La Verdad

El olor a aguardiente de Madame Edith inunda todo su cuarto. Ahí están los arcones llenos de ropa. Las botellas escondidas debajo de la cama. El cartón de cigarrillos. Dieciséis ceniceros repartidos aquí y allá. Pedro Torres Apaza, nuestro actor principal, me ha ayudado a cargar al atado de huesos en el que se ha convertido la vieja. Le coloca una estampita de la Virgen de Andacollo en la frente, por si la Chinita se decide a hacer el milagro de traerla de vuelta. Le habla en la lengua de sus ancestros, mientras yo intento escuchar qué rayos balbucea doña Edith.  Despejo su cama. El olor a pis y ceniza nos aturde. La veo en su real dimensión y caigo en cuenta que Jovita tenía toda la razón cuando decía que había perdido la decencia. Que la clase y el garbo estaban en sus fantasías y que la verdadera doña Edith no era más que otra pobre, atacada por las ratas y el olvido, por el hambre y el frío. Como todos los demás. 

Le aprieta la mano a Pedro. Le habla en francés, le habla en esperanto. Cuando no escucha la respuesta que quiere, abre sus ojos azul índigo y cientos de líneas profundas se convierten en una superficie lisa. Dime dónde está mi hijo, inquiere. Dime dónde está. Respira con dificultad. Pedro busca con desesperación la estampita de la Virgen. La Chinita no tiene nada que hacer aquí, me confiesa en susurros. Ya se nos va la señora, por Dios bendito, me dice con la caballerosidad y el cantito de los serranos. Ya se nos va.

Me quedo en la habitación, acobardada, de un acto fuera de mi voluntad. Paso la vista una vez más por el cuarto. Intento no respirar la nicotina que se ha hecho cargo del ambiente. Intento no mirar los calzones amarillentos ni las bolas de naftalina que cuelgan de uno de sus arcones. Leo con dificultad el cartel que pende de la tapa de una maleta. Alcanzo a juntar las letras donde dice Lima. Escucho la respiración de la Madame. Su pecho silva, sus fosas nasales laten. Caigo en cuenta que no es tisis lo que tiene esta vieja. Las colillas regadas, los cartones apretujados debajo de la cama. Todo ha sido una mentira.

Miro el reloj que está en la cabecera y sólo faltan dos horas para la función. Escucho con claridad el tic tic acompasado y lentamente meto mis manos en el cajón del velador. Los papeles amarillos crujen al contacto con mis dedos. Madame sigue en el estado en que la dejamos. Un sueño aplastante y ciego. Estira las manos al aire. Leo con calma, juntando con dificultad las palabras. Chambord. Barco. Lima.

– No vas a entender nada, enana estúpida- me dice clavando sus ojos en los míos. No vas a entender nada, porque nadie sabe la verdad. La vida no es blanco o negro. Hay matices y en los matices nos extraviamos. Escucha con atención, que lo que voy a hacer es darte una lección de vida.

El arte de la representación es algo que está en mi sangre. Actores callejeros llenan mi árbol genealógico desde donde tengo memoria y más allá. Tú no sabes de esas cosas, porque en esta América falsa, lo que quieren es fantasía y la fantasía, enana estúpida, se logra sólo a través de la mentira. Así está formado este continente. Sobre un saco de mentiras.

Chambord tiene el castillo más fascinante que se haya creado jamás. Ocho torres inmensas, cuatrocientas habitaciones y treinta kilómetros de bosque. Leonardo da Vinci diseñó sus planos y Alain Leclere dirigió la compañía donde yo me inicié. Él es el padre de mi hijo y Henry Blanc sabe dónde está. Jamás esperé encontrar a Henry, como jamás esperé saber nada de Antoine, mi retoño. Alain movió a la compañía hasta Lima, en un arrebato comparado con la fiebre que atacó a otras compañías y que les hizo marchar a lugares muy distantes en el globo, buscando el mismo sueño. Los conocí a todos en el barco. Un barco multicolor, con variadas lenguas, diversas historias, genuinos personajes, una sola bandera. El maestro Xin Yuga, nos elevó a la categoría de performistas, a través de las pipas de opio. Él me regaló las batas de seda y me hizo desembarcar en estas tierras, rumbo al mar. Tenía una visión. Una visión maravillosa. Dejó esta vida apenas alcanzamos el océano. Xin Yuga le entregó mi hijo a Alain. Xin Yuga me regaló el maquillaje que ha cubierto mis cicatrices durante estos años. Xin Yuga me dejó un vacío en el alma, enana estúpida, que es imposible de llenar. Sólo con las luces del teatro me transporto a la otra dimensión. A aquella donde está Xin.  Tú no puedes entenderlo porque tu vida ha sido insípida. No sabes nada. Buscas nerviosa en mis papeles, pero no sabes qué buscar. Xin Yuga me enseñó qué buscar. Perdí mi alma el día que se fue y son las luces del teatro las que me la traen de vuelta, a ratos.

