Dia 2: Disciplina

Acabo de comprometerme contigo, mamá, a llamarte todos los días, desde mañana en adelante, a las 13:30. Para que me contengas y yo a ti. Para hablar de lo cotidiano y por ahí dejar salir lo más íntimo, eso que nunca nos decimos, y que dada las circunstancias nos iremos contando a medida que pasen los días. Si en algo nos parecemos, es en eso.

Es increíble que, en los tiempos de mayor necesidad, la disciplina se hace indispensable. Lograr darle una forma definida a los días, con horarios, con tareas, con pequeñas metas, dándole sentido a las cosas para las que no tenemos explicación. Nos hace aterrizar a lo cotidiano, a lo más simple y nos hace apreciar lo que más amamos.

Siempre recuerdo a mi abuelita Olga cuando se trata de disciplina. Su día comenzaba muy temprano, con rituales muy estructurados y con metas muy definidas. Su desayuno era sagrado, hacer alguna labor manual era su forma de matar el tedio y los malos recuerdos. En verano su preocupación principal era las camas (hacía los colchones con sus propias manos, cosiendo la tela y las tiras que le daban la forma al colchón). En invierno, eran las tardes de costura, la limpieza de los pisos, los platos, las repisas; como si quisiera iniciar siempre un nuevo momento, todo ordenado, todo como a ella le gustaba.

Estoy segura de que esa misma disciplina me va a ayudar a vencer la procastinación; a hacer de esta cuarentena un tiempo memorable, fecundo, ágil, interesante. Ya escribir a diario me da un propósito y una tarea que me gusta; se me hace divertida y fácil de cumplir. El compromiso de llamarte, mamá le añade un detalle profundo, poder hablarnos bajo esta “emergencia” nos hace depender la una de la otra. Nos hace escucharnos más allá de los roles que la vida nos entregó, haciéndonos ir a un plano diferente. Somos mujeres, al fin y al cabo. Aprendí hace mucho que ese vínculo de dependencia ciega que tenemos en la infancia se había transformado en algo diferente, en algo mucho más tangible y mucho más humano. Ya no eras la figura omnipresente y omnisciente, eras alguien como yo, con dudas, con rabia, con miedo, con pequeñas sutilezas, con errores y con increíbles aciertos. No tenías todas las respuestas y tus hombros frágiles no podían cargar con todas las responsabilidades. Recuerdo súper bien ese día. Incluso hay una entrada en este blog para explicar ese momento. A partir de entonces te vi distinto y te quise distinto. Por un momento, debo reconocer que me sentí un poco estafada por la vida, pero luego entendí de que era lo que tenía que ser. Una vez más, lo que nos pasa siempre tiene una razón poderosa de ser. Sólo hay que darse cuenta.

Con disciplina entonces, me prometo a mí misma plantear un tema divertido para no caer en la nostalgia ni el dolor. Tener esperanza que esta situación es una poderosa razón de ser. Que saldremos fortalecidos, más sabios, más intensos en nuestra relación con los demás, porque eso es lo que debe mantenernos. Aprender a disfrutar el estar juntos, aprender a vivir como familia 24/7 sin salir corriendo porque tenemos algo que hacer en el trabajo o en la escuela. Tengo la suerte de tener a todos los que amo sanos y salvos hasta el día de hoy. Agradeceré cada día por eso, de ahora en adelante, con una pequeña plegaria. Eso también formará parte de mi disciplina. Como tú Olguita, que rezabas el rosario una vez por semana. El mantra de los católicos te hacía confiar en que todo iba a salir bien. Por eso te levantabas con energía y terminabas nuestras pijamitas con flores, hacías las conservas y te preocupabas de nuestros juegos ruidosos y torpes.  De eso hablaremos seguramente, mamá. Ya lo dejé por escrito, así se queda en mi memoria.

Dia 1: Miedo

Curiosamente, hoy es mi cumpleaños. Nunca he sido de grandes celebraciones y sin embargo, un trío de amigos valientes han venido a acompañarme. Mientras preparo algunas cosas para recibirlos, me acordé de este placer- terapia que se llama escribir. Tengo un colibrí curioso en la ventana y eso me parece un buen augurio, así que aquí voy.

En el pasado, escribir me ayudó a entender, mientras lo iba “verbalizando” procesos de dolor y pérdida. Hoy, en esta situación que estamos viviendo, espero la misma magia. Por ahí se vuelven a aparecen los que me contaban sus historias, para volver a escribirlas y darles voz a sus recuerdos. Quién sabe…

En situaciones límite es cuando uno ve la real naturaleza de los seres humanos. He repetido esta frase desde el inicio, tanto que la siento mía, tan mía que la defiendo y me da pena comprobar su veracidad.

