Mambo

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Johnny Pedro Mauricio era su nombre completo, pero todos le llamaban Mambo, por una historia absurda producto de la borrachera del minuto y de la gracia que se desprende de la chaladura del alcohol.

De proporciones épicas y poco agraciadas. Un vientre prominente y gigantesco, digno de ventosidades atómicas y que apestaban por horas. De cabeza regular y facciones comunes y corrientes, manos gordas, pero de dedos alargados. Muchos decían que era como un monigote de plasticina hecho por algún párvulo de malas ganas.

Sus grandes zancadas le antecedían y la vibración de su peso cimbraba cualquier establecimiento, casa, parroquia o quinta de recreo. Su risa franca y saludable, le hacía lagrimear sus ojos mansos y se veía el confín de su alma, sencilla y pulcra.

Enamorado del amor; su corazón se debía a una sola mujer, aquella de rizos rubios y ojos soñadores que alguna vez se le entregó con pasión y locura, en su etapa escolar, entendiendo rápido que Mambo no iba a llegar muy lejos, de seguir por el camino que iba.

En ese tiempo, todos los que le frecuentaban reconocían que esa mujer había destruido sus sueños más preciados y que le había convertido en esta bestia gigante y posesa que sólo pensaba en cazar, beber hasta perder la conciencia  y, de vez en cuando, producir algún dinero en la faena forestal.

Pronto descubrió que este negocio le iba y que la brutalidad del medio le iba también. La maquiavélica actividad de arrancar de cuajo un árbol indefenso, de un lugar perdido en mitad de la nada, donde todo era diáfano y puro y extender el ruido de sus tractores, estirar los largos tramos de cadenas y el sonido pertubador de las motosierras haciendo su trabajo con precisión de relojero, siniestras, amenazadoras, pero efectivas. Luego, luchar contra los elementos, arrastrando el árbol caído a un lugar más despejado para desbrozar y cortar en basas, como un carnicero eliminando pellejo y pezuñas para luego destazar a este animal descomunal, rendido y humillado a la evidencia de la supremacía de la tecnología y de la inventiva humana.

Mambo gozaba del ejercicio, gozaba de llegar hediondo y cubierto de tierra y hojarasca como un puerco, y abandonarse a la bañera para salir rozagante y dispuesto. Vendía el material al mejor postor y antes de tener el dinero en su mano, apostaba, invitaba, brindaba, pagaba y seguía invitando en una euforia mensual y cíclica que le empujaba a seguir en la misma rueda por un rato más largo de lo que le dictaban sus estudios de administración, sus estudios de economía de mercado y su propio corazón.

Era tan grande y  regada la borrachera que se alentaba a sí mismo a seguir adelante, en una locura propiciada e incitada sólo por el alcohol. Le escoltaban un séquito de súbditos callados y diligentes, que le acompañaban y le adoraban mientras tuviese para darles. Voy cruzando el río, cantaba, lleno de gozo y sin miedo la vez maldita que se le cortaron los frenos, antes de llegar a ese puente perdido y extraño, angosto y peligroso que era la entrada de su pueblo. Condujo con gracia y delicadeza, hasta asentar su máquina, que era «otra máquina» a la rivera opuesta y asegurar a sus pasajeros que lo malo había pasado y que podían destapar otra corrida de cervezas sin miedo de perder los dientes.

Así transcurría su vida, de caza en caza, de árbol en árbol, de mujer en mujer. Amándolas a todas y sin amar sinceramente a ninguna, cuando la fatalidad llamó a su puerta en sueños difusos y se despierta sobresaltado en una mañana nebulosa y helada de invierno. Piensa lentamente si es necesario hacer ese viaje, si la vida realmente depende de aquello o si es sólo posible seguir conduciendo su jeep pasado a trago, tronador como un camión de labranza, sin frenos, sin calefacción, sin aire acondicionado, pero fuerte e indestructible en el sino de todos sus jolgorios.

Piensa nuevamente, cuando su amable tía le sirve el desayuno y vuelve a pensar cuando avanza hacia el Banco del Estado y se encuentra con su padre, ese mismo que, escueto y resbaloso, ha evitado verle en los últimos 30 años, sólo para comentarle ahora, secreto, que lo suyo con su madre no podía ser; sin embargo, él recibía todo su apoyo y cariño, porque eran de la misma sangre y si se miran al espejo, eran como dos siameses, diversos, pero claramente parecidos.

Sigue rumiando su sueño y su destino, y sin más cavilaciones, se adentra en la maraña borrosa y extraña del futuro.

Montará la vieja camioneta, pequeña para su porte, extraña para sus habilidades y que él, por la porfía del chofer, no conducirá y a la vuelta del camino, en plena Carretera Principal, se estrellará contra algo. El parte policial no lo identifica; los que quedan del accidente tampoco. Sólo quedará consignado que Mambo gritaba como un verraco, pidiendo auxilio, y que, al llegar los lugareños, le ayudaron a salir a él y a los dos compañeros que quedan en la mínima camioneta, golpeada por una fuerza descomunal y trataron de sacarles con vida, independiente de las condiciones en que se encontraban.

Mambo seguirá berreando, hasta que llegue la ambulancia, a la que ingresará por su propio pié. Su compañero Juan Sin Tierra, se mostrará lesionado y traumatizado por el golpe. Fingirá perder la conciencia hasta veinte días después del accidente. El tercer acompañante, sólo conocido por Mambo y Juan, morirá de camino al hospital entre las plazas de peaje que separan al pequeño poblado de la capital regional.

Al entrar al hospital, Mambo sufre un ataque cardiaco. Se requerirán seis enfermeros y dos curiosos de la calle para cargar tan portentoso animal. Muere cuando el reloj marca las cuatro con veinticinco y medio minutos de la mañana de un día jueves de invierno.

Al hacer la autopsia, los doctores y practicantes retrocederán frente al olor a alcohol que expele su cuerpo sin vida. Un olor penetrante y pestilente, horroroso, fuera de este mundo, salvajemente básico y detestable. Varios de los practicantes, ante esta muestra de la variedad humana, decidirán otros caminos en medicina, abandonando para siempre la tanatología.

En el intertanto, los doctores que han permanecidos incólumes, datarán al occiso con la hora y día de su muerte, por causa de un ataque fulminante al corazón, producto de la ingesta desmedida de alcohol y estupefacientes. Nada mencionarán de la colisión. Esto lo añadirá la policía por su lado.

La mujer que él tanto amó, la de los rizos rubios y ojos soñadores, despertará sobresaltada al verlo en su cuarto, descuartizado como un becerro, rogándole por favor que le ayude, que le indique dónde está su casa, porque con este revoltillo de cuerpo, ya no sabe dónde está su cabeza.

La Mano que Mece la Cuna

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El niño se cayó de la escalera, avisa la empleada entre nerviosa y choqueda, sin atinar a dar más detalles. Por la otra línea piden dos cafés con azúcar y un té de hierbas por favor, para los amables señores del Banco Nacional que han venido a visitar la planta. Frente a sus ojos, el guardia le entrega la bitácora con las novedades del día anterior, para la revisión del Gerente de Operaciones.

Su cerebro funciona a mil por hora. Intenta tranquilizar a la empleada y solicitar más información sobre el estado general del niño, mientras piensa si le queda té de hierbas en alguna parte o si el plan de salud cubre una desgracia mayor a una caída. Entiende finalmente que es sólo un chichón molesto y gigantesco que no le dejará dormir esa noche ni las siguientes.

Sirviendo el café, después de la segunda interrupcion de la mañana, antes de terminar el informe, tratando de juntar los documentos para la carpeta de la reunión, contestando el teléfono nuevamente e intentando desaparecer, porque la realidad de la vida es mucho más que esta oficina, avanza el tiempo para la mano que mece la cuna. Es ella la que lleva al dedillo el acontecer diario, la afluencia de público, el tiempo y la temperatura. Detalles sabrosos e incluso la comidilla del entorno pasa por sus manos y oídos con una velocidad y precisión conocida y dominada sólo por ella y que es gravitante y propia sólo de este lugar.

Los chocolates son su perdición y su vicio más secreto. Sólo con ellos puede tranquilizar sus nervios crispados desde temprano, puede aplacar la sensación de ser una trapecista sin red, en un constante ir y venir por el alambre, sin público, pero sí con muchos detractores. Ella falla y todo falla, ella se olvida y todo colapsa. Ella, que no se ve ni se nota, que dificilmente aparecerá en el organigrama, es tan necesaria como sólo las cosas elementales en el mundo lo son.

Arregla su cabello, respira hondamente y contesta el teléfono con la voz más agradable que logra impostar. Toma notas, coordina citas, pospone reuniones, excusa, agradece, complementa, comunica, miente, inventa, espera, solicita, resuelve, regala, escucha, habla, habla y sigue hablando en una vorágine contenida de pensamientos, representaciones e ideas.

El día sigue avanzando y a la vuelta de las horas, todo aquello que ha ido armando con precisión y por pedazos este día y los anteriores, viene a caer frente a sus manos. El tiempo del Gerente de la oficina le pertenece tácitamente y es ella que determina quién le verá, quién podrá acceder o quién podrá solamente seguir intentando. Mandar a los visitantes al demonio, de ser preciso, con diplomacia y una arrebatadora sonrisa está dentro de sus facultades y de su secreta descripción de cargo. La mano que mece la cuna es la mano que domina al mundo. Es tan cierta esta frase como que el día se termina, como que ese poder queda bajo llave en el escritorio, esperando al día siguiente. Se arregla el pelo nuevamente y desprendiéndose en el camino de esta cutícula aplastante e inmensa, regresa lento a su hogar.

Amnesia

No consigo recordar qué es un hada, afirma con dificultad, relegando sus pensamientos al otro lado de su mente. Mira a su alrededor, sin ver, sin darse cuenta de ningún detalle y escucha su propia voz repitiendo la frase.

En un esfuerzo absurdo, abre sus ojos de nuevo, pero la respuesta es la misma. El blanco opaco de la habitación le inunda suave y se tranquiliza por instantes que van y vuelven como un carrusel animado y silente, que le confunde. La luz entra a raudales. Sigue sin encontrar consuelo, sigue sin dar con una mísera clave, un camino, una pista que le indique dónde quedó todo. El aroma del aire es diáfano y delicado, profundo y sereno. No hay caso, no consigue hilar nada. Todo a su alrededor es ajeno, todo a su alrededor es nuevo. De pronto cae en cuenta que todo, además, duele. Se acerca el médico y le entrega el resultado.

