Noche Vieja

Me vestí con la faldita de colores que tanto te ha gustado. Acomodé mi pelo en un moño, en lo alto de mi nuca y apliqué rosa pálido en mis labios y me asomé a la cocina a ver cómo iban las lentejas.

En el camino, pensé en lo que se había ido. En las penas y las alegrías, en las discusiones y las dulces reconciliaciones. Hice un alto especial al recordar en los que no iba a abrazar nunca más y mi corazón se llenó de lluvia. Me pasaste la toalla de un abrazo y con el vapor de la olla, se fueron los malos momentos y todo lo que quiero olvidar.  Me quedó la esperanza y la dicha, representada en tus ojos, de azul profundo a verde esmeralda, veleidosos y cambiantes, como ha sido el mundo, como ha sido este año que se va yendo apuradito, sin que nos dé tiempo para largos discursos y despedidas.

Espero el goce, espero la champaña helada y el ponche a la romana, el asado de cordero y las risas francas y sonoras. Espero beber hasta que se me caigan las cejas con la copa de cristal donde descansa mi anillo de brillantes y espero despertar a tu lado, abrazada a tu corazón. Espero que la noche vieja nos regale una hermosa luna llena y que permanezca hasta la próxima la compañía de todos los que han estado conmigo y me han regalado, cada día, dicha y abrazos.

Mientras aguardo a que se escuchen las campanadas y las sirenas de los bomberos y a que revienten los primeros fuegos artificiales, agradezco por lo bueno que me ha pasado. Me tomas de la mano y brindamos.

Conquista

Cuzco se abrió ante mí como una fruta madura, como las piernas suaves de una mujer dispuesta, como la brisa de una mañana fresca de primavera y yo le comí, le penetré y le respiré hasta que me emborraché de ella.

Habían sido muchos días de viaje, meses tal vez. Perdí la cuenta, aunque el fraile Muñiz se empeñó en enseñarme a contar y escribir, entre tanta selva y humedad, doy gracias a Dios que no perdí la chaveta como todos los demás. El fraile ya estaba bien perdido. Insistió en cargar el arconcillo hasta que las fuerzas le abandonaron y sólo entonces confió en mí totalmente, pero su cantinela enferma me atosigaba, como los mosquitos, las serpientes, las aguas putrefactas, los cambios abruptos en el curso de los ríos, las flechas envenenadas venidas del espesor de la selva, los gritos de los monos y otras alimañas, la hojas gigantescas de los árboles, las ranas ponzoñosas, el aire cargado de melancolía y sofoco. Varias veces no vimos más signos del día que rayos de sol que se colaban con dificultad entre los árboles espesos, que parecía nos vigilaban desde la altura incalculable de sus copas. Nadie dormía, nadie podía pensar con claridad. No sé cómo logramos pasar la Amazonía. Todos nos miraron asombrados, cuando bajamos el río Ucayali y pudimos caminar por primera vez en semanas. La piragua estaba dibujaba en mi cuerpo o tal vez yo estaba dibujado en ella. Muñiz ya se había ido y me tintineaban sus palabras, como las cuentas de los rosarios que llevó colgando, desde que lo conocí y que terminaron en mis manos.

Durante todo el viaje y hasta que lo abandoné,  no perdió ocasión de hablarme, tal como lo había prometido, de sus señores, los de la Asunción. Pérfidas criaturas, malditas por los hombres y Dios, decía, habían amasado fortunas a punta de juramentos que nunca cumplieron, matrimonios por conveniencia, usurpación de identidades, despojo de viudas y huérfanos, asesinatos y violaciones de edictos, terrenos y mujeres. Conocían la ley como pocos y tenían un séquito de otros tan truanes como ellos, que usufructuaban de sus ganancias mal habidas, hasta que misteriosamente desaparecían, como habían desaparecido tantos.

Sin miedo, Joaquín, me decía, porque el miedo delata, corroe, debilita. Así debes proceder, donde fuera que vayas, compórtate como un hombre de gran señorío, aunque tus harapos se caigan con el breve soplo del viento, cree firmemente en quien has elegido ser. Los de la Asunción nunca fueron nobles, repetía hasta perder el aliento; nunca, pero convencían hasta al más versado, con sus modales afectados y sus bolsas llenas de monedas de oro. Oro, Joaquín. Júntalo, acarícialo, llénate de él, porque el oro trae más oro y donde hay oro, está la fama. A nadie le importará que cometas aberraciones, si tienes cómo pagar por el silencio de los injuriados y sus testigos. No lo olvides.

