Remolinos

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Haber seguido siendo el que era , había sido de las decisiones más difíciles de su vida. Haber seguido viviendo en función de miles de fantasmas que moraban la casa, había sido de todo lo más complicado. Pero las cosas pueden cambiar, escuchaba de una voz. La vida inevitablemente te toma, te alcanza.  Hay más allá que todo eso, decía esa criatura pequeña , inusual, valiente, que había viajado desde el otro lado del mar, sólo para poder tocarle. Él le miraba arrobado y sólo podían fundirse en un abrazo.

Violentamente el joven regresa de su ensoñación, una ventisca de nieve golpea con furia su parabrisas. Los blancos copos se vuelven amenazadores y cubren su visión. Escucha aún la voz susurrándole hermosas palabras en un idioma que siempre relacionará con el amor.

Corre perdido en la autopista, tratando de alcanzar a llegar a la reunión. Va atrasado. Odia ser impuntual. Piensa, en el camino, en los planos que tiene que entregar, y que aún no ha terminado, en la lista del supermercado, en los detalles de la reunión y en aquella gotera molestosa que sale de la llave de la ducha que no ha podido corregir como quisiera. Piensa en su empresa, levantada con sangre, sudor y lágrimas, trabajando sin descanso, más allá de lo aceptable. Odia estar en tranquilidad, tener un día flojo. Los pensamientos, las recriminaciones, los planes inconclusos y su misma levedad le juegan malas pasadas y por eso se mantiene siempre ocupado, asi en las noches duerme como piedra y no sueña con lo que sabe jamás podrá ser. Porque así lo ha decidido y sus decisiones son inapelables y definitivas, aunque literalmente se le parta el corazón.

Por algunos segundos no repara en el carril de la derecha, dos Porsche vienen haciendo carreras desde hace rato y no dejan a nadie conducir en tranquilidad. Sigue nevando. Sigue pensando en su larga lista de deberes y no repara en el gigantesco camión que atraviesa su cola por la pista.

En la cama blanca de  la pieza iluminada, abre sus ojos. Ha soñado con el lago, los perros y los botes. La aguas azules y diáfanas, el día soleado, pero con aquella brisa suave que benévolamente le protegía. Avanza el bote en el lago, escucha el suave golpeteo de los remos y mira con emoción a aquella que está frente a él. Por un minuto parece tocarla, por un instante nada más. Se borra la imagen y siente un dolor penetrante en sus extremidades. Intenta mover su cabeza afiebrada. La enfermera le acerca el vaso con agua y la medicina. El médico le indicará, fríamente, su situación. Tres costillas quebradas, las dos piernas fracturadas y varios golpes y hematomas de diversa gravedad. Como una lista de supermercado, aquella que olvidó por completo ahora, se imagina la lista de sus dolencias, calcula los días que permanecerá internado y por un segundo nada más, respira aliviado.

¿Vale la pena? ¿Perseguir este conejo esquivo que se aleja cada vez más? Intenta olvidar estas frases, eliminar estas sentencias de su memoria, pero se le aparecen una y otra vez. Quiere dormir, quiere escapar, quiere moverse y sólo viene esa voz suave a su cabeza, diciéndole que lo esencial es invisible a los ojos y que la felicidad está justo ahí, entre ellos. Las fotografías de su corazón aparecen por todas partes en una vorágine absurda y confusa que se niega a desaparecer, que le perturba, pero no sabe si son las medicinas y su estado o es la vida que le hace dar esta vuelta que no ha pedido, para amargarlo y mostrarle de lo que pudo haber sido y no fue, por su propia decisión.

Escribe como puede pequeñas notas a los que ama. Espera salir de este lugar lo más pronto posible. Piensa nuevamente en esos días junto al lago, cuando se levantaba el viento que venía de las montañas y se formaban remolinos en la  tierra, le parecían tan atrayentes, como si fueran parte de su propia naturaleza. Ahora está en medio de ellos.

La vida y el dolor son maestros, escucha nuevamente de la voz que viene de su pasado. Espera poder aprender.

La Mujer de Colonia

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Margarite Gerda Ethel Müller llegó a esta tierra, a bordo de un barco sin nombre en su idioma y no figuró jamás en ningún registro; ni de salida de su natal Colonia ni de entrada a esta bahía putrefacta y sinuosa conocida como Cuatro Diablos en la lengua de los aborígenes, seres tratados como leprosos y mendigos, en un abuso constante y sostenido que sorprendió y asqueó a todos los pasajeros de la nave en la que arribó. Habían llegado envueltos en sus ensoñaciones, perdidos en el tiempo y el espacio, por culpa de este viaje interminable que les había templado su valor hasta más allá de lo posible. Margarite había visto morir niños, jóvenes, mujeres, hombres y ancianos durante la travesía y había tenido que cubrir sus caras con paños empapados en formol, para que los sufrimientos del escorbuto no traspasaran los oídos de los que aún permanecían sanos, haciendo sus sueños presa para siempre de estos quejidos de ultratumba.

El agua escaseó desde el principio del viaje y con el rostro lívido y blanca como un fantasma, exánime y hedionda a sudor ajeno y encierro, bajó del barco, junto con su familia, a este barrial inmundo en el final de la Tierra. Tan lejos de su patria se encontraban, pero era esto o morir. Su padre nunca se percató que la ley de colonización privilegiaba sólo a los hombres y a los niños. Las mujeres no contaban, ni en los repartos de bienes y tierras, ni en los manifiestos de la compañía naviera, donde eran anotadas minuciosamente las pertenencias, pero no las componentes de la familia. Sólo el nombre del patriarca aparecerá en los registros, casado y con tres hijas, de las que no se hallará más huella. Con el tiempo y los sucesos de la vida, su recuerdo se perderá de la memoria colectiva de la familia hasta que gracias al sueño recurrente de otra mujer, muchos años después, se podrá dar con él.

Partieron en otro viaje de locura, apenas llegaron,  montados en carretas tiradas por bueyes, por los caminos oscuros y cenagosos de este país. Decía el padre que así harían fortuna. Todas ellas contaban con conocimientos de enfermería, que de poco habían servido en su pueblo de origen. Sin la conexión indicada, se terminaba trabajando por dos marcos en un hospicio, curando a los moribundos de las peores pestes que asolaban Europa, para, al final, contagiarse e ir a parar a una tumba sin nombre. Todos juntos en un revoltijo de huesos y almas, que seguramente no conducía a ninguna parte.

En mitad de la travesía, hicieron alto en un pueblucho perdido, detrás de una cañada, atravesada por un río correntoso y cuyas aguas hicieron enmudecer a las jovencitas, que no habían visto tanta profundidad desde que se subieron al barco. Un primo lejano del padre hacía dinero en estas latitudes y era la parada obligatoria, por si alguno de los hijos del pariente decidía desposarse con una de ellas.

Entraron como atracciones de feria, por el camino polvoriento y angosto. Siguieron más allá del pueblo por otros cuarenta kilómetros, hasta bien entrada la noche, cuando avistaron pequeñas luces y escucharon los ladridos de lo que parecía una gran jauría. Fueron recibidas fríamente, sin intercambio de palabras. Simplemente un lugar para dormir, agua para su aseo personal y buenas noches. La mañana siguiente, el desayuno fue motivo de lágrimas y recuerdos de la patria lejana. Espléndidos kuchenes y panes hechos por los dueños de casa, prueba irrefutable que todo era posible, incluso en estas soledades.  Simplemente había que trabajar para ello, mañana, tarde y noche, como sólo el pueblo alemán era capaz de hacerlo.

Franz Gebauer les miró con interés y consultó cuál de ellas era la mayor. Margarite se puso de pié y recitó su nombre y su edad, tal como su padre le había instruido, generando un revuelo en la mesa, donde otros tres jóvenes compartían con la familia. Franz le miró nuevamente y guardó silencio. Nadie consultó nada más y siguieron hablando sólo los mayores. Para la tarde,  Margarite ya estaba prometida en matrimonio, sin haber intercambiado una sílaba con el pomposo pretendiente, que había ofrecido dos vaquillas y tres quintales de trigo para celebrar la unión lo más pronto posible.

Margarite tuvo entonces una conversación con su madre, acerca de los deberes de las esposas y de cómo someterse a los deseos del marido sin chistar. De la importancia de procrear tantos hijos como Dios le enviara, conservar su idioma a toda costa y trabajar como bruta para acrecentar la hacienda familiar. No se concebía el amor como un sentimiento romántico, sino práctico. El mero referente a la procreación hizo que Margarite temblara a la vista futura de ser poseída por este Franz gigante, de manos coloradas de lechero, llenas de grietas y pliegues, con sus labios escasos y sus pelos amarillos, que olía a jabón de lejía por todas partes. Sufrió una fiebre repentina y todos pensaron que el fantasma del escorbuto se había alojado en ella y aparecía justo ahora. Paños fríos y jugos de limón le hicieron reblandecer su estómago, sus huesos y su conciencia pero no fueron suficientes para curar este violento ataque de negación contra la realidad aplastante que le esperaba. Miraba a Franz desde la ventana de su lecho de enferma y le repugnaba su sola imagen. Sus padres se mostraron inflexibles y decididos. Ella comprendió que no era posible ninguna razón y armándose de valor alimentado por su miedo, decidió ser proscrita de su familia antes que esclava de este sujeto cruel y con el mismo carisma de un buey.

Escapó la noche antes de la celebración del matrimonio. Armó un atadito con sus pertenencias y corrió por el camino. Su vida dependía de ello. Podía sentir los pasos de los mastines, ver las caras de sus padres condenándola, pero nada le importó. Alcanzó de pronto una pequeña caravana. María Isabel Rubilar le consultó de dónde era, en un correcto alemán. Margarite se apuró en contar su historia, pero su acento del sur era tan marcado y su excitación tan viva que María Isabel no entendió nada más que esta pobre mujer estaba aterrada y que alguien debía ayudarle. La llevó al internado, donde trabajaba. Las monjas suizas lograron calmarle y finalmente, comprender su historia. Con profunda piedad, le dieron alojo en la Comunidad y pronto Margarite consiguió un puesto en el pequeño hospital.

