La Bufanda

Me miro al espejo en un ejercicio que casi nunca ejecuto y acomodo la bufanda que queda holgando mi cuello. Observo con atención mi semblante y veo las ojeras primeras, producto de la hora de la tarde, el cansancio y el dolor que me ha provocado la vida estas semanas. Miro con atención y reconozco tu imagen en la mía, siento tus manos en mis manos y tu olor a carbón de leña, jabón de tocador, lavanda y sol.

Claramente estás conmigo, en mis gestos, en la onda de mi pelo sobre la frente y en los ademanes apurados a la hora de partir. Te extraño infinitamente. Te extraño hoy más que nunca y miro el reloj. Son las diecisiete con treinta minutos.

Una llamada telefónica, media hora después, me explicará porqué acomodaste mi bufanda y te despediste de esa forma tan sútil y suave.

bufanda

El Teatro

teatro abandonado

Los carpinteros llegaron temprano, premunidos de martillos y barretillas. Hubo incluso alguno que trajo un gran napoleón por si había quedado alguna puerta trancada, con aquellos antiguos candados que no se amilanaban por la herrumbre  que había invadido el lugar, a través de todos estos años.

Hacía mucho que el gran telón había caído inexorablemente, deshecho por la humedad y los musguitos persistentes que hicieron nata de su composición. La vieja moviola fue sustraída por partes por algún operador cansado de esperar su salario y el cuero de los asientos se fue disolviendo  lentamente, a la pasada de roedores y polillas que sólo dejaron los resortes desnudos para muestra de que, alguna vez, hubo grandeza en este lugar.

Uno de ellos logró abrir un vetusto arcón, tapiado con piezas de metal de diversa naturaleza y pensando encontrar algún tesoro, hundió sus manos en los ahora frágiles pergaminos de la antigua publicidad del lugar. Viejos letreros pintados a mano, anunciaban las funciones y otrora gruesos cartelones de papel couché decoraban con las figuras del celuloide. Se sintió desdichado y arrojó los restos al piso de madera. Tomó la barretilla y se dispuso a desarmar la pared que había soportado al arcón y que antes, había estado tapizada con brocado color bermellón.

El más viejo de los carpinteros recordaba haber estado en el teatro, antes que la modernidad apareciera de golpe en el país, cuando aún era paseo obligado ir a la plaza los domingos y asistir a la función de la tarde. Los asientos rechinaban y aquí y allá faltaba algún apoyabrazos, pero a nadie le importaba demasiado. Era la magia de la filmación lo que más les atontaba, haciéndoles olvidar tantos infortunios y tanto dolor. Las epidemias y el invierno. La falta de trabajo y de calificación, las derrotas deportivas y las desdichas del día a día. Todo desaparecía de un plumazo una vez que la cortina gigante se levantaba pesada y amenazante para dejar paso a la muralla blanca. Las luces se perdían en un segundo y la vieja moviola, trastabillando, empezaba a rodar el film.

También recordaba que, después del tiroteo, nunca más hubo una función con actores de verdad. El escenario fue perdiendo su brillo y sólo la película le dio algo de magia al lugar. Atrás se habían quedado las galas y las compañías de pantomina y artistas más o menos consagrados, como rezaba la publicidad, escrita a mano con esos grandes moldes de cartón, en los carteles de las afueras del teatro.  