Resonaban todavia sus palabras en mis oídos, mientras iba avanzando por el valle. El verde de las montañas y la falta de aire me descolocaba, hasta que la vi. Como el ombligo impúdico de una bestia dormida, la ciudad de Cuzco se manifestaba con sus colores terracota y pizarra, como si estuviera esperándome desde el principio de mi vida. Estaba extasiado y bajé la colina con prisa, arriesgando el reviente de mis pulmones, como me enteré después.

Al entrar en la ciudad, el aroma de los cedros y del romero me envolvió y a medida que fui recorriendo sus barrios, una mezcla de olores me fue hipnotizando, seduciendo, hechizando. La tierra húmeda, las especies de las cocinerías de la calle, ají panca y mirasol, ajos, carne seca de llama, culantro, papas, achiote, maíz y otros que, hasta el día de mi muerte, no pude jamás identificar. Me encegueció la lana que teñian los indios, por sus colores tan extraños en estas latitudes y el verdor de sus bocas, me provocó cólicos que, con el tiempo, logré curar aspirando rapé, pero eso fue mucho después, cuando ya era un señor.

Me introduje en la ciudad, decidido. Con las primeras cuentas del rosario de perlas negras, compré vestidos y calzado. Pagué a un par de yanaconas que me guiaran por Cuzco y me mostraran sus secretos. Calles empedradas, muros de piedra, antiguos vestigios del esplendor de la cultura de sus ancestros, me decían, degollados como cerdos por los hombres de Francisco Pizarro, que usaron por vez primera la palabra herejía en estas latitudes, para justificar sus crímenes, quedarse con su oro y copular con sus mujeres. Todo me lo había contado Muñiz, antes. Escuchaba con atención los susurros de la ciudad y estaba dispuesto a usar cualquier secreto, cualquier artimaña, porque ya había visto a un don con sus ropas de terciopelo y sus piezas de ocho colgando en un collar grotesco y envidiable. Eso quería y ya había vendido mi alma al demonio. Muñiz me lo dijo. No tenía nada que perder.

El Ingenio

La turbina había apagado sus estertores demenciales de un solo golpe. Al mismo tiempo, Erwin Andler, natural de Limbach-Oberfrohna, había decidido no seguir existiendo.

Por muchos años, fue el único que llevó la luz al pueblo donde eligió vivir, desde la mañana de primavera de mil novecientos treinta y cuatro, cuando arribó por decisión propia y sin un cinco en los bolsillos. El hombre se las arregló para convencer, lentamente y con vehemencia, a la minoría alemana que habitaba en estas soledades, a usar la luz eléctrica. Todos le miraron con asombro y con dejos innegables de incredulidad, pero su energía era tan incansable y su discurso tan irrefutable que le dejaron hacer todo cuanto quiso para asegurarles un alumbrado eficiente, limpio y silencioso, como se acostumbró a discursear en cada campo donde fue recibido.

La idea se transformó en moda al cabo de pocos meses y quien había llegado con los bolsillos pelados, se arrellanaba ahora contra un sillón de terciopelo en la mejor habitación del Hotel Unión. Fiel a su austeridad teutona, ahorró rayando en la mezquindad y logró comprar una propiedad con vista al río. En aquellos años a nadie se le hubiera ocurrido que el terreno tendría un valor incalculable, sólo les parecía absurdo que alguien quisiera construir una casa donde, por las noches de verano, se llenaba de zancudos y sanguijuelas y en las de invierno, subía una neblina espesa y húmeda que amenazaba con ensopar hasta los pensamientos. Sin embargo, no flaqueó y cuando logró erigir su morada, las dimensiones de la construcción permitían gozar de la panorámica de la rivera, echar por tierra la humedad y las alimañas y tener una vivienda despejada, amplia, con corredores en ambos pisos, techos pentagonales y cada habitación completamente iluminada por la turbina a vapor que importó directamente desde Europa, y que le costó cuatro días de bueyes y maldiciones montar al lado oeste, justo donde el río formaba un remolino y existía un socavón parecido a una gruta.

Andler compraba tanta madera para hacer funcionar su ingenio, que todos pensaban que más que una turbina, tenía una caldera que alimentaba los fuegos del infierno. Sonreía ante estas especulaciones y su naturaleza reservada avivaba más la imaginación de las personas; sin embargo, su clientela crecía y crecía.

Rollos de alambre negro, cubiertos de tela de fieltro y alquitrán se apilaban en su galpón y grandes cajones de madera contenían los curiosos tapones de loza, que iban como brotecitos por el cableado, rompiendo la monotonía del negro. Todos querían disfrutar de esta decoración, aprender, como lo hacía el alemán, a pasar el mínimo hilo de cobre entremedio de los grandes rodillos de porcelana blanca que formaban el mecanismo del transformador, que bajaba la palanca de la tensión, cayendo en corte si se producía alguna sobrecarga de energía. Con maestría, acomodaba todo en un segundo y anotaba en la papeleta, con su lápiz de madera número dos, aguzado como un punzón, la fecha y la hora del arreglo. Al reverso, anotaba los datos del contador y establecía el consumo de energía de la casa.

