Dia 2: Disciplina

Acabo de comprometerme contigo, mamá, a llamarte todos los días, desde mañana en adelante, a las 13:30. Para que me contengas y yo a ti. Para hablar de lo cotidiano y por ahí dejar salir lo más íntimo, eso que nunca nos decimos, y que dada las circunstancias nos iremos contando a medida que pasen los días. Si en algo nos parecemos, es en eso.

Es increíble que, en los tiempos de mayor necesidad, la disciplina se hace indispensable. Lograr darle una forma definida a los días, con horarios, con tareas, con pequeñas metas, dándole sentido a las cosas para las que no tenemos explicación. Nos hace aterrizar a lo cotidiano, a lo más simple y nos hace apreciar lo que más amamos.

Siempre recuerdo a mi abuelita Olga cuando se trata de disciplina. Su día comenzaba muy temprano, con rituales muy estructurados y con metas muy definidas. Su desayuno era sagrado, hacer alguna labor manual era su forma de matar el tedio y los malos recuerdos. En verano su preocupación principal era las camas (hacía los colchones con sus propias manos, cosiendo la tela y las tiras que le daban la forma al colchón). En invierno, eran las tardes de costura, la limpieza de los pisos, los platos, las repisas; como si quisiera iniciar siempre un nuevo momento, todo ordenado, todo como a ella le gustaba.

Estoy segura de que esa misma disciplina me va a ayudar a vencer la procastinación; a hacer de esta cuarentena un tiempo memorable, fecundo, ágil, interesante. Ya escribir a diario me da un propósito y una tarea que me gusta; se me hace divertida y fácil de cumplir. El compromiso de llamarte, mamá le añade un detalle profundo, poder hablarnos bajo esta “emergencia” nos hace depender la una de la otra. Nos hace escucharnos más allá de los roles que la vida nos entregó, haciéndonos ir a un plano diferente. Somos mujeres, al fin y al cabo. Aprendí hace mucho que ese vínculo de dependencia ciega que tenemos en la infancia se había transformado en algo diferente, en algo mucho más tangible y mucho más humano. Ya no eras la figura omnipresente y omnisciente, eras alguien como yo, con dudas, con rabia, con miedo, con pequeñas sutilezas, con errores y con increíbles aciertos. No tenías todas las respuestas y tus hombros frágiles no podían cargar con todas las responsabilidades. Recuerdo súper bien ese día. Incluso hay una entrada en este blog para explicar ese momento. A partir de entonces te vi distinto y te quise distinto. Por un momento, debo reconocer que me sentí un poco estafada por la vida, pero luego entendí de que era lo que tenía que ser. Una vez más, lo que nos pasa siempre tiene una razón poderosa de ser. Sólo hay que darse cuenta.

Con disciplina entonces, me prometo a mí misma plantear un tema divertido para no caer en la nostalgia ni el dolor. Tener esperanza que esta situación es una poderosa razón de ser. Que saldremos fortalecidos, más sabios, más intensos en nuestra relación con los demás, porque eso es lo que debe mantenernos. Aprender a disfrutar el estar juntos, aprender a vivir como familia 24/7 sin salir corriendo porque tenemos algo que hacer en el trabajo o en la escuela. Tengo la suerte de tener a todos los que amo sanos y salvos hasta el día de hoy. Agradeceré cada día por eso, de ahora en adelante, con una pequeña plegaria. Eso también formará parte de mi disciplina. Como tú Olguita, que rezabas el rosario una vez por semana. El mantra de los católicos te hacía confiar en que todo iba a salir bien. Por eso te levantabas con energía y terminabas nuestras pijamitas con flores, hacías las conservas y te preocupabas de nuestros juegos ruidosos y torpes.  De eso hablaremos seguramente, mamá. Ya lo dejé por escrito, así se queda en mi memoria.

Dia 1: Miedo

Curiosamente, hoy es mi cumpleaños. Nunca he sido de grandes celebraciones y sin embargo, un trío de amigos valientes han venido a acompañarme. Mientras preparo algunas cosas para recibirlos, me acordé de este placer- terapia que se llama escribir. Tengo un colibrí curioso en la ventana y eso me parece un buen augurio, así que aquí voy.

En el pasado, escribir me ayudó a entender, mientras lo iba “verbalizando” procesos de dolor y pérdida. Hoy, en esta situación que estamos viviendo, espero la misma magia. Por ahí se vuelven a aparecen los que me contaban sus historias, para volver a escribirlas y darles voz a sus recuerdos. Quién sabe…

En situaciones límite es cuando uno ve la real naturaleza de los seres humanos. He repetido esta frase desde el inicio, tanto que la siento mía, tan mía que la defiendo y me da pena comprobar su veracidad.

Es increíble el poder que tiene el miedo, es increíble más bien el poder que NOSOTROS le otorgamos al miedo. Tal vez no tenga nada que ver con poder y si con una respuesta natural a lo desconocido. Necesitamos esa “alerta” o más bien, algunas personas lo necesitan.

Leí por ahí que Margaret Meade sostenía que la clave de la civilización y su desarrollo se había basado en la capacidad de la especie por ayudar. Ser capaces de cuidar a nuestros enfermos, a nuestros hijos, era el símbolo de nuestra HUMANIDAD. A veces creo se nos pierde ese símbolo, porque la precariedad de nuestras vidas nos hace vivir en constante miedo, en constante alerta. Tememos no tener tiempo, no tener los recursos, no estar a la altura, no poder ser más, y corremos incansables detrás de los conejos que la sociedad y los miles de “tengo que” nos pone a cazar.

Cuando las cosas cambian, como están cambiando hoy con esta emergencia sanitaria y como han cambiado en el pasado, con otras emergencias de distinto tipo, se nos pierde el conejo y nos paramos en seco preguntándonos cómo será todo de ahora en adelante. La incertidumbre nos paraliza, tal vez porque la naturaleza de lo cierto nos define. Todos esos “tengo que” son parte o se convierten en parte de nuestra naturaleza. Tengo que ser profesional, tengo que ser buena mamá, tengo que estar feliz, etc, etc

Es complicado sacudirse esos conceptos y entender que no son necesarios, que lo importante es (como dice el comercial) lo que va por dentro. El crecimiento es distinto en las personas, como las personas lo somos unas de las otras. Lo difícil muchas veces, es hacer lo que el corazón te dice. Escuchar lo bueno, lo valiente, lo inesperado de cada uno de nosotros es lo difícil. Aceptar esa diversidad ha sido motivo de ensayos de gente infinitamente más versada que yo.

YO? Siento que es posible ser mucho más humano, que la diversidad de nuestro pensamiento y nuestras acciones nos define como individuos y no como un colectivo de especie. Nos hace fuertes, tal vez tener el respaldo de la masa, pero son las ovejas negras, los disidentes, los libre- pensadores, los que se atreven, quienes han empujado a la humanidad un paso más adelante.

Sostengo con porfía que en estas situaciones es donde tenemos que estar preparados para sostenernos (valga la redundancia) entre nosotros, confiando y creyendo que podemos estar bien. Este país maravilloso en el que estamos tiene en su ADN la respuesta a esta crisis sanitaria o a cualquier otra. Hemos sido remecidos por los elementos más de una vez. Tenemos que ser capaces de encontrarnos con ese ADN y hacer lo que nos sale mejor: ser solidarios. Irnos de vuelta al huasito o huasita que todos llevamos dentro, a los niños que todos llevamos dentro y apoyar a los que tienen menos, tanto de medios económicos como de esperanza.

En el colegio donde cursé la Media, decían las monjitas que uno tiene que ser luz. Por años me pareció una frase vacía, hasta que me di cuenta de que se puede y cuesta tan poco. El esfuerzo por ser “luz” hace bien para el alma.

El miedo nos empuja, nos hace rebelarnos, nos saca por un rato de la inercia de la apatía, pero no debiese gobernarnos, no debiese apagar nuestra luz. Cuando era niña, aprendí que la oscuridad no era tal y que incluso en las noches más oscuras del invierno, si uno mira con atención, se ven pequeñas trazas de luz. Suena lindo ahora que lo escribo. ¿Será por eso que me cargan las cortinas?

Echaba de menos escribir y hoy tengo tiempo y ganas de hacerlo. Tenía miedo, pero a medida que avanzan los párrafos, lo voy disfrutando. Tal vez así sea todo, a medida que avanzas, vas perdiendo el miedo.

 

Día de los Muertos

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De pronto el cielo empezó a cubrirse de nubes inmensas, grises, algodonadas. El aire se hizo de hielo y un viento del noroeste barrió con las flores del magnolio.

Estaba en el balcón, como había sido mi costumbre desde que llegamos a este pueblo. La única diferencia es que ahora acariciaba con esmero mi vientre, rogándote que no hicieras ni un movimiento. Rogando ver los ojos azules de Esteban entre la muchedumbre. Rogando que todo este sopor melancólico tuviera un final, como cuando se despierta de un sueño y rogando que los homenajes al finado don Lico dejaran a mi marido ocupado hasta bien entrada la madrugada.

La luz se fue de pronto y comenzó a llover como si fuera Julio. Lo que más me había costado al llegar a este fin de mundo había sido caer en cuenta que las estaciones iban al revés. Que cuando en mi tierra estaban cosechando los melocotones, aquí enterraban a los niños por epidemias de escarlatina, tos convulsiva y tifus.

Me pesaba el vientre y me pesaba la cabeza con el golpeteo de la lluvia. Imaginaba sin descanso los besos de Esteban, mientras doblaba, apurada, la carta que mi empleada le llevaba ese día, escondida en la canasta de la basura. Ella me miraba con piedad, tomaba mi mano temblorosa y me contaba una vez más que ese día de los Muertos nadie hacía ninguna algarabía en sus casas. Se guardaba el más respetuoso silencio. Nadie echaba palabrotas, ni se faltaba al nombre del Señor. Se recogían las flores más primorosas y se partía en romería a los humildes cementerios, a darle compañía a los que ya habían partido. Me había descrito mucha veces el pasaje donde iban a parar los niños. Pequeños ataúdes con crespones blancos, rosas y celestes. El llanto histérico de las madres, el dolor, el dolor y el dolor.

Esta tierra estaba marcada por ese sentimiento. Lo habíamos comentado con Esteban, cuando empezamos a pasear juntos por la alameda. Cuando tomaba casto mis manos enguantadas y yo podía sumergirme en la tibieza de sus ojos. Esteban. Miro por la ventana como arrecia el aguacero y siento que nuestro hijo se acomoda en silencio, para no causar ningún problema. Ha sido un niño maravilloso, desde que tomé consciencia de su existir. Siento que no me cabe en el pecho tanto amor, como no cabe en el alma la dicha de verte cada mañana, cuando abres tu tienda y me dedicas una larga contemplación.

Nadie le falta el nombre al Señor, dijo mi empleada y se me quedó su frase en la memoria, mientras seguía de lejos la pompa fúnebre de don Lico. La viuda y sus hijos pequeños avanzaban detrás de la carroza, pagada con los rastrojos de su fortuna. Iban lento. Sabían que cuando el hombre ya estuviera en su lugar en el cementerio, una nube de acreedores les caería encima, como enjambre de langostas.

Ahora llovía a cántaros. Tal como la tarde que empezó nuestra historia. Cuando entramos apurados, quitándonos la ropa… una señora como yo no debe hablar de esas cosas; como tampoco debería estar encinta de quien no es su marido.