Henry sabía dónde estaba Alain, porque siguieron el viaje. Se emborrachan juntos, mientras la esposa de Henry se moría de frustración en la cabina que compraron, empeñándolo todo. Cree que no lo sospecho, pero lo supe todo. Xin Yuga me enseñó a ver más allá de lo evidente, con sus manos nudosas, sus modales de felino, su parsimonia y sus besos, camuflados por bocanadas de opio, explorando mi carne, penetrando mis pensamientos y mi voz. Perdí al padre y al hijo, pero gané al maestro. Hasta que me abandonó y en su abandono, perdí todo.  Descubrí, sin embargo, la tentación de la mentira y cómo cura el dolor del corazón. Cómo perturba a las almas y con cuánta fascinación las personas ignorantes la atesoran.

Ver a Henry me trajo el recuerdo de tiempos que ya había conseguido convertir en partes de mi fantasía. Ver su odio y su rabia, escuchar su confesión absurda, ver su éxito convertido en derrota, me recordó mi propio dolor y mi propia vida, aquella que he ocultado entre personajes de obras teatrales. Qué sabes tú, chiquilla estúpida, qué es el dolor. Aquel que traspasa, que carcome el alma. Aquel. Esa sombra silente que se acuesta en tu cama, comparte tu almohada y no te deja jamás. Un estado permanente que no se pasa con nada. Mírame. No se pasa con nada.

Intenta levantarse. Intenta agarrar mis manos. Un paroxismo de tos la descompone. El olor a aguardiente y pis inunda todo. Quiero vomitar. Faltan cuarenta minutos para que empiece la función. Miro los arcones. Recuerdo a Tomasito y su compañía de Kathoey. No sé por qué recuerdo a Meche. Madame Edith se pasa la mano con furia por la cara y una cicatriz espantosa le surca la mejilla, sin pintura. Esa sombra silente, insiste. Esa sombra.

Cena para una Noche Buena

Falta picar las cerezas, me digo tratando de hacer una lista mental de todo lo que aún está pendiente. Las niñas andan como los gatos antes de que se largue a llover, corriendo por todas partes, fizgando con curiosidad dónde están los regalos. Este año ha sido duro, pero estamos juntos, dice Ernesto y eso es lo importante.  No debo olvidar las lechugas ni el adobo del pollo.

Mi mamá me ayuda con la cena. Ha pelado las papas y yo voy corriendo a preparar el arroz. Nunca le queda bueno y así las niñas no se lo comen. Atrás quedaron los tiempos donde la comida que sobraba se la dábamos a las gallinas. Hoy, botar algo a la basura, con estos tiempos de carestía, es un desperdicio que duele en el alma. Estamos juntos dice Ernesto, cortando en trocitos un puñado de frutillas para hacer una modesta borgoña. Beberemos él y yo. Mi mamá tiene problemas de presión y no le hace mucha gracia el vino tinto.

Pasan corriendo las más pequeñas, siguiendo los pasos de sus hermanas grandes. Somos tantos, miro con pena, mientras Ernesto me ayuda a adobar el pollo. No todas las navidades son iguales, me repito y me vuelvo a repetir que no debo olvidar las cerezas para el kuchen.

Cenamos todos juntos, con nuestra mejor vajilla. Jugo de ciruelas para las niñas, no hay dinero para sodas. Un vaso de borgoña cada uno más un vaso de té frío para mamá. Nos reímos de las ocurrencias de las niñas y poco a poco la noche se va acercando. Son tan largos los días mamá, dice Cecilia, mi hija menor. Su vocecita inquiere otras cosas. Todas quieren saber dónde están los regalos. Todos los años, los escondemos en lugares distintos, para regocijarnos con sus caritas de sorpresa. Ahora, a dormir, digo por decir algo, pero ellas quieren ver el especial de dibujos animados en la tele, donde, en una blanca navidad, Santa se pierde, aparece, recorre el cielo y les llena de fantasía.