El Regidor fue una tarde a hablar con Erwin Andler, a solicitarle, a rogarle, a implorarle que acomodara tanta maravilla que gozaba en su hogar y que tuviera a bien proveer el alumbrado público del pueblo. Estaba seguro que su inteligencia era bastante y que sabría resolver el problema. Los recursos de la comuna estaban en sus manos, no eran muchos, claro está, pero contaba con ellos, no faltaba más.

Eso iluminó literalmente la vida del alemán. Estudió día y noche, mandó telegramas e importó libros especialmente para llevar a cabo esta tarea. Prescindió de su turbina, desvió la energía que producía, en pos de este proyecto al que se dedicó en cuerpo y alma. Descuidó su trabajo, su hogar y hasta su higiene personal y cuando subió la palanca del gigantesco transformador, ubicado en lo alto de un poste del telégrafo, no cabía en su propia dicha.

Desde varios kilómetros se escuchaban los estertores de la turbina, día y noche, alimentando el fantástico ingenio que proveía de luz eléctrica a las calles del poblado. La modernidad que tanto pregonó, se veía cada noche, cuando las tinieblas se perdían y los amarillos de los focos formaban un globo sin bordes, donde los insectos nocturnos giraban lentamente, formando parte de la bola incandescente de los nuevos tiempos.

Erwin Andler no tuvo nada que ver en la decisión de apagar la maquinaria, pero sí decidió olvidarse de todo cuando se enteró. Cerró su casa esa mañana despejada de marzo y dejó precisas instrucciones de desarmarla parte por parte y trasladarla por el río, hasta la barra y de allí, por tierra, hasta el fundo de su gran amigo Heinz. El tiempo de las máquinas a vapor había quedado atrás y a sus ochenta y dos años le costaba trabajo imaginarse empinado en los postes del telégrafo, bajando y subiendo la gigantesca palanca del transformador, cada vez que había un desperfecto. El Regidor era otro y un nuevo contrato de suministro se había establecido con la compañía hidroeléctrica que interconectaba todo el país. Francamente, le importaba un reverendo cuerno, porque estaba muy al corriente de los avances tecnológicos y de su estado físico. Sabía que debía dar un paso al costado, pero mirando en retrospectiva, no era vida sin los estertores, el calor, la sonajera, el palpitar incesante de su máquinaria y la fresca bendición del río. Era una ecuación perfecta. Verla apagarse, era apagar su propia existencia. Estaban unidos. Eran un solo corazón.

Viajaron juntos, sin saberlo, años después. La turbina, rescatada de una vida inútil, guardada en un galpón, iba de vuelta a su ciudad de origen, como vivo espectáculo de un tiempo que ya se había quedado muy atrás y las cenizas de Erwin Andler, en el compartimiento de carga, junto con los retratos de su familia y sus muebles de colección, a la casa de la bisnieta, en la Sajonia natal. 

Tarjetas de Navidad

El día de la procesión, grandes mosaicos de coloridas tarjetas navideñas se tomaban las calles, extendidas en la vereda o de pié, precariamente apoyadas contra los árboles, anticipando las festividades y el nacimiento de Jesús con sus texturas enceradas. Delgados couché con dibujos de nieve, rostros de niños colorados por el frío, Santa Claus en su trineo. Nieve, renos, pinos decorados con velas y bolas de colores, guiñaban los ojos a los transeúntes en una fantasía de navidad blanca.  Entremedio de  pesebres de yeso y restos de paja seca, nos achicharrábamos de calor buscando las tarjetas más coloridas. La costumbre indicaba enviar a amigos y familiares los deseos de paz y recogimiento, de próspero año nuevo, de buenas intenciones y eterna felicidad.

Las elegidas se escribían con cuidada caligrafía y se enviaban por correo, en la esperanza de que llegaran antes que Santa Claus. Así pasaban los días hasta la tarde de víspera de Navidad, siempre cargada de nerviosismo. La noche de paz se transformaba en una larga seguidilla de horas que no avanzaban nunca, en la eterna expectativa de abrir los regalos. Atrás quedaban las tarjetas recibidas, apiladas peligrosamente a los pies de nuestro árbol, decorado con las luces de rigor y el colorido navideño. Ni la cena de pollo y puré de patatas ni el postre de cerezas sacadas directamente del árbol, horas antes, decorado con crema espesa no eran suficiente para calmar nuestra ansiedad. La casa olía a las galletas de maicena, que habíamos ayudado a cortar con manitos nerviosas; a kuchenes de frambuesa y plátano, con la gruesa capa de crema pastelera de vainilla, olía a pollo estofado con arvejas y zanahorias del huerto, olía a días de verano, al agua del grifo que regaba la tierra, antes del anochecer; olía a la colonia de mi padre, que usaba en estas ocasiones especiales. Los pasos nerviosos de mi abuela dándole armonía al ambiente. A su llegada, estábamos listos para comer.