El cortejo avanzaba a paso cansino, hasta que los perdí de vista. Don Lico va a tener un lugar a este lado, donde sus deudos puedan ir a acompañarle. Donde puedan dejar un ramo de flores y rezar un Padrenuestro con sentimiento. Mis muertos están muy lejos; como están los tuyos, Esteban. La muerte nos obsesionaba. Nos sigue las pisadas muy de cerca, dijiste un día. No teníamos dónde llorar a los que nos habían dejado. Estaban lejos, al otro lado de este mar inmenso que nos había hecho replantear nuestra existencia. Nuestros muertos yacía abandonados. En un cementerio sin lápida ni nombre. Sin nadie que junte las letras de un Padrenuestro…

Tuve que cerrar de golpe los postigos. El viento azotó los suaves pétalos de mis magnolias y las arrancó de golpe. Vi como la fuente se fue llenando de ellas, como la lluvia causaba estropicios en la quietud de sus aguas. Se abrieron las nubes de pronto, en un último y agónico suspiro del día que ya se iba.

Pensé en ti, papá y tu lápida sin nombre. Henry la dejó de esa manera, para castigar tu suicidio. Tu falta de valor para enfrentar las deudas que te había dejado el exceso de confianza. Pensé en la joven viuda de don Lico. Ella le daba la mano a lo incierto. Este último despunte de luz seguro no le traería ninguna conformidad. Largos eran los días que le quedaban por delante. Dolorosa era la afrenta de pagar “las deudas de un caballero”

Se iría en silencio y con recato. Eso yo ya lo sabía. Dejaría sin mirar atrás, el fantasma de un marido que la había sumido en el escarnio y la burla, pero al menos había tenido a bien morirse cuando aún les quedaba algo. Su borrachera y la golondrina que anidaba en el techo de la farmacia hicieron el favor de despacharlo.

Al irse, renunciaba a tener a dónde rezar. A dónde buscar consuelo y respuesta a las preguntas que acompañan a los que se han ido de repente. Ella lo iba a hacer por su propia voluntad. Yo, había sido arrastrada por una promesa en el lecho de muerte y por el pavor de una vida en la pobreza o el claustro.

Ahora, mi consuelo estaba justo aquí, en mi vientre. Iba a afrontar lo que fuera necesario para tenerte a mi lado. Renunciaría a mis recuerdos, mis muertos, mis fantasmas. A eso y a todo lo que fuera. Eres mi fuerza vital. Mantener la frente en alto se me hace indispensable y me crea el hábito del valor. Camino nuevamente por el corredor. Aspiro el olor que dejó el aguacero. Cierro los ojos y pienso que nadie encenderá una vela por el descanso del alma de mi padre, y en su nombre, en el nombre de mi tranquilidad y de la luz maravillosa que siento en mi interior, busco los cerillos, desbocada, antes de que muera la última luz de este día.

La Reina Lagarta

Las Encantadas ya eran conocidas cuando Fa se estrelló en sus costas. Vestida de muchacho, con tatuajes de presidiario y hediendo a madera y ron, la bajaron en volandas porque era mujer. El capitán le espetó que era un riesgo de muerte tenerla y los marineros, uno por uno se fueron darnos turnos para verla desnuda. La dejaron en la playa, cubierta con una saca de patatas y una botella de agua fétida, como consolación y compañía. No sirvió de nada su discurso bien plantado, porque entonces como ahora, las mujeres de Las Encantadas sólo sirven para parir o para construir leyendas.

Dejó que sus pies de japonesa tocaran el agua de un riachuelo y mientras disfrutaba el baño de agua dulce, decidió que era ahí donde su viaje tenía que terminar. Había pasado muchos meses detrás de la ilusión de Jean de Saint Michelle. Había cruzado medio mundo para alcanzar su perfume de jazmines y sus cabellos de gitano. Había arriesgado su alma entera y aquí estaba, acariciando el tatuaje que hablaba de su encuentro, ese que Bomo, el maorí, le hizo en una noche de tormenta con más trance que tino, mientras el barco parecía que iba a zozobrar.

Miró a su alrededor y comenzó a caminar.

Había algo que Fa había aprendido con facilidad y que se le quedaría grabado su vida entera, las personas creen más en embustes y misterios que en verdades garrafales. Era más sencillo entonces, crear una fantasía de su persona; una leyenda de su nombre, para poder sobrevivir en ese fin de mundo.

Por razones del destino, y mientras se acuclillaba para orinar, salieron de las rocas dos lagartos de patas ágiles. Todos los nativos los llamaban iguanas. Fue una ocasión de celebridad y a los ojos de los chicos que la vieron desde lejos, era innegable que ella los había parido, envuelta en una saca de patatas, forastera del otro lado del mundo. Era muy clara su presencia. Su cabello fino de dos colores, su andar de gata. Los ojos como tizones amarillos y esa risa de cortesana que hacía confundir a los pájaros. El color de su piel era inconfundible, como también las dos iguanas gemelas que le acompañan donde fuera.

Se alimentaba de huevos y de lo que pudiera cazar. Pronto las personas de la isla y gracias a los cuentos de los chicos, la describían como un ser mágico, milagroso, salido de los sueños. Le ofrecían pequeños regalos; un cuenco con garbanzos, una pata de cordero, un poncho de colores, cuentas para su pelo. Fa lo recibía todo con respeto y guardaba celosa en su madriguera lo que no iba a consumir. Su mente divagaba en visiones que la mantenían despierta. Vivía entre sopores líquidos que alteraban su respirar. Amanecía con las primeras luces, tiritando como los marinos con escorbuto. Las primeras semanas perdió el pelo a mechones, tanto que los azores se lo llevaban colgando para hacer sus nidos, pero pronto le creció con fuerza y brillo. Empezó a usar las cuentas para ir armando trenzas y complicados peinados. Las iguanas la seguían de cerca, paseando sus colas frías por entre sus tobillos. El mar era de una vastedad y pureza indescriptible. No escuchaba por ninguna parte la voz de Jean de Saint Michelle.

De pronto, empezaron a llamarla la madre de las iguanas, pero fue Juan de Dios Almendra, zapatero de profesión, y buscador de tesoros por opción, quien le dio el nombre que haría la leyenda. La Reina Lagarta dijo un día, cuando la vio caminar en la playa con la puesta de sol. Su cabello al viento, con los colores que alteraban la paz de la aldea: rojo fuego y dorado de amanecer. Caminaba despreocupada, exhibiendo sus tatuajes con impudicia, apenas tocando el agua, mientras la iguana más grande le seguía desde cerca hipnotizada, como estaban todos los hombres desde que había llegado y habían notado su presencia.

Fue ahí cuando te vi, Lagarta bella y me deshice lentamente en el hechizo de tu nombre. Abandoné mi barco, mi estrella y mi nombre y me dediqué a seguir tus pies de japonesa hasta que el tufillo salado de las iguanas me mostró dónde estaba tu guarida.

Había elegido ese barco de su Majestad para hacerme hombre y buen soldado; pero tu visión surrealista fue más fuerte que mi hombría y que mi honor. Empecé a buscarte con método enfermizo, a dibujarte en mis libros de anotar las bitácoras de los barcos. A dejar mi deber inconcluso y compararte con el más fino atardecer. Jean era mi nombre y no iba a dejarte ir. Era más fuerte mi pasión por tus encantos, que la belleza primordial de estas islas.

Reina Lagarta, me postro frente a ti, intrigado y sin cordura. Me valen piezas de ocho los cuentos de tus ojos, tu pelo y tus pasiones. Tatué tu nombre en mi espalda, en la espina dorsal de mis anhelos y te sigo, mientras el mar consume la estela de mi paciencia y de mis días. Repito esa cantinela sin descanso, ensayándola a diario para cuando nos veamos cara a cara, mientras voy cerrando el círculo de tus andanzas; mientras escucho más y más cuentos de tu leyenda y veo como se me pierden tus huellas, lamidas por las olas, hasta que vuelven a aparecer, nerviosas, desdibujadas, herederas de una magia que no es tuya. Reina Lagarta; me hablas en sueños, huelo tus piernas de sol, sal y océano y espero. Espero que los círculos concéntricos se hagan más pequeños cada día. Mal que mal el destino nos ha puesto en este espacio. Jean es mi nombre y te espero en esta orilla, donde termina el mundo.

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Sofía

Sofiiiiaaaaaa…. Franco abre y cierra sus dedos como un niño y la persigue por la pequeña habitación. Sofiiiiaaaaaa, insiste y ese nombre le sabe a todo. No tiene la menor idea que a Rafael ese nombre, le sabía también a guerra.

Sofía, capital de Bulgaria, le atrajo desde la primera vez que la olió, como le pasó a Franco con esta Sofía. Don Giuseppe le había advertido de estos incordios de la vida.  A él le había sucedido, pero no fue capaz de prevenir al nieto de los avatares de un corazón insuflado de amor. De ese que duele si no lo tienes, de ese que lastima, que no olvida, que se pega a tu piel y tus recuerdos. Que se enrosca entre tus carnes y es parte de ti.

Sofiiiiaaaaaa. Ella ríe con esa sonrisa arrebatadora y suave. Con aquellos ojitos tímidos, pero fieros. Y lame la mano. Pasa su lengua pegajosa por la mano de Franco. Los avatares del destino, pregonaba don Giuseppe. Seguro no tenía idea de estos avatares. El LCD  disfrazado en el póster de la película se cortaba en pedacitos iguales y cada uno es una dosis. Somos- la-voz-de -Dios, vociferaba Franco por el parlante del viejo gramófono, antigüedad atesorada por su abuelo, entre muchas otras cosas valiosas. Porque si algo había en la vida de Franco era dinero. Dinero y nada más.

Los cuidados de la Rosa no fueron suficientes para quitarle el frío del corazón y la porfía del carácter. Los correazos de don Giuseppe tampoco fueron suficientes. Esa pena de mierda. Esa lástima maldita. Los padres muertos, el niño abandonado. El cliché tan típico. Tan repetido. Luego de la zurras… los perdones. Luego de las cagadas, los abrazos. Don Giuseppe estaba viejo, cansado, perdido, agotado, podrido.  Entre sus penas de hombre viejo, de viudo amargado y de viajero empedernido se hacía un tiempo en la precariedad de su corazón para darle cabida a este chico.  Pero el chiquillo era demasiado, aunque parte de su propio corazón. ¡Su familia! Pregonaba. Lo más importante… Pero no le alcanzaba el carácter para enrielarlo. Hasta que un buen día se dió por vencido y lo dejó al descampado de la vida, sin más ayuda que los ceros a la derecha de su abultada billetera.

Cuando Franco llegó a la edad de beber solo, lo hizo y en grandes cantidades.  El líder. El que mueve las masas. El héroe. El más bello. El más galante. El más loco.  Con su banda de hip hop recorriendo la ciudad. En especial los barrios bajos. Lo más abyecto, lo más vil. El barro. Los campamentos. Los hacinados. La violencia. Las drogas duras. Las peleas. Los desfigurados. Los sin esperanza. El dolor.

Sofiiiiaaaaaa. No le costó nada conquistarla, pero fue un dolor enamorarse de sus ojos cargados de Kohl y pasar por alto sus desaires. Y el padre. El padre.  Rafael era un buen hijo de puta. Había visto la expresión de su rostro muchas veces. Era un mal parido. Un engendro vestido de caballero con la entrañas al rojo vivo. Amaba la violencia más que a nada en el mundo y pregonaba de moral y buenas costumbres, con el sexo al aire. Un incordio, hubiera dicho su abuelo. O tal vez no hubiera dicho nada, porque don Giuseppe llevaba el mismo diablo entre el pecho y la espalda. Como él. También.

Sofia. La niña de mis ojos. Mi único corazón. Eso gritaba ronco en sus canciones que le sabían a gloria. Llevaban tres semanas en el departamento y era el tiempo más maravilloso que hubiera podido recordar. Cuando empezaron las llamadas de su familia, Franco le preguntó qué quería. Y se le heló la sangre cuando ella dijo: «Sólo tú». Era lo que esperaba, pero no sabía lo que significaba. Y se sorprendió de lo que encontró. Ahora no podía separarse de ella.  De esta Sofía contestataria, alucinante, alucinada. Bella, frágil. Sólo su voz le alimentaba. Y sus excesos. Cómo le gustaban sus excesos. Don Giuseppe le dijo que basta, pero estaba tan lejos y eran tan poco importantes sus palabras. Hasta que el viejo lo despertó una mañana en sueños y le dijo claramente, ahora hijo mío, vas a ver lo que yo he sufrido.

