudos los hombres, mostrando sus sexos a los cuatro vientos. Son gigantes, bárbaros, eternos, poderosos. Se llevan nuestras voces. Patagones les hemos llamado.  En esta inmensidad donde los fuegos no se apagan nunca, donde don Hernando decidió decir Pacífico al oceáno, no hemos encontrado la paz. Patagones, les llamamos. Son bestias, son hombres, son seres mágicos y malditos, destinados a vivir en estas soledades. Sus huellas nos alteran. Sus colores nos llenan el alma de pavor.

Anoto todo con cuidado en mi diario. Las monjas del hospicio siempre me aconsejaron llevar un diario. Anota bien, hijo querido, que nunca vas a saber quién puede beneficiarse de tus recuerdos. El hidalgo don Francisco me pide que no lleve registro de nuestras visiones, pero yo no le hago caso. Él mismo comenta las suyas a la tripulación de cubierta. Patagones, les llama con certeza. Tierra de todos ellos. Nunca hemos de llegar a conquistarla, dice de pronto una mañana. Patagonia es la frontera de este reino de locura, sostiene afiebrado. Perderá sus dientes en el viaje de vuelta. Mostrará mis notas a don Pedro y él me premiará con dos mercedes de tierra. Todo lo que he visto, no he de contárselo nunca a nadie.  

Puerto Eden

Náufragos

No puedo más del dolor de cabeza, pienso, mientras el bus avanza por campos infinitos y el sol hace su aparición lentamente. Es temprano, dice la mujer sentada a mi lado. Me pregunto, con tristeza, si lo es realmente.

Ayer se descompensó, no hubo forma de moverla y la respiración se le cortaba por segundos eternos. La ambulancia llegó tarde y el chofer se bajó, apagando su cigarrillo en la acera, maldijo que el portón fuera tan estrecho y forzó la camilla para entrar. La pusieron arriba, tapada por una manta gris con las letras de identificación del hospital y partieron ambas, madre e hija, a este viaje incierto, de los pocos que habían hecho juntas jamás.

En cada parada, la vida de las personas me llena de constante información que no necesito. Sólo necesito que este dolor se vaya, que lo que creo que sucederá no pase realmente. Me desconcentra además, el pedal del freno y la chicharra molestosa indicando que se ha excedido el límite de velocidad, me abstrae de mis memorias, de cuando todo estaba en calma, cuando los olores eran sólo eso, cuando los recuerdos servían sólo para encontrar la alegría, cuando lo cierto era real y tangible, cuando nada dependía de mí.

En el pequeño hospital, luego de tomar signos vitales y aplicar un sedante, son guiadas a una salita de espera. Nadie repara en ellas, nadie parece verlas, la madre apenas respira, la hija se ve cansada, sobrepasada, atosigada por miles de dudas. Pasan por su lado una y otra vez,  vestidos de blanco riguroso, como crestas de olas en un mar perdido, sólo les mecen de tanto en tanto, pero nadie atiende, nadie resuelve , nadie repara en ellas.

Me duele mi corazón, como si el dolor de mi cabeza hubiera descendido por alguna arteria hasta llenarme de él. Las lágrimas aparecen porfiadas a cada momento y me pongo mis lentes de sol antes de bajarme en la parada, una cuadra antes del hospital. Sé que están ahi. Todo sucede tan lentamente, es como si una fuerza ajena detuviera mi avance. Las encuentro aún en la salita, tomadas de la mano, como testigos de un naufragio. Todo parece caerse frente a mí, mis certezas, mis esperanzas, mis sueños, mis recuerdos y todo lo que soy. Las abrazo con calma y juntas, en esta nave holgada de la vida, nos abrimos espacio, sacamos la cabeza y respiramos hondo. Aparece la  existencia frente a nosotros, la innegable realidad. Nos tomamos de las manos todas.

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Donde Fueras

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Se prometió no dormir, pero el aire escaso de la cabina le cerraba los ojos de cuando en cuando. La revista del Reader´s Digest estaba manoseada y doblada en todas las formas posibles. Había sido una buena compañera en este viaje; había logrado por minutos evadirla del nerviosismo y de lo incierto y bizarro de esta travesía.

Se veían las montañas cubiertas de nieve y las gruesas nubes grises recorriendo el cielo a toda velocidad, amenazantes. Los hombres de negocios acomodaban sus periódicos, mientras la azafata repartía café con leche y croissants. Consultaban sus agendas e intentaban concentrarse en la próxima reunión. Pudo descansar en la comodidad de los dos asientos mullidos de la clase ejecutiva a la que, por alguna extraña razón, pudo acceder. La cabina iba casi vacía y en silencio. Sólo las hojas de los periódicos hacían su entrada en la acústica cerrada, de tanto en tanto. El carrito con golosinas pasaba de un extremo a otro del pasillo, elegante y discreto.

Nadie le dirigió la palabra y al minuto de descender, era tan irrelevante su imagen y tan extraña, que parecía que todos evitaban verla.

