El Chofer

Ya te hablé de Baptiste, un negro antillano, flacuchento y erguido como una estaca, con tatuajes de marinero que colgaban de sus brazos y que cuidaba de no exponer a la clientela de mi abuelo ni a nadie en todo el pueblo. Su coraza era el seño siempre adusto, su mutismo y el misterio de su pasado. Todo en él causaba desconfianza y sólo después de lo que te voy a contar, me di cuenta que lo que se juzga es siempre la apariencia.

Mi abuelo no sabía nada de la infancia de Baptiste entre los cañaverales. De sus viajes en tren de ganado de una hacienda a otra, de los días sin noches y las noches sin días. Del candomblé y de la macumba. De las veces en que fue dado por muerto, sepultado, exhumado, vuelto a la vida, muerto de nuevo y sepultado otra vez. De las pestes, los mosquitos, los bananos fritos, el mar Caribe. Todo lo supo una noche de tormenta, como aquellas que caen en el desierto, con rayos y truenos que amenazan con reventar el cielo. El Lincoln quedó atascado en el barrial en que se convirtieron las calles y por más que el antillano intentó, no consiguió moverlo un milímetro. Mi abuelo le dijo que permaneciera en el interior y mientras el monzón caía, Baptiste empezó a tararear una canción. Nunca decía nada más que «sí, señor», o «a su orden señor» pero ahora cantaba con una cadencia y una voz que embrujaron al abuelo y le llevaron de cabeza a las cálidas aguas del Caribe. Allí le vió tatuarse por primera vez un calamar y otro y otro. Luego,  formas salidas de caleidoscopios. Para la buena suerte, escuchó que le susurraba Baptiste. Todo eso estaba en la canción que entonaba, mientras seguía la tormenta. El abuelo le preguntó cómo es que había sido enterrado vivo y el antillano calló.

Pasó la tormenta, de la misma forma como había empezado y se resumió el agua en la tierra sedienta. Baptiste pudo mover el vehículo y siguieron la ronda médica. Mi abuelo no hizo más preguntas. Baptiste no siguió la canción, pero el hielo se había roto y la parsimonia se había transformado en una extraña complicidad.

Lo ví luego, lavando el automóvil, con las mangas arriba y los tatuajes al sol. Hablaba con el abuelo, que estaba en la poltrona, abanicándose el calor. Yo estaba en el sótano, rodeado de frascos llenos de formol. Me gustaba el lugar porque podía espiarles a mis anchas. Quería escuchar hablar a Baptiste. Quería escuchar esas historias que a veces contaba en la cocina,  con su lengua de papiamento y sus gestos de médico brujo.  Las empleadas sucumbían a sus encantos y muchas veces las escuché gemir como gatas, entre el crujir de los catres de la pieza de la servidumbre. Su voz provenía del fondo del mar, decía él. Se había salvado de naufragios e inundaciones, de langostas y de hormigas carnívoras. De olvidos. De la misma muerte.  Estaba aquí para cumplir una misión, susurraba. Se me ponía la carne de gallina.

Siempre lo espiaba desde mi refugio en el sótano y nunca me di cuenta del contenido de los frascos a mi alrededor, hasta que esa mañana, el sol entró de lleno y pude ver el espectáculo macabro que se encondía. Partes olvidadas de seres humanos flotaban en el líquido lechoso y amarillento. Pulmones de aspecto macilento. Corazones diseccionados en partes iguales.  Tejidos sueltos, sin procedencia ni destino. Bebés encerrados, durmiendo un sueño líquido. Afuera, Baptiste rió con fuerza. Salí despavorido.

En mi huida, me topé con el abuelo y no pude sino escapar de él. Algo me decía que estaba al corriente de lo que se escondía en el sótano. Por eso la complicidad de ambos. Corrí hasta que mis pulmones no pudieron insuflar más aire y me caí al lado del camino, entre el césped y las lilas. Estuve allí hasta que el sol empezó a bajar y el frío de la tarde me hizo tiritar. Me dolía el estómago y las piernas. Extrañaba a mamá.

Ví las luces del Lincoln y creí morir. Estaba atrapado. No podía moverme.  Baptiste estacionó el auto contra la acera y descendió. Me levantó como a una hoja y me depositó en el asiento trasero. El olor del cuero me hizo reaccionar y le miré fijamente, ya sin pavor. Usted es un asesino, espeté. Usted y mi abuelo son asesinos. Él me miró con suma calma y empezó a cantar. Su tonada hablaba de lamentos de enfermos, de dolor y de vida.

Jovencito, dijo, nada de lo que usted cree es como lo piensa. Su abuelo es un hombre honorable y recibe de las familias de aquellos que han sufrido la muerte,  los órganos que causaron el dolor. El doctor Benjamín los estudia. Yo le asisto y es un verdadero honor. También fui médico en mi tierra, ¿sabe usted?, curaba con plantas y salmos, con humo y ron. Hemos aprendido cosas juntos. No me juzgue tan malo, que no hay nada de macabro ni secreto. No me juzgue tan malo, sólo porque soy un chofer negro que hablo papiamento.

La expresión de mi cara tiene que haber sido muy graciosa, porque se echó a reír en el acto. Yo también reí, más tranquilo. Fuimos juntos de vuelta a casa y al día siguiente, mientras el abuelo dormía la siesta, Baptiste me enseñó a conducir.

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Ocho Días

Miro las noticias, en esta pantalla gigante, que han instalado a un lado del campamento. Luchito hizo sus deberes y ahora duerme. Hace frío todavía y es octubre. Atizo el brasero, me pongo la frazada en la espalda. Lleno la tetera con agua y la dejo entre los carbones encendidos. Contemplo el cielo estrellado del desierto, en esta noche de primavera.

Me junto a conversar con las otras y observamos con desesperación el calendario, igual como al principio, porque hace sesenta y tres días con sus noches que ocurrió la desgracia. Hace sesenta y tres días exactos que estamos en esta espera. Hace sesenta y tres días que no he visto a mi marido y hace sesenta y tres días que él ni ninguno de sus compañeros han visto la luz del sol.