El Hogar

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La lluvia cae y golpea con fuerza. El techo de zinc antiguo, grueso y oxidado, reproduce en su eco metálico, amplificando el sonido del agua. Me arropo en mi cama y veo tras la ventana, de pequeños marcos de madera, entre las hojas del árbol de arce, como sigue cayendo esta ducha inesperada desde el cielo. Se forman pozas en la calle, de aguas color café, que se revuelven y se juntan caprichosas en medio del aguacero.

Me despierto esta mañana con el olor de la casa de mi infancia, aquella en la que empiezan mis recuerdos. He soñado con el invierno frío, gris, mojado y amenazante de mis memorias. El cerco desvencijado y cubierto de líquenes. Las piezas altas y la casa sonora, en verano por el calor, en el invierno por el viento que la hacía cimbrarse resistiendo a la inclemencia del tiempo. Recuerdo mi habitación, perdida en una antigua mansarda, obra del diseño voluntarioso del carpintero que la construyó, dejando este pequeño espacio habitable sólo porque sí. Era calurosa en el estío, plena de luz de luna en las noches y con una inmejorable vista a la calle que daba perfecto panorama de los Romeo que llegaban a mi ventana.

La casa estaba construida con las arcaicas técnicas del sur de la nación, con maderos amplios en sus bases, vigas y soportes, mañío, pellín y  laurel eran las cubiertas exteriores e interiores, de gruesas tablas, puestas en filas ordenadas y perfectas, algunas torcidas por el tiempo y por la caprichosa venida abajo de la casa que, después del gran terremoto, había perdido su esbeltez y gracia. Puertas gigantes, colosales, oscuras, pesadas, con vidrios pequeños, que dejaban ver sólo las estrellas o la lluvia, apenas el sol y la luz. Los pisos irregulares, en la planta principal gruesos y colorados, con ese tono perdido de la madera muchas veces encerada, muchas veces raspada y mucho tiempo vivida. Olía a tierra apisonada, a cera, a calor, a leña, a humedad contenida, al viento, al pasto del verano, a los pequeños grillos que se escondían misteriosos entre sus pliegues, debajo, muy debajo, donde la tierra no había sido tocada desde los albores de la construcción.

Nunca usé llaves en esta casa. Las cerraduras inmensas, medievales. Los picaportes pesados, cubierto de herrumbre, negros por el calor de las manos que miles de veces les tocaban, haciendo mover sus mecanismos con la memoria y precisión de las máquinas sencillas. Daba la sensación que nada les corrompía, que el hogar estaba seguro y protegido, sólo por su existencia vetusta y primordial.

El exterior estaba resguardado por el antiguo mirto, verde, perenne, frondoso, extraño, con vida. Lleno de pequeñas gotas de agua y de ligeras perlas de escarcha en los inviernos interminables de mi niñez. Lleno del polvo del camino, del olor del tren de carga, que pasaba muy junto al cerco de madera, provisto de sus graciosos techitos de tejuelas, grises por el tiempo, el sol y las estaciones. Cada delgada tablita del cerco contaba su historia propia a las arañas que anidaban entre sus esquinas y ángulos, a los abejorros que chocaban torpes por la prisa y a las pequeñas mariquitas que escalaban presurosas y esperanzadas, sin destino, para darse cuenta de pronto que podían volar.

Mi padre luchaba contra el pasto siempre invasivo, siempre creciendo entre sus flores mimadas por hermosas, coloridas y frágiles. Cuidadas con esmero y alegría, eran pequeñas victorias conseguidas a la dureza del terreno, a los miles de caracoles de tierra que gozaban del festín y se escondían en los coligües apoyados contra el cerezo gigante y espeso que se extendía año a año, como un árbol de cuento.

Estaba todo ahí. Bastaba ver la puerta pintada de celeste por alguna razón secreta e inverosímil, los grandes ventanales de seis vidrios, apoyados perezosamente en la pared de machimbre de tres pulgadas, para sentir la seguridad, anticiparse al calor, a los olores familiares, a la fragancia de los cocos de eucaliptus quemados con cuidado en la estufa a leña, a un lado del cañón, donde mi padre, de tarde en tarde, se apoyaba, calentando sus manos.

Del horno salía el pan recién horneado, los pollos asados del día domingo y sólo cuando estábamos dormidas, los kuchenes y galletas que mi madre, en silencio y con cariño preparaba, quedándose en pié hasta las tantas para vigilar su cocción.

Nunca sentí frío ni hambre. De grande sentí dolor y miedo al futuro, Soñaba sueños enredados y me despertaba la imagen familiar de la ventana, con las ramas del árbol raspando delicadas, tratando de volverme a esta realidad. No quería dejar ese lugar. Mi existencia entera se basaba en esas paredes viejas y opacas, en el espacio colosal que hacía que cada uno de nosotros tuviera tantos metros cuadrados que era muy posible sentirse solo al final y nos buscábamos. Era el lugar ideal para los juegos de mi infancia, era el sitio ideal de mis memorias de adolescente, con recovecos escondidos, con espacios armados nuevamente de la nada, donde sólo la imaginación les hacía cobrar vida, como un castillo encantado, disimulado detrás del espejo.

El patio inmenso, con los añosos árboles frutales, la huerta eterna y húmeda, con menta, habas, alcachofas y maíz. El pequeño orégano abriéndose paso entre la maleza y las manzanas y ciruelas que caían impertérritas en un ritmo conocido sólo por ellas, cubriendo la superficie con su perfume, con sus jugos y con las danzas perdidas de las abejas que se esmeraban en llevárselo todo.

El cerco amenazaba con caer aquí y allá, pero por obra y gracia de los alambres enterrados al suelo, se mantenía incólume y digno, excepto cuando el viento norte arreciaba sin piedad y era ahí cuando la familia se juntaba muy cerca de la estufa y salía con decisión y valentía a hacerle frente, para volver a poner en pié y recuperar el honor perdido de la valla añeja que amablemente nos protegía.

Cuando abandonamos el hogar, tiempo después que mi adolescencia estaba completa, cerramos todas las puertas, aspiramos por última vez los olores familiares y mantuvimos el recuerdo contenido en nuestras mentes, que aparece de tanto en tanto en mis sueños y en los de todos los que alguna vez moramos esta casa. El mirto ya no existe, ni ninguno de los árboles frutales que llenaron de dulzura nuestras tardes. El cerco desvencijado fue reemplazado por un monstruo de cemento y piedra, que no cruje con el viento, que no altera el pensamiento de los que duermen, que no deja pasar los abejorros ni las mariquitas, sino que se alza como una frontera infranqueable que no permite mirar al exterior, curiosear, esconderse de ser preciso, ver pasar la primavera, dejar avanzar el viento, esconder la cara de la lluvia.

La casa entera fue objeto de rapiña de carpinteros y jornales que, dicen llevaron tabla por tabla, viga por viga en un interminable viaje de antología, trasladando por partes mis recuerdos y desperdigándolos en el horizonte.

La vieja plaza aún me llama familiar y divertida. Aún siento que a dos cuadras de ahí está mi hogar, el de mis sueños, el de mi infancia, el de mis memorias. Aún tengo el olor de mi habitación, de las piezas compartidas, de la eterna galería y del patio infinito y gigantesco, que se alzaba protector y mágico a la luz del verano y a las fantasías más diversas de los que alguna vez moramos ese hogar.

Lecciones de Música

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La señorita de música acaba de entrar al salón. Luce tan pequeña y suave, parece una niña también, entremedio de su clase. Avanza con la firme decisión de crear un vínculo mayor a cualquier cosa conocida en sus alumnos. Planea darles las herramientas necesarias para romper el tedio y hacerle paso a la esperanza y a los sueños. Planea abrir sus mentes, no sólo a los hermosos sonidos de la más hermosa música de todos los tiempos, sino hacia la hermosa verdad de que la vida es todo aquello que nosotros, como seres humanos, somos capaces de crear.

Ahi está Mozart, Beethoven, Schubert, Vivaldi y tantos otros que dentro de su genialidad, fueron humanos también, sufrieron, lloraron, fracasaron, vivieron el abandono, el olvido y sin embargo, fueron grandes, tan grandes como es esta inmensidad, y tan fantásticos que en este lugar precioso, tan lejos de sus patrias,  justo a los pies de las montañas, al otro lado del mar,  se escuchan sus acordes, bellos, inigualables, mágicos.

Esa magia es la que busca la señorita de música, en cada uno de sus alumnos. Esa magia escondida en cada uno de sus corazones y que brilla a través de sus ojos soñolientos, asustados e incrédulos.

Es difícil romper el tedio. Es arduo y trabajoso convercerles día a día que ellos son los compositores de su propia melodía, que ellos son los únicos que conocen su ritmo y sus propios acordes. Que la vida está llena de sonidos hermosos y que son ellos los que deben descubrirlos. Beethoven decía que cada sonido en el universo era el susurro de Dios. Ella espera que sus alumnos también puedan tener esa comunión con el Creador. Sólo basta prestar atención, tener el alma preparada, el corazón henchido de paz, de quietud y de felicidad.

Cuesta explicarles que la naturaleza de la vida es tan diversa. Incluso ella muchas veces se complica de entender este hecho, pero insiste. Están tan ligados a la tierra que les ha visto nacer a ellos y a muchas generaciones antes que ellos, a este ambiente indómito y cruel, pero innegablemente hermoso y saludable. La agricultura les arrastra a una vida muchas veces embrutecida por la soledad, el aislamiento, los elementos y la desesperanza que provoca aquello que escapa a nuestro propio control. No ven las recompensas, no esperan los frutos, sólo ven el trabajo, muchas veces ingrato y aplastante. No ven, como el padre de la señorita de música, el premio al esfuerzo desplegado en cada cosecha, la lección de humildad aprendida en cada planta que no llegó a fructificar y la fuerza de los elementos y de la misma tierra en cada flor que se abre maravillosa para premiarle con sus colores y su aroma.

La señorita quisiera explicarles con palabras que lo que hay en cada uno de sus corazones es un pequeño campo lleno de flores, que es necesario cultivar. La música es sin duda el mejor fertilizante. La esperanza es el mejor rayo de sol. Quisiera decirles tantas cosas, pero a la vuelta de los días, sólo ve caras impertérritas, hipnotizadas con cualquier otro estímulo menos su clase y siente la desdicha en su interior. Siente que corre sola esta carrera y que por más esfuerzos que haga no conseguirá motivarles. Está a punto de tirar la toalla y sumergirse en el hastío.