La suave manga que se pegó al avión descendía en un corredor largo, iluminado suavemente, provisto de una alfombra color crema que se perdía en el recoveco del pasillo. Avanzaron todos, como sumidos en un trance perfecto; los ejecutivos, con sus maletines y abrigos en el brazo.

Con su mochilita y su delgada chaqueta de mezclilla estaba completamente fuera de toda la decoración circundante, incluso entrando en la penumbra del pasillo, iluminado sólo por los avisos fluorescentes de RADO, Victorinox, Lindt y algunos otros que escapaban de su comprensión, con diseños elegantes y luces estudiadas cuidadosamente para captar la atención, pero no molestar la vista. Avanzó en silencio, tratando de pasar desapercibida, pero no era necesario. Todos parecían ignorarla y las señas del pasillo estaban en todos los lenguajes del globo, menos en el suyo. No tenía la menor idea a dónde ir, ni qué hacer.  El viejo adagio de «donde fueras, haz lo que vieres» llenaba su cabeza, impidiéndole pensar con claridad. La falta de sueño, el nerviosismo y la impericia eran factores determinantes, pero se negaba a aceptarlos. Sólo se confundía más y más intentando descifrar los letreros.

Al final del pasillo, un grupo de orientales, ruidosos y alegres, con cámaras fotográficas al cuello, la alejaron por varios segundos de la frase que golpeaba su cabeza y de la persistente intención de entender los carteles. Se dirigió, sin darse cuenta, arrastrada por la masa ruidosa, a Policía Internacional.

Luego de una larga fila, mostró su pasaporte tímidamente. Había ensayado un discurso en caso que cuestionaran su entrada, pero el oficial pareció no reparar en ella, sólo revisó apurado el documento y estampó un timbre en la primera página que logró conseguir.

Siguió avanzando, mecida por la masa humana de turistas orientales que se empeñan en correr por los pasillos, como si sus vidas dependieran de eso. Llegó por accidente al sector donde aparecía el equipaje y maldijo su mala decisión de elegir el color negro. Todas eran negras. Maletas, bolsos, todos giraban en interminables vueltas sin que lograra ubicar lo suyo, que probablemente había pasado veinte veces frente a sus ojos .

Al fin, cuando las últimas quedaban en el tiovivo, la  retiró con dificultad. Era tan pesada, aparatosa e inmanejable. Caminó incómoda por el pasillo atrastrando la mole con sus objetos personales. La ardilla de peluche resfaló de su mochila y le hizo detenerse un minuto, el tiempo suficiente para que, de las puertas automáticas, surgiera la figura inconfundible del que la esperaba. La sonrisa iluminó su cara. Su traje, sus manos cruzadas, su camisa dolor damasco. Todo se grabó en su memoria, junto con el latido desbocado de su corazón y permanecería ahi por los años venideros. El rumor de los pasajeros intentando salir del aeropuerto le sacó de su ensoñación. 

Las puertas se abrían y se cerraban mostrándolo a intervalos, como en una vieja película. Está ahi. El resto del viaje no importa. La maleta no importa. El cansancio no importa. Está ahí. 

La Mujer de Colonia

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Margarite Gerda Ethel Müller llegó a esta tierra, a bordo de un barco sin nombre en su idioma y no figuró jamás en ningún registro; ni de salida de su natal Colonia ni de entrada a esta bahía putrefacta y sinuosa conocida como Cuatro Diablos en la lengua de los aborígenes, seres tratados como leprosos y mendigos, en un abuso constante y sostenido que sorprendió y asqueó a todos los pasajeros de la nave en la que arribó. Habían llegado envueltos en sus ensoñaciones, perdidos en el tiempo y el espacio, por culpa de este viaje interminable que les había templado su valor hasta más allá de lo posible. Margarite había visto morir niños, jóvenes, mujeres, hombres y ancianos durante la travesía y había tenido que cubrir sus caras con paños empapados en formol, para que los sufrimientos del escorbuto no traspasaran los oídos de los que aún permanecían sanos, haciendo sus sueños presa para siempre de estos quejidos de ultratumba.

El agua escaseó desde el principio del viaje y con el rostro lívido y blanca como un fantasma, exánime y hedionda a sudor ajeno y encierro, bajó del barco, junto con su familia, a este barrial inmundo en el final de la Tierra. Tan lejos de su patria se encontraban, pero era esto o morir. Su padre nunca se percató que la ley de colonización privilegiaba sólo a los hombres y a los niños. Las mujeres no contaban, ni en los repartos de bienes y tierras, ni en los manifiestos de la compañía naviera, donde eran anotadas minuciosamente las pertenencias, pero no las componentes de la familia. Sólo el nombre del patriarca aparecerá en los registros, casado y con tres hijas, de las que no se hallará más huella. Con el tiempo y los sucesos de la vida, su recuerdo se perderá de la memoria colectiva de la familia hasta que gracias al sueño recurrente de otra mujer, muchos años después, se podrá dar con él.