Esperamos con calma, algunos días; con rabia otros y  juntando la ansiedad en una bolsa invisible al ladito del alma. Las cartas escritas de su puño y letra, me llegan profundo al corazón y no hallo las horas de abrazar a este hombre nuevo, que me devolverá las entrañas de la tierra. Más cariñoso, más querido, nunca más esperado. Un hombre nuevo, repite en sus misivas. Un hombre nuevo, me dicen las parientas, que no pueden creer este milagro de Dios. Abajo, no les ha faltado nada desde que los encontraron con vida, dicen todos. Lo que pasó antes de ese momento, no sé si lo vayan a contar alguna vez.

Nunca antes se había juntado tanto un pueblo. Nunca antes se había querido tanto a un puñado de hombres comunes y corrientes, que esperan con la paciencia de los viejos, con la misma de la montaña que los tiene prisioneros, salir afuera. Terminar este turno tan largo. Dejar a esta manada querida, con la que han aprendido a soportar el encierro, el calor y la humedad. Con la que pasaron semanas a oscuras, escuchando sólo sus voces, para encontrar conformidad, para alimentar la esperanza y con la que  trabajan codo a codo, removiendo los escombros de la perforación que les dejará ver el cielo, una vez más.

Ahora nos avisan que sólo quedan ocho días más. Mi corazón se colma de lágrimas de contento y de tristeza. Alegría porque voy a volver a verlo. A mi Alberto. A este hombre con el que he compartido quince años de mi vida. Que he seguido por todos los campamentos del país, porque así es la historia de la mujer de un minero. Triste me siento, porque ya me había acostumbrado a este dolor, a esta falta, a esta desesperanza que no se va a ir tan pronto. A esta rareza de la vida, que lo extraño y que no quisiera dejar de hacerlo.

No pienses en esas cosas María del Carmen, me dice la Tila, también esposa, también paciente en esta larga espera, también parte de este campamento, que hemos bautizado Esperanza. No pienses en esas cosas, que se te aguan los ojos, se te arruga el entrecejo y si Alberto te ve así, no le van a dar ganas de salir a la superficie. Sonreímos y nos abrazamos, porque hemos llorado en el hombro de cada una, día tras día, mientras la máquina horada la montaña. Mientras los ingenieros corren de aquí para allá. Mientras llegan lentamente los periodistas de todo el mundo, como hormigas a las tortas, para grabar el momento maravilloso en que salgan nuestros queridos hombres. Dicen que ya están cerca, que ellos pueden oler el sol. Quedan ocho días, me dice la Tila. Ocho días. Nada más.

Fotografía AFP
N de la R: De acuerdo al artículo publicado en el diario El Mercurio,http://diario.elmercurio.com/2010/10/07/nacional/nacional/noticias/BCAC408E-A957-4BEB-B330-6920E70BB537.htm?id={BCAC408E-A957-4BEB-B330-6920E70BB537} sólo faltan ocho días para iniciar la evacuación de los treinta y tres mineros atrapados en la mina San José. La atención mediática del mundo ha estado con ellos y este país ha estado con ellos en corazón y espíritu. Mi profundo respeto a sus familiares, en especial a sus mujeres, que nunca bajaron los brazos y que se han mantenido en el campamento, desde el inicio. Para ellas, con mucho cariño, a la manera de Historias Ciertas.

Alma de Mineral

María del Carmen Maluenda se despertó con el ruido del bus que venía a buscar a su esposo, Alberto, para el turno de ese día. Se había ofrecido voluntario. El sobretiempo se pagaba bien y ellos necesitaban el dinero. María estaba embarazada de su tercer hijo.

Preparó el desayuno con tranquilidad y miró, como todos los días, las fotos ajadas por el tiempo y los traslados.  Allí estaba su madre, en algunas estaba la abuela y en una sola instantánea, frágil y estropeada, figuraba sin sonreír, sin expresión alguna, rígida, su bisabuela, tomando con firmeza la mano de Juan, el hijo menor, que se había salvado, sin tener mayor conciencia, de las terribles condiciones de las minas del carbón. Todas ellas había sido mujeres, hijas y madres de mineros. Todas y cada una de ellas. Una larga descendencia de mujeres curtidas por la cruel faena de la mina, tanto o más que los hombres; acostumbradas al sudor del marido, a la falta de medios, al frío, a ver esos cuerpos amados heridos, teñidos por el mineral, curados por la acción de los elementos. Destruidos, asustados, hambrientos, resignados.

María del Carmen había escuchado desde siempre las voces de sus antepasados, atados con cadenas a las entrañas de la tierra y a los recuerdos de la familia. Tenía en su memoria la historia de las acciones acontecidas desde los primeros pirquineros, pasando por las condiciones infrahumanas de la explotación del carbón, donde Luciana, su bisabuela, había sido protagonista. Siempre reclamando por el trato indigno, siempre llevando la cuenta de los días de trabajo del marido en la punta de los dedos y de cuántos cajones de carbón extraía en la quincena. Era la que más pataleaba por los descuentos injustificados que hacían aún más exigua la triste retribución a sus bestiales esfuerzos. Las humillaciones que pasó estaban tatuadas en sus recuerdos y en los de su familia. Los hijos que perdió estaban prendidos en su corazón, como partes de un escapulario que colgaba de sus brazos, cansados de tanto amasar pan con chicharrones para sobrevivir en el pueblo donde fueron a parar, cuando fueron expulsados del campamento. Su hijo Lorenzo, mocetón de dieciséis años, ocho trabajando, cuatro manteniendo a la familia por sí solo, se había negado a seguir arrastrando el carrito donde iba el ingeniero en jefe, por los rieles enlodados de la mina y aunque la paliza fue brutal, no se amilanó. Se parapetó detrás de un pilar esperando los golpes, pero el capataz lo echó. A él y a toda la familia. Como era la costumbre. Con lo puesto, hijita, había dicho siempre Luciana, en un cántico desolador. Con lo puesto y con tres chiquillos al hombro. Todo por alegar un trato justo. Todo por querer ser personas humanas.