El tiroteo había arruinado todo, contaba el viejo carpintero. Recordaba la noche en que pasó, porque su padre le contó de primera mano los acontecimientos. Estuvo en la plaza vendiendo confites hasta  que la función de esa noche empezó.  Luego, se quedó arreglando sus cosas y escuchó los disparos. Tres escopetas dispararon. Hubo sólo una víctima. Pero en el pueblo dijeron que la  pobre mujer masacrada no era la que buscaban los tiradores. Después, todo cambió. Hechos de sangre siguieron sucediendo. Personas que desaparecieron sin dejar rastro y luego pestes y más pestes, fueron minando las energías de los habitantes.  Su padre culpaba al tiroteo y a aquel que se tiró del puente que cruzaba el río. Sólo cuando los voluntarios arrastraron su cuerpo a la rivera, se dieron cuenta del gran parecido con el que era su progenitor. No se habían visto en quince años y ahora se encontraban en esta vista mortecina, con una sombra de odio pintada en la cara del occiso. Nadie supo de la disposición de su cuerpo y nadie juzgó al padre por haber engendrado un ser tan vil. Las catástrofes siguieron sucediendo, hasta terminar el día del gran terremoto. Después de eso, el teatro fue oficialmente cerrado por la poca seguridad que ofrecía su edificio, que como muchos otros, cayó de rodillas ante la fuerza de los elementos. Permaneció así por décadas, hasta que una ordenanza municipal decidió echarlo abajo. Ya no había indicio de los antiguos dueños y nadie se hacía cargo de su limpieza. Se veían las ratas saliendo muy compuestas de sus esquinas, cargando basuras y restos de las cortinas en las tardes mojadas de invierno. Se declaró entonces fuente de infecciones y se contrató una cuadrilla para echarlo abajo. En eso estaban, cuando encontraron debajo de la butaca número dieciséis un casquillo vacío. Todos pensaron en el tiroteo que había contado el viejo carpintero. Él se acercó y tomó entre sus manos el tiro vacío y se lo guardó en su bolsillo. Nada va a cambiar, dijo de último. Tenemos que seguir trabajando.

El Paso

Raquel, ¿por qué las personas están llorando? ¿Por qué  me miran y lloran con tanta pena?.  Estoy en mi camita, y me miran y lloran como si algo malo hubiera pasado. ¿Por qué lloran Raquel? Sigue durmiendo mi niñita. Ha sido sólo un sueño, no te preocupes de nada. Sólo sigue durmiendo.  Pero no podía seguir porque el olor de la madera y la cera me perseguía y las lágrimas de esas personas me pertubaban. Ese sueño venía sólo de vez en cuando. Llegué a esperarlo cada luna creciente de mayo, cuando el sol se escondía tempranamente y la noche aparecía de súbito, cubriendo de un negro fantasmal todo lo que me rodeada; silenciaba a las aves nocturnas y me conducía lentamente al instante en que veía mi propio funeral.

Con los años logré determinar que ese era el significado del sueño. Raquel, mi nana, estaba demasiado ocupada con nuestras chaladuras como para prestar atención a los detalles. Con mi hermana mayor, descubrimos un diccionario de sueños un buen día y buscamos nerviosamente el significado de ese y muchos otros. Después, cuando conocí a Mercedes Pilar, ya estaba segura de cada escena. De lo que no estaba segura era de las circunstancias que me habían empujado hasta ese punto.

El joven de los ojos azules que me regaló los documentos y fotografías que habían pertenecido a su padre, creo que nunca creyó mucho en mi versión, hasta que revelé detalles privados de su familia, que dudo alguna vez alguien le haya contado. Se le aguó  la vista y me agradeció con la cabeza, sin poder articular una sílaba más. Entonces tu recuerdo volvió a mi memoria, como siempre y no pude seguir hablando. Te ví pasar la calle rumbo al río, abrigado con tu poncho y con las espuelas que habían sido de tu padre. Sentí tu aroma. Escuché tu voz. Y me dejaste.

Esa noche era luna creciente y me preparé para esperar la visión que había llenado de miedo mi infancia, que me había hecho crecer de golpe y convertirme en una criatura triste y melancólica, sin que mediara una razón. Estaba llena de esos sueños, de olores, de sensaciones que ya no compartía con nadie excepto con Mercedes Pilar, que era la única que no me miraba como si se me hubiera zafado un tornillo. Repasé los documentos una vez más, sin la avidez de la primera lectura y miré las fotografías lentamente, una tras otra, mientras me iba venciendo el sueño. Entraba lento en un mundo que no tenía nada que ver con este, mientras las caras y las voces de este tiempo iban perdiendo su nitidez, diluidas en una nebulosa de difícil explicación. Luego, las fotografías color sepia iban cobrando vida, mientras por el rabillo de mi ojo iba viendo desaparecer el entorno que me rodeaba hasta que todo cambiaba. Escuché tu voz nuevamente y la seguí. Ví a los dolientes y el cuarto iluminado por cirios encendidos y por primera vez no me quedé suspendida en esta escena. Seguí tu voz mientras avanzaba por calles de tierra que silenciaban el sonido de mis pasos, veía el sol esconderse presuroso, tu voz me llamaba, mientras yo seguía caminando por paisajes tan familiares. Al final de la avenida, crucé el pequeño puente de madera y seguí caminando. Estabas tan cerca, podía olerte. La noche se negaba a cubrirme por completo y una luz como de luna iluminaba mi camino. Olía la hierba mojada, los campos abiertos, la tierra húmeda. El agua corriendo.