Ambas mujeres se hicieron amigas, cómplices en esta fatalidad, mientras la primera epidemia de tos convulsiva hacía su aparición. Margarite curó a nacionales, aborígenes, alemanes y cuanto ser viviente llegó, trabajando sin descanso. Temía ser reconocida y usaba la cofia de rigor bien pegada a su frente. No fue suficiente, sin embargo, para evitar que Alamiro Del Palmar, primo hermano de Constantino, le echara el ojo un buen día y a fuerza de insistencia, mucha mímica y un encanto innato, la hiciera su mujer. Este chileno bruto, pero simpático, había conquistado su corazón. Tres hijos vendrían al mundo. Dos epidemias más de tos convulsiva atacarían al poblado. Margarite no pudo sobrevivir la última. Dejó a sus hijos abandonados y se llevó el secreto de María Isabel consigo. El recuerdo moró perdido entre las telas de un ropero, hasta que fue encontrado en un sueño y por accidente, ochenta años después.

Nunca fuimos

Ella se acomoda en el sofá y disfruta del penetrante sabor de su trago. Se miran como siempre y ríen de la vida pasada, sin poder parar. Se pierden en historias infinitas, como infinitas han sido sus vidas, desde el día que se conocieron. Divergen, sin embargo en cuándo fue ese primer día. Ella insiste en cuando se conocieron en el río, pero francamente él no tiene memoria de ese tiempo. Él insiste que fue aquella noche de copas, cuando, producto de la efervescencia y la fiebre que les recorría por entero, se fueron juntos, recorriendo el pueblo en mitad de la noche hasta encontrar un lugar donde amarse. Hacía frío, recuerda él. Estabas borracho, acota ella. Ambos ríen y es como si de pronto, se hubieran trasladado a ese momento.

¿Seguimos siendo los mismos? consulta ella intrigada. Este sentimiento pegajoso y dulce hace presa de sí, una vez más, en una regularidad que se niega a abandonarle. Nunca hemos sido mejores que ahora, aboga él, presintiendo la avalancha de preguntas y cuestionamientos en los que siempre acaban por tocar este tema. Él sólo quisiera tocarla, como aquella vez, descubrir su piel a la tenue luz y entibiar sus manos entre sus concavidades, como entonces. Se miran y ya saben qué es lo siguiente.

Entre abrazos perdidos, oliéndose como siempre, recreando la hermandad única que les caracteriza, él formulará la razón y motivo fundamental de su existir. Nunca fuimos nada más que esto. Nunca insistimos en nada ni demandamos nada. Sólo somos. Y aquí estamos. Este espacio es sólo nuestro, en un tiempo finito determinado por nosotros. Eso somos, nunca fuimos ni más ni menos que ahora.

Se abrazan nuevamente. Un escalofrío recorre sus espaldas. Se besan como lo han hecho desde aquella noche de invierno, donde, venciendo la escarcha, se amaron. Encontraron el calor que esperaban y ha permanecido siempre ahí. Ríen como entonces, se miran como entonces y por un minuto mágico no hay más que sólo ellos.

Esteban Santa María

Gran Tienda Aquitania, le ha sonado siempre como un nombre a recordar. De más allá de este pueblucho olvidado se acercan tímidos los lugareños a preguntar por cortes de tela de diferentes tipos y clases. Desde osnaburgos hasta sedas. De todo hay. De todo se vende. Las grandes piezas se apilan en la pared de madera oscura, dispuesta especialmente para ello, donde se mezclan los colores, como en un popurrí surrelista.

Esteban había visto a su Europa original modificada en su esencia por todos los cambios drásticos y extremos que se han suscitado en este loco siglo diecinueve que comienza. Hubiera querido que todo haya permanecido igual, pero era inexorable este sino. Se decidió a viajar hasta este confín, donde ahora es respetado y escuchado, es parte de la comunidad entera y puede mandar a todos al demonio, si le place, porque puede y porque es un don.

La tienda ha ido lentamente dando frutos, como lento ha ido avanzando este pueblo perdido en mitad de la nada, en este país extraño, misceláneo y complejo, donde el que más se esfuerza termina sin nada y el que más arteramente procede llega al final de la partida. Es como ese juego extraño y enredado en el que participó en aquel puerto lejano, al final del globo, donde llegó, como primera parada de su viaje, apostando lo que no tenía y llenándose las manos con el dinero de aquellos que cazaban indios patagones o zorros por igual  suma y se divertían mostrando sus pelos pegados a sus rifles.

Por una partida de truco, como se enteró Esteban se llamaba el famoso juego, arribó a este pueblo abandonado, con la carga de telas que pertenecían a otro hombre, que se tomaba la cabeza a dos manos porque no era posible que este desarrapado le hubiese quitado el fruto de su inversión por saber blufear mejor que él.

Avanzó el joven español, en un viaje de antología, por bosques infinitos, hasta llegar al pueblo de sus sueños, con el río verdoso y eterno, a su frente la cañada y el antiguo fuerte español justo ante sus ojos. Había visto esta premonición mientras dormía y no se atrevió a tentar al destino, dejando la carga en algún otro lado, o simplemente rematándola al mejor postor.

Siempre habían sido comerciantes en su familia, por lo que no le iba a costar gran trabajo establecer un negocio. Pero su naturaleza transhumante le gritaba que no debía permanecer por largo tiempo en este lugar. Esto de las telas era nuevo para él, pero mientras iba viajando, iba inspeccionando cada corte, cada tipo y de alguna manera mágica iba entendiendo el valor, la constitución y el alma de cada una de ellas.  Así como los campesinos se comunicaban con sus bestias, él llegó a comunicarse con sus telas. La necesidad tiene cara de hereje, repetía, mientras examinaba cada pieza y parecía que la pieza le entendía y le aceptaba plenamente.

Atravesó el puentecito patético que juró reconstruir algún día, porque el pánico macabro de su cruce le provocó un pavor que jamás logró superar, y se instaló en el Hotel Unión. Qué nombre más pomposo para una posadita de campo, miserable y exigua, pensó en cuanto entró, pero cambió su idea rápidamente cuando Eugenia, la hija de los dueños, le ofreció algo de beber. Atrás había quedado su esposa y sus tres hijos, perdidos en la gran ciudad de su tierra natal. Con estas comunicaciones tan rudimentarias no había sabido de ellos en meses,  que luego se transformarían en años. La vista del lugar le pareció perfecta, la vista de Eugenia mucho más. Cuando se entrevistó con don Alfonso, el recién electo regidor y le consultó por la posibilidad de un arriendo decente para establecer su comercio, se asombró de lo bien que fue tratado, a todas luces un caballero, dijo el hombre, cuando terminó de servirse el tercer vino y le indicó lugares, nombres, valores y todo lo necesario para poder triunfar ampliamente. Por supuesto estaba cordialmente invitado a quedarse en el Hotel por el tiempo que estimase pertinente y él tomó este ofrecimiento al pié de la letra. Al cabo de tres meses de juergas ininterrumpidas, mientras lograba poner en marcha su tienda, se enteró de las conexiones de poder en el pueblo, de cómo había funcionado esta historia desde el principio de los tiempos y de la fantástica cantidad de posibilidades que  habían en este río revuelto constantemente por las pasiones, las mezquindades y la naturaleza humana.

Le agradaba profundamente la vista de su negocio, en aquella casa gigantesca que rentó por casi nada, aunque tuvo que invertir buenos pesos para reparar los pisos, que estaban hechos una miseria, pero la madera de calidad abundaba en este lugar y su fama de gentil caballero, que le causaba tanta gracia como las reverencias que le hacían las putas en el bulín de don Nicanor, de donde se convirtió rápidamente en cliente distinguido. Ellas juraban que él iba a malgastar su dinero pagándoles por sus favores, pero, no, señor, él no pagaba por placeres que un hombre puede obtener de gratis. Le costaba trabajo entender cómo esta manga de campesinos brutos eran capaces de gastarse fortunas con estas mujeres que les extraían hasta la médula.

Esteban se ganó un lugar de prestigio rápidamente y era consultado sobre diferentes asuntos en el pueblo. Era testigo presencial también de los acontecimientos y trataba de adelantarse a los hechos. Sabía que su buena suerte en el truco no podía ser eterna, sin embargo, se hacía buen amigo de sus escasos amigos y mantenía muy buenas relaciones con todos. Mostraba su particular sentido del humor en fiestas y reuniones, contaba chistes de grueso calibre en la casa de Nicanor y se daba por convidado a la reunión del Círculo Español que se celebraba cada tres meses en la capital de la provincia, donde todos los dones ibéricos se quitaban sus máscaras, asumían sus humildes orígenes, tomaban vino en botas, hacían palmas con el flamenco, escupían en el suelo, comían todos del mismo perol con guiso de conejo y se morían de la risa de ser considerados ciudadanos íntegros en esta sociedad tan torcida y falsa, que ellos habían inventado, en los albores de los tiempos de la conquista.  Eran muchos como ellos, de distintas nacionalidades, quienes entraban por las ventanas de este país y a la vuelta de los años, eran considerados aristócratas y señores. Esteban se deleitaba de todo ello, sentía que era su oportunidad de tener el éxito con el que jamás se iba a topar en su tierra. Se recordaba de su mujer y sus hijos y en cuanto tuvo ganancias, les mandaba dinero mensualmente. Nunca recibió una nota de vuelta.

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La Señorita

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Después de haberse jugado más de la mitad de su plata en la brisca, Constantino se rasca la cabeza y se acomoda su sombrero por tercera vez. Apura su trago, echa atrás la silla y trastabillando abandona el lugar. P’tas que soy huevón, se repite a cada paso y hasta llegar a su caballo. Es casi la hora de la primera misa y se detiene en la esquina de lo que el  regidor planea va a ser la nueva plaza del pueblo, justo al frente de la Gran Tienda Aquitania. ¡Qué nombre tan marica! pensaba mientras intentaba despejar su cabeza con el aire frío de la mañana. Escupe sin tino ni vergüenza y justo en el minuto que repara en su propia mala educación, la señorita del internado se planta al frente de él, como una aparición. Vestida con su abrigo color ocre, que no se quita ni a sol ni a sombra, muestra su cuello largo y delgado, su cutis blanco, sus mejillas rosadas por el aire de la mañana y su ojos de un miel indefinido, casi verdes, casi grises, casi me voy al carajo si no le hablo ahora.