Ernesto me abraza tiernamente, después que he metido el kuchen en el horno. No hay cordero este año Jane, me dice con algo de pena y no hay muchos regalos, pero no me importa. Miro a mi alrededor. Las niñas en el suelo, con las luces del árbol tintineando en sus cabezas, mirando el televisor. Mi mamá secando los platos. Ernesto y yo. No sé si en estas circunstancias se podría pedir más.

No debo olvidar el kuchen en el horno, no debo olvidarme de arropar a las niñas, que finalmente se han quedado dormidas. No debo olvidar poner la mesa para el desayuno de mañana y no debo olvidar decirle al compañero de mi vida, muy feliz Navidad.

N de la R: En una propuesta de nuestra querida Anne, hago un alto en la historia de la troupe para entregarles, con mucho cariño, esta escena basada en una navidad de mi familia en el año 1982, cuando en Chile nos golpeaba una de las peores recesiones económicas. Una celebración modesta, con el entusiasmo de nosotras y los esfuerzos de mis padres y mi abuela, por mantener la ilusión intacta. Recuerdos hermosos que me hacen sentir el verdadero espíritu de la Navidad. Espíritu que deseo, de todo corazón, toque sus puertas no sólo la Nochebuena, sino cada día del año. Un abrazo a tod@s y las gracias en particular a Anne por llevarnos de la mano a este ejercicio en el que han participado:

– Anne Fatosme, Blog de relatos: Noche no tan buena

– Eduardo Blanco: Cuento de Navidad improvisado

– Blog de sendero: Galletas de Navidad

– Concha Huerta: Mi regalo de Navidad

– Pipermenta: Fantasía de Navidad

– Testigo: Navidad a dos voces

– Micromios: Mi papá noel

– No Entiendo Nada: Yingüelbels

– Zambullida: Destino

– Desde tu ventana: Ventana de Navidad

– Cuento chino: Tres pollos y un lechón (una historia de navidad)

Al Pié de la Cama

Veo de nuevo a ese perro. Apenas da un paso después del otro para cruzar la calle polvorienta. Se escucha fuerte el crujir de los techos. Son las once de la mañana y el calor aplasta a toda la oficina*. A donde llega mi vista es un peladero. Arena. Tierra suelta. Las mujeres se tapan la cabeza con mantillas de algodón para no achicharrarse el cráneo, en el camino a la pulpería. Yo te tomo la mano, padre, limpio el hilo de sangre que cuelga de tus labios y aún no sé cómo vamos a salir de esto.

Jovita insiste en la cantinela de Dios, pero no quiero ni siquiera oírlo mencionar. Mírame, le digo con rabia, ¿tú crees que Dios me hizo esta lesera como premio a mi buen corazón?. Soy una maldita enana y me hablas de conformidad. Nadie nunca se casará conmigo, no podré tener hijos, ni siquiera puedo usar zapatillas de tacón.  Se está muriendo la única persona que me ha dado un poco de ternura en mi vida y me hablas de Dios?!?!?  Perdona Jovita, recapacito, no es tu culpa y sí, tú has sido una gran amiga. Ayúdame, le suplico.

Don Martínez se contagió por la vieja. Estoy segura. Las monjitas de aquel pueblo lo dijeron claramente. Eso se pegaba como la tiña y si no se tomaban precauciones… Ahora estamos cagados y ¿quién va a dirigir la compañía? ¿quién nos va a decir qué hacer? ¿para dónde ir? La suave voz del viudo, meciéndome en las noches de tormenta. La voz impostada, como un héroe, cuando se daban las vueltas de timón, como la noche de los tiros. Como cuando se fue Meche. No puedo hablar de ella. Si se va el hombre, se va el bastión de este circo, porque aunque no quiera reconocerlo, aún somos un bendito circo, en esta oficina del infierno, donde a los obreros los tratan peor que a la escoria que suelta el caliche. ¿Qué queda para nosotros?