Es la celebración del Dia del Maestro. Su pequeño curso no la verá ese día, sólo algunos le saludaran en los pasillos con un cortés «feliz día señorita». Hay algunas modestas manifestaciones en el establecimiento y el día termina, tan pronto como los anteriores.

Al inicio de la semana, la primera clase con ellos, la energía renovada, la esperanza puesta en su sitio, las ganas de nuevo al frente, entra al salón, como de costumbre. Un ¡¡¡sorpresa!!! le asusta y le sorprende con una felicidad inmensa e inesperada. Su clase se ha organizado, han logrado vencer su abulia y juntar sus voluntades con un solo fin, celebrar a la tierna señorita con un pequeño cóctel, hecho con cariño y buenas intenciones. Las mesas ordenadas con las cosas de comer, le parecerán el más elegante banquete al que ha sido invitada jamás. Les mira con profunda emoción, observa cada uno de sus rostros, comparte con ellos la felicidad del momento y descubre que los acordes están ahí, el ritmo está ahí, la canción está completándose. Sólo falta seguir practicando.

El Cumpleaños

– Yo doy la vuelta mientras tú compras, para no estacionarme en doble fila- dice Pancho y me bajo en dirección a la florería. Es el cumpleaños de Mary, y lo único que se nos ocurre regalarle es un obsequio que refleja su carácter. Un gesto que no ha visto en años, además; Gregorio jamás le ha regalado un bouquet.

Elijo uno bonito, no muy grande, sencillo, pero elegante. Arreglado con maestría por la florista, se ve maravilloso. -Me lo quedo yo- le digo a Pancho en broma y nos dirigimos a la casa.

Está todo iluminado y nos sorprendemos. Hay varios autos estacionados y nos sorprendemos aún más. Normalmente, el cumpleaños de Mary pasa sin pena ni gloria. Siempre el de mayor pompa es el de Gregorio, con cenas fuera, regalos fastuosos y todo el clan reunido rindiéndole pleitesía. Una corte falsa, fingida, profundamente aburrida y que dura sólo una horas en su pose. El cumpleaños de Mary siempre es más sencillo, más hogareño, más real. Ella tiene algunas amigas de años que se dan cita religiosamente en la casa, llueva o truene. Se conocen desde siempre y saben perfectamente toda la historia.

-¡Felicidades Mary!- nos abrazamos con cariño y con el alma. Este pequeño presente de parte de los dos. Mary lo mira arrobada y no puede dejar de comentar – Oye, que flores más lindas, tanto tiempo que no recibía flores. Una de mis nietas me regaló una rosa , pero están fabulosas, muchas gracias, muchas, muchas gracias. Me encantan las flores.

Nos dirigimos a la mesa y Mary corta generosa un grueso trozo de pastel. Conversamos sobre nada, mientras sus amigas, ya mirando la hora empiezan a emprender la retirada. Ellas han llegado a la hora del té. Como la luz del día, van paulatinamente haciendo abandono de la celebración, así como también lo hacen las hijas de Mary, con un sentimiento de deber cumplido y apuro profundo por seguir con sus vidas, ajenas a esta casa y a todo, en realidad.

Pancho y Gregorio hacen bromas a propósito de un concurso en la televisión, se dirigen al living  y nos quedamos solas con Mary en el amplio comedor. A nuestras espaldas, una dramática y oscura pintura de una gitana con vestido andaluz, nos acompaña. Mary mira el cuadro y me cuenta: La primera vez que fuimos a España a conocer a la parentela de Gregorio, yo no podía creer en las condiciones de miseria que vivían. ¡¡¡Si no había baño!!!. La casa estaba más alto y el primer piso era como un gallinero, guardaban paja y algunas otras cosas que nunca quise saber qué eran, y en la esquina, arriba había un hoyo tapado con unas tablas. Ese era el baño. Caía todo para abajo y de vez en cuando uno de los tíos de Gregorio revolvía con paja y cuando se formaba una ruma, se la llevaba en su carretilla al campo. Yo casi me morí cuando ví eso y las gallinas y conejos entremedio. Esa tarde había guiso y yo no pude comer del asco que tenía. Gregorio me hizo un escándalo y toda su parentela me retó. ¡Son tan histéricos estos españoles!

Me muero de la risa, por toda la situación y casi puedo ver a la pobre Mary haciendo de tripas corazón para salvar su pellejo intacta. ¿ Sabes, Mary? -le digo- Deberías escribir un libro de todo lo que ha sido tu vida. ¡Yo voy a escribir un libro con tu historia!   Escribe no más -dice ella- si nadie me creería tanta lesera que he tenido que pasar.

cumpleanos

Den Krieg

Laurenti le trae la cena, mientras a sus espaldas todavía retumban los cañones del ejército ruso, aproximándose a su formación. Lleva años en esta historia, en este frente al que llegó única y exclusivamente por su propia voluntad. No tenía la necesidad ni la obligación de enlistarse. Es más, su madre terminántemente se lo prohibió, pero no la escuchó. El ideal, la idea de hacer un mundo nuevo, de seguir sus más profundos principios y preservar la vida como siempre la había vivido fueron más fuertes que sus ruegos. No fue la política ni la situación social, no fue heroísmo ni ganas de cometer suicidio por alguna amada que le había abandonado. Estaba allí precisamente por su propia voluntad. Porque no quería que esa voluntad que le movía se extinguiese. Mientras más conocía a sus hombres, más se daba cuenta que habían muchos como él. Muchos como Dezhniov que, aún sabiendo que su vida estaba en grave peligro y exponía a su familia a los peores tormentos, estaba ahi, siguiendo el llamado de su pueblo, decidido a terminar con la locura del ejército rojo y el comunismo, que le habían hecho permanecer por años escondido, atrincherado en el pozo de su granja, literalmente enterrado en vida, fingiendo estar muerto, mientras los bolcheviques asolaban sus tierras y abusaban de sus vecinos, amigos y parientes.

Este pueblo audaz y orgulloso, estos hombres recios, brutos, ignorantes, muchos, con un corazón que no les cabía en el pecho, estaban ahi, también por su voluntad y le seguían fieles. Hugo Herman era ya famoso por tener la menor cantidad de bajas en sus filas. Casi un mito, un ser grandioso y epopéyico que cabalgaba tan bien como cualquiera de ellos y que se mantenía en esta locura por sus ideales y por las vidas de ellos. Ellos importaban más que nadie, más que él mismo incluso y que el uniforme que vestían.

Ya entrando a Francia, como conquistadores, en medio de la borrachera monumental, al acampar en la región de Champaña, donde hasta los caballos probaron de los más finos mostos y cosechas y donde nadie en el ejército victorioso del Reich ni sus cabalgaduras quedaron de pié,  supo Hugo Herman que el destino de esta guerra no estaba de su lado. Sin embargo, se empeñó y contra todo pronóstico había sobrevivido hasta este punto. Había aprendido a gozar el desayuno constituido por huevos crudos y vodka, arriba de la montura, mientras sus hombres hacían ejercicios dignos de un circo de primera línea, para no perder sus costumbres, su comunión con el corcel y lo indómito de su espíritu. Cuando todo apuntaba hacia una tecnologización avanzada y definitiva del ejército, ellos luchaban a caballo, como en las guerras medievales y debían enfrentar enemigos sacados de las peores pesadillas. Nada había más tenebroso que un soldado mongol, que se levantaba para seguir embistiendo aunque lo hubieran atravesado con tres sables. Nada hacía perder más la moral de la tropa que ellos. Los hombres quedaban cabizbajos, contraídos. Luego de la batalla, limpiaban sus sables y rifles con fruición, casi rogándoles a las piezas de metal que protegieran su espíritu y el de sus compañeros, que alejaran esos ojos oscuros como la misma noche, como la misma muerte, de sus recuerdos y les permitieran seguir luchando por su libertad, aquella que les pertenecía por derecho, desde la aurora de los tiempos.

Laurenti se apura en recoger la vajilla y guardar los restos de comida. No hay otro en todo el ejército como él. No existe la idea de cómo se da maña para conseguir pollos, carne de res, huevos frescos, pan y un sinnúmero de pertrechos y vituallas para el Coronel Hugo Herman y sus tropas. Nadie lo sabe y él no se deja investigar. Sigiloso y fiel, daría su vida por el Coronel.

Mientras acampan a la espera de las órdenes del comandante de la división, Hugo Herman se da un tiempo para recordar. Casi nunca lo hace, no permite que su mente divague cuando debe estar atento, a su plena capacidad, anticiparse a cada cambio en el viento, cada silbido, cada brizna de paja que se mueve. Esa capacidad, aprendida con la experiencia, le ha hecho salvar a su ejército más o menos entero durante toda esta campaña. No puede olvidarse de ellos.

El perfume de los rododendros del jardín de la casa de su abuelo, die Himmelreich, las risas de sus amigos, saliendo en estampida desde dentro del árbol, para escapar de los abejorros, el delicado perfume de su madre; todo ello junto en una sola nube, le mantiene lejos del horror de todo lo que ha vivido. La voz pausada diciéndole que no hay nada en este mundo más importante que su propia seguridad y que donde quiera que él esté, ella estará en su corazón; se repite con fuerza. Sabe que su madre está presente. Se ha esforzado en mantenerla más o menos al corriente de su posición y la de su ejército, sin temor y porque sabe que si él no lo hace, ella de todas maneras se las arreglará para saberlo. Eres mi único hijo, de mi solo gran amor. Eres todo lo que tengo en la vida.

Hugo Herman escucha los cañones acercándose más y más. Su tropa está nerviosa, saben que el fin se acerca. Confían en él y en las decisiones del alto mando. Harán lo que él les pida.

Esa noche, en la reunión de oficiales, donde él es invitado sólo por sus méritos como soldado y porque su batallón es el más numeroso, se entera que tratarán de hacer una tregua con los ingleses. Escapando de todo protocolo y hablando desde el fondo de su corazón, el General les indicará a todos que nada más puede hacerse por la causa que abrazaban y que él debe permanecer en el mando,  pero que quedan todos en libertad de acción, porque personalmente no confía en el enemigo. Sin embargo, lo único que queda es el honor y su palabra ya está empeñada.

Hugo Herman se dirige a su grupo, les plantea francamente la situación y les sugiere, de su propia intención, guiarles hasta suelo suizo, donde pueden estar a salvo. Los cañones se acercan, los bandos por altoparlantes les llaman a deponer las armas. El ejército inglés les ha ofrecido tierras en Canadá, lejos de la amenaza bolchevique. ¡Depongan sus armas! claman los negociadores. Hugo Herman insiste en su oferta. Quince de sus hombres le acompañarán. Serán los únicos que se salven de la matanza más horrenda, del acto más artero y salvaje de la guerra, en ese frente.