Fue entonces cuando Sofía empezó a vomitar por las mañanas. En su desespero, alguien les dijo que buscaran a Sandra.

Baghdad. La Noticia

Michael siempre recuerda a Sean como si se tratara de un hermano. Ese  hermano que nunca tuvo. Ese hermano que le hace falta ahora que apreta entre sus manos el reloj que le dejó. Se ríe sin querer mientras lee lentamente y por tercera vez la carta que le escribió desde Bagdad. Hablaba del polvo de los caminos, de la abulia de sus soldados y de un curioso corresponsal que se empeñaba en seguirlos a todas partes y que tuvieron que amenazar con rifles cargados para que dejara de perseguirlos.

La suerte estaba hechada, decía a menudo, como aquella vez cuando lo subió de un tirón al bote que bogaban en aquel río cerca de Colorado. Michael no recuerda el nombre del cauce, pero sí  que las aguas estaban heladas y que su borrachera se le espantó en un segundo. Levantó su copa a unas chicas que iban cruzando el puente carretero justo sobre sus cabezas. Ellos habían consumido más ácido del aconsejable y bebían lentos sorbos de ginebra. Michael hizo una reverencia afectada, alzó su copa en un elegante brindis y de pronto perdió el equilibrio. Sus gruesos pantalones de pesca lo arrastraron al fondo. Sean era corpulento, pero el esfuerzo de levantarlo para no perderlo entre los rápidos, le hizo sangrar su nariz. Tal vez había sido mucho ácido. No importaba. Rieron hasta perder el aliento.

Ahora Sean ya no estaba. No quedaba más que el reloj que dejó entre sus pertenencias ese día, antes de salir con su batallón. El artefacto había reflejado el sol un día durante una excursión de reconocimiento y el simple brillo puso en peligro a toda su compañía. Michael nunca entendió como rayos Sean se había hecho soldado y con qué rapidez escaló en el rango. Era su hermano, su mejor amigo. Su cuerpo había quedado regado en el suelo seco y polvoriento de Bagdad, junto con ocho de sus soldados. No tenían ni una chance, dijo el capitán que le entregó el reloj, intacto, limpio, frío, con aquella correa de cuero que compraron juntos en México. Sí, México. El peyote, el tequila. Los mariachis y su chapuceo en un español patético y altisonante, mientras comian burritos bien condimentados.. . Ahora no estaba Sean para comer burritos. De hecho, aún no había descubierto ningún restaurant mexicano en esta tierra en la que se había quedado.  A su mujer no le gustaba la comida mexicana, ni a Sean le gustaba su mujer.  Tampoco le gustaba Joan, pero eso era distinto. Habia sido Sean quien habia visto al abogado de la familia abandonar a horas injustificadas la casa y había sido Sean con quien se topó Joan cuando compró el test de embarazo en la farmacia, mientras Michael estaba a cientos de kilómetros, sintiendo pena por sì mismo, declarando tres veces al día que era un maldito adicto y que su vida entera era un fiasco.

No tuvieron ni una sola oportunidad, repitió el capitán esa vez  y Michael volvió a escuchar las letanías del centro de rehabilitación y a ver la sonrisa de Sean cuando lo fue a buscar aquel día, antes de que se fuera a Irak, antes que Joan le pidiera el divorcio, antes de venir a Valparaíso, antes de que Sean muriera. Antes de todo.

En Bagdad, Michael miró con calma el campamento y tomó su cámara. Gastó dieciseis rollos de película y empacó. Guardó el reloj de Sean envuelto entre su diario y unos calcetines y se marchó. Todo olía a limpio. A  jabón de tocador. A sal de mar, en el medio del desierto. Caminó por la ciudad con extremo cuidado, saludando a los soldados que encontraba a su paso. Sean lo seguía en los recuerdos, escuchaba su voz. Lo veía en cada uniformado. Estoy alucinando buddy y no he consumido nada. No podrias creerlo. Se rió nervioso. Vió otra vez las aguas del río estrellándose contra su cara, aquella mañana de mayo, tantos años atrás.

No vas a creer lo que yo voy a contarte, le dijo la voz de Sean otra vez, mientras doblaba la carta con cuidado y se ajustaba el reloj en la muñeca. Era el mismo tono que usó para decirle lo de Joan y el abogado de la familia. Era el mismo tono.

Kigali. Los Recuerdos

En el revoltijo que era su escritorio descubrió las huellas del paso de Sofía. Descubrió que había leído, antes de partir, los apuntes sobre su estadía en Kigali y sintió pena. Pena de si mismo, de su propia suficiencia. De su notoria falta de visión. De la disolución innevitable de la familia que había defendido con tanto ahínco. No sabía para dónde ni cómo. La sensación de perder el rumbo le molestaba y a la vez le fascinaba. Era la única razón por la que había mantenido su relación con ella.

Kigali siempre le había sabido a lo mismo.  A pérdida. Perderse entre las aldeas, entre los cuarteles militares. Perderse en angostas callejuelas, buscando algo que no sabía qué era. Vagaba intoxicado por las escenas, por los contrastes, por las posibilidades. Era libre y jamás había logrado reconocer esa sensación como un sentimiento sensato. Hablaba con su padre entonces, con la misma confianza con que hablaba hoy. Pero el padre de aquellos años, no era el mismo de ahora. La partida de Sofía había sido un golpe duro para el viejo. Sumado a su nuevo divorcio y a la certeza clara que tenía cáncer. No, no había sido un buen momento. Rafael se sentía vagando nuevamente en Kigali. Aspirando el polvo de las calles, los olores saturados con la sangre de las víctimas. El miedo. Sí, el olor del miedo.

Intentó llamar a Sofía, pero fue directo a su buzón de voz. Dejó un mensaje. No supo bien qué decir y ahora que lo analizaba, le sonaba metálico. Tal vez por eso Sofía se había ido. Ordenó con pereza su escritorio, en un ejercicio que practicaba siempre antes de tomar grandes decisiones. Archivó las fotografías y entremedio de unos papeles con frases sueltas, vio la carta de su hija.

Ella estaba en la peluquería. Los recuerdos de la tarde con Rafael le dibujaban una sonrisa coqueta. Parecía el gato que se había comido al ratoncillo, dijo la manicurista. En ese lugar, adoraban a Michael, que iba con frecuencia a hacerse las uñas y recortarse el cabello. Su acento gringo era motivo de risas nerviosas de las chicas del salón. Sus bromas y sus fantásticas propinas, hacían que todas lo esperaran como a Santa Claus. Ella estaba saturada del guión. Siempre lo mismo. El tipo simpático, adorable, divertido, el siempre sonriente. Sentía pena por la imagen que Michael  había construido para si. Distaba mucho de la verdad. Aquella verdad pesada y amarga que ella conocía tan bien. De pronto, arqueó la cejas y un mohín de rabia se le dibujó en el rostro. ¿Por qué estaba rodeada de cobardes?

Rafael leyó una vez más la carta de Sofía. Era la quinta vez. El papelito, escrito con su letra de niña de colegio descansaba sobre la mesa, mientras él analizaba lentamente las palabras. Entendió que no había nada más que hacer. Al llegar a ese punto, una sombra cruzó el umbral de su despacho. Era la madre de Sofía. Le recriminó lentamente cada una de sus faltas. Le explicó pausadamente sus sentimientos. Quería de vuelta a su hija. Sufría lo insufrible. No había dormido en días y esperaba literalmente pegada al teléfono que la niña diera alguna señal de vida. Dijo al final, antes de soltar las lágrimas, que era todo culpa suya. Sus constantes viajes. Había cambiado y lo seguía haciendo. Limpió sus ojos con un pañuelo de papel y cerró la puerta por fuera.

Fabiola la llamó para ir a tomar un trago. Acababa de llegar de París, en su quinto viaje e intento por quedar embarazada. Esperaba con ansias y profunda ilusión, al principio. Ahora, lo hacía sólo por cumplir con Carlos, su compañero de toda la vida. Ella estaba impecable. Se sentaron en la barra y ordenaron dos Manhattan. ¿Cómo no? dijo ella. Antes de tomar el primer sorbo fueron juntas al baño y aspiraron una línea. Rieron como en sus tiempos del colegio y volvieron a la barra. Fabiola sentía que su razón de ser era sólo un mero trámite hasta quedar embarazada.  No se sentía segura si era eso lo que quería y confesaba por primera vez y en voz alta que podía vivir bien sin ser madre. Ella recordó su último encuentro con Rafael. Sus caricias, sus obscenidades, su sudor, sus abrazos y cayó en cuenta de un detalle que iba a cambiar todo.

Kandahar. La Noticia

Sus brazos colgaban de la cama. Rafael la miraba con la misma expresión entre divertida y culpable que ponía siempre, después de hacer el amor con ella. Elegían la misma habitación del mismo hotel discreto, en el barrio alto de la ciudad. Se estacionaban en distintos lugares, lejos uno del otro y se reunían en el cuarto. Un plan perfecto, una puesta en marcha impecable, sin errores. Probada  constante y morbosamente, en los últimos siete años. 

Rafael sabía que ella había bebido la noche anterior, como sabía también que se drogaba con frecuencia, que nunca amó a Michael y que su falta de ternura era lo peor para ella. También sabia que ella había leído con calma y con cuidado, en sus expresiones, cada uno de los episodios tristes de su niñez. Que podía entender su sarcasmo y sus críticas agudas. Sabía de su fascinación absoluta por la guerra y mucho más.  Ambos se conocían muy bien. Y fue por esa razón que ella le preguntó qué andaba mal. Qué sucedía de nuevo en esa cabeza perturbada, insana, maliciosa. Aquella cabeza llena de ideas que ella hubiera querido retirar una a una, para auscultarlas bajo el microscopio de su corazón, hasta averiguar a ciencia cierta si Rafael le amaba tanto como ella a él.

Sofía había abandonado la casa, le dijo de golpe. Se enteró apenas llegó y leyó veinte veces la nota escueta que dejó en su escritorio, entre sus papeles más queridos. Se había ido del hogar familiar para vivir, a sus jóvenes dieciséis años, con un muchacho que había conocido en un concierto de hiphop.  Rafael no mostraba huella aparente de dolor. Ella se envolvió en la sábana y escuchó con atención la historia. Pidió dos aguas minerales y sacó de su bolso un par de calmantes. Se le partía la cabeza.

Sofía era la hija preferida. La primera cuerda a tierra que le ataba a este país. Por ella había mantenido siempre la rutina de ir y volver, en la misma secuencia de días, en las mismas estaciones del año, durante todo este tiempo. Eres como el zorro, le dijo una vez, cuando leyeron el Principito juntos.  Nunca se había percatado de que Sofía le conocía como nadie en su entorno familiar.  Leía entre líneas sus artículos y se sentía desamparada ante el cuadro repetido hasta la abundancia de dolor y balas. Alguna vez le consultó si él estaba de acuerdo con los hechos descritos con tanta pasión en sus artículos, pero debido a su inexperiencia y candidez, fue incapaz de acertar con la frase adecuada. Rafael esgrimió entonces una respuesta conocida, un discurso de libro. Un abrazo y un buenas noches.  Fue entonces cuando Sofía comenzó a indagar entre sus papeles, en su ordenador y en su móvil.