Historias como esa abundaban, recordaba María del Carmen, mientras seguía en la televisión el programa de farándula. Tenía control en el hospital ese día. Su embarazo no andaba del todo bien. Con treinta y cuatro años y viviendo siempre en los campamentos, su cuerpo se había resentido tanto como el de su marido, por la altitud, el agua cargada de los mismos minerales que los hombres arrancaban de la tierra y más que todo por la soledad. Apagó el televisor. Se dispuso a hacer sus quehaceres.

La vecina golpeó su puerta con imprudencia y con terror. ¡¡María, María, están atrapados!! Ha habido un derrumbe. Su corazón se congeló. Una niebla espesa, como la que cubría los amaneceres helados de invierno, en el campamento donde había vivido antes, la invadió por completo. Un derrumbe. Había escuchado esa sentencia, desde pequeña, como la peor de sus pesadillas. Un derrumbe, gritaban las mujeres en la cuadra. Un derrumbe, gemían todas las mujeres de su familia, adentro de su alma. Un derrumbe. Escuchó claramente los fantasmas de todos sus antepasados, que habían quedado incrustados en la tierra, prisioneros en la misma urgencia que los había impulsado a seguir horadando la montaña.

Se dirigieron juntas al pié de la mina. En el camino otras treinta mujeres se unieron. María del Carmen miraba sin expresión al resto y acariciaba su panza, sumida en un trance silente y lejano, como si fueran sus entrañas las que ahora contenían al esposo y a todos los de aquel turno, que nadie sabía si seguían estando con vida.

Una de las mujeres tenía una biblia y leyó en voz alta Él no dijo no seréis víctimas de las tempestades, no pasaréis penurias, no pasaréis enfermedades, sino que dijo no seréis vencidos por ellas. María del Carmen escuchó con atención y despertó de su encantamiento. Regresó a su casa a la carrera. Encargó sus hijos a la vecina, que como una gallina clueca, había recibido a todos los chiquillos de la cuadra. Llenó un termo con agua caliente y se echó al hombro dos frazadas. Se despidió de su casa, cerrando la puerta con llave y se unió a las otras mujeres, que hermanadas en esta angustia insondable, habían decidido hacer vigilia en la entrada de la mina. Al ver a otras ya reunidas, supo que ese era su lugar y supo lo que tenía que hacer. Ahora eran las cuidadoras de la esperanza, como lo habían sido las de su familia, desde tiempos inmemoriales. No podían flaquear.

N de la R: En estos momentos, treinta y tres mineros están atrapados en las entrañas de la Mina San José, en la localidad de Copiapó, que el día jueves pasado sufrió un derrumbe de proporciones. Mis sentimientos de solidaridad con estas mujeres incólumes que se han mantenido con la esperanza en alto, en medio de un angustioso clima, esperando que este rescate llegue a buen término y salgan con vidas sus esposos, sus compañeros, los padres de sus hijos.
Mi agradecimiento profundo también a los grupos de rescate que no han parado, desde que se declaró el accidente.

Para Elizabeth

Cuando colgaste, me quedó la sensación de que nunca podríamos vernos. Aún tenía tu voz en mis oídos. Es de las pocas cosas que me arrepiento, no haber viajado a visitarte cuando pude hacerlo. Ahora, ya es tarde.

Confío en tu buen juicio y en tu inmenso corazón, porque sé muy bien que está cargado del mismo amor que llena el mío. Disfruto tus palabras y quisiera que la distancia no nos separara tanto, que la línea del teléfono nos aproximara lentamente, para poder abrazarte, para poder preguntarte por qué. Me sumerjo en tu voz y trato de imaginar un pasado feliz. Aquel a quien amo vibra de emoción con esos recuerdos y siento profundamente que es el hijo de tu corazón.

Me mencionas que vienen regalos para nosotros, pero creo que el mejor regalo sería gozar de tu compañía, leer libros juntas, escuchar tus historias, compartir pasajes de tu vida y hacer interminables listas con lo que el tiempo nos ha dado y que ha sido de provecho y vale la pena enumerar. Estoy aquí para cuidar al que más quieres, aunque no sea un buen sustituto de tu cariño. El tiempo y las estaciones nos han dado diferentes perspectivas de la vida. Quisiera tu consejo amable, tus recetas, tus libros de cuentos, tus recuerdos, tu paciencia infinita, tu voz tranquilizadora y dulce. Escucharte decir que todo está en su sitio, que nada está perdido, que la medida del amor es sólo eso y no vale de nada si no existe ese algo a medir. Quisiera tantas cosas y sólo me queda conformarme con tu voz en el teléfono.

Recorto esta historia lentamente y planeo hacértela llegar. Espero que alguien tenga  a bien leértela y que ese alguien te pueda dar un abrazo. El mismo que te mando hoy día, cuando esta delgada conexión ya se ha ido.

 

La Alquimista

Miraba con profunda atención. La Gran Alquimista estaba en plena faena. Trazos de polvo blanco volaban por el aire. Era seguramente polvo de hadas. Los ojos azulados se volvían de miel y azúcar. Era, seguramente, parte de la pócima. Acercó sus pequeños dedos a la masa color vainilla y la Gran Alquimista, convertida en su madre, le previene, Victoria, si metes tus manos se arruinan las galletas.