Hugo Herman se enterará de la atrocidad cometida en contra de sus tropas en la prisión militar donde ha sido confinado. El oficial americano que le interroga le comentará los pormenores sólo para mortificarlo. Faltaban treinta kilómetros para cruzar la frontera, le dirá. ¿piensas que alguien vendrá a salvar a un perdedor?.  En un mes y sin haber tenido ningún contacto con nadie, llegará su pasaporte y cartas de dos medios de comunicación de su país indicando que Hugo Herman es un brillante corresponsal y que es un grave error que haya sido tomado prisionero. ¿Existe la libertad de prensa en Estados Unidos? dice la carta del director del diario de mayor circulación de la nación y con una fingida sonrisa, el Mayor a cargo del campo ordenará dejarle ir. Hugo Herman sabe quién ha estado detrás de todo esto. Sabe del esfuerzo y de las muchas horas sin dormir, de las muchas puertas golpeadas sin éxito, de los ruegos y las lágrimas, hasta alcanzar su liberación. Se debe a su madre y lo sabe. Se debe a sus compañeros de armas también y lo sabe. Escondido en el dentífrico, les enviará dinero una vez que los liberen, que les ayudará a mantenerse con vida y con la moral en alto durante los duros años de la postguerra. No están los cosacos diseñados para mendigar. Él lo sabe, ha vivido con ellos, ha luchado con ellos y por Dios que moriría por ellos.

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Se juntan en el mall de la ciudad. Un monstruoso edificio gigante y lujoso, lleno de las mejores tiendas por departamentos y todo aquello superfluo e innecesario que por obra y gracia del marketing y la economía de mercado se transforma en indispensable. Siempre lleno, siempre bullicioso, como un ser inmenso, sonoro y concurrido, repleto de sabores, olores, voces, caras, poses, vestimentas, tan diverso como diversa es la ciudad. La contemplación de su fauna es la vista de la vida contemporánea. Se parecen, se replican, se mimetizan y este inmueble podría estar en cualquier lado, esta gente podría ser de cualquier parte.

Se citan para una conversación que no puede esperar más. Un anhelo guardado en el corazón de una de ellas, que amenaza con romper su compostura y ser el cambio inexorable que soñó meses antes y que vió reflejado en las cartas del tarot, en las que poco creía , pero que ahora le parecen tan vívidas.

Avanzan por las tiendas, sin entrar de lleno en materia. Compran un par de cosas aquí y allá, mientras la del secreto va juntando aplomo para dirigirse a su amiga, con una verdad aplastante para ella  y que le ha quitado el sueño, la respiración y la cordura.

Debe empezar por el principio y aunque se conocen desde siempre, es preciso poner las piezas en su sitio, para que todo tenga un sentido.

¿Recuerdas cuando nos hicimos amigas realmente? Estábamos en el colegio y me fuiste a ver para dejarme las tareas. Mi padre me había pateado en el suelo esa vez, como otras tantas y me sentía morir, de vergüenza, de dolor, de impotencia y de muchas cosas, pero sobre todo, frente a ti, sentí pena de mí misma y juré que eso nunca volvería a suceder. Fuiste tan gentil conmigo, tan dulce, tan amena, ni siquiera mencionaste mis hematomas ni hiciste ningún comentario. Sólo me ayudaste con la tarea y justificaste mi ausencia con los otros compañeros. Eso nunca lo he olvidado. En tiempos de crisis en mi vida, siempre recuerdo ese minuto y me siento confortada.

¿Recuerdas cuando me casé? Tú estabas estudiando al otro lado de la cordillera y te diste maña para venir a acompañarme. Cuando me abrazaste, me dijiste que era lo que yo me merecía sobradamente y ambas entendimos por qué. Fue un instante mágico, un minuto maravilloso. Todo era tan hermoso. La ceremonia no pudo haber sido más linda, todos emocionados, yo tratando de controlar mis lágrimas de felicidad. Rolando siempre fue tan gentil, tan caballero, tan calmado y formal. Trabajador como él solo. La bondad hecha persona y tantos otros atributos resumidos en la palabra bueno. Mi familia empezó a crecer y me felicitaste desde lejos porque mi sueño de ser madre se había cumplido. Mis hermosos bebés son todo en mi vida. No podría concebir mi existencia sin ellos. Son simplemente maravillosos.

Mientras Rolando estuvo en el campo, y los niños fueron pequeños, todo era ideal. No podría haber deseado nada mejor ni más completo que esos años. Incluso olvidé la brutalidad de mi padre y me sumergí completa en esta vida sana, familiar, única. Teníamos medios, veníamos a la ciudad de tanto en tanto, salíamos con los niños. Nos divertíamos, ¿sabes? Era lindo, era tan lindo…

No sé en qué minuto mi vida dejó de ser tan maravillosa. Es como si hubiera despertado una mañana y todo hubiera dejado de tener valor. Los niños eran más grandes, las responsabilidades eran las mismas, el trabajo en el hogar seguía siendo el mismo. Las amistades que frecuentábamos se fueron volviendo aburridas también. Los mismos temas, los mismos discursos, los mismos problemas, los mismos chistes. La vida avanzaba lacónica y plana. No me daba cuenta entonces, pero algo me faltaba, algo echaba de menos. Ibamos a todos lados con Rolando, como siempre. Los niños en el colegio, lo pasaban regio. Las reuniones con los amigos se seguían multiplicando de la misma forma y seguía el mismo tedio, la misma abulia, por debajo, como la broma, carcomiendo la madera de un velero.

Así estaba yo cuando me llegó  la invitación de la reunión de la promoción. Hacía mucho que quería verlos a ustedes, pero no se había dado la oportunidad. Tú sabes, las obligaciones del día a día, hacen difíciles estas cosas. Pero tal vez sea más voluntad que nada. Y es aquí donde empieza mi gran dilema, amiga mía. Es en esta reunión donde mi vida ha dejado de tener el sentido que tenía y quiero cambiarlo todo, porque no quiero envejecer sin haber amado con locura, como cuando imaginábamos ser las protagonistas de las novelas de amor. No quiero que mi cuerpo se marchite sin conocer la pasión enceguecedora y fulminante. Sin sentir mariposas en el estómago y tener esa estúpida sonrisa en el rostro después de haber experimentado el orgasmo más completo, visceral y primitivo que haya sentido en mi vida. Una explosión. Un huracán de vida nueva. Como un viento que se levanta del mar.

No sé si te diste cuenta en la reunión, pero Claudio y yo no nos separamos. ¿Recuerdas sus lentes gigantescos y su pelo tan aplastado?. Ahora está mucho más buenmozo e interesante, no puedes negarlo. Tan culto y refinado que se volvió. Siempre fue muy estudioso y ceremonial, pero ahora está más suelto, más hombre, más experimentado.  De niños, en el colegio, Claudio fue mi compañero, mi mejor amigo. Era tan suave y gentil, jamás supo nada de las golpizas que me daba mi padre, pero creo que de alguna forma siempre lo adivinó. Hablábamos tanto. Era tan confiable, angelical. Hasta sus besos, tan tiernos y limpios. Eramos niños en ese entonces y él decidió irse lejos para optar a mejores estudios. Y lo logró, míralo, gerente de la  empresa más grande del país. ¿Quién lo diría?

Ohhh, amiga mía, ¡nos hemos besado durante la comida!. No sabes la sorpresa que me ha dado. Fue un beso de ensueño, partió tan suave y tan puro, como aquellos que nos dábamos de niños, de pronto se convirtió en un volcán de pasión, una pasión que no conocía. Jadeantes nos despegamos. ¡¡Es que no lo puedo creer!! Recuerdo ese beso y se me pone la carne de gallina. No hago más que pensar en eso. Tengo la cabeza llena de pajaritos y mi corazón a mil por hora. No sé qué hacer, no sé que hago al lado de Rolando, cuando sólo quiero besar nuevamente a Claudio. Este Claudio tan nuevo, interesante, seductor, cercano, confiable, sutil.

Por favor, no me juzgues de casco liviano. No quiero una aventura, no soy mujer para eso, sólo quisiera volver a vivir. Siento que mi matrimonio está marchito. Rolando, con este nuevo puesto, se ha vuelto tan inalcanzable. De veras, para poco en la ciudad y cuando llega está tan ajeno y ausente. Hasta los niños le han reclamado. Sigue siendo un padre excelente, sigue siendo encantador, pero nosotros… Nosotros ya no funcionamos como antes.

Claudio siempre fue mi confidente. Con él siempre pude contar. Con Rolando no existió jamás esta comunicación. Era demasiado bueno para mancillarlo con pensamientos torpes. Hacía todo por mí y por los niños…

¿Te das cuenta? Ya estoy comparando, como si mi vida estuviera ya decidida. Me estoy volviendo loca y no sé qué puedo hacer. El beso de Claudio me ha dado una energía que creía extinta, una fuerza en mi ser que creía que se había ido. ¿Estoy pidiendo mucho? ¿Estoy negando un matrimonio ejemplar por una locura de adolescente? Dime por favor, qué puedo hacer. No soy de divorcios ni de grandes luchas, ni de dramas o relaciones angustiantes. Tú sabes bien que he sufrido ya bastante. No quiero un ápice de dolor para mis hijos. Eso me detiene.

¿A dónde voy? ¿Quién soy? Incluso eso me cuestiono y no tengo las respuestas. Tal vez tú puedas decirme. Tú nunca me has juzgado. No lo hagas ahora por favor. Ayúdame. Dime que todo se resolverá y que de una manera mágica podré fundir estos dos hombres en uno solo. Me estoy volviendo loca, te insisto. Veo pajaritos en todas partes, estoy desatenta, descoordinada. Sólo pienso en Claudio. Sólo pienso en él.

La Despedida

No hay necesidad de explicaciones, ni de largos discursos. Él parte a la capital a buscar a la mujer a la que le ha escrito la gastada servilleta con el decidor te amo. No hay nada más para ella en ese corazón. Ambos lo saben.

Un sentimiento amargo, uno que nunca antes había sentido, le embarga. Todos los recuerdos, todo lo que alguna vez vivieron se junta en una sola masa dolorosa, que le hace pensar en lo perecederos que son por sí mismos y lo fuertes que se tornan cuando la voluntad se empeña en traerlos de vuelta una y otra vez.