Jovita trae un plato de caldo y trato de hacérselo tragar. Me mira con dolor y rabia. No quiere estar postrado. Quiere seguir. Eres todo una chicharra, le digo bajito. Eso no se quita con nada, dice. No trate de hablar, le digo, pero insiste y le escucho. En susurros, me explica que la Compañía de Teatro Espectacular debe seguir. El compromiso con la administración de la oficina no se debe deshonrar. Somos gente de bien, insiste. Le limpio la boca y me sigue hablando. No culpes a Madame Edith de esto, mi niña. Estoy apunado. Mi cuerpo no aguanta la altura. Por más que he intentado con agua de toronjil y ruda, no aguanto.  Se me aprieta el pecho todas las noches y me han sangrado los oídos desde que llegamos.  Es una buena plaza, nos pagan puntual. Tenemos público. Se me va a pasar.

No puedo verlo sufrir. Miro la hora como autómata y caigo en cuenta que es tiempo del ensayo. ¿Qué hago contigo, don Martínez?. Si ellos lo saben, nos vamos a la misma mierda. Miénteles, me ruega, miénteles y hazte cargo tú. Ya sabes qué hacer. Ellos te conocen. Te respetan. Eres mi niña, hazlo por mí. Suspiro con profunda conformidad. Al fin y al cabo, es lo que he venido haciendo en los últimos meses. Ahora, caigo en cuenta que, de a poquito, el Don se ha ido desligando de todo. Ahora, caigo en cuenta que la vida nos aplasta sin tregua por más que no queramos aceptarlo. Él lo sabía desde antes. El hombre del circo pobre, el de las manos largas y callosas. El que me miró a los ojos y me dijo que no preocupara de nada. Lo sabía todo desde antes. Su viudez, el circo, la Madame. Incluso lo de Meche. Sí. Meche.

Madame Edith recita su parlamento, pero no logra entrar en situación. Reclama por el vestuario, pero Jovita no puede estar en todas partes. Le ruego que se concentre.  Que se olvide de ese detalle. Me mira con odio, como siempre lo ha hecho y me lanza una de sus frases en francés. ¿Sabe qué señora?, le digo con toda mi rabia y mi frustración, váyase un rato largo al mismo diablo. Aquí o habla en castellano o se queda calladita. ¡Me importa un reverendo pito lo que le guste o no!.

No acusa recibo de mi molestia. Me mira como a un gusano y con toda la parsimonia de Desdémona y de Lady Macbeth, me suelta en perfecto castellano, Henry va a venir a buscarme y me iré de esta compañía de mala muerte. Henry vendrá como el buen hijo de su madre que es. Eso es algo que tú no sabrás nunca, porque eres una enana y nadie va a hacer el favor de acostarse con una de tu especie.

Me quedo atónita. No sé qué contestarle. El resto de la compañía nos mira entre asombrados y asustados. Sus palabras aún retumban entre las butacas, el bastidor y el proscenio. Lágrimas. Lágrimas calientes y gruesas caen de mis ojos. Madame Edith cree que ha triunfado. Lo veo en sus ojos. Tose lentamente. Ahora más. De pronto, se desmorona como una pieza de ropa que ha errado el colgador y sin que lo piense, me veo al lado de ella, aspirando su olor a naftalina y aguardiente. Tomo su mano huesuda y fría, mientras limpio mis ojos.

                            Fotografía gentileza de Luxurbex http://luxurbex.blogspot.com/
*Oficina: En el tiempo del boom del salitre en Chile (1842-1930), cada centro de explotación era llamado «Oficina Salitrera». Cada oficina contaba con las instalaciones industriales necesarias para la extracción y procesamiento del mineral, además de viviendas para los trabajadores, comercios (conocidos como pulperías), iglesia, escuela y centros de esparcimiento y entretención como teatros y cinematógrafos.

Meche

Se están destiñendo las flores de papel y el viudo Martínez bota sangre por boca y nariz. No había visto algo así en mi vida y mi pobre niña que llora y llora como si el mundo se le fuera a terminar hoy mismo. Se ha hecho siempre la valiente, pero a esta bruta no la convencen tan fácil. La he visto sufrir por el viejo, sentir celos desmedidos cuando se acerca al camerino de doña Edith y me he preguntado todas las noches si esta no será una relación antinatura. Esas cosas pasan, lo vi muchas veces en San Pedro, la caleta de pescadores donde me crié, a mucha honra.