Esa escena se le repite idéntica y perfecta, cada vez que pone literalmente las manos en la masa. Han pasado varios años y la práctica ha hecho de Victoria una maestra. La suave composición de los ingredientes, los aromas embriagantes que despide su cocina la llevan a estados de conciencia más allá de esta tierra. Viaja con los sabores exóticos de la canela, el kirsch, cardamomo, pistachos, jengibre y su trofeo más preciado, el chocolate de Bruselas. Cada bocado es un placer, cada atisbo de color es un descubrimiento. Como Vermeer, juega con las tonalidades para darle vida a sus creaciones.  Me topo con ella esta mañana y el café perfumado de su tienda debería prohibirse en estas latitudes, por embriagador y alucinante. Se ríe de mi ocurrencia y me cuenta la escena de su niñez y cómo logró, paso a paso, establecerse en esta profesión tan inestable y llegar al grado de Alquimista de las Cosas Dulces, como un conocido la llamó una vez y quedó como parte perenne de su historia.

Hay mucho de pasión en esto, me aclara, pero también hay mucho de conocimiento interior. Ahora, que he vivido un poco más, te lo puedo asegurar. No es solamente la combinación de los ingredientes, es un estado emocional, un viaje permanente a los sabores internos. Es difícil de explicar, me mira, pensando en voz alta. He documentado cada receta, dice, con detalle enfermizo y no he tenido el mismo resultado que con otras que sencillamente han salido de mis manos, en ocasiones en que la calma de mi corazón ha primado en la escena. Me cuesta imaginarla no estando en calma, pienso disfrutando lentamente su praliné, reciente creación inspirada en los días de agosto, me explica, cuando el sol lucha por escapar del predominio del viento y la lluvia y se ven de cuando en cuando atardeceres magníficos, que podrían ser escenas prodigiosas de la cálida Africa, mientras el vaho de la escarcha va creando una atmósfera fantasmal entre los bermellones y dorados del cielo.

Compartimos el mismo paisaje y el amor por este lugar. Ella ha logrado captar la esencia de un espacio mágico y maravilloso, con sus sabores a flor de paladar. Nos miramos, mientras el chocolate se va derritiendo. Un sorbo de café al unísono y el hechizo está completo. Veo bajando el polvo de hadas y me la imagino, de niña, asombrada con estas creaciones llenas de encanto y de amor. Mismas que repite, a pié de la letra algunas, otras con un poco más de holgura, no sólo para placer de sus clientes, amigos y comensales, sino muchas veces sólo para ella. El resto, es pura magia.

Puerto Toro

Al final de la barcaza. Ahí se escondió Sonia Catrín cuando viajó con su madre desde la isla Eugenia a Puerto Toro. Fue su única travesía por mar. Ahí empezó la otra parte de su vida. Ahí fue donde se quedó, en el final de la tierra.

En su escondite, el viento le rompía los labios y le zumbaba los oídos. La nave avanzaba como un viejo cansado, a estertores, con el sonoro gorgojeo de las máquinas y la mano severa del capitán asiendo el timón con su vida. Se sabía la ruta de memoria, confiaba más en sus huesos y en los colores de las nubes que en los antiguos instrumentos de navegación e iba rogándole a Dios por que amaine el viento, Tatita, para llegar a la orilla sin contratiempos y bajar los sacos con papas, los corderos vivos, los palos de lenga y los pobres desgraciados que habían decidido quedarse en estas soledades.

Puerto Toro era el último punto verde antes que la tierra se perdiera en el mar, tragada por las olas y la soledad inconmensurable de este panorama hostil y bello. Rodeado de árboles oscuros y densos, con el suelo siempre húmedo, su horizonte se rompía por la aparición de la isla Picton, pero eso era todo. Este espacio entre el mar y el cielo era el último enclave habitado. Al sur de esta latitud, no había nada, ni grande ni chico, ni pueblo ni caserío. Sólo mar y abandono, sólo verdes profundos y viento despiadado, de ese que empuja, que da golpes, que casi bota al suelo. Aquí estaba Sonia. Aquí estaba y aquí se iba a quedar.

Hace años que los barcos centolleros vienen llegando insolentes, cada temporada, con sus pestes y sus hombres ambiciosos, a hacerse de un saco de fortuna en estos confines. Sonia los ha observado desde la ventana de su casa, ranchita sencilla y acogedora, que la ha guarecido de la lluvia y el viento, que le ha dado una razón para levantarse cada día, criar a sus hijos, nietos y bisnietos, un enclave seguro y protegido, algo que muchos llamarían hogar.

Recuerda las historias de marinos, balleneros y buscadores de oro, pero lo que más recuerda es la innegable soledad. No hay nadie con quién hablar, dice cabizbaja, por eso no somos de muchas palabras por estos lados, insiste sonrojada y sonriente, mientras hunde sus manos coloradas en la gran batea con masa para el pan. A veces, vende unos cuantos a los pocos que se atreven a llegar por estos suelos, con cámaras fotográficas y de video, que le preguntan una y otra vez porqué ha elegido vivir en el fin de la tierra. Le preguntan también por las trincheras que quedaron de la guerra, por la iglesia y por los árboles enanos que el viento ha moldeado a su antojo, en las afueras del pueblo. Ella no sabe qué contestar, sólo les sonríe y posa con su delantal de colores y sus manos cruzadas, afuera del portal de su casa, abrazada por personas de las que no tendrá más noticia.

Le preocupa más que el camino a Puerto Williams se termine lo antes posible, porque Carlos, su marido, está muy viejo para seguir navegando por estas aguas tormentosas, donde si se pierde alguno, no se sabe nunca más. Eso le angustia. Eso y las promesas del gobierno de traer adelantos y educación. No sabe muy bien qué significa, sólo le ruega a Dios que no se lleven a los hombres de su casa, como pasa en todos lados. No quiere verlos envilecidos como los pescadores de centolla, como los antiguos mineros que vinieron, cavaron y desaparecieron o como las tripulaciones de balleneros, que bajaban en una noche de juega y aprovisionaban sus bodegas, llenaban sus panzas y descansaban sus instintos. Docenas de chiquillos aparecían a la vuelta de la temporada y cuando se hacían hombres, se perdían en el mar, en busca de la huella de sus padres.