Te detuviste por fin y pude verte. Me voy de aquí porque estoy maldito, me dijiste. No pude hablarte.  Me prendí a tu aroma de tabaco y lavanda, de sudor y sal. Quise tocarte, pero insististe en tu partida. No puedo verte, dijiste y tus ojos se llenaron de lágrimas gruesas y porfiadas. Te abracé, pero seguiste hablando para ti, mientras desensillabas tu caballo. Le dijiste algo al oído y se volteó. Caminó dos pasos cansados y se desplomó. El calor escapaba de su cuerpo sin vida. Seguiste caminando, mientras yo trataba de confortarte. No puedo verte, decías y hablabas con calma infinita, me decías que me amabas y que estábamos unidos. Que la vida no era nada sin ambos juntos. Estaba el muelle del balseo justo frente a nosotros. Me abrazaste, finalmente. Estoy maldito, siempre lo he estado, me dijiste. Déjame ir ahora, que volveré.  Te veo partir. Grito que no me dejes, pero mi voz no sale. Trato de moverme, pero no puedo. Escucho el agua golpeando lentamente cada tabla del pequeño muelle. Miro y ya no te veo. Un ave de la rivera pasa rasante y casi toca mi cabeza. Volveré, dijiste. Volveré.

Mercedes Pilar me ha despertado con una taza de chocolate caliente. Me conforta en un abrazo y me indica que el lugar a donde debemos dirigirnos está justo en la fotografía que mis manos casi han arruinado. Vamos para allá. Volveré, me dijiste y yo confío en tu palabra.

muelle

 

El Último Homenaje

tumbas

Estaba don Benno, Flor y Elena. Detrás, Candelaria y la Dorita. Pancho, el jardinero y las monjitas del colegio. Dos perros callejeros que se negaron a salir de entre el gentío, nosotros y algunos, como el Cheuto, que se unieron al cortejo a medida que iba avanzando por la única avenida del pueblo. Eramos en total treinta personas.

El cielo estaba oscuro y una neblina delgada acompañaba a los que ibamos caminando. Se hacía pesado respirar y se escuchaban bajito las toses y los suspiros. Las monjas iban rezando, agarradas todas del brazo y su letanía adormecía a los caminantes. Alguien por ahí rió de pronto y se escucharon los codazos y las censuras. Las personas en la calle agachaban la cabeza, se persignaban a la rápida y los hombres se quitaban sus gorras en señal de respeto.

La carroza era un Buick de 1940, que botaba humo por todas partes y la caja de cambios se quedaba atascada en la segunda. A cada cuadra, se paraba y el chofer debía volver a hacerla andar. Los hombres se reían maliciosos y las monjitas seguían orando con más devoción. Tocaba caminar todavía un trecho largo. No había signos de que despejara la neblina. Ibamos todos con las mejillas coloradas por el frío y con los mocos asomando.  Flor y Elena lloraban honestamente y se apoyaban una en la otra, para no trastabillar con sus zapatos de taco alto y su poca experiencia caminando. Miraban la carroza con respeto y acomodaban las flores que parecía iban a caerse en cada parada del vehículo.