Constantino, alentado por su borrachera, se acerca a ella y le ofrece una reverencia fingida. Ella le ubica perfectamente, como todos en el pueblo. No es fácil olvidar su vozarrón y sus espaldas gigantes. Sus botas mugrientas y sus cabellos siempre revueltos junto con el inconfundible aroma de su cigarro. -Buenos días-  dice ella, tratando de esquivarle, y por segundos comparten el mismo espacio y sus aromas se confunden. -Buenos días, señorita- contesta Constantino y la deja pasar, porque siente en sus oídos, en su pecho y en la cuadra entera el latido desbocado de su corazón.

Ella se voltea y le consulta, con la sonrisa más encantadora que la nublada mente de Constantino puede recordar.  -¿ Cuándo va a inscribir a sus hijas en el colegio? Estamos por empezar el segundo semestre, sería bueno que pudieran acompañarnos- . Se retira finalmente y él se queda cabizbajo, profundamente obnubilado, hasta que el ruido de sus tripas le despierta del encanto, junto con el relinche de su manco, que le apura por volver al hogar.

En el camino y mientras le va cambiando el semblante y el humor, piensa en la señorita. La imagina como Amelia, la puta preferida por todos los patrones, que se muestra generosa con sus carnes al aire, sus caderas grandes, apoteósicas. Esa es hembra, mierda, piensa mientras intenta juntar la imagen de las dos mujeres en una sola. La imagina en su casa, cubierta por el camisón sin vida de su esposa muerta y se imagina montándola despacio, para verle la cara en la luz de la mañana. Se imagina tantas cosas que no repara que viene Esteban Santa María, cabalgando, con sus carretas llenas de mercancías, telas en su mayoría, para su Gran Tienda Aquitania.

-Buenos días- le saluda Esteban, con su voz ronca por el cigarrillo. La inconfundible estela azul que escapa de su boca, el delgado cilindro prendido mañana, tarde y  noche, como si fuera el mismo y no tuviera fin y su pegajoso acento español.  -¿Vamos de vuelta o venimos de entrada?- consulta intruso e intrigante, pero este español común tiene la particularidad de congraciarse con todo el mundo, tiene una forma tan singular, que incluso entre los dones de más poder, él se da el lujo de ser impertinente, desmedido y grosero, con una gracia tan única que es el invitado recurrente de todas las veladas y finalmente el personaje más agradable de todo el poblado. 

-Me voy a mi casa- contesta complicado. No le gusta mucho conversar con Esteban. No imagina lo útil, discreto y buen amigo que puede llegar a ser. Eso lo sabrá más adelante. -¡Buena farra!- dice el español como despedida y le deja pasar, para tomar el camino por lo ancho con su caravana.

Lindana le espera con la palangana llena de agua helada, el pan recién horneado y los huevos fritos con manteca, como le gustan, pero nota en su semblante algo distinto. Una agridez mezclada con ensoñaciones. ¿Estás enamorado de alguna de esas putas? le consulta desatinada, y Constantino la sorprende con la respuesta y la tranquila actitud. Es tiempo que la cabras vayan al colegio. Anda al pueblo mañana temprano y pregúntales a las monjas qué mierda necesitan. Pregunta si hay alguna rebaja porque son cinco o mejor no preguntes leseras. ¡La jodienda, carajo!. Encarga todo lo de vestir donde el español de la tienda con el nombre maricón y no me preguntes ni una huevada más. Me duele la cabeza, voy a dormir ahora hasta las doce. Que no me moleste nadie o le vuelo los sesos de un tiro… Y si preguntan quién va a ser el apoderado, diles que seré yo.

Varios

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Cierra la puerta a esta visita que se aleja y Mary francamente se ríe a carcajadas por toda la situación. En su vida se había sentido más ridícula y complicada. Esta nueva novia de su primo, con aires de adolescente y de comentarios tan poco atinados, le había causado una ataque de risa nerviosa que no podía detener.

Nos sentamos en la mesa del comedor de diario y mientras toma una taza de té y se fuma el quinto cigarrillo de la velada, drásticamente cambia el tema y empieza a hablarme de la mamá de Pancho. No quiere que Gregorio se incomode por nuestras risas y no quiere provocar un round, totalmente innecesario a estas alturas de la vida, pero perfectamente posible conociendo el carácter de su marido.

– Cuando la Pestañita venía, llegaba cargada con una cantidad de leseras, dignas de una princesa de cuentos. Maletas tras maletas, cajas de sombreros llenas de cachivaches y por supuesto su necessaire, que pesaba como cinco kilos y que le dejaba doliendo el brazo cada vez que lo cargaba. Era muy divertida. De todo compraba, de todo se abastecía, porque era como una fiebre para ella esto de tener tanta cosa disponible. Cuando el papá de Pancho salía de «gira» como le decían ellos, se paseaban por todo el país, alojando en los mejores hoteles. La Pestañita se volvía loca en la zona franca y compraba como para un ejército. Cuando cruzamos la frontera juntas y nos fuimos a este pueblo de cuentos que queda aquí al lado, ¡¡qué manera de comprar leseras!! Les pedía plata prestada a mis hijas para seguir comprando, porque ya se había quedado corta de fondos. Era muy divertida. ¿ Te conté que enseñaba a mis hijas a fumar? Y se escarbaba los dientes con esos palillitos, para puro molestar y hacer reír a las chicas. ¡Qué bien lo pasábamos!

Siempre la Pestañita se ufanaba que ella tenía mucho de cada cosa. Varios, decía siempre, y llenaba y llenaba su necessaire con leseras, muestras de cosméticos, perfumes, jabones. Tenía una perfumería completa en su bolso y no le daba nada a nadie. Ahí andaba cobrando sus cosas. Pero a mis hijas siempre les regalaba, pero NO de esos que tenía ella, sino que les compraba aparte. Era muy divertida.

Después que falleció, luego de un cáncer atroz que se le alojó en los huesos y no la dejó jamás tranquila. Si imagínate que estuvo con morfina los últimos meses, eran tantos los dolores. Yo me enteré por Pancho, porque Gregorio, para variar, había discutido con ellos y estábamos alejados. Cuando revisaron su dormitorio, encontraron cajas de zapatos nuevos, sin haberlos usado jamás. Jabones en cantidades, que no te imaginas. champú, cosméticos, perfumes. De todo. Siempre decía que tenía varios. Pero esto era una verdadera perfumería. Pobre Pestañita. No pudimos despedirnos.

Mary me mira como si la mirara a ella, y en su corazón siento que se despide de su amiga y confidente, con la única que pudo hablar siempre francamente de su vida y la única, estoy segura, que sabía toda la verdad.

Constantino

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– Constantino Del Palmar, tanto gusto –  decía, haciendo la reverencia de rigor y procediendo a ubicar su sombrero de paja  de vuelta en la cabeza. Alto y fornido, espaldas anchas, manos grandes y callosas, barbas rojas y cabellos crespos que urgía de poner en su lugar. Lo llevaba siempre corto y mojado por la misma razón y le molestaba sobremanera que no hubiera agua fresca en la palangana de loza donde hacía su aseo personal. Tomaba el desayuno típico del campo, con huevos y pan fresco. El negro café recién molido le daba un aire misterioso a su semblante, cuando lo sorbía de a poco de su taza de aluminio.

La mujer que le había servido de esposa estaba hace dos años enterrada en el cementerio familiar, que daba a ninguna parte en particular, porque los muertos, muertos estaban. Había fallecido, mala cosa, dando a luz al décimo tercer hijo de la familia, que como varios de los anteriores no llegó a ver su segundo día. ¡Qué desgracia! pensaba cada vez que lo recordaba, porque le habían sobrevivido las puras hijas, que de poco y nada servían en las labores campesinas. Tienes que buscarte otra esposa, clamaba su hermana Lindana, cada vez que lo veía con la cara desencajada, rumiando su desventura, hablando solo, como un demente. Seguro era la falta de mujer, declaraba ella, pero Constantino la mandaba a callar a punta de garabatos y salía como una tromba, arrastrando la silla a su paso y cuanto estuviera por delante.

Montaba su alazán, su orgullo, su mejor amigo, el que le esperaba manso y fiel afuera de la casa de putas que frecuentaba con regularidad, aún en tiempos cuando la occisa estaba presente, porque hay mujeres para la casa y las otras están en los bulines, se reía malicioso entre sus peones, con los que compartía más tiempo que con sus hijas.   Era lo único que sabía, la única forma conocida de vida que tenía,  aunque su padre le había advertido tantas veces, no confíes en los cholos, son traicioneros y cobardes, te miran con respeto, pero a la vuelta de la esquina, si te pillan mal parado, te cagan. Por eso Constantino los mantenía a raya, pero a veces se le pasaba la mano y se desordenaba tomando con ellos la chicha de las pipas gigantes que eran de su padre, en las tardes, después de la trilla. Luego se arrepentía y los mandaba a todos al demonio. Agarraba los quintales de trigo recién cosechados y partía como un demente a venderlos al pueblo. No le importaba que el precio estuviera bajo, o que el camino estuviera como las reverendas, era no verles sus caras reclamando, lo que más le importaba evitar.