Ahora Rafael le miraba a ella y luego de contar los hechos, cayó en conclusiones evidentes que nunca había querido ver. Recordaba los ojos dramáticos de su hija, con aquella línea de Kohl demasiado pronunciada para sus años, su cabello planchado con detalle y teñido de negro azabache en un look entre triste y decidido y se percató de que no la conocía. Sin embargo, su hija tenía esa ventaja sobrada sobre él. Sabía de sus justificaciones siempre cursis por su trabajo y sus viajes. Sabía sus claves bancarias y cómo manipular su teléfono. Sabía que tenía una amante. Sabía que no quería a nadie sino a él mismo y sabía también que nada de lo que pudiera hacer, podría importunarle tanto como la certeza de que no habría otra guerra. En un punto, Sofía se había convertido en lo que él más amaba. Un conflicto. Tal vez eso la reconfortaba y tal vez por eso decidió fugarse, digo Rafael. Tal vez.

Tomó su cabeza entre las manos y buscó lentamente las palabras. Pero con ella ese ejercicio no le resultaba. Se le agolpaba todo en desorden, los sonidos y los recuerdos. Los tiempos compartidos y los que pasaron a través de la línea de un teléfono, que traía la voz de Sofía con cinco segundos de desfase, como le había traído la voz de ella tantas otras veces. Como le había traído las voces de todos a los que siempre llamaba y que probablemente no le importaban tanto como las escenas macabras que había acabado de presenciar. Eso le llenaba más que nada otro. La miró con profunda desolación y entendió por primera vez en estos siete años de sudor, de frases obscenas, de cuerpos desnudos, de aguas minerales y de besos apasionados, porqué ella bebía como un marinero. Porqué de vez en cuando, llenaba su cuerpo con sustancias tóxicas que la moral y las buenas costumbres de Rafael jamás hubieran acercado al suyo y por qué le amaba tanto.

Miró la pantalla de su móvil. Debía irse. Aún quedaba mucho por resolver y su ticket de vuelta a Kandahar no era modificable. Le dió un beso en la mejilla. Sacudió su ropa por si alguno de los cabellos de ella se había colado entre su camisa o sus pantalones. Salió, cerrando la puerta despacio. Tomó el elevador. Y el mensaje escueto de su hija en el móvil, le avinagró la sangre: «No me busques. Estoy de maravilla. Mucho mejor que antes. No me busques. No me vas a encontrar».

Baghdad. La Decisión

Michael apagó la televisión. Eran las tres de la mañana. Las tropas norteamericanas habían entrado a Baghdad. Era el 20 de marzo del año 2003.

Se habían conocido en el aeropuerto, junto a la cinta transportadora del equipaje. Ella venía llegando de aquellos sitios con playa y quitasoles, tan de moda entonces. Michael había venido a visitar a un amigo, autoexiliado en este país contrastante, que se proponía fotografiar con detalle. Las heridas de su divorcio habían sanado. Lo notaba en su trabajo, cada vez más luminoso, cada vez con mejores instantáneas. Su sitio web, en pañales, mostraba fotografías de su natal Boston. Tocó la mano de ella al intentar alcanzar la maleta. Le llamó profundamente la atención sus ojos, vivos, inteligentes, pero cargados de sueños rotos. Ella no había curado ninguna herida con ese viaje. Había hecho de todo, menos olvidar. Como en las películas, todo sucedió muy de prisa. Michael no esperaba el certero estoque del amor. Ella no esperaba nada. Nunca esperó nada.

Eran animales de juerga. Michael conocía a todo el mundo y todo el mundo le conocía a él. Cambiaba su seño siempre adusto y los ángulos cerrados de sus pómulos, cuando bebía. Se transformaba. Reía. Cantaba arriba de las mesas. Siempre reían. Los asados y las reuniones después de las exposiciones. Los viajes. Siempre los viajes. La fascinación pueril de Michael por los viajes. Su miedo a las alturas. A lo desconocido. A los hijos. Al futuro. Todo se perdía detrás del lente de la cámara. Todo se escondía detrás de las fotografías premiadas que adornaban su departamento. Todo se escondía.

El tiempo pasó, como pasaban las fotografías en la cámara de Michael. Viajaron. Una mañana, bajo el cansado sol de la tarde, con Valparaíso de fondo, él le pidió matrimonio. Ella aceptó, como hubiera aceptado a cualquier otro que le hubiera hecho evadirse de la misma manera que lo hacía Michael. Sentía algo que se asemejaba, en sus sueños, al amor.

Fue entonces que Rafael apareció en su vida, como aparecía todo lo que le remecía por completo. Sin anuncio. Entró una mañana, a la oficina donde ella trabajaba, buscando a uno de sus colegas. Se vieron y el sudor les cubrió la espalda. Sus bocas se secaron y por primera vez, ella escuchó su voz.  No hacía mucho que había aceptado la propuesta de matrimonio de Michael. Rafael la invitó a salir. Ella rehusó, con la risa nerviosa que le embargaría, en lo sucesivo, ante sus proposiciones. Sabía el destino final de la salida. Se reconoció débil frente a sus argumentos, a su voz  y a la fiebre que la golpeó. A sus ojos reflejados en los de él, con el mismo deseo. Prefirió aguardar. Él se las arregló para conseguir el número de su móvil y comenzó a llamarla.  A todas horas. A cada momento. Se contaron todo y se acostumbraron tanto a la voz del otro, en aquellas largas conversaciones telefónicas, que lograron adivinar los estados de ánimo y las verdades y mentiras que mencionaban. Mientras él redactaba sus artículos en casa, la llamaba  a escondidas, para decirle obscenidades y reírse con su risa. Insistía en verla. Ella rechazaba cada vez con menos energía.  Michael voló a Estados Unidos. Su mejor amigo, teniente de las fuerzas de ocupación, había muerto en Irak.

Rafael la llamó esa misma tarde y quedaron de verse. La conversación en el restaurant fue totalmente innecesaria. El café también. Tomaron la decisión sin mirarse y al llegar al hotel, se amaron hasta que el día terminó por completo, como si lo hubieran hecho desde siempre. Tomaron una ducha juntos, recorriendo el cuerpo del otro, hasta aprenderlo de memoria. No acordaron nada. No había necesidad. Cada uno condujo por su lado, de vuelta a casa. Rafael se iba a Baghdad al día siguiente. No podía perder la oportunidad, dijo y fue entonces que ella se dio cuenta de cuán fascinado estaba con la guerra.   

Escribió el artículo sobre el conflicto más premiado en su idioma. Una sonrisa de triunfo le llenaba la cara en la fotografía que le envió, días después de recibir el premio. Su anillo de casado brillaba al lado del galardón. Ella firmó el acta de su matrimonio con esa imagen todavía quemándole los recuerdos. Michael había comprometido un trabajo de antemano y viajaron al desierto más árido del mundo, de luna de miel. Todo lo que recuerda de ese viaje no está plasmado en las instantáneas que su esposo tomó como parte de la exposición. Todo lo que recuerda es lo que, día a día, le aleja de él. Curiosamente en ese viaje, Michael comenzó el primero de una serie interminable de Manhattan, que son la única amalgama que parece mantenerlos juntos.

Kigali. El Comienzo

Siempre se había preciado de ser empático y un agradecido de la vida. De mirar en los ojos de sus hijos y sentirse plenamente feliz. Nada podía empañar ese sentimiento. Cuando pensaba en ello, su rostro se iluminaba con una sonrisa amplia, dulce, completa. La misma que dibujaba Sofía, su hija mayor, en los soles arriba de las casitas de papel del jardín de niños. Era el invierno de 1993.

El General Romeo Dellaire apareció en televisión con su uniforme color caki, contando la cantidad de brazos por un lado y de cadáveres por el otro que habían dejado las tropas de los Interahamwe. Por primera vez, una matanza tan atroz era mostrada al mundo de la manera suscinta y aséptica de la televisión por cable. Algo dentro de Rafael se removió. Algo que aún hoy no podía explicar con claridad. Ni siquiera a ella era capaz de decirle qué había sido.

Buscó con frenesí sus apuntes de la universidad y su título. Liquidó en un dos por tres el depósito a plazo que tenia reservado para las próximas vacaciones en Miami y compró un pasaje a Africa. Su padre lo miró perplejo cuando fue a despedirse y terminó de entender que no conocía a su hijo. Aún pensaba que era el niñito temeroso que recogía todos los sábados para ir al parque de diversiones. Los momentos compartidos a medias, por media familia. La separación de sus padres siempre afectó a Rafael más de lo que se atrevía a declarar. Eso lo sabía ella después de muchas veces que le escuchó la firme determinación de no separarse, por ningún motivo o circunstancia. De declarar que «no le haría lo mismo a sus hijos».  Era siempre la piedra de tope. La causa de sus conflictos. Lo que la empujaba a sumergirse en aquellos Manhattan. Ahora eran los Manhattan, pero siempre había bebido. Mucho.

Rafael llegó a Kigali, con la esperanza tonta de encontrarse con el General Dellaire, pero el conflicto había pasado la cresta de la ola de los medios. Habían otras cosas que atrapaban la atención de los televidentes. Otras cosas más importantes. Más fáciles de explicar, enunciaría él en su primer reportaje. Aquel que le costó dos resmas de papel escribir. Había perdido la práctica, diría más adelante, pero la verdad es que estaba extasiado por el morbo. Intoxicado con los colores y las complejidades del continente. Paralizado de terror por las incursiones armadas que se escuchaban cada noche. Los soldados que quedaban dando vueltas, le aconsejaron con paciencia que abandonara el lugar. Que llamara a su medio de comunicación para que lo evacuaran. No había tal medio. Estuvo escondido en un cuartel, atemorizado, por dos días pero no era del tipo «héroe». Tomó sus cosas y partió.

El resto lo terminó en El Cairo. Siempre había querido ir y la distancia, el cambio de paisaje y de cultura le dieron el ángulo preciso para terminar la historia.  No estaba muy seguro a quién se la había escrito y los fax que intercambiaba con su padre no le daban claridad de la razón. Extraña a sus hijos más que nada otro. No sentía el desarraigo absurdo del que hablaban todos los que conocía y que habían estado lejos. Estaba a gusto. Se sentía raramente feliz. El vallet le comentó que no había visto a otro periodista de su país en al menos seis años. Eso le dio la clave y mientras escuchaba en la televisión que el genocidio de Ruanda fue financiado, por lo menos en parte, con el dinero sacado de programas de ayuda internacionales, decidió darle un giro a su historia. Modificó lo necesario y se la envió a su hermano. Los cheques por los derechos no tardaron en ser depositados en su cuenta.  Llamó a su esposa. Habló con sus hijos. Llamó a su padre. Pagó el hotel, compró souvenirs;  algo que se le haría una costumbre, empacó y regresó. Nunca vería un machete de la misma manera. Nunca sentiría nada de la misma manera. Ya no era el mundo de la misma manera. Se lo comentó a ella tiempo después, cuando la conoció y sintió que sus piernas le temblaban. Cuando la miró con deseo y vio replicada esa mirada en los suyos. Lo mismo. Como si se conocieran desde antes.

Kandahar. El Encuentro

Habían sido dos Highball y tres Manhattan. Hasta ahi recordaba con precisión enferma cada palabra dicha, cada ataque de risa  y dónde había escondido las llaves del automóvil para no ceder a la tentación de salir del departamento. Luego del cuarto Manhattan, no había nada más. Sólo la profunda sequedad de la boca y la sensación de ir saliendo de un barco. Los brazos le anclaban a la cama. Encendió la luz. Vio la fotografía magnífica con que Michael había ganado aquel premio que había cambiado todo. La puerta del baño estaba abierta y entonces recordó.

Rafael acababa de bajarse del avión. Eso dijo apenas la vió. Su cara era la misma, su voz era la misma. Por segundos le observó hasta situarlo en la última escena en que le recordaba.  Algo, sin embargo, había cambiado. Tal vez eran las líneas de la comisura de los labios, tal vez eran las nuevas canas que brillaban con la luz del mediodía. Tal vez era su pelo que empezaba a ralear de la frente. Aún usaba el mismo anillo de matrimonio en el dedo anular. Eso no había cambiado, como no había cambiado esa risa altisonante y tonta que siempre aparecía junto con el sarcasmo sin tregua de sus conversaciones.