No hay mucho de qué conversar, dice Sonia Catrín, mientras mira el horizonte, interrumpido por la isla Picton. Acomoda sus cabellos, revueltos por el viento, estira su delantal colorinche y estrecha la mano con fuerza y con cariño. Eso es Puerto Toro. En el fin de la tierra, eso es.

Tarjetas de Navidad

El día de la procesión, grandes mosaicos de coloridas tarjetas navideñas se tomaban las calles, extendidas en la vereda o de pié, precariamente apoyadas contra los árboles, anticipando las festividades y el nacimiento de Jesús con sus texturas enceradas. Delgados couché con dibujos de nieve, rostros de niños colorados por el frío, Santa Claus en su trineo. Nieve, renos, pinos decorados con velas y bolas de colores, guiñaban los ojos a los transeúntes en una fantasía de navidad blanca.  Entremedio de  pesebres de yeso y restos de paja seca, nos achicharrábamos de calor buscando las tarjetas más coloridas. La costumbre indicaba enviar a amigos y familiares los deseos de paz y recogimiento, de próspero año nuevo, de buenas intenciones y eterna felicidad.

Las elegidas se escribían con cuidada caligrafía y se enviaban por correo, en la esperanza de que llegaran antes que Santa Claus. Así pasaban los días hasta la tarde de víspera de Navidad, siempre cargada de nerviosismo. La noche de paz se transformaba en una larga seguidilla de horas que no avanzaban nunca, en la eterna expectativa de abrir los regalos. Atrás quedaban las tarjetas recibidas, apiladas peligrosamente a los pies de nuestro árbol, decorado con las luces de rigor y el colorido navideño. Ni la cena de pollo y puré de patatas ni el postre de cerezas sacadas directamente del árbol, horas antes, decorado con crema espesa no eran suficiente para calmar nuestra ansiedad. La casa olía a las galletas de maicena, que habíamos ayudado a cortar con manitos nerviosas; a kuchenes de frambuesa y plátano, con la gruesa capa de crema pastelera de vainilla, olía a pollo estofado con arvejas y zanahorias del huerto, olía a días de verano, al agua del grifo que regaba la tierra, antes del anochecer; olía a la colonia de mi padre, que usaba en estas ocasiones especiales. Los pasos nerviosos de mi abuela dándole armonía al ambiente. A su llegada, estábamos listos para comer.

La hora no avanzaba y los dibujos animados de la televisión no hacían nada más que aumentar nuestra ansiedad. Archiconocidas historias de la Navidad blanca no eliminaban nuestro desasosiego. A medianoche y con los ojos escaldados de sueño, eramos conminadas a ir a dormir, so pena de no recibir la visita que tanto esperábamos. Vueltas y vueltas en la cama, poseídas de una energía mayor a nuestro cansancio, aguzando el oído, aspirando los dulces aromas de la casa, hasta que sin darnos cuenta, nos vencía el sueño.

La navidad llegaba con prisa, la misma que nos levantaba de un salto y nos hacía avanzar por la casa dormida en pijama y a pié descalzo y duraba hasta pasado el desayuno, luego era un día de verano como cualquier otro, con juguetes nuevos, con los ojos cargados de sueño y con las mudas tarjetas que quedaban como el último vestigio de la festividad. Las conservábamos por si acaso y creo que aún existen algunas en la casa de mis padres con su olor a dulces y hogar.

Neyen

Neyen significa respiro, me dices e inconscientemente tomas una bocanada de aire. Habíamos hablado mucho. Muchas cosas que no pensaste contarle a nadie, me las dijiste a mí. Imagenes de tu pasado distante se iban contraponiendo en sentimientos y emociones.

Neyen también significa espíritu, acoté, mientras leía sin mucha atención la etiqueta. Espíritu de los años vividos, de las experiencias acumuladas, de los errores, las culpas y los desencuentros. Tus nociones de cariño se vieron truncadas sin que te lo hubieras propuesto y sólo después de mucho indagarte, logré encontrar su destino, como quien desarma una madeja enredada por los años, la amargura y el dolor.

Me hablaste sinceramente desde el comienzo y fue desde el comienzo que sentí que podía ayudarte. Ahora, me abrazas en silencio y escucho tu corazón. Neyen también significa suspiro, me ríes azorado por el calor del contacto y las confesiones que has dejado sobre la mesa.

Esto es sólo el inicio, te digo suavemente, mientras sorbo despacito de mi copa. Estoy aquí para escucharte, como lo he hecho hasta ahora y para decirte que la culpa no es tuya, los errores han sido compartidos y sólo la esencia es la que prevalece y la tuya es fuerte y constante, es valiente y divina. Es como una ráfaga de aire que respiro y se convierte en mi espíritu.

 

Es que eres la Mamá

Ya termina el noticiero. Las mismas nuevas repetidas hasta el infinito, día tras día, por la cajita hipnotizante, que luce imponente en mi dormitorio. Quiere llover afuera. Gotas porfiadas golpetean los tejados. Frío y escarcha. Vaho y noche. Los vecinos se dirigen corriendo a sus casas. Un humo azulino lucha por salir de las chimeneas.

Escucho repicar el teléfono. Lejano, suave. De pronto, se torna molestoso, urgente. Contesto. La voz de mi madre. Escucho nada más que su voz al otro lado de la línea. Llora suavemente. Me congelo. Apago el televisor. Me concentro en su voz. Pregunta, inquiere, hace pausas, escucha. Me congelo. Mi boca se torna seca, mi respiración no me alcanza. Me evado en un recuerdo. No puedo. No encuentro ninguno.