Amelia había sido una madre para ellas. Amable y preocupada, justa e imparcial. Honesta como pocas. Con un corazón que no cabía en su pecho gigante, como si hubiera parido un ejército de hijos con ese cuerpo bajito y redondeado. Sus caderas habían sido las más deseadas del pueblo y era famosa por sus dotes en la cama. Había criado a estas chiquillas y a varias otras, que llegaron a su casa a pié pelado y con el estómago vacío, la cabeza infestada de piojos y la firme determinación de hacer con sus vidas algo más productivo que sólo mozas de campo.

Siempre se caracterizó por la nobleza de su espíritu. Mantenía a las chicas bien cuidadas y les daba toda clase de consejos. Trataba a su establecimiento como un negocio frío e impersonal que sólo le proveía dinero. Lo administraba con prudencia y sabiduría, aunque apenas sabía leer. Aprendió a contar haciendo la caja, iluminada por una chispa de inspiración al lograr entender cómo cada moneda tenía su equivalencia en la de mayor valor y así lo mismo los billetes. Se fascinó y contaba el dinero veinte veces, sólo para sentirlo. Estuvo siempre muy agradecida de mi padre, quien le ayudó a hacerse del negocio, que antes había sido de Nicanor y donde ella empezó como empleada. Se conocieron un día en el lugar y él no dudó en la inteligencia y la  habilidad de esta muchacha ordinaria, que se pintarrajeaba mucho los labios y se reía francamente con sus chistes gruesos y sus expresiones catalanas. Ella hizo mucho por nosotros.

Mi madre se acercó a su ventana una noche de verano, cuando el calor no se apiadaba aún del pueblo y le rogó que le ayudara a traerme al mundo. Fue la única persona en la que pudo confiar. Amelia procedió con seguridad, en un arte que había aprendido de su madre y antes de su abuela, pero no pudo evitar la hemorragia que cubrió las sábanas mugrientas de la cama que estaba más cerca de la puerta por donde mi madre entró. Yo salí entero y en silencio, enmudecido por el calor probablemente y por la desesperación que mi madre tuvo que soportar durante todo su embarazo. En su vientre, aprendí a ser una criatura callada y a no hacerme notar. Amelia me enseñó el valor de la risa y de las palabras. Fue su ternura la primera que sentí en mi espalda desnuda y fueron sus labios los que me tocaron, primero que mi madre. Recuerdo su olor a hierba seca y perfume barato, a humo del hogar que el Cheuto se encargaba de prender cada mañana, mientras componía su borrachera con una caña de vino blanco que Amelia le dejaba oculta debajo de la mesa, como si fuera un accidente. El Cheuto también llegó por casualidad, como casi todas las chicas de la casa y fue ella quien tuvo la piedad de darle un lugar donde dormir y asignarle una tarea que hacer, para dar dignidad a su vida de borrachín, paria y errante.

Amelia había sido la matrona de la única casa de putas del pueblo y ahora que había muerto, todos le rendían sentido homenaje en su partida. Agradecían su caridad siempre oportuna, sus mentiras piadosas y su buen corazón.  Al llegar al camposanto, las lágrimas de las chicas enjugaron todos los pecados mortales de su doña y pudo alojarse con calma y con cuidado. Mi padre pagó por su sepultura y yo personalmente me encargué de supervisar al panteonero para que hiciera un buen trabajo. Le debíamos mucho. Era lo menos que podíamos hacer.

Si Sueño

Si sueño contigo, se me viene el mundo encima. Si sueño contigo, mi alma se desvanece en pequeñas partículas insípidas que no vuelven a pegarse juntas nunca más. Si sueño contigo, mi corazón se rompe lentamente, como una piedra de granito golpeada por el mar. Si sueño contigo, se vienen esperanzas que no quiero, recuerdos que no espero y lágrimas que no puedo mantener.

Si sueño contigo, el dolor me lleva por delante, me ataca en síndromes recurrentes que no dejo de pensar. Me caldean mi cerebro y me cortan la razón. No hay palabras de aliento ni vida, sólo sueños indeseables, sólo imágenes sin fuerza ni destino, sólo recuerdos sin vida.

sueño

La Señora

mujer conduciendo

Había terminado de hacer su maleta. Incluyó una foto de sus hijos y otra de sus padres. Estaba tan decidida, como no lo había estado nunca antes en su vida. Cargó sus efectos personales más queridos y dio, por última vez, una vuelta a la casa. Tomó su automóvil y partió al punto de reunión.