Todos en esta compañía mienten sobre sus orígenes. Todos han sido príncipes. Já! Yo no soy tan estúpida y conozco a un pobre apenas lo veo. Las ansias por comer. El acomodo en cualquier sitio. Las manos rotas. Los dientes picados. Si hasta la Madame, que tantas ínfulas se da, ha sido pobre como rata toda su vida. A mí no me engaña ni por un segundo. Esta bruta que está aquí, no lo es tanto.

Angélica, mi niña, es distinta. En todo sentido. Su corazón noble es algo que yo estoy segura Dios le regaló en compensación de su problema. Porque así actúa el Señor y uno no siempre le entiende a la primera. Ahora, llora con dolor por este que ha sido un padre para ella. No como aquellos malnacidos que la escondieron por años en el ático de la casona,  hasta que decidió escapar, la tarde que la comparsa pasó por ese camino. No hace mucho me dijo mi niña que su idea era ser una atracción de circo, por eso se les acercó. Los bastardos que la tenían enclaustrada le repetían una y otra vez que era una vergüenza para la familia. Una vergüenza. Vergüenza debieron haber tenido ellos de tratar de esa manera a su propia sangre. Sangre que la Meche reconoció enseguida.

Por eso mi niña le tuvo tanto cariño. Meche no dijo nada cuando mintió con total descaro, diciendo que la habían abandonado días atrás. Todavía se podía ver la casa patronal desde la vera del camino. Podrían haberla devuelto, pero la Meche se calló enseguida porque ella tenía algunas cuentas pendientes por esas latitudes. Siempre se me ha antojado que la pobrecita tenía los cascos harto livianos. Yo no la conocí, pero he escuchado sus historias. Contorsionista como la mujer del viudo. Quién sabe qué porquerías hacía en la cama de los hombres. Si no paraba un segundo. No dejaba quieto a nadie. El calor de su vientre era más poderoso que su misma razón. Dios y la Santísima Vírgen la tengan en su gloria. Lo que hizo no tiene perdón, por eso terminó como terminó y encima le causó tanto dolor a mi pobrecilla. Tanto dolor.

Meche había estado postergando el momento. Eso le causó más complicaciones que las que pudo manejar. Tal vez, en su mente, algo la hizo pensar con calma su accionar. Tal vez la semblanza de mi niña le había ablandado el corazón. Habían sido incontables los abortos que se había practicado ella misma, premunida de su cocimiento infalible. Raices de borraja, perejil y orégano, hervidas en agua de canelo con seis granos de mostaza, manzanilla para calmar los nervios y una moneda de cobre que apretar con los dientes, por si subía la fiebre o el dolor se hacía irresistible. Esa era la receta que le permitía seguir holgando sobre los hombres, sin mayor complicación. Incluso dice mi niña que a los siameses les hizo el favor, en un acto de piedad, según explicó. No se podía ir por la vida sin haber desaguado la pija al menos una vez, sonreía divertida.

Esta vez, entre tanta postergación, el tiempo la venció y cuando destapó la ollita para hervir el cocimiento, ya era muy tarde. La criatura se resistió a abandonar su cuerpo y por primera vez en su vida, Meche tuvo miedo. La vida se le presentó desnuda frente de ella y el panorama no le gustó. Eso me lo contó mi niña Angélica. Yo no sé cómo habrá sido, porque no la conocí.

Fueron juntas donde una comadrona, que le hizo el trabajo la misma tarde y le entregó envuelto en un saco de arpillera, a la criatura ya muerta. La mujer no se hacía cargo de esas cosas, dijo, no fuera a ser que alguien la descubriera y se jodiera su negocio. Estaban cerca de Santa Juana, eso lo sé, porque se lo he escuchado a todos en la comparsa, cuando hablan de Meche.  Guardó sus calzones ensangrentados en una pequeña maleta, envolvió más al pobre bultito y dijo que iría por un poco de aire. Mi niña quiso seguirla, como iban juntas para todos lados, pero Meche la alejó de un manotón. El resto ya todos lo saben. La mañana siguiente, su cuerpo ondulaba sobre las aguas del estero, ensopado por la lluvia de toda la noche, con el pelo suelto, el camisón sin botones y los ojos lívidos, sin una muestra de dolor. No habían rastros de violencia y a nadie le importó un mango el cuerpo muerto de una ex contorsionista, actriz sin mucho talento. Allí estaba, decía mi niña, flotando como una hoja, sobre la superficie marrón.