Ha sido su voluntad y nada otro lo que le ha hecho mantener este sentimiento corrosivo y dulce en su corazón todo este tiempo. Ha sido eso y nada más, se repite. Trata de lograr una perspectiva más entera de la imagen de ellos alejándose para siempre. No lo logra. Algo en su interior le golpea, le dice que no será la última vez. Que para siempre es mucho tiempo y que nunca más también es mucho tiempo.

-No digas nada y sólo abrázame- dice ella conmovida. Abrázame y déjame respirarte por esta última vez, dice sólo para sí.

-Estaremos en contacto- dice él. Quisiera decir tantas cosas, pero su naturaleza siempre le hace hablar cuando no es necesario, no siente la despedida, sólo espera el viaje, el cambio, el movimiento, la intención.

Infinitas cosas les sucederán a ambos en los próximos seis años de sus vidas. La existencia misma fluirá entre ellos, como un río escondido. Estarán separados, viviendo sus propias realidades en un camino que han decidido hacer cada uno por su lado. Se enviarán saludos de navidad y felicitaciones de cumpleaños. Mandarán breves notas, tratando de indagar por la existencia del otro y seguirán empujando este carro mágico que otros llaman VIDA.

El futuro no está escrito, mencionó él una vez, dentro de sus muchas frases notables. El futuro no está escrito repite ella para sí. Y guarda los recuerdos en el bolsillo. Desaparece la amargura, se abre la perspectiva y se queda sólo la alegría de esperar para su mejor amigo lo mejor.

Patrick

Patrick Cooper Bruce, médico traumatólogo, jugador de rugby en su época universitaria. Alto, fornido, demasiado buen mozo cuando joven, con la apariencia de un hechicero druida a esta altura, su cabello largo en una onda graciosa y coqueta en la nuca,  sus ojos azul ocre destellando como pocos. Su nombre es tan extranjero como cualquier otro de esta tierra, cualquiera se confunde y espera un cómico e ininteligible acento inglés de sus labios y no la sarta de groserías dignas del mejor verdulero de esta nación. Sabe de su profesión como nadie en esta ciudad. Encantador por donde se le mire, excelente, buena gente, de risa fácil y contagiosa, de pataletas monumentales e inolvidables, manos enérgicas pero suaves, dedos largos, fuertes a pesar de su edad. Aún conoce de memoria el cuerpo humano y sin más ayuda que su tacto, constata lesiones graves o simples torceduras por pequeñeces propias del día a día o del descuido formal y repetitivo de la raza humana.

Cuando se recibió como traumatólogo, su madre dudó que pudiera seguir por largo tiempo en esa especialidad. Era tan terrible ver tanto hueso roto, tanta carne fuera de su lugar. Es propio de un matadero, diría ella, muchas veces, mientras Patrick se dedicaba a sus estudios. Diría él años más tarde que se dejaba llevar por el mismo espíritu que todos los estudiantes de medicina, una raza neohippie, que no vivía con los pies en esta tierra, con el sueño barato de curar el dolor del planeta. ¡Qué graciosa premisa!, cuando la realidad es tan distinta.

Patrick ejerce en los principales centros asistenciales de la ciudad, desde hace años ya. Algo hay en este pueblucho que creció de golpe, como un adolescente; nada le queda bueno, todo está estrecho y desordenado, pero tiene un algo, tiene una magia, o serán puras wevadas, porque ya a estas alturas del partido no me muevo ni llorando. Ya no lo hice, nunca lo haré.

Ha visto transformaciones sociales, económicas y porqué no decirlo mentales, sin embargo el dolor es siempre el mismo, las promesas son siempre las mismas, el tiempo es factor inexorable como siempre, las indignidades, las esperas, los olores, los descuidos, la maldita fatalidad, el abandono y sólo Dios sabe cuánto más es siempre lo mismo. Es innumerable y cada vez que lo piensa, se le llena de hiel su corazón, porque es tan poco lo que efectivamente; se ha dado cuenta, después de todo este tiempo, se puede hacer.

Mira al paciente que le ha rogado una visita domiciliaria. Esta práctica, en sus actividades, está en franca retirada, es demasiado involucrarse, es demasiado desgastante y en honor a la verdad, es hasta peligroso. La ciudad ha cambiado mucho y hay barrios que son francamente de temer.

– No, aquí no hay mucho más que esperar, necesitas terapia, wevón y al tiro. Algo te echaste y ‘tamos cagaos, tienes que sacarte un rayo X pero yo diría, a ver, mueve tu brazo p’acá… Sí, toy seguro, plexo distal. ‘Tamos cagaos. Terapia, pero el rayo X primero que todo porque aquí algo te echaste.

Así se dirige a los enfermos, de todas edades, condiciones sociales y dolencias. Pareciera que de esa forma se fundiese en un sólo lenguaje que le hace sentir hasta cercano, casi familiar, pero es contraproducente. En el Hospital Base son tantos los malos ratos que pasan sus pacientes.  Ha visto a todos los accidentados por descuidos torpes, todas las mujeres sometidas a horribles palizas,  todos los obreros que llegan quebrados, literalmente molida su carne y sus huesos, todos los niños provenientes de colisiones de autos, todo junto en un solo infierno y recuerda la frase de su madre. Sacude la cabeza y busca el confort para el que sufre, pero es tan inútil, sin medicinas, sin implementación, sin nada para ayudarles, sin camas a veces. Incluso el personal avanza en un estado de trance, totalmente ajeno al dolor. Es tanto. Sí, esto es peor que Laos y Camboya juntos. Realmente peor. ¿Cómo piensan las autoridades, el director del Hospital que puedo hacer mi pega, si no tengo lo mínimo? ¿¡Qué chuchas se creen que soy, un chamán acaso!? ¿Un médico brujo, curando con pastos y ensalmos? ‘Tan todos cada vez más wevones, en vez de avanzar vamos p’atrás.

Al reverso de su moneda, en su consulta perfumada, detrás de la hermosa mesa de caoba, herencia de su padre, con el más moderno instrumental, en un ambiente infinitamente más glamoroso; examina pies torcidos por un mal swing en el golf, trizaduras de tobillos por osteoporosis avanzada y dolores de espalda por un polvo a la rápida, con la amante de turno, en un motel de mala muerte. Es un contrasentido tan grave. Abismante. Universos de diferencia entre uno y otro y él sin poder hacer nada para acercar estas dos realidades. No es culpa de los pacientes, por supuesto, ni es suya la culpa, pero ¿de dónde mierda viene todo? ¿¿Hay un Dios??

Renuncio wevón, le habla a su amigo del alma. ‘Toy tan cabriao de todo, que renuncio. Renuncio al Base. Ya todo me da lo mismo, me he agarrado veinte veces con el director y por las puras wevas. Me quedo en mi parcela. Cultivaré geranios o alguna wevada por el estilo. Me voy al otro lado de la cordillera por un rato. Allá nadie sabe que soy médico. Acá hasta el perro me levanta su patita de vez en cuando para que se la examine. ‘Toy cagao, no puedo escapar, pero al menos puedo evadirme, no ver todo esto. Ando como un zombie en la consulta, no pesco a nadie, rabeo con todo el mundo y yo ‘toy viejo para eso. Soy una mierda, lo sé, pero no puedo hacer más, no sé quién chuchas más puede. ¡Si no soy médico brujo wevón!, ¡esto no es el Amazonas! No sé qué más decirte. No me mires con esa cara y felicítame, que me declaro jubilado. Me quedo en paz con mi conciencia al menos. Eso creo.

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Queen of Pain

La ciudad se empieza a poblar lentamente. Los primeros transeúntes se desplazan soñolientos y apurados. Es pleno invierno y el viento gélido les hace moverse raros e incómodos. Están ateridos. Dani espera que el día sea al menos un poco más agradable que ayer. Sus manos bien cuidadas se resienten con el frío. Odia la estación en esta ciudad, donde la gente es tan bruta y poco decorosa. Le molesta profundamente ver todas las mañanas al mismo tipo escupiendo en la calle, en un ataque de tos alcohólico y trasnochado. El bus se aleja del centro y se interna en calles más modestas. Antiguamente, un campamento para aquellos que sin hogar sencillamente se instalaron en estas tierras que el pobre dueño no tuvo oportunidad de reclamar. Viven ahora apiñados, en lo que el gobierno llama «población» de a dos y hasta tres familias por cada pequeña y arruinada casita. Dani hace una mueca de desagrado cuando ve entre la escarcha dos gigantescos ratones, jugando a pillarse, para escapar del frío. Se atrapan, ruedan y luego vuelven a correr. El lugar es sombrío y deprimente, aún con el tímido sol que se hace espacio lento para tratar de romper la helada.

Llega a la oficina y asume su postura. Comienza a trabajar la información y gradual va avanzando la mañana. Trata de conservar un tono de voz plano, de parecer más que todo, formal y distante. Escapar de las burlas como lo ha hecho desde que tiene memoria, convirtiéndole en un ente tímido, adusto y frío, solapado y grave. Hay minutos en que todo le conmueve de forma exagerada e inexplicable. Todo fluye distinto en su ser. Es como si esta alma tan sensible no fuera suya o que al menos estuviera en una cárcel de la que no puede escapar.

Escucha suaves baladas y trata de tranquilizar su corazón, en un impulso constante y diario. Dani dirá que este solo hecho le será más complicado que la complicada lista de proveedores y detalles contables que tiene que resolver para entregar la información requerida a su departamento. Eso es casi nada. El sonido de la  música le embarga y sólo quisiera estar en otro lado. Su compañera Maggie le sorprende de pronto preguntándole en qué planeta está y Dani, en un esfuerzo titánico dirá que nada pasa, sólo pestañaba un segundo para seguir trabajando.

Maggie, sin embargo ha visto esta actitud muchas veces, sobre todo cuando Dani escucha aquella canción,  banda sonora de esa película irlandesa que  fueron a ver al cine hace un tiempo, donde la dulce cantante rebela casi al final de la cinta que es un transformista. Una mujer en un cuerpo que no le pertenece.

Salen esa tarde, como todos los jueves a tomar un trago antes de ir a casa. Maggie le estima tanto. Es muy buena, dirá Dani, aceptando sus rarezas e ideas. Ríen de las anécdotas de la oficina y Dani le divierte imitando a sus compañeros. Toman otro trago y luego otro más. Esto no es normal en Dani y el exceso de alcohol le provoca un estado de euforia que redunda en frases que siempre se ha esforzado en ocultar. Así le dice a Maggie, que ella no tiene el derecho de quejarse de su existencia, porque ella finalmente tiene una vida. Es aceptada por lo que es y no debe esconderse de nada. Cuando Maggie trata de rebatir diciendo que a veces uno quisiera escoger, es ahí cuando Dani pierde rotundamente la paciencia y le lanza en su cara la verdad.