Cruzaban el puente sobre el río antes del mediodía. Veinte yuntas de bueyes juntaba, todas cargadas más allá de lo sensato. No le importaba, pero cuando empezaba a importarle era en la pagada del peaje por sobrepeso, que se le cobraba a cada agricultor, lloviera o tronase. – Dos pesos con cincuenta – decía monótono el hombrecito sin dientes que estaba al borde del puente que amenazaba con desplomarse. – No hay rebajas y no cobro a la vuelta – era todo su diálogo y Constantino se mordía la lengua, la tráquea, el esófago hasta llegar al estómago para no cantarle una sarta de elevadas que lo hubieran obligado a tener que cruzar quince kilómetros más allá, perdiendo todo el frescor de la mañana.  Pagaba de malas ganas, cruzaban en filas y con sumo cuidado, mientras él acariciaba a su manco, y le hablaba quedo para que no tuviera miedo, porque si pasaban las carretas ellos ya estaban al otro lado.

Vendía, almorzaba y se iban. En el camino le hablaban los carreteros de las cosas de la vida y de los viajes, pero los mandaba a callar ligerito. Se encontraba con otros patrones como él que le dejaban más que invitado a bailes y cenas, pero rehúsaba de asistir. Eso de llegar bien vestido, oliendo a jabón gringo como los maricas y con una botella de vino fino bajo el brazo y la otra escondida en sus alforjas por si acaso, era francamente una falta de seso y un gastadero innecesario. Si tomar chichita era lo mismo, al final uno igual se cura como rana. Si el señor y el rajadiablos, a la hora de las copas, beben en la misma mesa. Darle plata a los franceses de la pulpería era una reverenda tontera. Gastando en zapatos finos, cuando las botas que hace el indio Miguel son harto wenas y durables. ¡Qué lesera! Mandar a las cabras a la escuela, como dicen las monjitas, es una pura pérdida de tiempo, además de los pesos que  hay pagar por el internado. Yo me parto el lomo trabajando, me saco los riñones arriba del caballo, la chauchas ya no valen nada  y una mujer que sepa leer, ¿qué beneficio trae? Puras leseras de los alemanes se les han metido en la cabeza, qué gente tan huevona, carajo.

Constantino nunca lo admite, pero mira de reojo a la señorita del internado. Le gusta verla caminar por la vereda polvorienta, pero no sabe qué decirle, no sabe cómo hablarle, acostumbrado a las bestias y los peones, acostumbrado a escatimar al grado summo, como un miserable, sin que gaste un cinco en nada que no sea de utilidad y en sus vicios. – Compañero – lo interrumpe un hombre en la calle – compañero, ¿tiene un fósforo? -¡¡Compañeros son los bueyes en el yugo, huevón!!. No me diga compañero que no estoy enyuntado con usted y aquí tiene el cerillo, pero espéreme un poquito que yo también prendo un cigarro con la misma mecha.

Fotografías

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La niñita sonríe entre nerviosa, asustada y divertida, sin mucha idea de su propia candidez, ni de lo que realmente sucede entre ella, la cámara y el insistente padre de su compañero de clases, que porfía por la instantánea.

Quedan grabados, de memoria, en esa fotografía, que los muestra en un día de verano, sobre el polvoriento patio escolar, antes de la consabida celebración de cada fin de año, donde las madres preocupadas se darán maña para preparar tortas y kuchenes, galletas y sandwiches. Toda suerte de caramelos y bebidas de fantasía para regalar a los pequeños que han logrado llegar, atravesando el final del verano, el otoño helado, el invierno oscuro, la primavera juguetona para llegar a este nuevo verano, íntegros, más grandes, más instruidos.

Todos han aprendido a leer en este tiempo, ayudados de delgadas cintas de cartón por donde pasan las vocales, formando sílabas. Primero, las más sencillas, luego las más complejas. El Silabario Hispanoamericano les ha acompañado con sus historias y sus dibujos algo tétricos para los niños risueños, luminosos,  inquietos, pequeñitos. Algunos han quedado en el camino, pero sólo la maestra sabe bien por qué. Ellos no se preocupan de esas cosas, sólo avanzan despacio y sin miedo, sólo crecen despreocupados, haciendo amigos, de esos eternos y verdaderos, creando recuerdos, de esos perennes y vívidos. Han pasado enfermedades, cuando todos se contagian por uno que ha llegado, y ha compartido su pan con mermelada o su goma de borrar. Han pasado tantas cosas estos ojitos expresivos y cándidos, estas pequeñas personitas que a la vuelta de los años no se reconocerán en las fotografías que el padre del amigo de la niñita insiste en inmortalizar.

Siguen en el mismo lugar el pequeño par y se toman de la mano. Él se muestra serio y adusto, nunca sonreirá en los retratos de celuloide, por más que su mamá insista, ordene, ruegue, le atosigue con besos y promesas. No, él no sonríe. Orgulloso de su reloj nuevo, sus jeans algo gastados pero innegablemente cómodos, tiene su cabeza en otra parte. La niñita en cambio, incómoda en el vestido, profundamente aburrida con la tierra, los juegos y el calor, intenta una sonrisa que por arte de magia brota y llena su carita sorprendiendo. Dos hoyuelos decoran sus mejillas y sus ojos oscuros apenas se muestran debajo de la chasquilla que corona su frente, dándole un aire extraño, entre principesco y desmelenado. 

Se separan avergonzados por las burlas de los otros pequeños, pero de alguna forma felices por haber complacido al padre. Se dirigirán a la mesa a llenarse de bebida, comer apurados sandwiches y tortas de distintos sabores, nerviosos por los humildes regalos que esperan ansiosos, en la culminación del pequeño festín. Sonríen de nuevo, en pequeños grupos, esta vez, con sus cabecitas apenas sobresaliendo del borde de la mesa. Sonríen con sinceridad y ternura, con pequeños dientecitos asomando. Se congelan en este tiempo para siempre y a la vuelta de los años, se enternecerán de sus propias semblanzas, sus mejillas rellenitas, sus ojitos asustados pero curiosos, sus sueños, sus alegrías. Sólo sus alegrías permanecerán en sus memorias.

La niñita de la foto mira a su alrededor y abraza a su amiga del alma. Se dirigen de la mano a casa y olvidarán prontamente todo lo sucedido esa tarde. La felicidad de los regalos se evapora como el sudor de sus pequeñas frentes y treinta años después contemplarán nuevamente sus caritas,  volverán a este tiempo en el tiempo, cuando el niñito serio de la imagen,  con la cara llena de risa ahora, hecho un hombre, comente , ¿ te acuerdas de esta foto?

Las Carretas

Avanza la carreta lentamente, suenan las duelas de los barriles y los gastados engranajes de las ruedas. Siguen, paso a paso los impávidos bueyes, caminando, caminando, sin un propósito propio, sin una voluntad, sin un deseo, unidos por destino, cada uno con el otro, a través del pesado madero que atraviesa sus cornamentas roídas.

Avanza la carreta cuesta abajo en el pedregoso camino, a paso lento, con la calma de los tiempos pasados, con la serenidad de los barcos, con la tranquilidad de los ancianos. Avanza, lento. Rechinan los engranajes, se mueven los barriles nuevamente, sube el polvo del camino, salen los rayos de sol, tímidos, asustados, suaves, luminosos, delicados.

Se detiene la caravana entera y la última carreta de la línea, por inercia, avanza dos pasos más adelante. Se detiene también y se escucha, como un eco multiplicado, el bufido de los bueyes, yunta por yunta hasta llegar al final de la línea. Descansan de la bajada, resoplan, respiran y en la profunda humildad de sus lugares, mantienen sus cabezas gachas.

Esperan turno de pasar, mientras el río corre presuroso y violento a sus pies. El delgado puentecillo de madera, con tablones grises y torcidos, sujetos por enmohecidos clavos de rieles, amedrenta las cabalgaduras, amedrenta a los hombres, pero no hace mella en los cansados bueyes, que apenas reparan del destino que les sigue más adelante, sólo caminar, seguir caminando, esa es la consigna.

El que lidera la caravana se adelanta a solicitar paso. Debe pagar los dos pesos con cincuenta por el exceso de carga y hacer avanzar lentamente cada carreta hasta llegar a la rivera opuesta. Al frente, metros más hacia la derecha, se levanta una nueva estructura, que ha tardado años en hacerse presente. La maña de los elementos no da tregua al ingenio de los hombres y varias vidas se han perdido sólo tratando de erigir los pilares de la base del nuevo puente. El caudal del río no cesa, no perdona y no para, arrastrando árboles y hojas, con la misma  desidia y liviandad. No le importa, es el señor de la cañada, ha estado antes que los hombres y junto con el cielo. No se irá, seguirá su curso eterno, hasta llegar al mar.

Avanza la fila de carretas, una a una, lentamente y rechina la carga, las ruedas y ahora, las tablas del delicado puente, en un canto ronco y temeroso. Nadie emite sonido, ni los hombres ni las bestias, sólo el sordo rumor de los cascos de los bueyes rompe la espectación de la trayectoria. Al cruzar al otro lado, se ubican en la orilla del camino, donde la sombra de la vereda aún no deja pasar el sol y bufan las bestias nuevamente. Una a una, en el mismo ejercicio, cruzan, hasta culminar las veinte al otro lado.  Luego, subirán por la pendiente abrupta e inclinada, para descansar rayando el mediodía, cuando la carga esté abajo, los hombres almorzando y los bueyes, finalmente, descansando. Partirán de nuevo, al final de la tarde, cuando el sol se ponga, la cañada esté abandonada, el frío cale y cuando el río siga, infinito, su curso eterno hasta llegar al mar.

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La Soprano

Los ojos azules destellantes son lo primero que llama la atención de esta criatura detenida en mitad de la acera. Nadie sabe de dónde viene o si es real o una aparición cegadora venida de algún sueño perdido en el amanecer del tiempo, cuando estas tierras estaban pobladas por elfos y princesas, seres perfectos y fuera de este mundo que abandonaron un día los destinos de esta orbe. Sus cabellos platinados, como delgadas hebras de la cola de un cometa, se ubican en desorden en su cabeza. Es alta, fina, delicada, suave, blanca, transparente, etérea, intocable.

La muchedumbre de la Banhoffstrasse pasa ignorándola, mientras ella arma su cabello dentro de un apretado moño, y arregla su abrigo, demasiado grande para ella, demasiado tosco, demasiado rígido, casi como una prisión. Avanzan los minutos y el liviano ángel de la calle sigue preparándose para un gran acontecimiento conocido sólo por ella. La multitud avanza imperturbable, pero serena, sin tocarle, sin mirarle, sin reparar en su presencia.