La hora no avanzaba y los dibujos animados de la televisión no hacían nada más que aumentar nuestra ansiedad. Archiconocidas historias de la Navidad blanca no eliminaban nuestro desasosiego. A medianoche y con los ojos escaldados de sueño, eramos conminadas a ir a dormir, so pena de no recibir la visita que tanto esperábamos. Vueltas y vueltas en la cama, poseídas de una energía mayor a nuestro cansancio, aguzando el oído, aspirando los dulces aromas de la casa, hasta que sin darnos cuenta, nos vencía el sueño.

La navidad llegaba con prisa, la misma que nos levantaba de un salto y nos hacía avanzar por la casa dormida en pijama y a pié descalzo y duraba hasta pasado el desayuno, luego era un día de verano como cualquier otro, con juguetes nuevos, con los ojos cargados de sueño y con las mudas tarjetas que quedaban como el último vestigio de la festividad. Las conservábamos por si acaso y creo que aún existen algunas en la casa de mis padres con su olor a dulces y hogar.

Nacimiento

Modigliani pendía de la pared y le miraba con los ojos idos. Era la pintura más cara que existía a la redonda, pero nadie lo sabía, ni siquiera ella. Alguien la tomó después y se la llevó lejos, de vuelta, cruzando el mar, este mar inconmensurable que se escapaba ahora de su interior. El olor era penetrante y la mancha blanquecina que quedó en la alfombra, iba a ser confundida con lluvia.

Ese día había hecho calor. Mucho calor. Era pleno verano y quedaba poco de las magnolias. Las manzanas que otrora habían llenado el ático con su olor, estaban esperándole en grandes canastas, en la cocina. Después que Henry se fue, sólo eso cambió. Siguió viendo en secreto a Esteban y logró deshacerse lentamente del pavor de una vida bajo la sombra del terror. La culpa, sin embargo, ensombrecía todo, incluso su profundo amor por la criatura, que acababa de anunciar que iba a venir al mundo.

Se paseó lentamente, acortando los pasos, tratando de no pensar en nada, pero las voces del pasado vinieron en ráfagas imparables, como el aire caliente que entraba por el gran ventanal. Parecía que las puertas del infierno estaban abiertas y todo se secaba con el álito del día que moría a pausas y en dramáticos naranjas, oro y bermellón en el cielo. Estaba agotada, pero siguió caminando, sin una razón clara, sin un motivo. Arrastraba los pies sobre la alfombra y secaba el sudor con su mano izquierda, mientras con la derecha acariciaba su panza en movimientos circulares y ascendentes. Trató de pensar, pero no pudo. Trató de zafarse del dolor, pero cada latigazo era peor que el anterior, sólo caminar le calmaba en parte.

Recordó el carruaje donde viajaba aquella tarde desde Saint Etienne a Paris y cómo ese joven galante, montado en su caballo negro, les detuvo, le hizo descender y le preguntó si quería ser su esposa. Recordó el viaje de locura cruzando en mar, de Calais a Valparaíso y de ahí en carreta hasta esta villa, en mitad de la nada. Sintió nuevamente el olor de la semilla de los tilos de la Alameda, en el otoño pasado, cuando su vida cambió para siempre. Recordó el olor del tabaco, el sabor del jerez, la sal de su piel, la lluvia golpeando con fuerza el tejado y la gotas resbalando lentamente por la ventana del dormitorio de Esteban, después de que hicieron el amor. No existió otra pasión más grande en su vida que la que iba con su nombre.

La criatura se movió, gozando de un espacio y libertad desconocido hasta entonces y este simple ejercicio hizo que Marie se retorciera de dolor. Iba a necesitar un médico, pero el único que existía estaba a veinte kilómetros de distancia, saboreando una sopa de pollo tibia y ensalada de maíz, lechugas y avellanas. Trató de llamar a alguien, pero en los setecientos metros cuadrados de la casa, no había nadie más que ella.

Siguió caminando por el pasillo, como lo había hecho durante estos últimos siete años, como una fiera enjaulada, como un ángel caído, como un alma en pena, como un espíritu enamorado, aterrorizada, oprimida y ahora doblándose de dolor por este milagro impensado en su vida. Trató de concentrarse en un recuerdo y con su mente llamar a Esteban, pero él estaba muy lejos de allí. Cayó en cuenta que, tal como le decía su empleada todos los días, los hombres no servían para nada más que para darle a uno trabajos y preocupaciones. Jamás resuelven nada doñita y cuando uno les necesita, nunca están. Sonrió, pero la mueca de dolor pudo más y se quedó en su cara.