Era seria y de pocas palabras. Abrazos espaciados, caricias sólo en caso de dolor y la firme resolución de criar una familia numerosa con sólo un ingreso. Los recuerdos de la infancia se mezclan entre risas y juegos, entre libertad y espacios abiertos. Jamás una inquisición por tal o cuál disparate venido a la mente infantil de su prole. En el gran caserón, había espacio para todo. Actos de circo, magia, investigación, teatro, jardinería, construcción. Todo era posible y esa era la consigna. Todo era regulado por su sabiduría siempre exacta, su tino siempre perfecto. Sus conocimientos irrefutables. Pilar fundamental, espacio infinito sin pausas ni treguas. Enfermera, profesora, economista, sicóloga, cocinera. La roca que golpeaba el mar de las enfermedades y los sinsabores de la existencia. Ahí se refugiaba la familia y ya no había más temor. Ahí se terminaban las pesadillas y los dolores. Todo se transformaba en calma. Todo era más sereno al calor de la mamá.

¿Estás ahi? Inquiere su voz nuevamente. ¿Qué hago? me dice en un suspiro que suena a súplica. Me miro en un espejo imaginario y no sé francamente qué decir. Quisiera evadir la pregunta, la situación entera y volver a nuestra casa, al olor del pan recién horneado, a la tranquilidad de nuestro existir. No sé qué decirte, mamá. Consulta a los médicos que se han  llevado a papá al hospital, digo de último, en un intento de escabullir toda responsabilidad. Todo se me cae, mientras su voz me sigue susurrando los hechos. La enfermedad repentina, el dolor desfigurando la cara de mi padre. Los trámites tediosos, los diagnósticos médicos alarmantes y dispares. Puede morir, me dice en medio de la cantinela y mientras me convierto en un ovillo digo, más para mí:  No, mamá, eso no va a pasar.

Le pido un minuto. Corto con ella. Llamo al hospital. Averiguo el estado general de mi padre. Lo van a intervenir. Aviso a mis hermanas. El diagnóstico es reservado, llame en una hora más. La metálica voz de la enfermera de turno me vuelve a mi lugar. Mamá, mamá, prepárate, yo voy en camino. Escucho su voz aliviada. Escucho su respiración más pausada y por un segundo que parece horas en el martillar de mi cerebro, siento que es tan injusta. Por qué ahora deja de ser quién es, si lo sabe todo, es LA MAMA. No me abandones ahora, que yo sí tengo miedo, que yo tampoco sé qué hacer.  No te vuelvas vulnerable, no me preguntes, no me hagas decidir. No dejes de ser la Mamá.

Lágrimas corren apuradas. Tengo miedo. Tengo mucho miedo. Siento, por vez primera, la vulnerabilidad del existir. Te abrazo, mamá y te siento tan pequeña, tan frágil. Tus ojos están hinchados, tu piel luce cansada, tus manos. Tus manos siguen como siempre mamá. Te miro desde el fondo de mi corazón y entiendo que sufres. Caminamos juntas. Te escucho. Hablo tonterías para hacerte reír. Nos remontamos juntas a los días de mi niñez y sospecho que entonces también tuviste miedo y también tuviste que hacer de tripas corazón y tragarte tus lágrimas saladas y tu dolor, para  permanecer incólume, pragmática, organizada, que es como yo te recuerdo y como me enseñaste a ser.

Soy egoísta mamá y lo reconozco. Quisiera que nada cambiara y que me abrazaras más seguido. Que me digas que está todo en calma y que esta vuelta inexorable de la vida no sucederá. No quiero que dejes de ser tú. No quiero reemplazarte en las decisiones, porque lo has hecho fantástico desde que tengo memoria de los hechos. No quiero que me digas que no sabes. No quiero verte dudar, no quiero, porque sé que eres la Mamá y en esa sola certeza, está todo donde se supone que debe estar.

madre

Primavera

Cuando asomó el sol esta mañana, vi las luces recortándose en el cielo. Los amarillos rigurosos y los naranjas apagados, las nubes y las últimas estrellas que se iban a la carrera. Miré la hora y el calendario. Me vestí de falda y taco alto y una alegría insulsa me invadió de pronto. Di de comer al gato y salí a la calle.

El guindo convidoso me recibió en la esquina con su perfume de ocasión. Es primavera, dijo el gorrión tímido desde la calle, posado arriba del cable de la luz. Es primavera, me susurró el mismo árbol agitando sus florcitas a los aires de la mañana. Me colé en la vida, como todos los días y el sol desentumeció mis pensamientos. Aquí estoy, colmándome de su luz, como lo hacen los caracoles o las lagartijas, después de un día de tormenta, mientras una bandurria  grazna apurada, llevando una flor entre sus patas. Ya han cambiado los colores de sus plumas y avanza por el cielo despejado. Sacudo las alas de mi mente y le doy la bienvenida.

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Un Año

«Escribo. Escribo para no olvidar», dice la primera línea de la primera entrada. Hace un año que escribe, inspirada por miles de voces que llegaron al galope a sus oídos y que lentamente fueron tomando turnos para contarle sus historias, para convertirse en letras vivas, en sueños fantásticos y en memorias que van llenando las páginas de ese maravilloso y liberador ejercicio.

La escritora es la traductora de los susurros de todos aquellos que han venido a contarle con calma sus pesares, sus recuerdos y sus vidas. Están todos ahi, Mercedes Pilar, Isabel, Constantino, Esteban, Amelia, Marie, Natasha, los Amantes, Mary, Lucía, Olga, la Mamá, el Navegante, Gloria y tantos otros. Todos ellos han vaciado sus corazones, dictando bajito y en desorden sus historias. Tal vez han sido parcos o muy efusivos. Tal vez  han sido demasiado sinceros o misteriosos. Es asi la vida, llena de emociones y recuerdos que, al traerlos a esta realidad, por alguna alquimia desconocida, se transforman. Aparecen las memorias porfiadas y vívidas. Cobran su importancia a medida que viajan por las palabras y ellas se transforman en estas líneas. Escucha con atención. Toma notas a la carrera. Sueña lentamente, se transporta,  ve paisajes, escucha voces, se llena de aires nunca antes respirados y vive a través de ellos. Personas que son personajes. Personajes que son personas.