De pronto, empieza a cantar… La más hermosa voz de soprano, clara, diáfana, sublime, exhala de su interior como un secreto escondido. Canta, imposta, se mueve, junta sus manos y por segundos eternos, la muchedumbre se detiene, repara en ella por primera vez y se paraliza extasiada por su voz. Canta el hermoso ángel, llenando la calle entera con sus maravillosos sonidos. El sol brilla sobre su cabeza y de pronto, la cuadra entera, mágicamente, se hace más hermosa, más transparente, más sublime, como sublime es su voz en este día de otoño frío, donde el vaho escapa de su boca, junto con las notas fantásticas de lo que canta, como si a través de ella regara un hechizo, un suave romance que adormece a su cautiva y momentánea audiencia, que por los breves minutos de su aria, se detienen, no piensan en nada, no hacen nada más que verla, contemplarla y maravillarse con su talento fuera de este mundo. Con esa voz aguda, delicada, potente, mágica, encantadora, ideal, que llena los espacios cercanos, avanza  y desaparece misteriosa en el horizonte, tocando  apenas la superficie del cielo.

Muchos aplauden espontáneamente, muchos arrojan billetes en su humilde sombrero y muchos intentan interrogarla, de dónde es, qué hace una voz tan extraordinaria congelándose en este día en mitad de la calle. Ella nada responde y sólo atina a sonreír, maravillando a los presentes. Realmente parece una diosa, dirán algunos, una visión del otro lado del firmamento. Ella sigue sin entender ni contestar y se da por satisfecha con lo que ha recolectado. Desaparece por encanto  y en la calle, todo vuelve a su pulso original.

En mitad del parque, justo al lado de la ambulancia, que se mantiene allí diariamente, para que alcancen una muerte más humana los pobres desdichados, adictos, perdidos e irredentos que se dan cita en este lugar,  justo ahí yace el hermoso ángel o lo que queda de ella, extraviada en un viaje inalcanzable, semidesnuda, regada en el pasto húmedo del parque y sin emitir una sola nota de su maravilloso don. La misma sonrisa le embarga, habla en un idioma ininteligible y uno de los adictos, en mitad de su vuelo, comentará que ha visto una criatura celestial compartiendo su aguja venenosa por última vez.

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La Casa del Campo

vista al mar

Cada verano, justo después de navidad, Mary empieza a hacerse a la idea de su éxodo a la casa del campo, como le llama. Enclavada en la cima de una pequeña colina, domina una hermosa extensión del mar, interrumpida desconsiderádamente por el centro de cultivo de choritos del que ella se burla abiertamente, sobre todo después que Gregorio ha limpiado el estanque del agua y todas las cañerías con ácido muriático, vertiendo los residuos al mar, produciéndose los vapores más tóxicos que  haya visto en su vida.

Mary debe rápidamente organizar los detalles menores, pero no menos importantes, como  seleccionar y cargar las sábanas, la ropa para Gregorio, objetos de uso diario, como detergentes y lavalozas. Comida no, porque Gregorio compra víveres como para alimentar a un ejército, en una locura indescriptible que le dura días enteros, preocupado que no falte nada, para el séquito que espera le rinda pleitesía allá también.

Todos los afanes de Mary deben ser rápidos y definitivos, cortos y precisos. No hay tiempo para perder, ni siquiera pestañar. Disfruta mucho el espacio al aire libre, el mar, la contemplación, la tranquilidad y la maniobrabilidad de esta casa, infinitamente más pequeña y menos llena de malos recuerdos. La posibilidad de evadirse ciertamente, caminando por la playa, le provoca emociones encontradas. El amplio patio con un prado rigurosamente cortado, le recuerda los parques de su niñez. Añora esta casa, donde todo es nuevo y especial. Podría vivir aquí los últimos días de su vida, pero la jodienda de ir al médico con Gregorio cada tanto, las medicinas, las compras y los eternos problemas con sus hijas le impiden pensar seriamente en esta opción.

Nos levantamos esa mañana, una vez que Pancho y Gregorio han ido a la ciudad a comprar el diario y alguna que otra golosina sólo para ellos y sólo porque ellos piensan que podría hacer falta. Mary me recibe con una sonrisa y todavía en bata, me ofrece café con leche y me invita a que me prepare huevos.

– Usa esa sartén no más, que está rebalsando en aceite de oliva, seguro Gregorio esta mañana se preparó y como es tan exagerado, no sabe medir. Yo mientras tanto voy a pasar un poquito la escoba, pero pónte cómoda no más y copuchemos que estos dos tienen para rato.

Esta propiedad era del suegro de una de mis hijas, y por algún negocio medio raro vino a parar a las manos de Gregorio.  Me gusta mucho la vista y me hubiera gustado que hubiera dejado más árboles, pero como es tan arrebatado, trajo unas máquinas inmensas y estuvieron trabajando como dos semanas, volando todo el cerro para hacer la casa. De arriba se ve más lindo, pero tan porfiado, no quiso construir ahi. En ese tiempo le había dado por tener una flota pesquera y quería que esto fuera un puerto de abastecimiento. Al final, vendió todo, porque le robaban mucho, decía  y se quedó con la pura casa. Es tan lindo todo acá. Yo le digo siempre, podríamos salir a caminar, pero viene y se encierra a mirar televisión a todo volumen, igual que en la casa y no se puede ni conversar. Yo por eso salgo, es tan rico el aroma del mar y escuchar los pájaros. Ahhhh, me quedaría aquí tan tranquila, pero vienen mis hijas con mis nietas y esas cabras chicas son tan ruidosas, que ligerito hay que partir cascando. Ni siesta puedo dormir con las cabritas corriendo para adentro y para afuera. Si no hay un minuto de tranquilidad.

Así se pasa el verano entero, con las cabras chicas mañoseando, los viajes de Gregorio, la rutina de la casa, el perro, porque ahora quiere traer al perro. Es insoportable. ¡No estar en tranquilidad un rato siquiera!. Qué tontera. Mira, ahí vienen llegando. Seguro traen un montón de cosas del supermercado. Tan exagerado este Gregorio.

Didgeridoo Concert

El amplio vestíbulo de la estación de trenes se llena de transeúntes a medida que el gran reloj va marcando los minutos. Uno tras otro los convoyes arrivan, cubriendo el lugar con su carga sonora y colorida. Rápidos y sin mirar atrás, los pasajeros colman el espacio, lo cruzan y se van por aquellas puertas gigantescas que parecen abducirlos a la ciudad.

Entremedio de la muchedumbre que intenta hacerse un lugar, se escucha con dificultad un sonido gutural. Extraído de la tierra misma, monótono y perturbador, va tomando su posición en la maraña de sonidos que inunda la estación. Retumba, penetra, golpea y sigue avanzando entre la estructura misma, para lograr ubicarse en el inconsciente de las personas. Como un analgésico de toscas notas, como una flauta gigantesca y primitiva, avanza el sonido llenando los espacios más recónditos del lugar. Suenan las campanas de la catedral y complementan el ruido sedante, pegajoso y primigenio que persiste en el ambiente.

Avanzan, como un ola humana que se va renovando a la llegada de cada convoy. Avanza también este sonido áspero e inquietante hasta adentrarse en cada piedra y ventanal de la estación. Suenan nuevamente las campanas. Atrona el didgeridoo, ronco, hosco, profundo, por gracia de los pulmones del joven que se muestra completamente extasiado con su propio sonido. No le importa que el suelo es duro y frío. Sopla en un trance otorgado sólo por este instrumento, que le hace alejarse miles de millas de este lugar, olvidar a la gente y el entorno y no darse cuenta siquiera de las monedas que caen ruidosas a su sombrero. Añora praderas rojizas y secas, árboles de eucaliptus que nunca ha visto y finalmente la unión con la naturaleza originaria y absoluta que le confiere el derecho de insuflar el didgeridoo. Ha tocado en muchos lugares, en las calles, en bares, en pequeñas galerías e incluso en las iglesias, pero no hay comparación con esta acústica surrealista,  aumentada hasta el infinito por el rumor de la carga que trae cada convoy y la actividad misma de la estación. Le place estar aquí y llega, cada día, muy temprano. Se retira antes del atardecer, como un hombre prehistórico, ansioso de no perder la luz del sol antes de llegar a su morada.

Sigue con la monotonía de su tema, exhalando con dificultad, a veces, con pasión otras. Se detienen algunos para observarle, pero él no les ve. Sigue profundamente hipnotizado con su propio prodigio, con su propio descubrimiento, con su propio ser. Sigue tocando, en un viaje sin rumbo ni destino; siguen los pasajeros de los trenes viaje hacia otras realidades.

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Tangos, Milongas y Boleros

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Tangos, milongas y boleros anuncia el programa de la radio. Cada domingo antes del mediodía, viaje garantizado al pasado fantástico y romántico de los ritmos argentinos y las canciones de amor de antaño. Nos acomodamos en nuestras sillas, mientras mi Olguita cocina entretenida el menú para el almuerzo.

Suena Gardel afectado y recuerda con tristeza los viejos discos de pasta y las vitrolas de su niñez, cuando, criada de la mano de sus tías, sufría y amaba al Gorrión. Bailaba milongas en las fiestas juveniles, acompañada por su hermano Arturo, quién se daba maña para asistir a todos los malones y convites de la época. Iban divertidas, expectantes, con guantes y taco alto, con vestidos de organdí y gasa, diseñados, cortados y cosidos por ella misma. Elsa, su prima, le rogaba que le hiciera uno también y con aquel primor de vestido, extraído de la revista Burda, conquistó a Rafael, quien se convirtió en su marido y su viudo, tiempo después.