– Es fácil para ti decirlo porque no tienes nada que perder, ¿sabes acaso lo que es vivir oculta, sintiendo vergüenza de ti misma, deseando no haber nacido o al menos haber podido elegir en qué convertirte? Que te miren siempre como una diversión de circo de cuarta y todos se burlen de ti. Es espantoso, asqueante, profundamente deprimente y la peor de las pesadillas – …. Respira Dani de su discurso y Maggie ve rodar una lágrima por su mejilla. Preguntará qué es lo tan grave, que en ella puede confiar. Dani finalmente y después de tantos años se atreverá a decir :

– Nosotras somos iguales, yo soy tan mujer como tú, pero estoy prisionera en este cuerpo que no es mío, como la protagonista de la película. Esa soy. Un monstruo, una víctima, un ser, sin definición aparente, sólo un ser.

Maggie retrocede aterrorizada. No sabe qué decir. En su mente alcoholizada de pronto todo calza y en un mínimo segundo, del pavor pasa a la pena. Dani intuye y le replica que no sienta dolor, que de eso ella tiene bastante. Que la entienda y la aconseje y que no deje de ser su amiga, porque no hay nada más atroz que nadie te note, que pases como un fantasma por la calle, porque ni tú misma sabes qué eres. ¿Un monstruo, una víctima?. Sin derechos, sin sueños, borrando tu pasado por horrendo, no confiando en el futuro. Un dolor, un dolor nada más. Eso es.

Tablao

tablao

Escuchas de fondo la música que te lleva a los recuerdos, a la madre patria, al vino y las flores, a los guisos de conejo y la paella. La guitarra suena  con sentido y sentimiento, con dolor y con nostalgia, con pasión y con el alma. Cambia el ritmo al antojo del que toca y se vienen más y más secuencias. Tu padre cantaba como los dioses. Muchos lo afirmaban y a la luz del fuego y con la gracia de un tablao le evocas, ladino y prisionero de su propio delirio que dejó en tu sangre la memoria de una tierra que jamás has visto.

Los tacones retumban en la escena y se hacen palmas por antonomasia. Escuchas los fandangos, las guitarras presurosas y el tumbao de fondo, golpeando con furia, como un corazón enamorado. Suave y como los colibríes, entra la música inundando tus latidos. Estás espectante, embelesado en los recuerdos. Cambian los tonos y se vuelve ronca la guitarra, se vuelve grave y quejumbrosa. Se hace lento el pulso, y se tranquilizan las manos de las danzantes. Sufre el cantor, es uno con su instrumento. Retumban las voces del pasado. Un ¡olé! viene sin quererlo a tus labios, que es completo con las palmas siguiendo el ritmo. ¡Olé! dirás con dolor y con sentimiento, como es esta música finita, como es este tablao caprichoso, que entrega, quita, sufre y celebra, todo al mismo tiempo.

Joaquín Cortés y Pasión Gitana by chrieseli

El Milagro del Padre Pío

Terminamos de cenar. Levantamos la mesa y servimos lo que queda de la cerveza entre Mary, Pancho y yo. Gregorio no bebe cerveza ni nada de alcohol. Después de haber sido un bebedor irredento, por décadas, ahora ya no prueba una gota. Mary me ha dicho otras veces que fue un milagro concedido por el Padre Pío, aquel que estigmatizado hasta el límite de lo humano, se daba maña para seguir predicando la fe y la esperanza. Por eso Mary cree a ciegas en él. Su vida también ha sido un estigma permanente. Vivir al lado de este hombre, que la ha mandado al hospital no sé cuántas veces por golpizas horrendas y otras tantas, habiendo primado la discreción antes que nada, sólo se ha conformado con llamar un médico a la casa, que la atienda en privado. Mary siempre ha creído que la causa mayor de toda esta violencia es el alcohol. Nosotros ya no sabemos qué creer.

Gregorio estuvo en tratamiento tres veces para dejar de tomar – cuenta Mary-. La primera fue una cosa atroz, yo había vuelto recién a la casa, las niñitas estaban chicas y un doctor checo, que recién había llegado a esta ciudad, se hacía la américa tratando tanto gallo curado que andaba por ahí. Varios amigos de Gregorio se sometieron a la misma cuestioncita. Nunca supe los resultados. Era tan brutal la cosa, ¿sabes? Llegaba el doctor con unas sales y luego, inmediatamente me solicitaba una palangana, para echar ahi lo que estuviera tomando Gregorio en ese tiempo. Había que calentar el alcohol, hasta que hirviera y luego el paciente, después de haber inhalado las sales, tenía que poner su cabeza, cubierta con una toalla y aspirar los vapores del trago. ¿te imaginas? Era espantoso. La casa entera olía a gin hervido y al vómito de Gregorio, que no hacía más que acercar la cabeza, cuando daba vuelta todo el estómago y tú sabes cómo come. ¡Por Dios! Yo le alegaba al doctor, pero como casi no hablaba español o se hacía el que no entendía, era inútil. Por supuesto cobraba una fortuna, de plata si entendía el huevón, no se le podía deber un peso.

Por un tiempo Gregorio anduvo más o menos bien, casi no tomaba o muy poco con las comidas. Era imposible que retuviera el alcohol por mucho rato sin vomitar. Casi no salíamos en ese tiempo, con la lesera del vómito por todos lados. En fin.

Pero después de un tiempo y con el estómago de caballo que tiene, se «reacostumbró» a tomar y ahí nos fuimos para abajo y empezaron a quedar las grandes. En ese tiempo doña Pepa vivía con nosotros, este se amanecía tomando y habían días que no llegaba. La vieja le aguantaba todo y yo no podía alegar nada.

Después, por irse detrás de una querida que tuvo, se le ocurrió ir a la capital a hacerse otro tratamiento. ¡Pretencioso!. Seguro la huevona le ha dicho que estaba gordo, porque estaba soplado como un sapo y él, haciéndose el dije, partió. Estuvo en una clínica privada, como estuvo Frank Sinatra, me decía después el huevón y gastó no te imaginas cuánto. ¿Para qué? Si no le duró nada. Al final a la pobre mujer, le terminó sacando la mugre y la dejó botada acá afuera de la reja, con todas sus cositas regadas en la calle. Pobrecita. Yo llamé a la ambulancia para que se la lleven al hospital. Pobre mujer.

Después creo que se hizo otro tratamiento, creo. No me acuerdo muy bien, porque ese fue mi tercer intento de fuga. Estuve un año fuera.

Al final cuando volví de nuevo, la Betty, mi amiga, me regaló la estampita del Padre Pío y me dijo, Mary ruégale con fe no más, si es milagroso, vieras tú. Además, si hay alguien que necesita un milagro en este pueblo, esa eres tú. Nadie se explica cómo lo aguanto, pero ¿sabes? Gregorio es bueno, si el problema que tiene es el trago y ese genio, tan arrebatado. Dile a Pancho que te cuente, si han peleado no sé cuántas veces.

Mary no sabe que Gregorio recibió un ultimátum de las hijas y de su nieto mayor, el único varón de la familia, que se negaba a seguir viendo el estado lamentable en que andaba y a justificar las golpizas que le daba a Mary. Además, ya Gregorio estaba fichado por la policía y trataba por todos los medios de escapar de ir a parar a la cárcel. Incluso hasta donaciones ofreció, pero la policía fue implacable. Lo único que querían era ponerlo tras las rejas. Era aceptar el milagro del Padre o hundirse más aún. Gregorio no es ningún tonto, me ha repetido Pancho hasta el cansancio. Creo que tiene razón. Pero es romántico para Mary concluir que su devoción salvó su familia, y que ahora, al menos, descansa de las indignidades del alcohol. Un problema menos dirá, mientras lavamos la loza rapidamente, porque no debemos olvidar la pastilla para el viejito, justo a las 10:20.

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Los Saru

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Los Saru se acomodan en la gran tina, escapando del frío del exterior. Se acarician sensuales y breves, buscando provocar el menor disturbio del agua, que fluye interminable de la fuente, adornada con la gran boca de bronce que asemeja un ostión dorado.

Se llena la tina lento, el agua ruidosa y clara acapara sus sentidos, se acicalan entre sí y se abrazan tiernamente cubriendo lo que queda de sus cuerpos bajo el agua.

El vapor inunda el lugar, el agua sigue fluyendo, la acústica del espacio invita a relajarse. Se estrechan de nuevo pausados en una experiencia sensitiva y nueva, cada minuto que permanecen en la tina. Se mantienen horas, perfectamente relajados. Han esperado este momento por días y el instante es eterno, grácil y delicado. Se prolonga en sus mentes, en sus cuerpos, como se prolonga el agua cubriendo sus latidos y sus voces. Se acercan nuevamente. Se acarician renovados, en un éxtasis secreto y silencioso. El agua les cubre, ahora, completamente. Caen los pequeños pétalos blancos y rosados en la tina y se completa la suavidad del elemento con el perfume tierno de las flores. Los Saru se vuelven a acicalar e incluso de masajes se llenan, palpan sus cuerpos nuevamente y descubren las zonas más sensibles. El agua es el catalizador perfecto. Avanzan las horas.

Calmados, abandonan la tina mucho tiempo más tarde, callados, perfectamente en armonía con el resto de las cosas. Tendrán la energía suficiente para seguir descubriéndose, lento, pausado, breve, como es la experiencia arrolladora, pero suave de la tina.

Yo te Amo

Se encuentran como siempre. Hay desorden en la habitación. Ella intuye algo raro cerca y hablan como de costumbre, de todos aquellos temas que frente a otros serían inapropiados, ridículos o superfluos. Hablan como siempre lo han hecho, desde el fondo de sus corazones, desde la tibieza de sus pensamientos, pero esta vez, sin la sinceridad de sus almas.

Él va a buscar un café a la cocina y ella revuelve descuidada un lote de papeles, indagando por alguno de los geniales artículos que él suele escribir para el periódico local. Sin embargo, no encuentra un artículo, encuentra sólo una frase, perdida entre la maraña de hojas, encuentra un yo te amo, escrito con lápiz trasnochado, en una servilleta. Un yo te amo, que no es para ella, que lleva un nombre que no es el suyo. Da un paso atrás, no sólo en la habitación, sino en su vida entera. Nuevamente, la sensación de la hecatombe se planta en sus sentidos, inunda su ser entero, con el amargo sabor de la desdicha. Yo te amo, sonríe y repite con sorna, y se va, antes que él regrese con el café.