Es increíble el poder que tiene el miedo, es increíble más bien el poder que NOSOTROS le otorgamos al miedo. Tal vez no tenga nada que ver con poder y si con una respuesta natural a lo desconocido. Necesitamos esa “alerta” o más bien, algunas personas lo necesitan.

Leí por ahí que Margaret Meade sostenía que la clave de la civilización y su desarrollo se había basado en la capacidad de la especie por ayudar. Ser capaces de cuidar a nuestros enfermos, a nuestros hijos, era el símbolo de nuestra HUMANIDAD. A veces creo se nos pierde ese símbolo, porque la precariedad de nuestras vidas nos hace vivir en constante miedo, en constante alerta. Tememos no tener tiempo, no tener los recursos, no estar a la altura, no poder ser más, y corremos incansables detrás de los conejos que la sociedad y los miles de “tengo que” nos pone a cazar.

Cuando las cosas cambian, como están cambiando hoy con esta emergencia sanitaria y como han cambiado en el pasado, con otras emergencias de distinto tipo, se nos pierde el conejo y nos paramos en seco preguntándonos cómo será todo de ahora en adelante. La incertidumbre nos paraliza, tal vez porque la naturaleza de lo cierto nos define. Todos esos “tengo que” son parte o se convierten en parte de nuestra naturaleza. Tengo que ser profesional, tengo que ser buena mamá, tengo que estar feliz, etc, etc

Es complicado sacudirse esos conceptos y entender que no son necesarios, que lo importante es (como dice el comercial) lo que va por dentro. El crecimiento es distinto en las personas, como las personas lo somos unas de las otras. Lo difícil muchas veces, es hacer lo que el corazón te dice. Escuchar lo bueno, lo valiente, lo inesperado de cada uno de nosotros es lo difícil. Aceptar esa diversidad ha sido motivo de ensayos de gente infinitamente más versada que yo.

YO? Siento que es posible ser mucho más humano, que la diversidad de nuestro pensamiento y nuestras acciones nos define como individuos y no como un colectivo de especie. Nos hace fuertes, tal vez tener el respaldo de la masa, pero son las ovejas negras, los disidentes, los libre- pensadores, los que se atreven, quienes han empujado a la humanidad un paso más adelante.

Sostengo con porfía que en estas situaciones es donde tenemos que estar preparados para sostenernos (valga la redundancia) entre nosotros, confiando y creyendo que podemos estar bien. Este país maravilloso en el que estamos tiene en su ADN la respuesta a esta crisis sanitaria o a cualquier otra. Hemos sido remecidos por los elementos más de una vez. Tenemos que ser capaces de encontrarnos con ese ADN y hacer lo que nos sale mejor: ser solidarios. Irnos de vuelta al huasito o huasita que todos llevamos dentro, a los niños que todos llevamos dentro y apoyar a los que tienen menos, tanto de medios económicos como de esperanza.

En el colegio donde cursé la Media, decían las monjitas que uno tiene que ser luz. Por años me pareció una frase vacía, hasta que me di cuenta de que se puede y cuesta tan poco. El esfuerzo por ser “luz” hace bien para el alma.

El miedo nos empuja, nos hace rebelarnos, nos saca por un rato de la inercia de la apatía, pero no debiese gobernarnos, no debiese apagar nuestra luz. Cuando era niña, aprendí que la oscuridad no era tal y que incluso en las noches más oscuras del invierno, si uno mira con atención, se ven pequeñas trazas de luz. Suena lindo ahora que lo escribo. ¿Será por eso que me cargan las cortinas?

Echaba de menos escribir y hoy tengo tiempo y ganas de hacerlo. Tenía miedo, pero a medida que avanzan los párrafos, lo voy disfrutando. Tal vez así sea todo, a medida que avanzas, vas perdiendo el miedo.

 

La Reina Lagarta

Las Encantadas ya eran conocidas cuando Fa se estrelló en sus costas. Vestida de muchacho, con tatuajes de presidiario y hediendo a madera y ron, la bajaron en volandas porque era mujer. El capitán le espetó que era un riesgo de muerte tenerla y los marineros, uno por uno se fueron darnos turnos para verla desnuda. La dejaron en la playa, cubierta con una saca de patatas y una botella de agua fétida, como consolación y compañía. No sirvió de nada su discurso bien plantado, porque entonces como ahora, las mujeres de Las Encantadas sólo sirven para parir o para construir leyendas.