Dijo que venía llegando de Kandahar, con la misma soltura de quien dice que viene del supermercado. Así era él. Viajaba a los lugares más ignotos y parecía,  por sus palabras, que no era nada. La fascinación infantil de Michael por los viajes contrastraba groseramente con la parquedad en la experiencia de Rafael. Su voz. Su voz seguía siendo la misma. Pausada, clara, grave, con aquellas expresiones vulgares que rompían el molde de su discurso siempre correcto. Las medallitas de bautizo que colgaban de su cuello, estaban donde mismo. En ese cuello maldito que tanto amaba. Podía respirarle. Podía recordar claramente el olor de su piel, más allá de los perfumes comprados en cada Duty Free donde paró, en esta vuelta nueva al mundo. Vengo llegando de Kandahar, dijo nuevamente y acarició nervioso su barbilla. ¿Quieres un café?, preguntó por decir alguna cosa y juntos enfilaron al primer Starbucks que había en la avenida. Hablaron por dos horas, sin parar. Dejaron en silencio los teléfonos móviles y callaban por segundos, para escrutarse con ojos inquisidores. ¿Aún sigues con el gringo? preguntó intespestivamente a lo que ella contestó, ¿aún sigues con tu esposa? ¿Cómo están tus hijos? ¿Cómo está tu gato y los sobrinos? rebatió él. Rieron.

Kandahar estaba tomada por las tropas de las Naciones Unidas. Varios bunkers de soldados se levantaban aquí y allá. Cientos de mercenarios había aparecido apenas comenzaron las hostilidades. Como guardaespaldas. Como constructores. Como plomeros. Incluso como traductores en una babel extraña y difícil. No es necesario dominar ninguna lengua, dijo Rafael. Estuve cómodamente por tres meses, sin que me esforzara un ápice en hacerme entender. No había mucho de entretenido, pero en una zona en guerra, ¿qué puedes pedir?. Un café de Starbucks replicó ella. Sí, eso sí.

Por años Rafael había trabajado administrando los negocios de su padre, hasta que mandó todo al diablo, en un arranque que él mismo no supo explicar. Desempolvó su diploma de periodista, tomó el primer avión a la zona en guerra de entonces  y empezó a escribir. Escribió con mucho dolor, con mucha valentía y con mucha verdad. Eso lo decía siempre, dando por sentada su propia leyenda. Escribió hasta que le dolieron las coyunturas y se averió el teclado de su ordenador. Escribía día y noche. Escribía, dijo entonces, por todas las voces que estaban ahi. Por todas las historias que no podían ser contadas a los medios tradicionales. Por todos aquellos que no sabían si sobrevivían otro día más. Escribía. Escribía. Escribía.

Vendió sus artículos a revistas y se hizo conocido. Hubo otro conflicto y partió. La adrenalina de ser corresponsal de guerra se le metió duro entre pecho y espalda y no hubo forma de sacarla más. Nunca consumió drogas. No tomaba alcohol, pero estaba definitivamente envenenado con el horror y las balas. Con el polvo de los jeep militares y la rudeza de las tropas. El ruido de los fusiles. Los bombardeos de colores. Con el dolor. Con las mismas preguntas repetidas hasta el infinito en todos los conflictos armados.

Quiero salir de aquí ahora, dijo de pronto. Y ella lo miró. No podía acompañarle. No podían ser los amantes recurrentes que habían sido hasta entonces. Michael estaba en casa. Tienes doce llamadas perdidas de tu mujer. Quiero verte sin ropa, dijo Rafael. Debo irme. Debo irme ahora, dijo ella. Pero mañana. Veámonos mañana. Y alli estaban de nuevo. De acuerdo. La frialdad del plan. La traición premeditada. La calentura espesándoles la sangre.  De nuevo. Como siempre. Ella llegó a casa y preparó el primer Highball. Michael aún no llegaba. Quiero lamer tus pezones, decía el mensaje de texto. Sonrió y apuró el sorbo. Mañana, dijo en voz alta. Mañana.

Chinita

Antes de terminar de abotonar su camisa, Pedro Torres Apaza acaricia la estampita de la Virgen de Andacollo y agradece en silencio el favor concedido. Luego, guarda con cuidado la imagen en su bolsillo, se pone el saco, se cala el sombrero, le da un beso de despedida a la mujer que ha tenido a bien recibirlo en su cama, esa noche y se marcha, en silencio y en secreto, como los zorros. Al día siguiente, recordará con profunda gratitud los muslos tibios, la boca jugosa y las caricias perdidas en la complicidad de la noche, entre el frío y el polvo del desierto.

La Chinita lo protege en sus andanzas. Lo tiene claro desde que tiene uso de razón. La Chinita les pertenece y ellos a la Chinita. En la delgada cuerda que separa los tiempos, un recuerdo que no es suyo se hace presente cada vez que habla de la imagen de la Virgen. Aquella que estuvo perdida por años y que nadie sabe cómo apareció. Nadie excepto ellos. Todos ellos. La familia de Pedro Torres Apaza se pierde, en una culebra interminable que atraviesa las épocas, hasta llegar al momento exacto del descubrimiento de la santa. Los sueños extraviados se percuden entre el polvo del desierto y la madera de la que está hecha la imagen,  los de Pedro Torres Apaza están todos ligados a la Chinita. Él le pertenece y ella a él, en una simbiosis translúcida que nadie más se explica.

El cobre que brota de sus bolsillos no es más que otro milagro de la Virgen, así como el hecho innegable de que Pedro es el último varón de su familia. Recibe este hecho con profunda aceptación. Todo se termina, caballero, ha dicho en incontables ocasiones, mientras le recriminan su vida errante y un futuro sin la gloria del legado de los hijos. Todo se termina, afirma siempre, cuando la pasión ha cedido al descanso sosegado de la noche en la pampa. No te preocupes, chinita, le dice a la que comparte la cama con este visitante silencioso, amante delicado y caballero que no tiene nada que ver con los esposos mineros, con el olor de sus sobacos y de sus bocas. Nada tiene que ver con ellos este hombre de ojos del color de los montes, la piel sin cicatriz y sin mancha. Sus manos nudosas y delicadas. Su voz enunciando los suaves parlamentos de los personajes que interpreta en el teatro de la Oficina. Está allí para ella. Dime qué quieres escuchar, chinita, pide Pedro Torres Apaza, seguro de su poder hipnótico, pero humilde en esta audiencia privada, donde no está solo con esta moza que arriesga su cuello por la noche de pasión con el actor de teatro, sino que también estás tú mi Chinita santa, cuidándome como lo has hecho siempre. Me postro de rodillas ante ti, mi Santita querida, para que me protejas, para que me des la fuerza y la razón, y para que a este pampino bruto no se le vaya a ocurrir llegar antes de que se termine el turno.

Abotonará su camisa con el suave ademán que mueve sus dedos perfectos. Inclinará su cabeza ante la estampa de la Virgen y partirá sin prisa, a perderse entremedio de la noche. Hay cosas del desierto que asustan hasta a los más corajudos. Pedro Torres Apaza camina con seguridad y sin miedo, arrastrando el sino cruel de ser el último varón de su familia. El último. Esas cosas las acepta con sabiduría, porque son los favores concedidos por la Virgen los que cuentan. El resto no importa mucho. Hay que ser humildes, caballero, porque todo se termina. El talento, las luces, la memoria. No, la memoria  queda mi Chinita, para recordar que te debo tanto.

En la Ciudad

Cuando sentí el embate de su sexo, sólo alcancé a dar gracias a Dios por haber nacido, como había imaginado que debía ser. Su voz llenó los rincones de mi mente y la certeza de sus manos trajo el sudor a mi espalda. El ruido de la ciudad era como el de las olas del mar. Lo sentí tan parte de mí, como cuando se abraza una quimera, me sentí tan suya, como cuando la sensación de libertad no alcanza para cubrir el precio del amor.

Iba premunida de un libro de tapas ajadas, para matar el tedio de la espera. El balcón daba a la avenida. Las horas muertas anteriores sólo habían dado rienda suelta al deseo. Aquel primordial y salvaje. Aquel que sus obscenidades dulces habían martillado en mis oídos, por semanas. Imaginaba, a medida que avanzaban las páginas y el tiempo, su voz rozando los espacios escondidos de mi cuerpo. Por instantes infinitos, le amé. Con la fuerza de aquellos que han sobrevivido; con la constante de los tiempos; con el rumor definitivo de la ciudad que me rodeaba. Te he esperado desde tiempos nebulosos y distantes, dije en voz alta, cuando el ruido del teléfono y su voz me trajeron de vuelta a esta realidad.

Acaricié su rostro, cuando estuvo frente a mí, en el balcón, mientras su voz llegaba con preguntas irrelevantes, datos sin sentido en la naturaleza de este encuentro. Buscaba sus manos, buscaba su esencia y cuando por fin pude holgar sobre su cuerpo, los sueños alimentados por semanas tomaron el control de mi persona.  Se convirtió en un experto en mí en los segundos posteriores, mientras su voz me iba trastornando. Siempre tuvo esa capacidad. Ahora, se regodeaba de ella y me penetraba con la libertad de quien se sabe deseado.

Resistí el asalto de su masculinidad con estoicismo y vehemencia, mientras el sudor inundaba nuestros cuerpos. Escuché el latido de su corazón, bebí su transpiración. Abajo, la ciudad se iba calmando. Cambiando. Cambió él después del receso de la pasión, después  de contarme sus secretos y verme más allá de mi propia desnudez. Cambió todo en un segundo. Como cambia la vida, las estaciones, el mar.

Aún tengo su olor, tatuado en mis manos, entre mis muslos, dentro de mi propio corazón. Aún no termino el libro de tapas ajadas y aún escucho en sueños sus palabras. Aún extraño esas frases lujuriosas que insuflaban mis deseos. Aún pasan muchas cosas, como en aquella avenida, donde la ciudad sigue martillando los recuerdos, como las olas en el mar.

El Mago

Sergio Rodríguez siempre supo de encantamientos. Pases con las manos y la atención absorta de una audiencia atolondrada con los movimientos del prestidigitador, formaban parte de su vida, tan patentes, como aquellas imágenes de sueños que, de pronto, se hacen realidad. Como se hizo realidad Graciela, aquella tarde de primavera, mientras los retamos florecían y los nerviosos picaflores se perdían dentro de las fucsias y los rododendros.

Nada más la vió salir, con sus cabellos al viento y sus labios acorazonados, sintió el aguijón caliente del amor. Las caderas de ella se balanceaban al ritmo de sus latidos y no le costó ningún esfuerzo averiguar detalles íntimos de su vida, mientras  hacía aparecer palomas y flores con sus trucos. Una sonrisa entera, grande, hermosa le llenaba a ella la cara de vida. Vida que no había vivido, vida que no había saboreado nunca con el dulzor que Sergio Rodríguez le ofreció en cada uno de sus pases mágicos. En cada truco, en cada movimiento de las cartas, la risa hermosa y cantarina de Graciela le daba razones más que suficientes al mago del amor, como ahora se llamaba, para inventar nuevos números y no perder de vista a esta mujer que le hechizaba por completo.

En cosa de semanas eran amantes. En cosa de semanas, Sergio se enteró con lujo y detalle de la catástofre que habían sido los últimos doce años en la vida de Graciela. Cómo, fingiendo amor, había mantenido un matrimonio de opereta con el hombre más aburrido del planeta. sólo por la sanidad mental de las dos hermosas hijas que había concebido en ese claustro que ella llamaba vida. Cada truco del mago, cada intentona le daban a ella las alas para querer volar lejos, pero se detenía al pensar en el qué dirán, en la irremediable suerte que había elegido por destino, en la comodidad de su hogar, en la aversión a la vida itinerante del circo, en los sueños en que naipes se le venían encima, en castillos desarmados y la cara triste de Sergio Rodríguez cada vez que le comentaba, después del amor, los lúgubres presagios que llenaban sus noches.

