El Bote

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Mary busca entre sus platos un cenicero. Esta disposición de las cosas en su casa del campo, como le llama, la desconcierta. No tuvo nada que ver, por alguna razón inexplicable y falta al respeto, pero ella francamente pasa por alto todo esto y se esmera en encontrar lo que busca.

Cuando lo tiene junto a ella, se da cuenta que hay otro en la ventana. Nos reímos divertidas y poniendo los dos frente a ella, disfrutamos el sol de la tarde, antes que las nietas regresen del agua y sus hijas empiecen a rezongar por los hechos cotidianos.

Conversamos sobre varios temas, saltando de uno al otro, sin orden ni suspenso, para no volver atrás. Mary no quiere volver atrás. Siempre me lo ha dado a entender. Sólo quiere que el día a día sea más sereno, que el tiempo avance lentamente y que pueda disfrutar de los escasos minutos de tranquilidad que puede robar. Por alguna razón sin sentido entramos en un diálogo que no tiene nada que ver con lo que hablábamos al principio, pero no me opongo ni trato de restablecer el tema anterior. Ella es así, divagante y sincera, honesta, graciosa, sin rencores, sin odios,  Mary simplemente.

Gregorio insistía en tener más hijos, pero yo ya estaba tan cansada de todo. Con las niñitas chicas, son cuatro, tú sabes, estaba hasta más arriba de la coronilla y más encima llegó doña Pepa a morir con nosotros. Pobre vieja, la trataron como la mona en la casa de reposo y vino a parar acá. Gregorio la trajo sin consultarme y se armó un despelote en la casa que ni te cuento.

Gregorio insistía. Yo creo que quería tener un hijo, pero estaba bueno de leseo, ya entonces estaba tan cansada de todo. Cuando iba al médico tenía que ir volando. Menos mal que Roberto, mi primo ya se había recibido de doctor y me ayudó a conseguir anticonceptivos. Era una locura. En ese tiempo no era como ahora. ¡Había que pedirle permiso al marido! Ahora las cabras tontas que quedan esperando guagua es porque quieren.

Me dieron unas pastillitas, me acuerdo, tan chiquititas, apenas las veía en la noche. Las tomaba a escondidas, para que Gregorio no se molestara. Venían de colores me acuerdo y yo las metía en un frasco de homeopatía, apurada y escondía el frasco. Si me preguntaba, tenía otro de los mismos y le decía que eran píldoras para el dolor de cabeza.  En ese tiempo me empezaron estas jaquecas horribles. A veces no podía ni moverme y las niñitas saltando encima mío, ¡qué tontera! Te imaginas con otra guagua…

Seguí así un buen tiempo, hasta que una amiga de Maryann, mi hija mayor, pasó unos días en la casa. Le comenté, porque ella estudiaba para matrona y casi se le cayó el pelo. Me dijo ¡tía, tiene que tener la pura escoba con las hormonas!, si cada pastilla tiene un color porque tienen una carga distinta que debe ser para el día específico del ciclo. ¡Vaya a ver un médico al tiro! 

Yo me morí de la risa y la cabra me miró como si estuviera loca. Fueron bien amigas con mi hija. Ahora parece que está en Francia.

El griterío de las nietas la interrumpe. Del mar aparece de pronto un bote a motor. Maryann viene a visitar a su madre, desde el otro lado de la bahía. Siempre le ha gustado hacer esas entradas tan espectaculares. Simpática y risueña, tiene una energía y un ángel únicos. La menos complicada de las hijas, muy, muy parecida a Mary.

Se abrazan. Maryann le deja un pequeño paquete con algunas cosas y se retira como una actriz de cine, saludando a todo el mundo, con una sonrisa de oreja a oreja. Mary sonríe también.

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