Eran otros tiempos, comenta mi Olguita, mientras revuelve la sopa con cuidado y le echa algún que otro condimento. La sal venía por sacos de libra, así como el café de grano y el azúcar rubia. Sacos hechos de yute, fuertes y ásperos, que su papá usaba para limpiar los caballos. Era dura la vida en el campo, dice nuevamente, mientras suena el tango, dramático y sentimental. Era dura la vida en ese campo. Su madre, escapada del barco de los colonos alemanes, no identificada en ningún registro ni libro, porque las mujeres no contaban en esa fecha, huyó de ser casada con un teutón gigante y con manos de lechero y sucumbió a la vista de este chileno bruto, pero simpático y buen amante que le dio felicidad por un rato y una razón para vivir.  Ella no pudo, sin embargo, sobrevivir a la tos convulsiva y les había dejado muy pronto. Criados los hermanos en la barbarie y el abandono, trabajaban como braceros cuando era necesario, cortando trigo con hoces  o aporcando papas con azadones y palas a pleno sol veraniego.

Eran otros tiempos, donde decenas de peones por campo, en la cosecha, avanzaban como un enjambre de langostas, desde el primer rayo de sol de la mañana, cortando, cortando, cortando hasta llegar la sombra del atardecer. Había que darles de comer, contaba mi Olguita, mientras pica los vegetales en pequeños cubos para el segundo plato. Bateas y bateas con  el pan fresco para los jornaleros, peroles y peroles con cazuela, jarras con chicha y vino blanco  y una que otra con agua, más que todo para que remojen sus gaznates, pegajosos con el polvo y el sudor.

Suena la cadencia del bolero y se sumerge mi Olguita en un recuerdo silencioso que la enmudece por un rato. No sabemos si mentalmente ha regresado a la cocina de fogón donde acompañaba a sus tías a hornear el pan y preparar el almuerzo para los trabajadores o si algún pretendiente gallardo y decidido tomó su cintura y la hizo soñar con maravillas al ritmo de esta canción. No lo sabemos ni ella se esfuerza en aclararnos. Revuelve nuevamente la sopa y tararea bajito la canción.

Los Buongiorno

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El Hotel International Au Lac, ubicado en la mejor rivera del lago, parece un castillo medieval perdido en este pueblo veraniego, ruidoso y tórrido. Avanza la joven pareja por las calles que exudan la escasa humedad del ambiente y reflejan el calor del mediodía. Las aguas minerales, que se entibian antes de terminar de beberse, no han colaborado demasiado en esta jornada, donde la radio anuncia alegre que se esperan temperaturas infernales para uno de los días más hermosos del verano.

Siguen caminando por las calles empedradas, intentando buscar sombra y un lugar donde remojarse. Han viajado por largas horas y la felicidad que les embarga por estar juntos se deshace entremedio de sus dedos, agotados, cansados, perdidos entre el sudor y el gentío. El lago se abre maravilloso y fresco, las aguas darían el solaz perfecto al día caluroso, pero no es fácil acceder. En este pueblo, largo tiempo invadido por el turismo y las construcciones, no hay accesos al agua prodigiosa que ellos esperan aproximar.

Finalmente, aceptan que  lo fantástico del viaje natural se ha perdido por esta vez e ingresan lentamente al hotel. Registran sus nombres y un viejo botones les ayudará con sus maletas. ¿Recién casados? preguntan en la recepción y ellos divertidos, asienten. ¡ Una champaña, per favore! grita afectado y cómico. De parte del hotel, felicidades y un descuento especial por su alojamiento, signore. Muchas, muchas felicidades y bienvenidos.

Ríen en complicidad, se ubican en su habitación, toman una ducha, bajan a a la terraza y la vista inmejorable del lago les llama nuevamente, así como el calor de la tarde les golpea de lleno en sus cabezas. Un sorbet de limón, por favor, indican al garzón. Amable y servicial, vuelve en cosa de minutos y se queda a la sombra de un olivo esperando por más solicitudes de la joven pareja.

La cena se sirve a partir de las ocho, les indican en la recepción nuevamente, una vez que la tarde ha llegado y el calor ha descendido. Ellos accederán a la gran terraza. Ella, apenas abrigada con una mantilla de seda y un vestido largo y veraniego que le contornea su figura.  El menú es amplio, la vista maravillosa. La ciudad entera se puebla de tenues luces y se escuchan apenas los ruidos de la calle. Las embarcaciones en el lago han tomado la rivera y se guardan silenciosas hasta el nuevo día. De pronto, cae en cuenta la joven pareja que a su alrededor no hay nadie de su generación. Rodeados por doquier por antiguos y rancios personajes, la dama inglesa de la mesa de la izquierda, cubierta de joyas en sus diez dedos, gritándole sin descanso al viejo lord que intenta cabecear entre plato y plato. Los octogenarios yanquis, parloteando al fondo. El anciano francés y su hermana, prisioneros del tiempo y las enfermedades reumáticas, y varios otros por el estilo. Un promedio de edad de 80 años les rodea, sin que se lo hayan propuesto. El aire del atardecer aparece repentino,  curioso y frágil, refrescando el ambiente y despertando por breves segundos al pobre lord.

Viene el primer buffet con ensaladas y un enjambre de diligentes garzones  cubrirá su mesa, atosigándoles. Gallardos, bronceados, atléticos, italianos todos, con su dulce acento y su masculina presencia por doquier, como un ejército de abejorros peleando por la única flor fresca en este bosque fosilizado. Signora, sírvase signora. Más ensaladas, más vino, otra servilleta, ¿está bien esta luz? Signora, apagamos la vela si le ha molestado. Otro plato per favore para ella. Uno tras otro los garzones se dan maña para acercarse a su mesa, colmarla de atenciones, ignorar a su acompañante y a toda la concurrencia del comedor. Viene otro buffet y nuevamente el enjambre sobrevolando, luego los postres y por último y como si fuera poco, el maître se acerca y le ofrece una nueva atención.

Arrivederci signora, dicen ellos, uno a uno y en fila, como una línea de espadachines gallardos con ojos libidinosos, cuando se retiran finalmente de la terraza y del comedor. Avanzan exhaustos por esta muestra excesiva de amabilidad. Tanto signora esto, signora lo otro, ha acabado por colmarles. De pronto, una idea, la piscina del hotel, gigante, fresca y discreta, está abandonada a esa hora de la noche. Se dirigen sigilosos y se zambullen en silencio, disfrutando el agua aún tibia y la maravillosa luna que les alumbra juguetona. Nadan, dan vueltas, se abrazan,  pero de pronto, de la nulidad del silencio, signora, signora ¿una toalla?….

La mañana siguiente, antes del desayuno y  ya en el pasillo del hotel, los amables buongiorno colmarán sus paciencias. Intrusos y cargantes, aparecen de todas partes, llenándola de gentilezas y sonrisas coquetas. La leche, el café, el yogurt, la tostada, el panecillo, todo seleccionado para ella, todos saludando amables y sonrientes, todos rodeándoles agotadores finalmente de tanto y tanto buongiorno.

Se retiran del hotel esa tarde y el joven consultará qué clase de clientes normalmente acuden al hotel. El gerente se acercará y le comentará discreto que el público del establecimiento no es gente de su edad, sino todo lo contrario. Van y vienen en el año y muchos tienen sus habitaciones especiales y tomadas con mucha antelación. Eso explica muchas cosas, concluye el joven, mientras se acerca nuevamente el ejército solícito para cargar el mínimo equipaje y consultarle a la signora si había sido todo de su agrado. ¿Qué puedo decir? Sonríe ella divertida, ¿qué puedo decir? 

El Ropero de mi Abuela

Corro la cortina del ropero lentamente, como si esperara que saliera un fantasma. Sale, por el contrario, escapando, un olor a almendras, a lavanda seca y jabón gringo, que inunda todo el interior. También expele el olor delgado de la naftalina perdida desde quién sabe cuando, haciendo que todo se preserve más o menos entero de la amenaza de los años.

La cortina pesada, de un  rosa deslavado, avanza latosa por los rieles cubiertos de la pátina irreverente y definitiva que mora entre los pequeños dientes del carril. Se mueven perezosos algunos, presurosos otros, intentando dar con el caminito hasta dejar el espacio suficiente para urgar en sus confines.

Cada nueva primavera, mi abuela abría rigurosa su ropero, dejando que el aire penetre los antiguos abrigos, la gastada lozanía de las telas, de sus enaguas preservadas con esmero y astucia, con cariño y devoción angelical, sobre todo las telas, aquellas que ya no se ven, aquellas que ya no existen, como los tiempos que se han ido, como la vida silente que se ha escapado lentamente de sus manos, sin que ella haya caído en cuenta siquiera de su avance.

El mundo que está frente a ella, encerrado en el ropero, ha sido forjado por su esfuerzo y agonía, por su empuje y sufrimiento. Cada prenda es prueba de ello. Hecho por ella misma, ajustado, transformado, ideado y vuelto a transformar por obra y gracia de sus conocimientos de costurera, dolorosamente adquiridos y orgullosamente preservados.

Cuando tomó la decisión, nadie le dijo que iba a ser fácil ser una mujer separada en este país extravagante y mentiroso, de doble juicio y albedrío, de decisiones drásticas y homogéneas, algunas veces; y otras macabras y bestiales. Sin tino ni piedad, sin beneficio de la duda o ni siquiera un ligero álito de misericordia o entendimiento en plenos años 50.

Su vida, con el que le fue elegido por marido, fue una pesadilla desde el primer día y ella decidió valientemente deshacerse de ese sino, antes que ese sino se deshiciera de ella. Avanzar con la cabeza en alto, sin ser juzgada como casquivana o mala esposa, era tan difícil como pretender que no hubieran amaneceres ni puestas de sol. Sin embargo, no dudó, no le importó, nada era más necesario que salir de esa pesadilla, de aquel hombre borracho y bruto, de aquel despilfarrador y mal amante, que le abandonaba, sin decir palabra, que tomaba parte de la estancia familiar porque podía y se perdía por días infinitos sin un signo de vida, regresando borracho todavía, para fastidiarle con su vozarrón alcohólico y su mala educación, demandando por los cuatro vientos, abrigo, comida y descanso. No había riñones para aguantar tal afrenta, cuando aún colgaban, decorando su caballo, los calzones de alguna de las polillas del burdel más concurrido, donde había hecho depósito obediente de lo obtenido en la subasta del pueblo por los bienes familiares, reses, trigo, papas, productos todos del esfuerzo compartido, sin embargo, no respetado ni apreciado, regalado a la desbandada, como quien descarga un puñado de sal en el mar.