Graciela exudaba pasión. Sus cabellos crespos, su boca de perfecto corazón, sus pechos turgentes, sus caderas amplias. Todo estaba en la memoria del mago, que le dibujaba lujurioso en sus pases, cada noche, en las funciones del circo. Quería otro destino, quería llenarse de gloria por ella. Quería aletear sin descanso, como los colibríes que revoloteaban entre las lilas. Quería todo. La quería a ella.  Saltaban las flores del sombrero de copa y Sergio imaginaba que no sólo podía hacer brotar flores y conejos, palomas de alas romas y bolas de fantasía. Imaginaba que también podía hacer aparecer un futuro esplendoroso para ambos.

La noche que llegó el marido de Graciela a gritar la traición y su nombre  a la función, debe de haber sido la más trágica y bochornosa para toda la comparsa. Sergio Rodríguez tiraba los cuchillos con los ojos vendados, mientras Irene, la mujer del domador, enfundada en una malla de azul tornasolado, sonreía petrificada por la naturaleza del acto. Acto que ella prefería antes de lavar los calzoncillos cagados del marido, que jamás lograba eliminarse el olor a bestia enjaulada. Chilló la traición el esposo mancillado de Graciela e Irene pagó la culpa de Sergio Rodríguez. El cuchillo se le incrustó en el ojo izquierdo, penetrando su cráneo alargado, hasta quedar estampado en el tablón de encino donde se apoyaba la artista. El mago no se dio cuenta de nada, hasta que el público empezó a gritar y el mismo marido de Irene, junto con el de Graciela, entraron a la pista de aserrín, uno colorado de furia y el otro blanquecino de espanto.

Sólo el día de su muerte Sergio Rodríguez recibió una golpiza igual. Pero aquel día no era su destino pasar al otro lado del alambre y el padre de don Martínez, vestido de payaso, les tiró agua con lavandina a los agresores hasta hacerlos retroceder.  A empellones sacó al domador viudo y al marido agraviado fuera de la pista. Tocó la orquestita la música de final de función y llegó la policía. Todo se volvió nebuloso. Todo se volvió del color del aserrín. No hubieron trucos para Sergio Rodríguez que lo ayudaran a salir antes de los cincuenta días que estuvo en la cárcel. Allí se enteró de la desaparición de Graciela y su posterior hallazgo entre las tablas carcomidas de la leñera. El perro de la casa amenazaba con romper los nervios de todo el barrio, a fuerza de rascar los tablones y recibir las zurras del marido. El domador viudo se ahorcó con su látigo y desfalleció en la jaula del rey de la selva, bestia inmunda y desdentada, que no tenía más aprecio por la vida que la que tuvo su compañero de función. Bostezó largamente, antes de apoyar su cabezota sobre el cuerpo del domador. Fue necesario pegarle un tiro para lograr sacar el cadáver que, después del tercer día, ya apestaba a todo el pueblo.

Sergio Rodríguez perdió la felicidad de la magia y se olvidó de todo encantamiento que hubiera dominado jamás. Me hubiera gustado conocerlo antes que esa tragedia opacara su vida para siempre. La alegría le rebalsaba la cara. Ahora, era un alcohólico fantoche y arrogante, perdido entre sus propias mentiras, que inventó desesperado, durante cincuenta días, para no morir en la cárcel, de abandono y desolación. Me hubiera encantado conocerlo antes.

Sobre el Escenario

Las manecillas se mueven sin parar, mientras mi corazón bombea apurado, entre rabioso y triste. Ha sido demasiado.

Madame Edith tenía que haber dicho estas cosas mucho antes. Todo hubiera sido distinto. Me quedaban las preguntas y un sinfin de misterios que sin duda nos iban a seguir persiguiendo, incluso en este findemundo. Faltaban veinte minutos para que levantáramos el telón. Pedro regresa y me pregunta por lo bajo qué hacemos.

Me nulifico. Tiemblo y el tic tac toma posesión de mi cabeza. Pedro Torres Apaza insiste, respetuosamente, apretando entre sus manos la estampita de la Virgen de Andacollo. No logro armar una frase coherente para organizar a los actores. Escucho la voz del viudo. Escucho la voz de Meche. Escucho incluso la voz de mi madre. Y el tic tac aplastante, macabro, definitivo. La Madame duerme en un sueño etílico, plano e indoloro. Miro el cuarto nuevamente y mis ojos se detienen frente al espejo. Me acerco y observo mi semblante. Los ojos hinchados, mis manos pequeñas. Los cientos de mejunges y pinturas en cajitas de lata que tiene la vieja. Recuerdo los zapatos que me regaló Tomasito.

Pedro, haz tu parte y no digas nada a nadie, le ordeno. No-le-digas-nada-a-nadie, insisto. Estoy por allá en cinco minutos. Él se aleja y a gritos busco a Jovita. Me encaramo en la silla de terciopelo carcomido y me miro al espejo una vez más.

Se abre el telón y los aplausos son apenas perceptibles. Sólo las toses y los escupitajos. El llanto de un par de bebés, seguramente con hambre y sed. El rechinar de las tablas del escenario. El olor a cuero viejo y polvo. El día ha sido caluroso, como siempre y la espesa pátina de calor humano sube hasta el techo del teatro. Maucho, nuestro tramoya, dice que se puede cortar con un cuchillo carnicero el hedor en las alturas. Exagera, como siempre que dice algo.

Pedro aparece en escena y las mujeres le dedican miradas de amor incondicional. Él sabe de este éxito porque en las noches gélidas del desierto, se las arregla para colarse en cuartos ajenos y, con la suavidad de su voz y sus manos, lograr que incluso las féminas más pudorosas le abran sus muslos, generosas. Pedro siempre agradece por el favor concedido, con la caballerosidad que lo caracteriza. El recuerdo de las noches de placer que le da a las mujeres de otros, se lo lleva la pampa, como todo lo demás.

Declama su parlamento. Se pasea en el escenario con propiedad. Suenan las tablas, chillan las roldanas que sostienen el telón, en el calor de la tarde. El polvo se percibe con una lluvia fina. Afuera, el viento empieza lentamente a formar remolinos. Mi corazón palpita, amenazando con salirse por mi boca. Mis manos transpiran. Avanzo a pasos cortos, encaramada en estas plataformas gigantes que Tomasito me dejó, más que todo, como una humorada. Su rostro había cambiado aquella última vez que le vi, antes que llegáramos a esta oficina. Estaba radiante. Vestido de mujer, con un par de senos impresionantes y sin pelos.  Me contó acelerado que haberse unido a esa compañía de kathoey era lo mejor que le había pasado en toda la vida y que Kim, un malayo diminuto, le había ayudado a ser lo que era ahora. Todos podemos, decía inspirado. Todos.

Si miro mi pecho con atención, veo como salta mi corazón. Trato de concentrarme, pero no puedo. Jovita me ha dicho que don Martínez ya está mejor. Padre, esto lo hago sólo por ti, medito, intentando tranquilizar mi mente. El aire se cuela rancio. Las tablas rechinan. El traje de seda arrastra en el suelo. Salen de escena Pedro y Nicanor. Es mi turno.

Me paralizo y mi voz no sale. Todo ha fallado, pienso en ráfagas de segundo. Estoy aterrada. No puedo. Camino un paso y la luz del farol que Maucho gobierna con precisión, me cae encima. No hay nada más que esa luz. La audiencia desaparece, el olor, el polvo. Ni el viento se escucha más. Avanzo otro paso hasta la marca en el suelo y por arte de esa magia que tantas veces predicó la Madame y que otras tantas buscó el viudo, estoy aquí y soy la estrella de esta compañía.

El aplauso me aturde y al mismo tiempo me despierta del encanto. Cae el telón y me dirijo con dificultad a mi lugar tras bambalinas. Una bruma fría está cayendo lentamente afuera. Pedro me mira exaltado. NO LO PUEDO CREER, me dice con sus ojos inmensos, con un entusiasmo que no le había visto antes. Todos se me acercan con cuidado, comentando por lo bajo mi actuación, como si yo no estuviera presente. Jovita toma mis manos, todavía embetunadas con los mejunjes de la  Madame. No puede parar de apretarlas. El viudo se limpia una lágrima porfiada y me hace una venia. En la esquina más oscura, al lado del camerino, veo una sombra flaca y desgarbada. El brillo de los ojos azul índigo me dice todo. Al día siguiente, no logramos encontrar a doña Edith. Una semana más tarde, Pedro Torres Apaza, volviendo de una de sus visitas de amores furtivos, verá algo en el desierto que se parecerá mucho a la mano engarfiada de la vieja, saliendo de la arena, elevando un remolino de tierra. 

La Verdad

El olor a aguardiente de Madame Edith inunda todo su cuarto. Ahí están los arcones llenos de ropa. Las botellas escondidas debajo de la cama. El cartón de cigarrillos. Dieciséis ceniceros repartidos aquí y allá. Pedro Torres Apaza, nuestro actor principal, me ha ayudado a cargar al atado de huesos en el que se ha convertido la vieja. Le coloca una estampita de la Virgen de Andacollo en la frente, por si la Chinita se decide a hacer el milagro de traerla de vuelta. Le habla en la lengua de sus ancestros, mientras yo intento escuchar qué rayos balbucea doña Edith.  Despejo su cama. El olor a pis y ceniza nos aturde. La veo en su real dimensión y caigo en cuenta que Jovita tenía toda la razón cuando decía que había perdido la decencia. Que la clase y el garbo estaban en sus fantasías y que la verdadera doña Edith no era más que otra pobre, atacada por las ratas y el olvido, por el hambre y el frío. Como todos los demás. 

Le aprieta la mano a Pedro. Le habla en francés, le habla en esperanto. Cuando no escucha la respuesta que quiere, abre sus ojos azul índigo y cientos de líneas profundas se convierten en una superficie lisa. Dime dónde está mi hijo, inquiere. Dime dónde está. Respira con dificultad. Pedro busca con desesperación la estampita de la Virgen. La Chinita no tiene nada que hacer aquí, me confiesa en susurros. Ya se nos va la señora, por Dios bendito, me dice con la caballerosidad y el cantito de los serranos. Ya se nos va.

Me quedo en la habitación, acobardada, de un acto fuera de mi voluntad. Paso la vista una vez más por el cuarto. Intento no respirar la nicotina que se ha hecho cargo del ambiente. Intento no mirar los calzones amarillentos ni las bolas de naftalina que cuelgan de uno de sus arcones. Leo con dificultad el cartel que pende de la tapa de una maleta. Alcanzo a juntar las letras donde dice Lima. Escucho la respiración de la Madame. Su pecho silva, sus fosas nasales laten. Caigo en cuenta que no es tisis lo que tiene esta vieja. Las colillas regadas, los cartones apretujados debajo de la cama. Todo ha sido una mentira.

Miro el reloj que está en la cabecera y sólo faltan dos horas para la función. Escucho con claridad el tic tic acompasado y lentamente meto mis manos en el cajón del velador. Los papeles amarillos crujen al contacto con mis dedos. Madame sigue en el estado en que la dejamos. Un sueño aplastante y ciego. Estira las manos al aire. Leo con calma, juntando con dificultad las palabras. Chambord. Barco. Lima.

– No vas a entender nada, enana estúpida- me dice clavando sus ojos en los míos. No vas a entender nada, porque nadie sabe la verdad. La vida no es blanco o negro. Hay matices y en los matices nos extraviamos. Escucha con atención, que lo que voy a hacer es darte una lección de vida.