Recordó, de pronto, las voces de la lavandera y de la chica que ayudaba a hacer la limpieza, hablaban de Amelia, la matrona de la casa de putas y de sus dotes como partera, de cómo procedía ayudada con hierbas y emplastos, cómo terminaba con embarazos sin dejar rastros ni quejas, cómo bajaba fiebres y curaba pringaduras con dos rezos y una cataplasma, además de una oración a la Vírgen María, que también es mujer y sabe de dolores y desventuras. «Amelia», le sonaba el nombre. Trató de recordar y en un chispazo de inspiración, la voz de Esteban se le vino a la cabeza:  lo que necesites, si estás en peligro o requieres de ayuda, puedes confiar en ella, tienes mi palabra que nada te pasará.

Se las arregló para llegar hasta su puerta, jadeando de dolor, pegada la ropa de sudor y cada vez más cerca del momento de dar a luz. Golpeó su puerta con pudor, con esperanza y con desesperación. Miró sus manos grandes de campesina, coloradas y de dedos gruesos. Auscultó en lo profundo de sus ojos marrones y vio una bondad descomunal en ellos. La miró fijamente y su imagen entera quedó grabada en la memoria. Cuando el dolor la sobrepasó y cayó en cuenta que no sería capaz de seguir en esta vida, le pidió sencillamente a Amelia que se hiciera cargo del pequeño, le rogó que les dejara un minuto a solas, antes de partir y exhalando un suspiro débil, besó a la criatura con todo el amor que nunca iba a poder darle. Su cuerpo quedó plasmado en el jergón inmundo que estaba más cerca de la puerta por donde ella entró y ante la vista de este cuadro desgarrador, Amelia tomó al niño y, de rodillas,  pidió perdón.

El Fraile

Se subió al barco con propiedad, arrastrando su arconcillo y mirando a todos de reojo. Su nombre era Antonio Muñiz, fraile devoto de San Benito. Loco de remate, sufría la enfermedad del mar, pegada con lacre en su cuerpo. Tomó lugar en la cala y permaneció en silencio por un par de días. Sólo tomaba agua y vomitaba, casi al mismo tiempo. El capitán le consideró un mal necesario y lo dejamos en paz.

Una vez en altamar, empezó a desvariar. A donde iba, arrastraba su arcón y entre los pliegues de la sotana, se escuchaba la sonajera de pequeñas cadenas. Estaba totalmente loco, lo sentenciamos todos y nadie le hacía mucho juicio a sus palabras. Tratábamos de evadirle e incluso en la prédica le ignorábamos. Un día me tomó por sorpresa y me lanzó una monserga, que en vez de alejarme, me atrapó como en un cuento de hadas. Hablaba de las confesiones de los nobles, su antiguo deber como guía espiritual de aquellos que tenían el dinero suficiente para pagarle y acallar, de ese modo, sus conciencias. Me dijo que ellos pecaban más que todos los que componíamos la tripulación del barco. Juraban, afrentaban y volvían a hacerlo tantas veces en el día que, al final, se les armaba un despelote de pecados y negras conciencias y era por eso que se iban a ir directamente al infierno, no importaba las fortunas incalculables con que compraban sus indulgencias. Me miró a los ojos fijo y me dijo quedamente, tú eres como ellos, vas a terminar colgado, tu alma quedará vagando en el limbo de los irredentos y se arrastrará hasta que alguien se apiade de ella. Acto seguido, se levantó con trabajo y arrastrando su arcón, se fue a la popa a vomitar espumarajos. No retenía nada en el estómago. Todos creíamos que botaba al demonio de su cuerpo, porque a fuerza de tanto nombrarlo, seguro le poseía.

Hechos que hubiera preferido olvidar se suscitaron en las próximas semanas y salí a puerto con un nuevo nombre. La vista del fraile me atosigaba, pero él actuaba como si no se hubiera dado cuenta de nada. Incluso una noche, antes de recalar en Cartagena, me bendijo con una de sus cadenitas, que no eran otra cosa que rosarios, hechos de los más diversos materiales, regalos me dijo, de sus antiguos feligreses, los marqueses de la Asunción, que de nobles no tenían ni los pelos, se burló, mezclando partes del latín de la bendición, con el de la ceremonia del bautismo y con el cuento de sus pupilos.