Tantas noches sin dormir, esperando que llegara sólo la cabalgadura del sátrapa, indicio inequívoco de su deceso, de manos de ladrones o malandras que le propinarían una golpiza monumental por su altanería y escasez de juicio, habían sido suficientes para tomar la decisión final y aunque el tío paterno y padre del marido, puso el grito en el cielo y amenazó con que una maldición iba a caer sobre su cabeza, por haber rechazado tan ligeramente al mejor de sus hijos, el más capaz, el más atento, el más buen mozo y diestro. El hombre de barbas rojas como el atardecer del verano, de anchas espaldas y piernas fuertes. Qué más esperaba si ya había pasado los 25 y nadie más le iba a mirar como esposa. Muy gringa eres m’hijita, pero los años no los saca nadie de la cabeza del hombre cuando busca matrimonio.

Nada fue razón suficiente y de tanto en tanto, cada primavera, salía al sol, junto con las ropas olvidadas, la foto del marido, ya muerto y dispuesto bajo tierra, en un funeral extraño y discreto, que le hizo justicia de su descariño y falta de previsión. No hubieron ni han habido palabras de crítica o infelicidad, sólo la profunda censura al despilfarro, perfeccionado hasta acabar si un peso en los bolsillos, teniendo que pagar la viuda, alejada por decisión propia , las costas del funeral del hombre quien, perdido en su borrachera, terminó botado en un charco, ahogado en su propio vómito y sin que ni siquiera su cabalgadura fuera capaz de arrastrarle de vuelta al hogar.

Lo que quedaba de la estancia familiar, por años dilapidada, arruinada y perdida en la desolación y el hastío, se evaporó finalmente en manos de bastardos y queridas, vecinos de mala fé que, diligentes, fueron corriendo los cercos, hasta dejar al pobre desdichado sin nada más que su chicha con harina tostada y su profunda miseria encerrada en el orgullo y la sustancia de los años pasados.

El ropero de mi abuela más que fantasmas , tiene su vida arrumada en esas ropas, tiene sus míninos secretos escondidos y tiene sus recuerdos almacenados, dentro de cada rincón, en cada pequeño cajón y repisa, que ella ha ventilado rigurosa, para sacar también la pena y la desolación de los años, de los errores enmendados, de la comidilla envidiosa y malintencionada, de aquel pretendiente gallardo y amable, suave como el aire de la mañana, que se perdió en el atardecer de un día de diciembre, quien le regaló el más hermoso corte de tela,  que ella atesora misteriosa en algún rincón de su ropero.

El ropero existe en su habitación desde que tengo memoria, con su aroma suave y difícil de olvidar, que la retrata de cuerpo entero, cálida, amable, suave como un valz, como un trino, como la tierna y mullida lana, como el dulce pan con mermelada, como la vida pasada, como los años venideros, cuando siga existiendo el recuerdo, y sin duda alguna siga existiendo el ropero.

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Las Flores

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– Se me quedó el ramo en la casa-  dice totalmente avergonzado y con la mirada más fresca y suave que puede ofrecer. Es como si nunca las hubiera comprado, piensa al minuto siguiente, y trata de ofrecer una sonrisa. Se retira complicado y en deuda y con la extraña sensación de que la estupidez humana puede más que todo lo demás.

Al día siguiente aparece con las flores, arregladas como novias, blancas, suaves, levemente encarnadas, con el verde constante y de rigor en el fondo. Lo entrega amable, tratando de no salpicar con las gotas de agua que brotan de las puntas. – Mi empleada lo ha puesto en agua-  dice por toda defensa y argumento.  Lo entrega con la sensación del deber cumplido, con la premisa tan gastada de «más vale tarde que nunca» como excusa y bandera.

Sonríe quién lo recibe y lo mira con arrobo por instantes. La frescura de las flores no ha sido corrompida por el día de atraso, ni por el agua puesta por la empleada. Luce magnífico y sincero, luce hermoso y brillante. Luce como si fuera un entero campo de flores en un día de verano, cuando el aire es cálido y flota suspendido sobre las cabezas de los transeúntes. Luce como un manchón de capullos tímidos pero decididos, que entregan su belleza no importando nada más, ni el estío, ni el agua, ni el florero corriente y desadaptado para el tamaño y la grandeza del bouquet.

Mira nuevamente, la que ha recibido el ramo, y le embarga la alegría y un ligero misticismo por el significado de la vida. Divaga su mente, lejos.  Enjugan sus pensamientos cansados los pétalos sedosos y el verde de fondo le otorga sueños de bosques lluviosos y tupidos campos. El verano golpea constante en el techo inmóvil y se regocija en el agua del florero. Todo lo abarca el frágil ramo y aunque el bosque, el agua y el exterior están lejos del lugar donde aquella que ha sido homenajeada reside, la suave textura y el delicado carmín le confieren un oasis de belleza, inesperado y fresco, saludable y vivo.

Mi Amigohermanoamante

Nos conocimos una noche fría de invierno, cuando la fiesta estaba acabando y la lengua se volvía floja y molesta, los párpados se cerraban y reparábamos o en los vasos medio llenos o en nuestras palabras que no iban a ninguna parte. Sólo nuestros ojos se topaban en miradas con segundas intenciones. Nos fuimos juntos y en la escarcha nos amamos, entre la leña húmeda, mientras el amanecer se abría paso lentamente, y lentamente nos ibamos viendo más enteros, menos mareados, más en esta tierra.

Me despediste con un beso largo y sin soltarme de tu abrazo, apoyados contra un cerco viejo y que emanaba el vaho del deshielo. Nos separamos finalmente y seguimos viviendo nuestras vidas. Te convertiste en mi amigohermanoamante de una forma extraña y sin que yo lo decidiera. Era hermoso poder descubrirte en tus pensamientos, poder adivinar tus filosofías y olerte en tus libros y discos. Eras mi amigo, más que nada otro y podía confiar en tu criterio, tu lealtad, tu tino, tus buenos consejos y tu punto de vista siempre agudo, directo y sincero. Eras mi energía y muchas cosas aprendí a desarrollarlas pensando cómo lo hubieras hecho tú. Me hiciste libre y borraste de mi mente prejuicios, culpas y supersticiones encerradas en el inconsciente colectivo de esta nación.

Siempre fuiste mi punto de referencia, mi alter ego, mi corazón. Hubieron otros maestros en mi vida, pero nadie tan perenne como tú. Separamos nuestros caminos, porque la vida da esa posibilidad y aún estando al otro lado del mar, te recordaba. Eras una constante compleja pero dulce, extraña pero necesaria.

Nos fuimos distanciando con los años y mi vida se tornó difícil y abrupta. Crecí de la mano de experiencias poco placenteras y que jamás hubiera querido para mí. Sin embargo, las horas compartidas contigo eran mi pequeño oasis en la nebulosa de mis tiempos. Mis cartas extensas y cargadas de dramatismo eran confortadas por tus siempre graciosas teorías que no dejaban de ser ciertas a la distancia de los hechos y la objetividad que siempre fuiste capaz de encontrar. No siempre la tenías, pero nunca esperé que fueras perfecto. Eras mucho mejor así.

Tu influencia estuvo siempre en mi mente, tus chistes, tus garabatos, tus inflexiones de voz, tu pasión por los temas divergentes, tu esencia de partyman, tus platos de comida, tu literatura, tu enfermiza inclinación por las causas perdidas y el deseo irredento de hablar en lenguas muertas, te conferían poderes sobrenaturales en mis boquiabiertos recuerdos y la fuerza necesaria para ser mi paz en los minutos de tristeza, de abrumadora realidad o sencillamente para sentirme nuevamente la que fui.

Hubo un quiebre, mi querido amigohermanoamante, que no sé cuándo empezó.  Hubo un minuto en que perdiste la macicez en mi idolatría y te convertiste en simplemente tú. ¿Sería tal vez cuando empecé a hilar más fino nuestra historia? ¿Sería que la alumna superó al maestro en el pragmatismo de los hechos contundentes de la vida? ¿Sería que la simplicidad por la que siempre abogamos se hizo carne y sangre en mí y sólo rito por tu parte?

¿Sería que acaso eras sólo una fantasía obsesa y profundamente anclada en mis recuerdos, traída por la voluntad de no querer perder al que había descubierto y que me había sorprendido tan rotunda y permanentemente? ¿ Existía aquel ser tan fuera de este mundo, exquisito, perfecto, impoluto, ideal? O era como siempre lo discutimos, e infinidad de veces lo concluimos, no existían seres perfectos, sino sólo intenciones perfectas. Que la naturaleza humana era deficiente por esencia y frente a eso no podíamos negarnos. Frases tan decidoras y complejas fueron forjando mi horizonte y mi espera.

¿Cuándo perdiste tu valor? Me perturba ese pensamiento y la pena infinita de sentirte atrapado en una realidad de la que no escapas, incompleta y castrante. Tranzas ideales por migajas ante mis ojos espectantes. Respeto tus puntos de vista, tu espacio y tu verdad, como lo hice siempre, desde el inicio de nuestro tiempo, pero no me calza lo que veo, no me contenta lo que siento. No me gusta el que he descubierto a la luz de los hechos y los conceptos provenientes de mi experiencia, que por arte y magia de tu influencia he sido capaz de concluir.

¿Dónde nos perdimos? ¿Cuándo te perdí? El original, único, valiente, confrontacional, libre, ideal amigohermanoamante se torna difuso y permeable. Se vuelve una caricatura comparado con el que permanece en mis memorias. El que me enseñó del respeto sobre todo de las ideas e ideales, el que me enseñó a creer y que mágicamente me dió alas para volar, prendida a tu espalda y a tus besos, apreciando la pasión como tal y no como producto, conclusión o requisito de nada más. Me niego a creer que sólo existió en mis sueños.