En este hermoso viaje no ha estado sola, algunos le acompañan desde el principio, otros se han unido en la carrera. Gracias a Weaber, Cecy, Xica, Polli, Kit, Clemen, PrimeraLluvia, LuisIrles, Alcaudoncillo, Fanou, Dalpasa, Mai, Jpablo y tantos otros que han pasado por estas páginas y dejado amablemente sus impresiones.  A todos ustedes, miles de gracias.

Quedan historias todavia, esperando su turno de ser escritas. Quedan vivencias todavía, esperando ser puestas en estas líneas. Quedan viajes. Quedan miles de viajes.

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Retratos en el Ropero

Despierto sobresaltada, mi corazón golpea fuerte mi pecho y la traspiración inunda mi espalda. Mi pijama de franela está empapado y aún siento el charco caliente de sangre que expele mis entrañas rotas y el dolor. Lloro desconsolada y no me doy cuenta de la hora. Raquel, mi nana, viene a acompañarme y me envuelve en su chal de lana, con olor a humo. Ella entera huele a humo y tierra seca, pero su presencia es dulce y me conforta. Siempre esta pesadilla viene a mi mente y me ataca. Veo mi sangre, y me aterrorizo, siento mi muerte y me desespera no alcanzar a tomar su mano. ¿Dónde está su mano? Raquel, ¿dónde está su mano? Duerme mi niñita, no te asustes, que los sueños malos se van corriendo cuando llegan las estrellas. Ven, vamos a la ventana.

Raquel se fue un día y no se despidió de nadie. No de mí, al menos.  A lo largo de los años, esta pesadilla recurrente me ha anunciado los problemas que la vida me depara y que  me causarán un mal rato. El miedo que me embarga es paralizante. El aire que entra en mis pulmones es insuficiente. El dolor de mis entrañas se queda en mis sentidos por un rato tan largo, que estoy el día entero doblada en un sufrir que no tiene explicación. Así día tras día, hasta este momento de mi vida.

Anoche decidimos ayudar a mi abuela a limpiar su ropero. Ella ya no tiene fuerzas y vive cada día sólo porque sí. Algo en su interior le impide partir, pero su espíritu le acompaña como solía ser y seguimos sus instrucciones. Abrimos las cajas una por una, revisando lo que la vida y ella han decidido guardar. El aroma de la lavanda y la naftalina se confunden, mientras cada recuerdo aflora entero a su memoria. Al final de las cajas, la última lata de galletas que ella recuerda haber disfrutado en la casa de su padre, antes de haberse casado, está llena de instantáneas antiguas y raídas de su vida. Sus ojos se le llenan de lágrimas cuando revisa una a una las memorias de su existencia.

De las fotografías salen algunas que le cuesta identificar. Las mira con más detención hasta que logra encontrar a sus protagonistas y su tiempo. Se pierde en recuerdos y habla de los actores de su pasado. Sus padrinos, sus tías, el padre, su caballo. De pronto, la imagen de un jinete, haciendo piruetas con su cabalgadura. Él no es mi papá, dice la abuela. Mira nuevamente la instantánea, descolorida por el tiempo y el encierro. No sé quién es. La fotografía de la feliz pareja, vestidos de novios, tampoco le dice mucho. Dejamos aparte esos retratos.

Hablamos de todo por un rato y luego pide que nos vayamos, porque necesita dormir. Las cosas para botar están todas en bolsas de plástico. Lo que queda para guardar, regresa a las cajas de viejos sombreros que retornan a sus espacios en el ropero. Sólo la vieja lata de galletas se queda olvidada a los pies de su cama. La foto del jinete y la de la pareja caen al suelo. Las recojo con prisa, junto las cortinas y cierro la puerta.

Me acerco a la ventana, donde el macizo de hortensias llena la visión, con sus coloridos pompones blancos, lilas y azules que atraen a las abejas y los colibríes. Veo las fotografías una vez más y de pronto el dolor en mis entrañas se hace presente. Veo mis manos manchadas con mi propia sangre y me detengo por segundos eternos viendo al jinete, siento su olor, veo sus cabellos. Recorren mis ojos la instantánea de la boda y por momentos me inunda la felicidad y me veo reflejada en los ojos del hombre que abraza mi cintura. Caigo en cuenta que son la misma persona. La mujer de la boda no muestra su semblante. Siento un aroma salvaje y profundo que atraviesa mis recuerdos con la fuerza del temporal. Veo mi sangre nuevamente. Escucho gritos. Tengo miedo. Desfallezco. Su mano. Su mano. Su mano.

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El Volantín

Compramos sin mucha emoción el pequeño volantín hecho en China, de plástico, esperamos reciclado, con la solapada esperanza que alcance a durar hasta después de quitarlo del envoltorio.

Mi niño contempla serio y analista el dibujo que indica cómo armarlo. Es tan adusto y grave, demasiado para su edad.

Leemos entre ambos las escuetas instrucciones y contemplamos el dibujo. Jamás he sido muy buena para estas cosas, dejo que la intuición me guíe con más certeza que un manual.

Armamos el pequeño cometa, que mi niño ha elegido, con una bandera nacional. Intentamos una vez, pero se viene a pique sin esperanza. Mi pequeño compañero empieza a perder su escasa paciencia. Se ha comportado toda la vida como un adulto y está lleno de los problemas y los pesos de ellos. Pocas veces ha disfrutado como un niño, entre niños. Su conciencia demasiado analítica le juega una mala pasada en cada aventura.

Acostumbrado más a los fracasos que a las victorias, mira el volantín sin mucha fe y en un arranque propio de él, se evade corriendo en la plaza, gritando: arréglalo tú.

Intento nuevamente y me sorprendo mirando con envidia otros volantines que se elevan molestosos frente a nuestros ojos. No puede ser tan complicado, todos estos artefactos que vienen del oriente, generalmente son a prueba de idiotas. Pero no me resulta, me siento como uno de ellos.