Ellos me regalaron un arcón inmenso, me confidenció, lleno de joyas. Muchas joyas.  Cambiaban el arcón por mi ayuda espiritual, me dijeron, pero a poco andar empecé a ver visiones. El demonio entró a mi cuerpo y no pensaba en otra cosa que en revolcarme en ese tesoro inmenso. Consentí muchos y severos pensamientos impuros, que se terminaron mezclando con las confesiones impúdicas y terribles que ellos iban a dejar a mi celda, cada día. Actos antinatura, asesinatos, torturas, violaciones… no puedo hablarte más, sólo puedo decirte que estaban bien malditos y me maldijeron a mí también al darme esas joyas. 

Un día, huí de sus dominios, cargando sólo este pequeño arcón, que no contiene joyas, como dicen los otros marineros, sino un mapa, un mapa dibujado en la afiebraba muerte de un mendigo que llegó, por accidente, a la casa de los señores a los que servía y que fue golpeado brutalmente por el más joven de ellos, sólo por diversión y crueldad. El hombre agonizó en mis brazos y me regaló la visión del mapa, que tenía grabada en su memoria. Eso me condenó. Vagué por todo Málaga tratando de buscar un barco, obsesionado por el tesoro y cuando dejé de desearlo, el Señor me lo concedió y  me ató a tu destino, Joaquín. Debo bendecirte para que seas salvo, debes dejarme seguir viaje contigo hasta donde mis fuerzas me acompañen. Te diré mis secretos en el camino y te contaré cómo los señores de la Asunción amasaron tanto oro. Al fin de cuentas, ya estoy medio muerto y a ellos se los ha llevado el demonio. 

Tu Dormitorio

Anoche entré a hurtadillas a tu dormitorio. La luz estaba apagada, la ventana, con la cortina cerrada. Oscuro y mínimo, aún tenía tu olor pegado a las paredes, arropado entre las colchas de la cama, adherido en el piso de madera, en los intersticios del techo, en mi nariz, en mis memorias.

Te añoré, mientras prendía la luz con sigilo, con la involuntaria sensación de no despertarte, pero ya te has ido y no volverás. Me senté lentamente en la cama, como lo hacía antes, guardando el espacio que quedaba de tu cuerpo y te hablé a través de mis recuerdos.

Miré tus zapatos, ordenados en filas. Tus gruesas faldas de lanilla, el abrigo color canela y las agujas colgando de coloridos alfileteros, la máquina de coser, dormida, los patrones enrrollados como periódicos viejos, las latas de galletas y chocolates. Miré el espejo, manchado con la pátina de los años y me pareció verte, peinando tus cabellos, aplicando crema a tu cara, buscando una imagen que se ha ido, maldiciendo el paso de los años, esperanzada en los que iban a venir.

La habitación aún tenía tu olor, lavanda seca, jabón de tocador, sal de mar, colonia inglesa. Los desmenucé a propósito para no extrañarte, para no llorarte. Espero que estás bien. Espero que nos recuerdas. Apagué la luz. Cerré la puerta.

Confesión

Villa de la Concordia, junio 23 de 1915

Querida Marie: 

Hoy he cometido un crimen, un crimen atroz y artero que no me llena de orgullo, pero no me remuerde para nada. Tal vez soy una bestia, como tantas veces lo dijiste y me negué a aceptarlo.

La vida que te he dado ha estado llena de lujos y comodidades, sin embargo no fue nunca suficiente para ti. Hubiera deseado que me amaras, pero nunca pude ver esa luz en tus ojos. Me esforzé y sólo Dios sabe cuánto. En este pueblo miserable somos gente distinguida, somos ricos, tenemos cuanto anhelamos y en el lejano Saint Etienne eramos nadie. Tus padres lo sabían y por eso te mandaban al convento, a encerrarte de por vida, para que no les vieras desmoronarse y ser arrojados a la calle como perros. Yo te rescaté de ese destino, te convertí en mi esposa y te di lo mejor de mí, pero jamás fue suficiente. Jamás.

Tu traición me dolió hondamente. Tus escapatorias constantes y tu mirada arrobada por ese pomposo malnacido español, me avinagraron la sangre desde que te vi pasear de su brazo, castamente, por la alameda, contorneándote como una cualquiera. Te odié entonces y a él le odio con mi vida y es por eso que he hecho lo que he hecho. Este crimen es tu culpa y la suya. Es la única salida que tuve para limpiar mi honor y podrirles la vida, como tú lo hiciste conmigo, ya desde la noche de nuestra boda y durante estos siete años. Nunca fui lo suficientemente bueno para ti. Aunque no tenías ni un mendrugo y eras pobre como rata cuando te conocí, jamás lograste aceptarme como igual. Siempre fuiste la hija consentida del Barón y yo el pobre hijo de un labriego, ignorante y ordinario, borracho y detestable. Eso me gritaste a la cara en nuestra noche de bodas y aún entonces no perdí la esperanza de estar a tu altura, hasta que me di por vencido y terminé odiandote, como se odia a una cualquiera.