Dejó que sus pies de japonesa tocaran el agua de un riachuelo y mientras disfrutaba el baño de agua dulce, decidió que era ahí donde su viaje tenía que terminar. Había pasado muchos meses detrás de la ilusión de Jean de Saint Michelle. Había cruzado medio mundo para alcanzar su perfume de jazmines y sus cabellos de gitano. Había arriesgado su alma entera y aquí estaba, acariciando el tatuaje que hablaba de su encuentro, ese que Bomo, el maorí, le hizo en una noche de tormenta con más trance que tino, mientras el barco parecía que iba a zozobrar.

Miró a su alrededor y comenzó a caminar.

Había algo que Fa había aprendido con facilidad y que se le quedaría grabado su vida entera, las personas creen más en embustes y misterios que en verdades garrafales. Era más sencillo entonces, crear una fantasía de su persona; una leyenda de su nombre, para poder sobrevivir en ese fin de mundo.

Por razones del destino, y mientras se acuclillaba para orinar, salieron de las rocas dos lagartos de patas ágiles. Todos los nativos los llamaban iguanas. Fue una ocasión de celebridad y a los ojos de los chicos que la vieron desde lejos, era innegable que ella los había parido, envuelta en una saca de patatas, forastera del otro lado del mundo. Era muy clara su presencia. Su cabello fino de dos colores, su andar de gata. Los ojos como tizones amarillos y esa risa de cortesana que hacía confundir a los pájaros. El color de su piel era inconfundible, como también las dos iguanas gemelas que le acompañan donde fuera.

Se alimentaba de huevos y de lo que pudiera cazar. Pronto las personas de la isla y gracias a los cuentos de los chicos, la describían como un ser mágico, milagroso, salido de los sueños. Le ofrecían pequeños regalos; un cuenco con garbanzos, una pata de cordero, un poncho de colores, cuentas para su pelo. Fa lo recibía todo con respeto y guardaba celosa en su madriguera lo que no iba a consumir. Su mente divagaba en visiones que la mantenían despierta. Vivía entre sopores líquidos que alteraban su respirar. Amanecía con las primeras luces, tiritando como los marinos con escorbuto. Las primeras semanas perdió el pelo a mechones, tanto que los azores se lo llevaban colgando para hacer sus nidos, pero pronto le creció con fuerza y brillo. Empezó a usar las cuentas para ir armando trenzas y complicados peinados. Las iguanas la seguían de cerca, paseando sus colas frías por entre sus tobillos. El mar era de una vastedad y pureza indescriptible. No escuchaba por ninguna parte la voz de Jean de Saint Michelle.

De pronto, empezaron a llamarla la madre de las iguanas, pero fue Juan de Dios Almendra, zapatero de profesión, y buscador de tesoros por opción, quien le dio el nombre que haría la leyenda. La Reina Lagarta dijo un día, cuando la vio caminar en la playa con la puesta de sol. Su cabello al viento, con los colores que alteraban la paz de la aldea: rojo fuego y dorado de amanecer. Caminaba despreocupada, exhibiendo sus tatuajes con impudicia, apenas tocando el agua, mientras la iguana más grande le seguía desde cerca hipnotizada, como estaban todos los hombres desde que había llegado y habían notado su presencia.

Fue ahí cuando te vi, Lagarta bella y me deshice lentamente en el hechizo de tu nombre. Abandoné mi barco, mi estrella y mi nombre y me dediqué a seguir tus pies de japonesa hasta que el tufillo salado de las iguanas me mostró dónde estaba tu guarida.

Había elegido ese barco de su Majestad para hacerme hombre y buen soldado; pero tu visión surrealista fue más fuerte que mi hombría y que mi honor. Empecé a buscarte con método enfermizo, a dibujarte en mis libros de anotar las bitácoras de los barcos. A dejar mi deber inconcluso y compararte con el más fino atardecer. Jean era mi nombre y no iba a dejarte ir. Era más fuerte mi pasión por tus encantos, que la belleza primordial de estas islas.

Reina Lagarta, me postro frente a ti, intrigado y sin cordura. Me valen piezas de ocho los cuentos de tus ojos, tu pelo y tus pasiones. Tatué tu nombre en mi espalda, en la espina dorsal de mis anhelos y te sigo, mientras el mar consume la estela de mi paciencia y de mis días. Repito esa cantinela sin descanso, ensayándola a diario para cuando nos veamos cara a cara, mientras voy cerrando el círculo de tus andanzas; mientras escucho más y más cuentos de tu leyenda y veo como se me pierden tus huellas, lamidas por las olas, hasta que vuelven a aparecer, nerviosas, desdibujadas, herederas de una magia que no es tuya. Reina Lagarta; me hablas en sueños, huelo tus piernas de sol, sal y océano y espero. Espero que los círculos concéntricos se hagan más pequeños cada día. Mal que mal el destino nos ha puesto en este espacio. Jean es mi nombre y te espero en esta orilla, donde termina el mundo.

fabilagarta