Reencuentro

«Encuentre a sus antiguos compañeros de colegio, vecinos y gente del pasado con la que le gustaría contactarse». Así reza el aviso en la página de internet y me pregunto quiénes son las personas más importantes de mi vida con las que me gustaría volver a hablar, después de tanto tiempo. Pruebo.

Vienen a mi memoria varias caras, algunas con nombre y apellido, otras imágenes solas en lagunas de mi existencia. Busco los nombres de los que me acuerdo. De pronto, pienso en mi infancia, mis ocho años, cuando todo era sencillo, diáfano, ideal, cuando creía que todo era posible. Cuando soñaba ser médico, sólo porque me gustaba el instrumental. Cuando la compañía de los amigos era franca y simple, el día era más largo, el verano interminable y el calor del hogar estaba garantizado. El rostro de mi mejor amiga de la niñez viene claro a mi memoria. Escribo su nombre y de la pantalla aparece una mujer, alegre, diferente, pero algo en ella es familiar. La sonrisa que exhibe es la misma, el color de su pelo, sus ojos. Todo podría ser. Escribo tímidamente una nota. Espero una respuesta sin mucha efusividad y cierro la sesión.

– Eres tú, claro que te recuerdo, han pasado 25 años desde entonces, mis padres se fueron a la capital, donde yo vivo ahora. Aún recuerdo a los compañeros del curso, aún me acuerdo de tu cara y de nuestros bailes, en los cumpleaños infantiles- , escribe mi amiga reencontrada, después de tanto tiempo, en la pantalla de su computador, respondiendo mi escuálido mensaje. ¡¡¡Esto sí que es fuera de serie!!!. Nos conectamos nuevamente, después de este espacio inconmensurable en el tiempo y mido mis palabras, que brotan solas del teclado poniéndola al día de todo lo que se ha «perdido» por estar tan lejos.

Le cuento de mi vida, en un rápido y somero resumen, sólo para tener varios hilos de temas de conversación, para un diálogo que fluirá sencillo y diverso más adelante. Pienso en sus trenzas apretadas, sus anteojos grandes,  su nombre viniendo inmediato a mi mente cuando preguntaban los niños, ¿quién es tu mejor amiga?, el aroma de su hogar, la simpatía de su madre. Pienso que nos hemos perdido de tanto, pienso si ella recuerda esos detalles también. Pienso si ella cree en lo mismo, si todavía quiere ser profesora, si de adolescente le costó tanto como a mí descubrir la que iba a ser. Recuerdo los dulces que preparaban en su casa, los días soleados en la escuela, el patio polvoriento, la clase, los condiscípulos, el aroma de la cera en los pisos, el tarrito con monedas para hacer los beneficios de fin de año. Los cumpleaños, los regalos, los recreos tomadas de la mano, jugando a lo que fuera en un  tiempo eterno, en el que no habían penas de amor, ni materias atrasadas, no eran de fiestas ni envidias, eran sólo juegos, sólo la simpleza misma de la vida, en los ojos asombrados de dos niñitas de ocho años.

Cuando te fuiste, pienso, ni siquiera nos despedimos, era tan vago todo y tan primordial. Simplemente creímos que la amistad era para siempre. No tengo dolor de ese recuerdo. Nunca nos comunicamos, sólo guardamos las que fuimos para seguir avanzando. Me pregunto cuándo fue la primera vez que te enamoraste, si eres feliz, como éramos entonces o si esta vida esquiva y dorada te ha tocado con suerte y alegría, como siempre quisimos la una de la otra.

Escribo todavía mi pequeño resumen que está alargándose demasiado. Me llega tu respuesta en pocos días y una magia bonita me invade, cuando te digo francamente AMIGA. Pienso que nunca lo dijimos antes, sólo nos hicimos sentir como tales. Pienso, si nos vemos nuevamente, cara a cara, nos abrazaremos dramáticamente o sencillamente retomaremos el hilo de nuestra conversación desde donde quedó, cuando te fuiste.

Creo que tenemos tanto por contarnos, pero probablemente sea sólo mi impresión. Nuestras vidas han seguido caminos tan distintos, como diversas son las personas. Ya no recuerdo tu color favorito ni sé tu tendencia política. No te he preguntado si quieres ser madre y si la vida en general te satisface. Sólo recuerdo tu bolsón  y nuestras risas en el patio. Sólo recuerdo lo esencial de la vida, que siento se hizo visible a nuestros ojos, esos días en que nos acompañábamos, los largos inviernos que pasamos compartiendo el salón, las tareas, el pan con mermelada y una sincera sonrisa y un abrazo, al final de la tarde, antes de llegar al hogar. Eso recuerdo, y si creo correcto no hay nada más  importante para que valga la pena seguir escribiendo. El espacio ideal de mi niñez se llena con nuestros recuerdos. No tengo fotografías, tal vez tú sí, pero las memorias de mi corazón son más, sin duda alguna, que todas las instantáneas que pudimos habernos tomado juntas.  Siguen las preguntas en mi mente, pero no me importa, ya estamos en contacto.  Trato de ponerme al día con lo que la vida nos quedó debiendo y sigo escribiendo. Vale la pena, amiga, vale la pena.

El Puzzle

Cuando Gregorio compró el computador, Mary lo encontró lejos la más grande de las chaladuras que le había tocado presenciar durante estos cuarenta años de casados. Era un artefacto tan raro y complicado. Gregorio con suerte usaba el fax y ahora se traía otro problema a la casa. ¡Qué tontera!. Pero bueno, si no hay quién le diga algo.

Fue quedando el equipo, como una especie de gran brujería dentro de la casa, incluso la empleada se negaba a limpiarlo. ¡Qué dolor de cabeza! decía Mary. Pero Gregorio se empeñó y con la ayuda de su nieto mayor y de su propia porfía, aprendió lo básico. Pronto estaba recibiendo hermosas presentaciones y «cartas» como les llamaba a los correos electrónicos. Quedó totalmente fascinado con la inmediatez de la respuesta y cómo se podía conectar con cualquiera en este planeta. Mary aún lo encontraba una locura, pero eran muy bonitas las vírgenes y los santos que su amiga Betty le mandaba,  que cedió a la fascinación un buen día. Yo le ayudé a crear su propio correo electrónico y estaba como una niñita de escuela, alegre y alucinada.

Soportó estoica las intromisiones de Gregorio en su correo y cómo sus hijas le borraban sin consultarle presentaciones y direcciones, sin darle mayores explicaciones. ¡ Qué rabia ! Me reclamaba, pero se sometía por alguna razón sin sentido, que yo no buscaba comprender ni cambiar.

Una de sus nietas pequeñas llevó un día un juego, un puzzle y la instaló a su lado, para que le hiciera compañía y le fuera indicando dónde estaban las otras piezas, antes de que el tiempo se le terminara. Mary quedó totalmente obnubilada con este juego y le pidió a su nieta que lo dejara en el computador, porque ella quería probar.

Desde ese día no paró más. Es una adicta a los juegos. Compra, baja, selecciona, busca páginas. Se obsesiona con algunos y puede pasar un terremoto por la casa, ella no se da por enterada. Tan absorta y concentrada. Es la mejor forma de olvido que jamás se pudo inventar.

Estamos frente a la reja de la entrada. Tocamos el timbre por cuarta vez. Está lloviendo y el perro nos lame las manos amistoso. Pancho le convida el segundo caramelo, que se le pega en el paladar. Nos reímos, pero nadie abre la famosa reja y nos estamos mojando. Llamamos por teléfono, pero nadie contesta. Finalmente  Pancho llama al celular de Gregorio, y después de un rato, pasamos finalmente.

¡Qué extraño! dice Mary, ¿sabes? no escuchaba nada, me estaré quedando sorda. Gregorio me decía que estaban tocando, pero tenía la tele tan fuerte que yo no escuchaba nada. Pasen, tomemos un cafecito.

Al rato me acerco al computador, está el juego en pausa. Mary me explica como se juntan puntos y se van armando las piezas. Un verdadero puzzle, pero virtual. Está totalmente fascinada. 

Si no puedo dejar de jugar, me dice, estoy hasta las dos de la mañana todas las noches, qué cosa más entretenida. No me hubiera imaginado nunca esto. Pero si fíjate, qué lindos los dibujos y los colores. Qué cosa tan fantástica. Aquí estoy horas. Si ya casi no duermo siesta por seguir armando el puzzle.

Me río sinceramente y le doy un abrazo. Creo que más que otra cosa, Mary ha descubierto la mejor forma de olvidarse de todo y de todos.

El Incensario

Son las siete de la mañana y en la iglesia las primeras campanadas anuncian la hora y el llamado del Padre Francis a que acudamos a tomar la comunión y luego preparar la misa de las nueve y media, la más importante, la más popular y concurrida.

El Padre Francis nos ordena y nos arenga como a un ejército. Los «Soldados de Dios» él nos llama y se preocupa personalmente de que nuestros trajes estén planchados, nuestros zapatos bien brillantes y nuestro espíritu dispuesto y animoso para recibir al Señor y dar testimonio de su gloria, como había sido en un principio y por los siglos de los siglos amén. Somos sólo una banda de chiquillos revoltosos, pero es tan efectiva la prédica del Padre que nos transformamos sin darnos cuenta y damos inicio a nuestra ceremonia. Preparamos todo como en un gran espectáculo teatral, nos damos ánimo unos a los otros y  vamos tomando nuestras posiciones. 

Martin es el mayor de nosotros y es el encargado de llevar la gran cruz dorada, cuando vamos en procesion con el Padre Francis alrededor de la iglesia. Además, es quien carga el incensario de bronce, gigante y tenebroso. Tiene el papel que quisiéramos todos, porque es el de más responsabilidad, movimiento y protagonismo. El resto de nosotros estamos estáticos o a veces nos desplazamos hacia el interior de la capilla a hacer tareas rutinarias y de poca importancia. Limpiar las copas, traer el agua, trasladar las hostias, nada comparado con el encanto de mover el incensario, como un arma bencida por Dios para llenar la iglesia entera de su aroma.