Te dije claramente, ese día en el comedor, que no podrías escapar de mí y ahora te hago cómplice de mi delito. Eres la única que sabrá porqué la muchacha falleció, víctima inocente de tu pecado. Eres tú la culpable y eres tú quien debe cargar con este peso, como cargará el español bastardo el remordimiento de haber cagado a su mejor amigo. Por eso la he elegido a ella. Por eso ella murió, por tu culpa y la suya, de nadie más.

He arreglado mis asuntos de modo tal que sólo te quedes con la casa. Una pensión mínima te llegará cada mes y ya he declarado legalmente bastardo al hijo que cargas contigo. Espero muera antes de ver la luz del día, pero espero que tú envejezcas Marie recordando estas palabras. Ha sido todo por tu causa. Una inocente ha muerto esta noche y por tu culpa. He de cagarles la vida desde donde esté y espero que el diablo se los lleve a ambos, hundidos en un mar de rencores, culpa y amargura.

Dejo la escopeta y el tiro con que despaché a la mujer del pelirrojo bruto, amigo del español, en el cajón de mi ropero. No tengas cuidado que no tiene más munición. En la fuente del jardín he dejado algo de dinero para que le pagues a la servidumbre y les despaches. No quiero a nadie alrededor tuyo. Nadie se acercará nunca más a ti. Me marcho Marie y sé que no volveremos a vernos

 

El resto de la carta es ilegible, sólo se ve la firma, Henry Blanc, dice el joven arquitecto, mirando a lo profundo de sus ojos. Ahora me siento mejor, dice ella en un suspiro. Vámonos de aquí.

Gemelos

En el año del Señor de mil setecientos diecinueve escribo estas líneas, con un pedazo de carbón aguzado que estaba debajo del jergón, cubriendo el camastro. Estoy preso. Me conocen como Joaquín Ruiz de Santa Cruz, pero nací con otro nombre. Mi madre me abandonó en los barcos cuando tenía apenas ocho años y aprendí demasiadas cosas entre tantos viajes. La noticia de los tesoros de América hizo perder la razón a varios, desde el comienzo y bajamos por los caminos olvidados de los indios amazonas hasta llegar a este reino, que aún es oro y riquezas por doquier. Un favor bien hecho, traducido en el cuerpo muerto de un pobre diablo, me hizo tener mi nuevo nombre. Aún recuerdo al fraile loco que viajó con nosotros, arrastrando un arcón oxidado, cargado de quién sabe qué cosas. Se abrazaba a la pieza con devoción, mientras sus ojos se tornaban en blanco por alucinaciones de mapas de tesoros y visiones demoníacas. Le abandonamos en el primer puerto que vimos, pero su imagen me persigue hasta hoy, en esta celda lóbrega, donde espero para ser colgado.

Las calles de Cuzco me atrajeron apenas las vi, como los ojos marrones de Aurelia, sus caderas redondeadas y sus manos de terciopelo. Poco me importó que estuviera casada. Su voz me martillaba en las noches y luego de maquinaciones y jugarretas, logré hacerme de una fortuna como la que jamás hubiera visto nadie en el lugar donde nací. Piezas de ocho colgaban de mi cuello y mis zapatos eran del cuero más fino, amansado con los dientes de varios indios que estaban a mi servicio, por encargo y gracia de su Majestad, quien es ahora el que me envía a la horca. Cierro los ojos y recuerdo claramente los olores de la cocinerías, las calles empedradas y las rocas cuadradas de los callejones donde, por las noches, ataqué mozas a mansalva y les hice chillar de placer, mientras mis rodillas se volvían de algodón y un líquido caliente me recorría la espalda. Aurelia me recibió en su cama varias veces y varias tantas me colé de sorpresa, escapando como un chico por los balcones llenos de flores, a la vista de sus sirvientes, que existían en un trance infinito, sin emitir jamás un sonido, ni siquiera cuando su amo dejó de respirar por el filo de mi acero. Pero esa no es la razón por la que estoy aquí. Esto es una total injusticia.

Acabo de levantar la roca. El olor a encierro se me cuela por los poros. Busco el último vestigio de Joaquín Ruiz de Santa Cruz, señor de la hacienda La Magdalena de Cuzco. Cometió diversos crímenes y los registros de la historia lo indican como bandido, asesino y bastardo. Apareció, por primera vez, en el manifiesto de un barco que tuve la suerte de leer, antes de que el tiempo hiciera presa de sus hojas y las convirtiera en un polvillo irrespirable. Entonces, asesinó al capitán y tomó su nombre y su cargo. Producto de los amores prohibidos con doña Aurelia de Rivera y Godoy estuvo al borde de la horca, pero misteriosamente el marido agraviado apareció en un estanque, con marcas de una espada toledana que nadie se atrevió a identificar. 