El arte de la representación es algo que está en mi sangre. Actores callejeros llenan mi árbol genealógico desde donde tengo memoria y más allá. Tú no sabes de esas cosas, porque en esta América falsa, lo que quieren es fantasía y la fantasía, enana estúpida, se logra sólo a través de la mentira. Así está formado este continente. Sobre un saco de mentiras.

Chambord tiene el castillo más fascinante que se haya creado jamás. Ocho torres inmensas, cuatrocientas habitaciones y treinta kilómetros de bosque. Leonardo da Vinci diseñó sus planos y Alain Leclere dirigió la compañía donde yo me inicié. Él es el padre de mi hijo y Henry Blanc sabe dónde está. Jamás esperé encontrar a Henry, como jamás esperé saber nada de Antoine, mi retoño. Alain movió a la compañía hasta Lima, en un arrebato comparado con la fiebre que atacó a otras compañías y que les hizo marchar a lugares muy distantes en el globo, buscando el mismo sueño. Los conocí a todos en el barco. Un barco multicolor, con variadas lenguas, diversas historias, genuinos personajes, una sola bandera. El maestro Xin Yuga, nos elevó a la categoría de performistas, a través de las pipas de opio. Él me regaló las batas de seda y me hizo desembarcar en estas tierras, rumbo al mar. Tenía una visión. Una visión maravillosa. Dejó esta vida apenas alcanzamos el océano. Xin Yuga le entregó mi hijo a Alain. Xin Yuga me regaló el maquillaje que ha cubierto mis cicatrices durante estos años. Xin Yuga me dejó un vacío en el alma, enana estúpida, que es imposible de llenar. Sólo con las luces del teatro me transporto a la otra dimensión. A aquella donde está Xin.  Tú no puedes entenderlo porque tu vida ha sido insípida. No sabes nada. Buscas nerviosa en mis papeles, pero no sabes qué buscar. Xin Yuga me enseñó qué buscar. Perdí mi alma el día que se fue y son las luces del teatro las que me la traen de vuelta, a ratos.

Henry sabía dónde estaba Alain, porque siguieron el viaje. Se emborrachan juntos, mientras la esposa de Henry se moría de frustración en la cabina que compraron, empeñándolo todo. Cree que no lo sospecho, pero lo supe todo. Xin Yuga me enseñó a ver más allá de lo evidente, con sus manos nudosas, sus modales de felino, su parsimonia y sus besos, camuflados por bocanadas de opio, explorando mi carne, penetrando mis pensamientos y mi voz. Perdí al padre y al hijo, pero gané al maestro. Hasta que me abandonó y en su abandono, perdí todo.  Descubrí, sin embargo, la tentación de la mentira y cómo cura el dolor del corazón. Cómo perturba a las almas y con cuánta fascinación las personas ignorantes la atesoran.

Ver a Henry me trajo el recuerdo de tiempos que ya había conseguido convertir en partes de mi fantasía. Ver su odio y su rabia, escuchar su confesión absurda, ver su éxito convertido en derrota, me recordó mi propio dolor y mi propia vida, aquella que he ocultado entre personajes de obras teatrales. Qué sabes tú, chiquilla estúpida, qué es el dolor. Aquel que traspasa, que carcome el alma. Aquel. Esa sombra silente que se acuesta en tu cama, comparte tu almohada y no te deja jamás. Un estado permanente que no se pasa con nada. Mírame. No se pasa con nada.

Intenta levantarse. Intenta agarrar mis manos. Un paroxismo de tos la descompone. El olor a aguardiente y pis inunda todo. Quiero vomitar. Faltan cuarenta minutos para que empiece la función. Miro los arcones. Recuerdo a Tomasito y su compañía de Kathoey. No sé por qué recuerdo a Meche. Madame Edith se pasa la mano con furia por la cara y una cicatriz espantosa le surca la mejilla, sin pintura. Esa sombra silente, insiste. Esa sombra.

Cena para una Noche Buena

Falta picar las cerezas, me digo tratando de hacer una lista mental de todo lo que aún está pendiente. Las niñas andan como los gatos antes de que se largue a llover, corriendo por todas partes, fizgando con curiosidad dónde están los regalos. Este año ha sido duro, pero estamos juntos, dice Ernesto y eso es lo importante.  No debo olvidar las lechugas ni el adobo del pollo.

Mi mamá me ayuda con la cena. Ha pelado las papas y yo voy corriendo a preparar el arroz. Nunca le queda bueno y así las niñas no se lo comen. Atrás quedaron los tiempos donde la comida que sobraba se la dábamos a las gallinas. Hoy, botar algo a la basura, con estos tiempos de carestía, es un desperdicio que duele en el alma. Estamos juntos dice Ernesto, cortando en trocitos un puñado de frutillas para hacer una modesta borgoña. Beberemos él y yo. Mi mamá tiene problemas de presión y no le hace mucha gracia el vino tinto.

Pasan corriendo las más pequeñas, siguiendo los pasos de sus hermanas grandes. Somos tantos, miro con pena, mientras Ernesto me ayuda a adobar el pollo. No todas las navidades son iguales, me repito y me vuelvo a repetir que no debo olvidar las cerezas para el kuchen.

Cenamos todos juntos, con nuestra mejor vajilla. Jugo de ciruelas para las niñas, no hay dinero para sodas. Un vaso de borgoña cada uno más un vaso de té frío para mamá. Nos reímos de las ocurrencias de las niñas y poco a poco la noche se va acercando. Son tan largos los días mamá, dice Cecilia, mi hija menor. Su vocecita inquiere otras cosas. Todas quieren saber dónde están los regalos. Todos los años, los escondemos en lugares distintos, para regocijarnos con sus caritas de sorpresa. Ahora, a dormir, digo por decir algo, pero ellas quieren ver el especial de dibujos animados en la tele, donde, en una blanca navidad, Santa se pierde, aparece, recorre el cielo y les llena de fantasía.

Ernesto me abraza tiernamente, después que he metido el kuchen en el horno. No hay cordero este año Jane, me dice con algo de pena y no hay muchos regalos, pero no me importa. Miro a mi alrededor. Las niñas en el suelo, con las luces del árbol tintineando en sus cabezas, mirando el televisor. Mi mamá secando los platos. Ernesto y yo. No sé si en estas circunstancias se podría pedir más.

No debo olvidar el kuchen en el horno, no debo olvidarme de arropar a las niñas, que finalmente se han quedado dormidas. No debo olvidar poner la mesa para el desayuno de mañana y no debo olvidar decirle al compañero de mi vida, muy feliz Navidad.

N de la R: En una propuesta de nuestra querida Anne, hago un alto en la historia de la troupe para entregarles, con mucho cariño, esta escena basada en una navidad de mi familia en el año 1982, cuando en Chile nos golpeaba una de las peores recesiones económicas. Una celebración modesta, con el entusiasmo de nosotras y los esfuerzos de mis padres y mi abuela, por mantener la ilusión intacta. Recuerdos hermosos que me hacen sentir el verdadero espíritu de la Navidad. Espíritu que deseo, de todo corazón, toque sus puertas no sólo la Nochebuena, sino cada día del año. Un abrazo a tod@s y las gracias en particular a Anne por llevarnos de la mano a este ejercicio en el que han participado:

– Anne Fatosme, Blog de relatos: Noche no tan buena

– Eduardo Blanco: Cuento de Navidad improvisado

– Blog de sendero: Galletas de Navidad

– Concha Huerta: Mi regalo de Navidad

– Pipermenta: Fantasía de Navidad

– Testigo: Navidad a dos voces

– Micromios: Mi papá noel

– No Entiendo Nada: Yingüelbels

– Zambullida: Destino

– Desde tu ventana: Ventana de Navidad

– Cuento chino: Tres pollos y un lechón (una historia de navidad)

Al Pié de la Cama

Veo de nuevo a ese perro. Apenas da un paso después del otro para cruzar la calle polvorienta. Se escucha fuerte el crujir de los techos. Son las once de la mañana y el calor aplasta a toda la oficina*. A donde llega mi vista es un peladero. Arena. Tierra suelta. Las mujeres se tapan la cabeza con mantillas de algodón para no achicharrarse el cráneo, en el camino a la pulpería. Yo te tomo la mano, padre, limpio el hilo de sangre que cuelga de tus labios y aún no sé cómo vamos a salir de esto.

Jovita insiste en la cantinela de Dios, pero no quiero ni siquiera oírlo mencionar. Mírame, le digo con rabia, ¿tú crees que Dios me hizo esta lesera como premio a mi buen corazón?. Soy una maldita enana y me hablas de conformidad. Nadie nunca se casará conmigo, no podré tener hijos, ni siquiera puedo usar zapatillas de tacón.  Se está muriendo la única persona que me ha dado un poco de ternura en mi vida y me hablas de Dios?!?!?  Perdona Jovita, recapacito, no es tu culpa y sí, tú has sido una gran amiga. Ayúdame, le suplico.

Don Martínez se contagió por la vieja. Estoy segura. Las monjitas de aquel pueblo lo dijeron claramente. Eso se pegaba como la tiña y si no se tomaban precauciones… Ahora estamos cagados y ¿quién va a dirigir la compañía? ¿quién nos va a decir qué hacer? ¿para dónde ir? La suave voz del viudo, meciéndome en las noches de tormenta. La voz impostada, como un héroe, cuando se daban las vueltas de timón, como la noche de los tiros. Como cuando se fue Meche. No puedo hablar de ella. Si se va el hombre, se va el bastión de este circo, porque aunque no quiera reconocerlo, aún somos un bendito circo, en esta oficina del infierno, donde a los obreros los tratan peor que a la escoria que suelta el caliche. ¿Qué queda para nosotros?

Jovita trae un plato de caldo y trato de hacérselo tragar. Me mira con dolor y rabia. No quiere estar postrado. Quiere seguir. Eres todo una chicharra, le digo bajito. Eso no se quita con nada, dice. No trate de hablar, le digo, pero insiste y le escucho. En susurros, me explica que la Compañía de Teatro Espectacular debe seguir. El compromiso con la administración de la oficina no se debe deshonrar. Somos gente de bien, insiste. Le limpio la boca y me sigue hablando. No culpes a Madame Edith de esto, mi niña. Estoy apunado. Mi cuerpo no aguanta la altura. Por más que he intentado con agua de toronjil y ruda, no aguanto.  Se me aprieta el pecho todas las noches y me han sangrado los oídos desde que llegamos.  Es una buena plaza, nos pagan puntual. Tenemos público. Se me va a pasar.

No puedo verlo sufrir. Miro la hora como autómata y caigo en cuenta que es tiempo del ensayo. ¿Qué hago contigo, don Martínez?. Si ellos lo saben, nos vamos a la misma mierda. Miénteles, me ruega, miénteles y hazte cargo tú. Ya sabes qué hacer. Ellos te conocen. Te respetan. Eres mi niña, hazlo por mí. Suspiro con profunda conformidad. Al fin y al cabo, es lo que he venido haciendo en los últimos meses. Ahora, caigo en cuenta que, de a poquito, el Don se ha ido desligando de todo. Ahora, caigo en cuenta que la vida nos aplasta sin tregua por más que no queramos aceptarlo. Él lo sabía desde antes. El hombre del circo pobre, el de las manos largas y callosas. El que me miró a los ojos y me dijo que no preocupara de nada. Lo sabía todo desde antes. Su viudez, el circo, la Madame. Incluso lo de Meche. Sí. Meche.

Madame Edith recita su parlamento, pero no logra entrar en situación. Reclama por el vestuario, pero Jovita no puede estar en todas partes. Le ruego que se concentre.  Que se olvide de ese detalle. Me mira con odio, como siempre lo ha hecho y me lanza una de sus frases en francés. ¿Sabe qué señora?, le digo con toda mi rabia y mi frustración, váyase un rato largo al mismo diablo. Aquí o habla en castellano o se queda calladita. ¡Me importa un reverendo pito lo que le guste o no!.