Finalmente, en un arranque de simpleza mental, respeto el diseño puro del cometa y amarro firmemente el hilo y de pronto, sin proponérmelo siquiera, está arriba.

Se acerca mi compañero emocionado y le entrego el volantín en sus nerviosas manos.

Ohhhh, ¡¡¡¡su sonrisa!!!! Eclipsa veinte soles alineados juntos. En este extraño y frágil momento mi corazón le toma una fotografía y desbordado por la euforia, ríe y esa risa escapa por mi boca. Todos nos miran, no me importa. Somos felices, triunfamos. En ese delgado minuto de nuestro tiempo, ganamos, sin dar mucho a cambio, sin pensarlo demasiado. Nuestros corazones vuelan tan alto como este pequeño volantín, en esta tarde de primavera, donde ciegamente creeremos que todo es posible.

Hoy me decidí a contar tu historia

Hoy me decidí a escribir tu historia, como parte de la mía, para explicarme en el futuro las razones de mi vida y porqué siento este dolor tan grande y este egoísmo infinito, al mirar tus ojos vacíos tratando de recordarme, Soy yo, tu nieta, la que ha vivido como tú nos enseñaste, pero como poder, si tú eres todo. Eres mi fuerza, mi raíz, mi vida entera.

No sabes cómo extraño vernos juntas tomando el té, hablando de cosas sin sentido, mirándonos a los ojos y sintiendo que la vida de ambas tiene una razón. ¿Te acuerdas? ¿Recuerdas las aspirinas para curar mi resaca? ¿Recuerdas las comidas y cada vez que se nos terminaba el azúcar? ¿Recuerdas quién eres? ¿Recuerdas lo que fuiste?

Hasta un punto no te culpo. ¿Cuál es el propósito de seguir recordando si lo hecho ya no se puede deshacer? Si lo que no fue, no lo será nunca. Te dedicaste a nosotras con devoción y porfía, jamás dejaste de ver a mi madre como la niñita que hacía rato había dejado de ser. ¿Fuiste feliz?

Siento que van a quedar para siempre sin respuesta estas preguntas, que estamos congeladas en tu tiempo feliz, donde eras capaz de todo, con esa fuerza magnífica que emanaba de tu ser, que años después la vi repetida hasta la abundancia. Alguna vez te pregunté el por qué, creo que nunca me atreví a indagar tan profundo. Eres tan completa que no tienes defectos para mí. He querido ser como tú siempre. He tratado de escucharte y de quererte más que todos los que te conocen, más que todos los que te han amado.

Mis primeros recuerdos son contigo presente, tus ojos verdes, tu cabello tan fino, sujetado siempre con lo que fuera. Era como una vergüenza, la gringa sin sal, te llamaban. Odiabas tu piel transparente y frágil, tu aspecto distinto, incluso tus ojos. Años después hubiera dado mi vida, por lucir como tú, tal vez ahora no estaría aquí, escribiéndote…. Pero esa es otra historia, que más adelante te cuento.

Me miras con tus ojos vacíos y siento que mi vida se ahoga en un recuerdo sin tiempo, que tú tratas de buscar con paciencia infinita, como buscando los hilvanes perdidos de tus costuras. ¿Donde estás ahora? ¿Qué te hace aferrarte a esta vida? ¿Estamos condenados a perder lo que más amamos, precisamente por amarlo tanto?. Siempre fue notable la precisión de tus recuerdos. Empezaste a anotar detalles en tus pequeñas libretas o en las que yo te regalaba, hechas con restos de mis cuadernos, que atesorabas entre tus recuerdos.

Tus fotos, ¿dónde están tus fotos? “Son recuerdos vacíos”, alguien me dijo una vez, «congelados en un minuto del tiempo que ya no vuelve, que te esclaviza y te tortura, porque ya no somos los mismos».

Olguita querida, me he vuelto una maniática del tiempo, me he vuelto gris y desesperanzada en este punto, desde que él me pidió que regresara. Tú siempre lo quisiste tanto. Intuyo que hasta el día de hoy sueñas que aparezca con su porte de príncipe, sus ojos alegres y sus fantásticos chocolates, que tú guardabas bajo tu almohada y te comías calladita, saboreando.

¿Cómo podemos empezar? ¿Por dónde? Los primeros recuerdos que tengo de ti son acompañando a mi madre en todo. Eras una constante. Te recuerdo doblando las sábanas, esas tan blancas y tan fuertes que tú misma cosías, con esa tela alba y perfumada por el sol y el jabón; que colgaban infinitas en el cordel. ¿Recuerdas nuestra casa?. Cuántas veces maldecimos vivir en ella, pero qué falta nos hace su espacio. Te imagino incansable, limpiando, lavando, inventando una nueva tarea para acortar el día, para darle un sentido, para no pensar, para olvidar, para vivir.

Te extraño ahora, incluso frente a ti. Extraño nuestras conversaciones, tu risa contenida, nuestros recuerdos, nuestro hogar. El calor, el sabor de tu comida, la dulzura de tus abrazos. Te extraño como si ya te hubieras ido, y no es así. Somos egoístas los seres humanos, Olguita, lo sé. Lo vivo en carne propia cada día, no puedo aceptar que ya no eres la misma, no puedo concebir que no estás más conmigo. ¿Nos preparas, tal vez? Aprietas mi mano y me pregunto si sientes que estamos conectadas. Me pregunto si sabes que voy a contar tu historia.

N de la R: Esta entrada la escribí hace mucho tiempo atrás, cuando mi querida abuela Olga Palma Müller aún estaba con nosotros y empezaba su lenta despedida de quienes fueron lo más importante en su vida. Un año después, en una fecha como hoy,  falleció a los 93 años. Descansa en la tumba que era de su madre, en el cementerio del pueblo donde ella y yo nacimos. Aún la extraño y recuerdo sus palabras, sus historias y su vida, parte de la que, con todo mi cariño, he compartido con ustedes, como un homenaje a ella, en esta bitácora.  Te quiero mucho Olguita.