Partieron en otro viaje de locura, apenas llegaron,  montados en carretas tiradas por bueyes, por los caminos oscuros y cenagosos de este país. Decía el padre que así harían fortuna. Todas ellas contaban con conocimientos de enfermería, que de poco habían servido en su pueblo de origen. Sin la conexión indicada, se terminaba trabajando por dos marcos en un hospicio, curando a los moribundos de las peores pestes que asolaban Europa, para, al final, contagiarse e ir a parar a una tumba sin nombre. Todos juntos en un revoltijo de huesos y almas, que seguramente no conducía a ninguna parte.

En mitad de la travesía, hicieron alto en un pueblucho perdido, detrás de una cañada, atravesada por un río correntoso y cuyas aguas hicieron enmudecer a las jovencitas, que no habían visto tanta profundidad desde que se subieron al barco. Un primo lejano del padre hacía dinero en estas latitudes y era la parada obligatoria, por si alguno de los hijos del pariente decidía desposarse con una de ellas.

Entraron como atracciones de feria, por el camino polvoriento y angosto. Siguieron más allá del pueblo por otros cuarenta kilómetros, hasta bien entrada la noche, cuando avistaron pequeñas luces y escucharon los ladridos de lo que parecía una gran jauría. Fueron recibidas fríamente, sin intercambio de palabras. Simplemente un lugar para dormir, agua para su aseo personal y buenas noches. La mañana siguiente, el desayuno fue motivo de lágrimas y recuerdos de la patria lejana. Espléndidos kuchenes y panes hechos por los dueños de casa, prueba irrefutable que todo era posible, incluso en estas soledades.  Simplemente había que trabajar para ello, mañana, tarde y noche, como sólo el pueblo alemán era capaz de hacerlo.

Franz Gebauer les miró con interés y consultó cuál de ellas era la mayor. Margarite se puso de pié y recitó su nombre y su edad, tal como su padre le había instruido, generando un revuelo en la mesa, donde otros tres jóvenes compartían con la familia. Franz le miró nuevamente y guardó silencio. Nadie consultó nada más y siguieron hablando sólo los mayores. Para la tarde,  Margarite ya estaba prometida en matrimonio, sin haber intercambiado una sílaba con el pomposo pretendiente, que había ofrecido dos vaquillas y tres quintales de trigo para celebrar la unión lo más pronto posible.

Margarite tuvo entonces una conversación con su madre, acerca de los deberes de las esposas y de cómo someterse a los deseos del marido sin chistar. De la importancia de procrear tantos hijos como Dios le enviara, conservar su idioma a toda costa y trabajar como bruta para acrecentar la hacienda familiar. No se concebía el amor como un sentimiento romántico, sino práctico. El mero referente a la procreación hizo que Margarite temblara a la vista futura de ser poseída por este Franz gigante, de manos coloradas de lechero, llenas de grietas y pliegues, con sus labios escasos y sus pelos amarillos, que olía a jabón de lejía por todas partes. Sufrió una fiebre repentina y todos pensaron que el fantasma del escorbuto se había alojado en ella y aparecía justo ahora. Paños fríos y jugos de limón le hicieron reblandecer su estómago, sus huesos y su conciencia pero no fueron suficientes para curar este violento ataque de negación contra la realidad aplastante que le esperaba. Miraba a Franz desde la ventana de su lecho de enferma y le repugnaba su sola imagen. Sus padres se mostraron inflexibles y decididos. Ella comprendió que no era posible ninguna razón y armándose de valor alimentado por su miedo, decidió ser proscrita de su familia antes que esclava de este sujeto cruel y con el mismo carisma de un buey.

Escapó la noche antes de la celebración del matrimonio. Armó un atadito con sus pertenencias y corrió por el camino. Su vida dependía de ello. Podía sentir los pasos de los mastines, ver las caras de sus padres condenándola, pero nada le importó. Alcanzó de pronto una pequeña caravana. María Isabel Rubilar le consultó de dónde era, en un correcto alemán. Margarite se apuró en contar su historia, pero su acento del sur era tan marcado y su excitación tan viva que María Isabel no entendió nada más que esta pobre mujer estaba aterrada y que alguien debía ayudarle. La llevó al internado, donde trabajaba. Las monjas suizas lograron calmarle y finalmente, comprender su historia. Con profunda piedad, le dieron alojo en la Comunidad y pronto Margarite consiguió un puesto en el pequeño hospital.

Ambas mujeres se hicieron amigas, cómplices en esta fatalidad, mientras la primera epidemia de tos convulsiva hacía su aparición. Margarite curó a nacionales, aborígenes, alemanes y cuanto ser viviente llegó, trabajando sin descanso. Temía ser reconocida y usaba la cofia de rigor bien pegada a su frente. No fue suficiente, sin embargo, para evitar que Alamiro Del Palmar, primo hermano de Constantino, le echara el ojo un buen día y a fuerza de insistencia, mucha mímica y un encanto innato, la hiciera su mujer. Este chileno bruto, pero simpático, había conquistado su corazón. Tres hijos vendrían al mundo. Dos epidemias más de tos convulsiva atacarían al poblado. Margarite no pudo sobrevivir la última. Dejó a sus hijos abandonados y se llevó el secreto de María Isabel consigo. El recuerdo moró perdido entre las telas de un ropero, hasta que fue encontrado en un sueño y por accidente, ochenta años después.