La Isabel está embarazada, dijo la empleada, secretamente, en la cocina. Allí estaba el jardinero y el joven dependiente de la botica. Se alegraron a pesar de la noticia, porque una señorita de sociedad como ella, se casaba inmediatamente, para tapar toda la comidilla y el escándalo. Se dispusieron a armar la fiesta, que fue grandiosa y regada. Todos los amigos de los alrededores acompañaron a la joven pareja que se mostraba más complicada que feliz, más insegura que dispuesta. Nada de eso realmente importaba para nadie. Estaban donde debían. Era natural este enlace. Serían felices para siempre.

Los años pasaron como suspiros y los hijos fueron llegando con más o menos alegría, mientras los problemas apenas rozaban sus mejillas, siempre rozagantes y sus vidas, siempre perfectas. No valía la pena mezclarse con más gente que sus propios conocidos y amigos de la infancia. No valía la pena abrir las mentes a la diversidad como anunciaban los programas de farándula y el gobierno de turno. Sólo ellos se bastaban en sus círculos cerrados, donde todos eran conocidos y de la misma «clase».

Aún recordaba la tozudez de su hijo menor que le provocó tantos dolores de cabeza. El joven insistía en mezclarse con esa niñita ordinaria, sin nombre ni futuro. Una casquivana de seguro. Estaban destinados a ser el hazmerreír del pueblo. No pudo permitirlo. Se encargó de desprestigiar cada palabra, de invalidar cada gesto, hasta que el hijo finalmente desistió de su empeño. Había sido una locura. Como era una locura este viaje inesperado. Pero esto era distinto. ¿Qué sabía su hijo? ¿Qué sabía nadie?.  Era la vida que siempre quiso. La verdad.

Avanza segura de su camino, henchido el corazón de amor, como jamás lo esperó. Esta pasión en la edad madura de su vida le ha abierto la mente y los sentidos. Nada más importa y si  mira en retrospectiva, se da cuenta de que nunca ha vivido. Se siente como las heroínas de las novelas mexicanas, que la empleada veía embobada en las horas calladas de las tardes, mientras ella jugaba a ser la esposa perfecta, la madre perfecta en un mundo que ahora distaba de ser perfecto. Por eso escapaba, ¿¿que nadie acaso lo veía?? Luis la esperaría y juntos vivirían la vida que ambos se merecían. Ambos,  uno con el otro. Felices, para siempre.

Son las seis de la tarde. El sol está ocultándose y su corazón se ensombrece. Lentamente, las esperanzas se van quebrando. Revisa su celular por milésima vez.  No hay nada. Tiembla de frío y soledad. Recuerda la botella de vino que tiene en la parte de atrás del auto. Bebe con lentitud. Se queda ahi toda la noche. En la mañana siguiente decide alquilar un cuartito de hotel. Sigue bebiendo.

Hace tres años que Luis no se presentó a la cita. Después de esa noche, el pueblo entero la indicó con el dedo y fueron contados quienes no la condenaron. Se convirtió en un fantasma que conducía por las calles, en las tardes calladas, sin  mirar. Siguió bebiendo en delicados vasos de cristal, que sacó del baúl que había sido de su madre. Nadie, ni su empleada sabía de dónde sacaba el licor. Sólo compartían la novela. Isabel lloraba por el melodrama y su pelo se tornó cano y pajoso. Su avidez por la bebida crecía hasta que su hijo mayor le informó que iba a ser abuela. Esa tarde, rompió la foto de Luis y cada uno de los vasitos de cristal con los que había bebido todas las jornadas, mirando el culebrón. Tomó su auto y partió a la peluquería. De vuelta, traía un hermoso cochecito de bebé. En su mente, ya había decidido el nombre y el colegio, las amistades y el roce. Como debía de ser.