Su Majestad premió a don Joaquín en variadas ocasiones, aumentando su fortuna a niveles nunca vistos en hidalgos de poca monta. Estuvo en la Corte varias veces, tuvo su propia flotilla de barcos que comerciaban sólo con el puerto de Cartagena, amén de las maquinaciones oscuras y sangrientas  que efectuó para quedarse con la ruta y había terminado sus días por un edicto real que lo declaraba impostor del nombre que creó como suyo. Su fin llegó un día de mayo, al amanecer, cuando el verdugo, convenientemente pagado por la víctima, hizo un lazo apretado que le llevó la respiración y la vida en pocos minutos, quitándole a la turba el placer de verle balancearse por horas. Cuentan que doña Aurelia estuvo allí, como estuve yo hace  poco, admirando el viejo árbol de huayruro que soportó el peso de tantos hombres colgados. Vi su rostro como vi el mío, en el espejo, esta mañana y terminé de creer que somos muy parecidos. El único retrato de don Joaquín colgó gracioso en la casa de doña Aurelia, como la afrenta última al marido agraviado y la prueba irrefutable de la conducta licenciosa que les hundió a ambos y que llegó a mi conocimiento por azar y una sola vez. Levanto la piedra nuevamente y veo con claridad el pedazo de carbón que usó en su última misiva. En un segundo único, escucho su respiración entrecortada por la humedad del cuarto y me doy cuenta que es él quien me ha guiado. He seguido su camino no para reivindicarle, sino sólo para conocerle y darme cuenta, en este viaje, que hemos sido como hermanos…

Los Poemas del Abuelo

Sacó los libros de debajo de la mesa, como si fuera un mago. Sus ojos se llenaron de lágrimas de emoción y empezó a repartirlos entre cada uno de nosotros. Era su cumpleaños número setenta y ocho.

Los recuerdos primeros que tengo son de su cara franca y amistosa, apretando mis manos traviesas. Aún guardo el pañuelo con florcitas de colores que me regaló para mi cumpleaños.  Sus abrazos. Su olor a limpio. Los caramelos que traía escondidos en sus bolsillos y que nos dejaba urgar sin prisa ni descanso. Sus manos cubiertas de venas azules y verdosas, fuertes y cálidas. Era todo un personaje, sobre todo cuando se paseaba pomposo con su sombrero y su abrigo de castilla por la plaza, los días domingo, después de comprar el periódico.

Mi abuela era reservada y simple. Le amó desde que le vió y fue por su belleza que escribió tantos y tan variados poemas. Dolores y tristezas. Encuentros apasionados y sencillas alegorías a la vida hermosa que les tocó vivir. Jamás escuché una queja, jamás escuché un reproche entre ellos y cuando él cerró sus ojos con su beso y la dejó en manos de la muerte, recuerdo que no lloró.

La sonrisa franca era parte constante de su vida. Nada lo doblegaba, me parecía y guardaba la modestia y elegancia de los viejos. Su casa olía a recuerdos guardados. Las suaves servilletas de lino, los cubiertos largos y con dibujos abigarrados que, de niños jurábamos, habían salido de un naufragio. Su segunda esposa ayudó a acrecentar este patrimonio de objetos de museo, misteriosos y significativos. El estante de los licores, el breve mueble de los discos, los tapices de chifón, las alfombras, las acuarelas y la mancha de lluvia que cubría de naranja una pared. Nunca quiso repararla, nunca quiso deshacerse de nada y siempre compartió todo. 

Los almuerzos en su casa eran los más esperados. Fuentes de porcelana llenas de exquisiteces, que parecían haber pasado, magicamente, de mi abuela a la nueva esposa de mi abuelo, repletaban la mesa familiar. Los brindis y los abrazos, los viejos cuentos y anécdotas de la niñez. Los retiros al pequeño balcón para fumar un cigarrillo. La siesta del patriarca. Su respirar pausado, sus ojos bien cerrados y en una expresión angelical y tranquila. Sonaba quedo su corazón y sus manos apretaban antiguos recuerdos, mientras viajaba en sueños.

Leyó la dedicatoria emocionado y nos contó suavemente que había buscado en cada estante y repisa, en cada chaqueta y cada recoveco de la casa los trozos de las creaciones que la vida le había susurrado, en suspiros recortados por el tiempo y el amor. Habían muchos pasajes inéditos que exploramos, todos nosotros, hojeando el libro que él mandó a hacer especialmente para la ocasión. Su caligrafía decoraba la portada y unas sentidas palabras hicieron asomar lágrimas a cada uno de sus nietos. La admiración y el amor se respiraba en el aire. Falleció una semana después.