No acusa recibo de mi molestia. Me mira como a un gusano y con toda la parsimonia de Desdémona y de Lady Macbeth, me suelta en perfecto castellano, Henry va a venir a buscarme y me iré de esta compañía de mala muerte. Henry vendrá como el buen hijo de su madre que es. Eso es algo que tú no sabrás nunca, porque eres una enana y nadie va a hacer el favor de acostarse con una de tu especie.

Me quedo atónita. No sé qué contestarle. El resto de la compañía nos mira entre asombrados y asustados. Sus palabras aún retumban entre las butacas, el bastidor y el proscenio. Lágrimas. Lágrimas calientes y gruesas caen de mis ojos. Madame Edith cree que ha triunfado. Lo veo en sus ojos. Tose lentamente. Ahora más. De pronto, se desmorona como una pieza de ropa que ha errado el colgador y sin que lo piense, me veo al lado de ella, aspirando su olor a naftalina y aguardiente. Tomo su mano huesuda y fría, mientras limpio mis ojos.

                            Fotografía gentileza de Luxurbex http://luxurbex.blogspot.com/
*Oficina: En el tiempo del boom del salitre en Chile (1842-1930), cada centro de explotación era llamado «Oficina Salitrera». Cada oficina contaba con las instalaciones industriales necesarias para la extracción y procesamiento del mineral, además de viviendas para los trabajadores, comercios (conocidos como pulperías), iglesia, escuela y centros de esparcimiento y entretención como teatros y cinematógrafos.

Meche

Se están destiñendo las flores de papel y el viudo Martínez bota sangre por boca y nariz. No había visto algo así en mi vida y mi pobre niña que llora y llora como si el mundo se le fuera a terminar hoy mismo. Se ha hecho siempre la valiente, pero a esta bruta no la convencen tan fácil. La he visto sufrir por el viejo, sentir celos desmedidos cuando se acerca al camerino de doña Edith y me he preguntado todas las noches si esta no será una relación antinatura. Esas cosas pasan, lo vi muchas veces en San Pedro, la caleta de pescadores donde me crié, a mucha honra.

Todos en esta compañía mienten sobre sus orígenes. Todos han sido príncipes. Já! Yo no soy tan estúpida y conozco a un pobre apenas lo veo. Las ansias por comer. El acomodo en cualquier sitio. Las manos rotas. Los dientes picados. Si hasta la Madame, que tantas ínfulas se da, ha sido pobre como rata toda su vida. A mí no me engaña ni por un segundo. Esta bruta que está aquí, no lo es tanto.

Angélica, mi niña, es distinta. En todo sentido. Su corazón noble es algo que yo estoy segura Dios le regaló en compensación de su problema. Porque así actúa el Señor y uno no siempre le entiende a la primera. Ahora, llora con dolor por este que ha sido un padre para ella. No como aquellos malnacidos que la escondieron por años en el ático de la casona,  hasta que decidió escapar, la tarde que la comparsa pasó por ese camino. No hace mucho me dijo mi niña que su idea era ser una atracción de circo, por eso se les acercó. Los bastardos que la tenían enclaustrada le repetían una y otra vez que era una vergüenza para la familia. Una vergüenza. Vergüenza debieron haber tenido ellos de tratar de esa manera a su propia sangre. Sangre que la Meche reconoció enseguida.

Por eso mi niña le tuvo tanto cariño. Meche no dijo nada cuando mintió con total descaro, diciendo que la habían abandonado días atrás. Todavía se podía ver la casa patronal desde la vera del camino. Podrían haberla devuelto, pero la Meche se calló enseguida porque ella tenía algunas cuentas pendientes por esas latitudes. Siempre se me ha antojado que la pobrecita tenía los cascos harto livianos. Yo no la conocí, pero he escuchado sus historias. Contorsionista como la mujer del viudo. Quién sabe qué porquerías hacía en la cama de los hombres. Si no paraba un segundo. No dejaba quieto a nadie. El calor de su vientre era más poderoso que su misma razón. Dios y la Santísima Vírgen la tengan en su gloria. Lo que hizo no tiene perdón, por eso terminó como terminó y encima le causó tanto dolor a mi pobrecilla. Tanto dolor.

Meche había estado postergando el momento. Eso le causó más complicaciones que las que pudo manejar. Tal vez, en su mente, algo la hizo pensar con calma su accionar. Tal vez la semblanza de mi niña le había ablandado el corazón. Habían sido incontables los abortos que se había practicado ella misma, premunida de su cocimiento infalible. Raices de borraja, perejil y orégano, hervidas en agua de canelo con seis granos de mostaza, manzanilla para calmar los nervios y una moneda de cobre que apretar con los dientes, por si subía la fiebre o el dolor se hacía irresistible. Esa era la receta que le permitía seguir holgando sobre los hombres, sin mayor complicación. Incluso dice mi niña que a los siameses les hizo el favor, en un acto de piedad, según explicó. No se podía ir por la vida sin haber desaguado la pija al menos una vez, sonreía divertida.

Esta vez, entre tanta postergación, el tiempo la venció y cuando destapó la ollita para hervir el cocimiento, ya era muy tarde. La criatura se resistió a abandonar su cuerpo y por primera vez en su vida, Meche tuvo miedo. La vida se le presentó desnuda frente de ella y el panorama no le gustó. Eso me lo contó mi niña Angélica. Yo no sé cómo habrá sido, porque no la conocí.

Fueron juntas donde una comadrona, que le hizo el trabajo la misma tarde y le entregó envuelto en un saco de arpillera, a la criatura ya muerta. La mujer no se hacía cargo de esas cosas, dijo, no fuera a ser que alguien la descubriera y se jodiera su negocio. Estaban cerca de Santa Juana, eso lo sé, porque se lo he escuchado a todos en la comparsa, cuando hablan de Meche.  Guardó sus calzones ensangrentados en una pequeña maleta, envolvió más al pobre bultito y dijo que iría por un poco de aire. Mi niña quiso seguirla, como iban juntas para todos lados, pero Meche la alejó de un manotón. El resto ya todos lo saben. La mañana siguiente, su cuerpo ondulaba sobre las aguas del estero, ensopado por la lluvia de toda la noche, con el pelo suelto, el camisón sin botones y los ojos lívidos, sin una muestra de dolor. No habían rastros de violencia y a nadie le importó un mango el cuerpo muerto de una ex contorsionista, actriz sin mucho talento. Allí estaba, decía mi niña, flotando como una hoja, sobre la superficie marrón.

Angélica me contó que don Martínez encontró a la criatura, más tarde, entre unos pastos, a la otra orilla del estero. Era un primor de bebé, pero tenía la misma condición que había hecho a los bastardos encerrar a mi niña por nueve años, en ese ático inmundo. Ese fue un error del viudo. No debió jamás haberle dicho nada respecto a eso. Mi niña seguiría siendo feliz. Yo creo que se culpó de la muerte de Meche. Estoy segura que cree que lo de ella es una desgracia que se pega. Ahora que la veo con detención es tan frágil e indefensa. Le cuelgan sus piecitos al lado de la cama del don. Creo que este tampoco es lugar para ella. Si tan bruta no soy. Menos si se muere el viudo.

– Jovita-  me llama.  – No me mires con esa cara de pena y ayúdame. Se nos tiene que ocurrir qué hacer.

En el Camino

La mañana estaba brumosa, lo recuerdo bien. Todavía pesaban los sucesos de la noche anterior. Era como si un velo negro si hubiera instalado sobre nosotros. No teníamos ninguna filiación con esa gente, pero por alguna razón su dolor era tan espeso, tan definitivo, que no logramos desembarazarnos de él por muchas semanas. Fue tanto lo que afectó a la moral de la Compañía de Teatro Espectacular, que don Martínez decidió emprender rumbo al norte, bien al norte, lejos de la lluvia cantarina, lejos de la escarcha, lejos de los ríos, lejos de toda esta tristeza que se cernía sobre nuestras cabezas.

Jovita dice que hay un Dios en el cielo que planea todas las cosas. Yo no estoy muy de acuerdo, mírenme a mí no más, pero sí creo que hay un orden para todo. No hay invierno sin verano, no hay día sin noche y no iban a pasar las cosas que pasaron, si es que no hubiera ocurrido lo que sucedió, en aquel pueblo perdido. Era preciso que estuviéramos allí.

Madame Edith no volvió a ser la misma después de ese día. Se indisponía a cada rato y se hizo indispensable parar de tanto en tanto para que pudiera medicarse. La vieja se caía a pedazos. Ahora, la escuchaba, mientras dormía, hablar de Henry. Decirle que no había sido necesario. Que huyera. Que no escuchara su corazón envenenado y cosas por el estilo. Hablaba mucho en francés también, pero como jamás ha tenido a bien enseñarme nada, nunca he podido entender qué diablos es lo que dice. Yo creo que nos insulta, pero esa es mi impresión y no tiene nada que ver con los sucesos que estoy contando.

A medida que nos dirigíamos al norte, íbamos perdiendo a alguien. El gran Sergio Rodríguez fue el primero. En un bar de mala muerte, contó la historia de los disparos, como si él mismo hubiera estado en la placita, en circunstancias que a esa hora bebía como un marinero, en la esquina opuesta del camerino, donde estuvo Madame Edith hablando con el que ahora sé que se llama Henry. Alguien le dijo que guardara silencio y él, achispado por el alcohol, trató de jalar el mantel inmundo de la mesa donde estaba aquel que le hizo callar, con un pase de prestigitador y botó todos los tragos. No tenía un veinte en los bolsillos y lo molieron a golpes. Lo buscamos en callejones, establos y en la periferia de ese pueblo, pero no hubo rastro de él.  Tomasito esbozó una sonrisa cínica, que me dió escalofríos. Cuando llegamos a la capital, fue su turno de abandonar la compañía, pero antes pasó lo de la Meche. Sí. Meche.

Hace calor y el polvo se mete por todas partes. El crujir de los techos de zinc es la música de esta hora del día. Jovita prepara el almuerzo y me mira con pena, como siempre lo ha hecho. Me dice que no debo recordar a Meche. Sabe que cuando me pongo melancólica es porque recuerdo a Meche, pero no voy a hablar sobre ella. Prometí no hacerlo e intentaré cumplir mi promesa.

Madame Edith protestó por 1150 kilómetros, en cada parada y en cada función. El cambio del paisaje no hizo más que avinagrarle el carácter y traerle más recuerdos de glorias pasadas. Cuando nos topamos con este teatro, no quiso moverse más. Caminó haciendo aspavientos, arrastrando su bata de seda apolillada y remendada, se instaló en el proscenio y dirigió un monólogo fantástico, con la fuerza, la clase y el talento que sólo don Martínez había visto. Quedamos hipnotizados, pero su tos espantosa nos hizo volver a la realidad y el gesto piadoso de Jovita de pasarle un vaso de agua y la escupidera, la consignó al lugar que la vida le había deparado y que ella se esforzaba en evadir. 

Nos quedamos, dijo don Martínez. Y desde hace casi un año que estamos aquí. Matiné, vermouth y noche. Todos los jueves y sábados. Siempre las mismas funciones, siempre los mismos recuerdos. Nos caemos a pedazos y nos levantamos, como los hombres del salitre. Como el vestuario, que ya no se muele con la humedad, pero sucumbe irremediablemente al paso del tiempo y la pátina que deja el agua dura de este peladero. Supe que Tomasito está en una compañía de otros como él, que quieren ser mujeres y no pueden. Tal vez tenga en su memoria lo que pasó con la Meche, pero ¡qué porfiada soy!, dije que no voy a recordarla y sigo haciéndolo. Jovita me devuelve de un porrazo a la realidad, cuando me dice que don Martínez está tosiendo sangre.