Tanto le gusta al Padre, adora el olor del incienso, tan penetrante y denso, incluso él huele a incienso puro. Dice que es el aliento del mismo Dios sobre nuestras cabezas, que purifica los espíritus y porqué no decirlo, le da un cierto dramatismo a la ceremonia. Hijos, debemos usar las herramientas que el Señor ha puesto en nuestras manos, en la lucha contra los protestantes, evangélicos y oscurantistas. Todas, hijos míos, todas.

Avanzamos en fila hacia el altar, serios, plenos de fé y con el estómago lleno sólo con la hostia consagrada y el traguito de vino que el Padre Francis nos convida para darle un aspecto saludable a nuestras mejillas y cumplir con el rito fundamental de recibir del cuerpo y la sangre de nuestro Señor. La iglesia está abarrotada, es domingo en la mañana y es pleno verano. La más importante de las misas en este horario y todos los personajes más importantes del pueblo concurren a la prédica del Padre Francis, el más querido, el más respetado y porqué no decirlo, el más creíble de todos.

Empezamos la celebración. El gran órgano atrona con los himnos y las alabanzas. Cantamos Aleluya. Se demora el Padre, alarga los ritos y avanza la hora. Sube la temperatura en el exterior y la vieja iglesia de adobe empieza a crujir. Se siente el calor por todos lados, pero el ánimo de nuestra grey está intacto. El Padre Francis sabe como cautivar la audiencia.

Se inicia el rito de la comunión y el Padre ordena a  Martin llenar el incensario hasta el tope, soplar a todo lo que den sus pulmones y lograr una llamarada macisa y espectacular. Avanza hijo, confiado, no temas nada, llevas el poder del Señor en esa gran mole de bronce. -Bendíce a todos con el álito sagrado del incienso- , le ha dicho el Padre muchas veces y Martin histriónico, avanza, dando varias vueltas a la iglesia, haciendo aspavientos, poniendo cara de ser el mismo emisario de Dios y llenando todo el edificio con el humo enceguecedor, que se vuelve denso y espeso junto con la humedad que escapa de los cuerpos de los fieles, ya transpirando como locos, porque afuera deben haber por lo menos 40º a la sombra. Sus estómagos vacíos, les hacen ver líbidos y transparentes. Muchos se abanican y se muestran agotados.

De pronto, en el climax de la ceremonia, se escuchan unos golpes secos en la iglesia. Tratamos de mirar curiosos y asustados. Atrona el órgano. Ora el Padre Francis en latín y al darnos vuelta para hacer la reverencia al altar, vemos entre la humareda como van cayendo desfallecidos los cuerpos de algunos feligreses, vencidos por el calor, la levantada, el ayuno y la humareda densa y pestilente que se ha aposentado en todo lo ancho de la iglesia.

El Padre hace un alto y así aprovechan los familiares de levantar a los caídos y llevarlos a la puerta. Al abrirse, entra una brisa suave. El Padre Francis, totalmente posesionado de su personaje, dirá que es el aliento de Dios que nos acompaña esta mañana.

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Setenta

Abelardo Pérez Rivera, buzo mariscador de joven; carpintero de botes, patrón de nave menor, contrabandista, desdichado, alcohólico y buen gallo. Con un alma como el pan, confiable, entregado, fiel como un perro, borracho como él solo.

Su vida entera ha estado ligada a la mar, a ese océano que tranquilo te baña, y que le ha entregado el sustento a sus padres, sus abuelos y ahora a él, desde la primera vez que descubrió que de sus entrañas salían piures, picorocos, navajuelas, cholgas y choritos, todos condimentados con un poquito de limón y sal, eran capaces de darle a un hombre la fuerza de dos toros, reparar la mejor de las curaderas y alimentar a una familia por semanas. Nada había como el mar.

Una vez, en uno de sus viajes como contrabandista y «lobo» y en medio de su borrachera insistió a la tripulación de la panga que se acercaran a la playa, porque justo ahí hermanito estaban unos sacos de papas que le habían regalado, por honesto, por trabajador y por decente. Chillaban los muchachos ¡qué papas ni que ocho diablos, tai cura’o como manga, déjate de gueviar y volvamos mar adentro que nos pilla la patrullera con estos salmones robados y nos vamos todos presos! No, hermanito, decía Abelardo, si es ahí no más, más allacito, mis setenta saquitos de papas, como los voy a dejar abandonados… Tanto insistió que se acercaron a la playa, no hay nada más inútil que alegar con un cura’o. Bajaron en un botecito destartalado, con la borrachera viva y los nervios en bandolera, porque si los pillaba la patrulla estaban bien cagados y ni con los setenta sacos de papas iban a poder sacarse a los marinos de encima. Buscaron desesperados y no había caso, no encontraban nada. Abelardo cada vez más enojado, con la boca más seca y el dolor de cabeza por el griterío de los compañeros que no lo dejaban pensar con claridad. Al fondo, unos trescientos metros andando se encuentran con unos botes tapados con sacos de plástico. -¡Ahí ‘tan tus papas, guevón!- le gritaron los muchachos -ahí ‘tan tus setenta-.

De entonces quedó con el mote de Setenta y la verdad es que no le importa. Ya nadie sabe su nombre, excepto el dueño de la embarcación, que reconoce abiertamente su naturaleza noble y que no se demora nada en pasarle plata de su bolsillo para los proyectos de mejora que constantemente le hace a su hogar, porque Setenta es cumplidor y trabajador como bruto. En lo que se le encomiende es bueno, como cocinero, mecánico, patrón, maquinista, incluso hasta de buzo las hace a veces, lo que venga, si estamos todos juntos hermano, de aquí ganamos todos. Al cabo de unos pocos meses ya está pagado el patrón y con intereses. La única mala cosa son las borracheras.

-Setentita, hermano, déjate de patalear y duérmete -reclama el Guatón, tratando de acomodarse en la cabina- o te voy a tener que dar un palo en la cabeza, muy güeno cocinas, Setenta, pero puta que gueveas cura’o.

-Hermanito, ¿tienes un cigarrito?, que no puedo agarrar sueño. Se me vienen las paredes encima, veo todo negro hermano, y no puedo seguir durmiendo.  ¿Me estaré volviendo loco? . Vamos a comprar una cervecita mejor, Guatoncito. Acompáñame que no puedo estar aquí encerrado. Mañana tempranito terminamos el motor y pasado nos vamos a tierra. Puta que estoy cabria’o.

Setenta añora su casa más que a nada en este mundo. Sátrapa y alcohólico, pero hombre de hogar al fin y al cabo. Preocupado hasta el máximo, hasta donde le da su escasa educación, busca mejorar su entorno y el de su familia. Sus dos hijas van a la escuela del pueblo y Setenta espera que sean profesionales. Su mujer, evangélica conversa, poco para en el hogar. Los deberes con la Nueva Iglesia Apostólica le llaman diariamente y aunque a veces no hay plata para el pan, el pastor cuenta con su diezmo aunque truene.

Setenta llega a su casita, que ha levantado con sus propias manos, que ha pagado trabajando como esclavo, arriesgando el pellejo con la maquinaria en mal estado y arrancando de la patrullera. Lo único que espera es un plato de comida calentito y el hogar colmado de las bendiciones de sus hijas y su mujer.

No hace más que entrar cuando la esposa se está poniendo el chaquetón. Hay culto esa tarde y el pastor no le permitiría faltar. ¡Tan bueno el pastor, Abelardo!. El Señor nos ha colmado de bendiciones con un pastor tan bueno. Sus hijas se retiran también acompañando a la madre y el pobre Setenta se queda abandonado como un niño, rumiando en su caldo frío y su hogar al descampado.  

Pronto vuelve al bote. Llega saliente de caña , y en la primera parada, bajarán con Guatón a mariscar. No hubo tiempo para comprar provisiones. Ahí Setenta le cuenta su desdicha y al Guatón no le molestará acompañarlo, caminando cinco kilómetros, hasta el primer boliche destartalado a la redonda, para curarse como tagua, porque no hay riñones, pobre Setenta, lo único que más quiere es su casita y lo tratan peor que al perro. No hay derecho, quién le alegue que es borracho le planto un solo palo, porque si alguien tiene razones para curarse, ese es mi amigo Setenta.

Broken Wings

Es verano. Tórrido, seco y luminoso . Me despido de mis compañeros de trabajo y lento avanzo en dirección al río. Ese río transparente y verdoso por el reflejo de los árboles que inundan la cañada, que han estado desde tiempo ignotos deshojándose lentamente para crear el barro negro y espeso que está en todas la riberas. El olor de los eucaliptus, añosos, gigantes, pausados, suaves es el olor del río también. Están unidos en una simbiosis colectiva y secreta que da paso a uno para que exista el otro.

Lento me sumerjo en las aguas. A esa hora ya casi no queda nadie y la corriente sonora deja ver las piedras del fondo y refleja perfecto la luz del atardecer. Sólo el río, el sol y yo…. Nado despacio sin hacer ruido, me dejo llevar por la corriente en una escena sensual y de ensueño. Me sumerjo, subo, vuelvo a nadar y vuelvo a sumergirme, lento, saboreando, estirando mis extremidades, dando lentas brazadas. La presencia de este elemento es tan sedante para mí… Disfruto; me acunan las aguas, me arrastran graciosas y sonoras. A lo lejos se escucha un gentío.

Me detengo en la mitad de mi nado y miro fastidiada quién interrumpe mi minuto de unidad con el universo. Hay un festival esa noche y las personas que llegan prueban los equipos de amplificación. Me alejo a un lugar más callado, pero es inútil. De pronto se produce un alegato, aquel que estaba encargado de traer las cintas para probar los equipos las ha olvidado. Necesitan urgente algún disco para equalizar. Hay uno que se ofrece a cantar, pero es desechado al instante. Me pregunta uno de aquellos si tengo algo de música que les pudiera prestar. Me acerco a mi bolso y le alcanzo un gastado cassette. Me mira el tipo y sin que haga comentario alguno, le indico , si no le gusta, me lo devuelve y ya.

Acerca la cinta al de la consola y yo vuelvo al agua. Un último chapuzón antes de regresar caminando cuesta arriba para llegar a mi casa. Aún hace calor. Me sumerjo nuevamente y al sacar mi cabeza del agua suena atronador con la maravillosa acústica del lugar: take this broken wings and learn to fly again learn to live free, when we hear the voices sing the book of love will open up and let us in….No hay más que este minuto mágico con el estéreo a todo volumen, la cadencia de la voz, el suave vaivén del río y la corriente seductora  que me arrastra despacito, como me lleva esta música, a un mundo diferente y único. Este día, más que entregar las alas rotas, me encuentro con las mías propias, y reinvento la que he sido, para convertirme en la que soy.