Sueño que te planteo todo esto y más. Buscándote, esquivando lentamente cada escollo y entrando con prisa en cada tema. Me das explicaciones, me imagino, y sólo puedo decirte, sólo quiero decirte, no te vayas, no me expliques nada, sólo vuelve.

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El Accidente

¿Usted conoce a un tal Don?, inquiere el policía llamando antes de la madrugada. ¿Es usted su esposa?. Sin dejar contestar ni la primera ni la segunda pregunta, el policía sigue averiguando por información y señas, para dejar caer como si nada que Don ha sido llevado al hospital, a constatar lesiones y la alcoholemia de rigor.

Iba escuchando flamencos, sufriendo con esa pasión maravillosa… Debo haberme quedado dormido. No, no iba borracho, bueno, tal vez un poco, pero tú me conoces, he venido más pasado, pero he llegado. En todo este tiempo nunca había pestañado. Toda mi vida conduciendo y me viene a pasar esta desgracia, a dos cuadras de la casa.

El señor será llevado al hospital y luego quedará a disposición del tribunal. Los objetos personales y del vehículo se encuentran en esta repartición. Haga el favor de retirarlos pasado el mediodía. Él está bastante bebido. ¿Es usted su esposa?

Mira en retrospectiva, se frota los ojos, se incorpora y dice francamente, no, no soy su esposa. Nunca lo he sido. Compartimos el hogar y los gastos, porque más vale pájaro conocido, usted ya sabe el resto, pero aquí cada quién hace su vida y no me moleste con pelotudeces de detalles ni informes judiciales, son las cuatro de la mañana y yo más rato tengo que ir a trabajar.

Mientras esperaba al radiólogo por los exámanes, sonó una alarma de accidente. Todo el mundo corrió, quedé solo, abandonado y no podía moverme. Miguel, mi socio, apareció de la nada y me ayudó a incorporme. Llamó a una enfermera, pero nadie nos hizo caso. Pidió mis documentos  a un auxiliar, haciéndose pasar por doctor y nos vinimos a casa. No puedo moverme ¿sabes? El médico dijo que es parte del traumatismo y que me recuperaré en dos semanas. El auto, ¿lo viste? quedó hecho astillas.

¿Dos semanas? Dos semanas pasan volando, mientras el séquito decadente se viene a las horas más inesperadas a «visitar» a Don. En el intertanto, se termina el café, el azúcar, los bocadillos, la paciencia. Son todos buena gente, son todos agradables y sinceros, pero fuman como chinos, consumen como langostas,  y nadie pone un peso en esta casa. ¿Cuándo te toca control , me dijiste?

No siento mi mano izquierda y no puedo ni siquiera subirme los pantalones. ¿A quién mierda se le ocurre que me voy a mejorar? Estoy amarrado a esta cama, estoy perdido, cagado, botado, quisiera pegarme un balazo, quisiera mandar a todos al demonio, pero tengo que seguir. Estoy al borde del colapso, no puedo ni mear solo, ¿quién mierda me maldijo?

Tenemos que ver cómo te recuperas. Toda la vida desde que empezamos, siempre hemos tenido puros dramas, estoy cansada, profundamente agotada, esto no me lo merezco. Esta situación aplastante y jodida es una maldición. Es todo tu culpa, tu irresponsabilidad, tus constantes ires y venires. Estoy cansada, quiero que desaparezcas, quiero que te recuperes, quiero que toda esta gente se vaya. No es justo para nadie, me estoy consumiendo y viene toda la mierda de antes a mis memorias, cuando estábamos juntos. No estás cumpliendo tu parte, interfieres en mi vida, estoy cansada.

Esta wevada no puede estar sucediendo, estoy aquí como una planta, como un mueble, necesito saber si voy a seguir viviendo de esta forma. No puedo comer solo, estoy postrado y sólo recibo críticas y más críticas. Discusión tras discusión, ¿qué diferencia puede haber ahora?. Todo lo de antes se viene a mi memoria. No puedo trabajar tampoco. En mi vida me había sentido más inútil. Estoy cansado. He pensado en matarme, en no seguir en esta historia, dándole malos ratos a los que están a mi alrededor. ¿ Qué puedo hacer?

El traumatólogo visita la casa, finalmente y ordenará  terapia y más ejercicios, inmediatamente. Basta de cama y de dramas. Basta de inactividad y oscurantismo. Aquí esto es totalmente recuperable, faltan algunas pruebas y exámenes, pero si está postrado no llegamos a ninguna parte. 

La realidad de este lugar es tan brutal. Miro a todos a la cara. Hay gente en tan malas condiciones. Estoy aprendiendo a caminar como los niños y todos a mi alrededor están en las mismas. Hay algunos francamente cagados, francamente deshechos. Y este hombre infundiendo esperanza, porque estuvo entre los enfermos alguna vez. Me voy a recuperar, voy a volver a ser el mismo, por mi bien y de los que me rodean. Hago un firme resolución y un pacto con Dios. Estoy en eso, voy a seguir, voy a dar la pelea, ahora sé que puedo. Sin tu ayuda, sin ti, no habría razón.  A pesar de todo.

La terapia se ha extendido y se sigue extendiendo. Hay un vacío extraño y una sinrazón en todo esto. Preparo las raciones de comida. Se han terminado las visitas, a Dios gracias. El pan, los vegetales, el café y la leche se constituyen en amigos y aliados de tu recuperación. Estamos en esta vida para aprender, siempre lo he dicho. Has sido tan porfiado en todos tus años. Estamos juntos en esto, por una razón insólita y misteriosa. Voy al supermercado, regreso cargada como mula y traigo chocolates y galletas de merienda porque confío que estás avanzando. No me importa ayudar a bañarte ni cambiarte los calzoncillos. Sé que estás progresando, que todo esto tiene un fin y un sentido escondido en alguna parte. Que en esta misma situación, tú hubieras hecho lo mismo por mí.

Lamento lo malo, hemos dicho muchas veces, ambos, por todo y por todos. Lamento no haber aprendido, hemos dicho muchas veces, ambos, por lo que nos queda por aprender. Te doy un beso de buenas noches y me voy a mi habitación. Escucho tus ronquidos y espero que descanses, que el día es largo y aburrido mañana, y que por culpa del descuido, de la vida o del destino, te ha tocado ver desde este ángulo las cosas que siempre es más fácil negar.

Nos vamos salvando de a poquito, mi querida. Sin tu ayuda no hubiera podido. Me repites que no te dé las gracias, pero es imposible no hacerlo. Trabajo fuerte y con ahínco porque ya no quiero ser más carga, como toda la comida y hago esfuerzos para dejar de fumar y no molestarte. Me das el beso de buenas noches y descanso más tranquilo. Estás aquí. Me ha tocado este aprendizaje duro y  detestable. Sigo escuchando flamencos, pero lo que más escucho es tu risa. Sí, hubiera hecho lo mismo por ti.

rehabilitacion

Siento que no te conozco

Regresa, él regresa. No se han visto en al menos cinco años. Hablan de lo mismo que siempre han hablado; sin embargo, no se conectan, hay gravedad en los comentarios, un desacople molesto y continuo. Quería verte porque eres mi razón, piensa ella antes de iniciar el diálogo por tercera vez. Quiero escucharte, porque eres mi aire, pero te enrareces y acabas en el suelo, al final de mis imágenes favoritas, como si no fueras nadie.

¿Tanto ha sucedido? ¿Tan disímil ha sido nuestro evolucionar? ¿O te has vuelto demasiado predecible como lo pensé en un principio? ¿Es esta mi luz? ¿eres tú el que me solía sorprender y mantener el arrobo en mi ser por más tiempo que el que duraba tu olor en mi cuerpo?

Ha pasado mucho tiempo, dice él por toda respuesta a la maraña de preguntas que brotan, complicándole a ella más de lo que quisiera. Pierde el hilo de la conversación, se confunde en las palabras, bosteza, se desconcentra. Trata de mirar por dónde se ha ido la fantasía y de dónde ha llegado este ser, que sin duda es parecido, sin embargo, ya no es el mismo.

Se sorprende, nuevamente, mirando por la ventana. Descubre la cortina raída. ¿Desde cuándo estuvo así? La casa cayendo de vieja, fría, imperfecta, sin embargo con su aroma y sus libros regados por doquier. Hace un nuevo esfuerzo, un nuevo intento, pero nada. Nada de nada.

Existes en mis Sueños

cascada

En la insomne superficie de la luna existes, en la ignominiosa faz de esta tierra existes. En una broma, en una canción, en un vacío, en un todo encerrado por la vida misma, existes.

Te veo más allá de mi propio horizonte, te siento más allá de mis sensaciones y te huelo más allá del mar.

Cae la cascada en una columna movible, blanca, ruidosa, aplastante, continua. Crece la naturaleza incólume entremedio de sus gotas, convertidas en torbellino, en chapuzón, en fuerza descomunal y amenazante. Se elevan tímidas las formaciones de musgos y líquenes, escalando la cañada, ganándole la partida a las piedras desnudas que se despojan de todo para dejar pasar el agua. Existes aquí también.

Y en el húmedo recoveco de la pequeña laguna, profunda y prístina, existes. Dejo pasar tus formaciones, abro mis sentidos a tu imagen y me baño en tu humedad. Entramos en un mismo todo, convertidos en la conclusión del horizonte. Avanzas como el río, cristalino y poderoso, refrescas mis pensamientos, batallas con la roca, con el mineral duro, primigenio, gris pero alerta, con vida conferida por el agua, que avanza, rompe, talla y suaviza en el camino. Existes en mis sueños, como este río infinito que se abre paso, como esta cascada que penetra en la laguna, existes en mis torrentes y mis días, en mis lunas y mis tierras, en mis aguas y mis rocas. Existes en mi realidad y puedo olerte, tocarte y beberte.

Te veo más allá de mi horizonte, te siento más allá de mis sensaciones y te huelo más allá de mi propio mar.