Angélica me contó que don Martínez encontró a la criatura, más tarde, entre unos pastos, a la otra orilla del estero. Era un primor de bebé, pero tenía la misma condición que había hecho a los bastardos encerrar a mi niña por nueve años, en ese ático inmundo. Ese fue un error del viudo. No debió jamás haberle dicho nada respecto a eso. Mi niña seguiría siendo feliz. Yo creo que se culpó de la muerte de Meche. Estoy segura que cree que lo de ella es una desgracia que se pega. Ahora que la veo con detención es tan frágil e indefensa. Le cuelgan sus piecitos al lado de la cama del don. Creo que este tampoco es lugar para ella. Si tan bruta no soy. Menos si se muere el viudo.

– Jovita-  me llama.  – No me mires con esa cara de pena y ayúdame. Se nos tiene que ocurrir qué hacer.

En el Camino

La mañana estaba brumosa, lo recuerdo bien. Todavía pesaban los sucesos de la noche anterior. Era como si un velo negro si hubiera instalado sobre nosotros. No teníamos ninguna filiación con esa gente, pero por alguna razón su dolor era tan espeso, tan definitivo, que no logramos desembarazarnos de él por muchas semanas. Fue tanto lo que afectó a la moral de la Compañía de Teatro Espectacular, que don Martínez decidió emprender rumbo al norte, bien al norte, lejos de la lluvia cantarina, lejos de la escarcha, lejos de los ríos, lejos de toda esta tristeza que se cernía sobre nuestras cabezas.

Jovita dice que hay un Dios en el cielo que planea todas las cosas. Yo no estoy muy de acuerdo, mírenme a mí no más, pero sí creo que hay un orden para todo. No hay invierno sin verano, no hay día sin noche y no iban a pasar las cosas que pasaron, si es que no hubiera ocurrido lo que sucedió, en aquel pueblo perdido. Era preciso que estuviéramos allí.

Madame Edith no volvió a ser la misma después de ese día. Se indisponía a cada rato y se hizo indispensable parar de tanto en tanto para que pudiera medicarse. La vieja se caía a pedazos. Ahora, la escuchaba, mientras dormía, hablar de Henry. Decirle que no había sido necesario. Que huyera. Que no escuchara su corazón envenenado y cosas por el estilo. Hablaba mucho en francés también, pero como jamás ha tenido a bien enseñarme nada, nunca he podido entender qué diablos es lo que dice. Yo creo que nos insulta, pero esa es mi impresión y no tiene nada que ver con los sucesos que estoy contando.

A medida que nos dirigíamos al norte, íbamos perdiendo a alguien. El gran Sergio Rodríguez fue el primero. En un bar de mala muerte, contó la historia de los disparos, como si él mismo hubiera estado en la placita, en circunstancias que a esa hora bebía como un marinero, en la esquina opuesta del camerino, donde estuvo Madame Edith hablando con el que ahora sé que se llama Henry. Alguien le dijo que guardara silencio y él, achispado por el alcohol, trató de jalar el mantel inmundo de la mesa donde estaba aquel que le hizo callar, con un pase de prestigitador y botó todos los tragos. No tenía un veinte en los bolsillos y lo molieron a golpes. Lo buscamos en callejones, establos y en la periferia de ese pueblo, pero no hubo rastro de él.  Tomasito esbozó una sonrisa cínica, que me dió escalofríos. Cuando llegamos a la capital, fue su turno de abandonar la compañía, pero antes pasó lo de la Meche. Sí. Meche.

Hace calor y el polvo se mete por todas partes. El crujir de los techos de zinc es la música de esta hora del día. Jovita prepara el almuerzo y me mira con pena, como siempre lo ha hecho. Me dice que no debo recordar a Meche. Sabe que cuando me pongo melancólica es porque recuerdo a Meche, pero no voy a hablar sobre ella. Prometí no hacerlo e intentaré cumplir mi promesa.

Madame Edith protestó por 1150 kilómetros, en cada parada y en cada función. El cambio del paisaje no hizo más que avinagrarle el carácter y traerle más recuerdos de glorias pasadas. Cuando nos topamos con este teatro, no quiso moverse más. Caminó haciendo aspavientos, arrastrando su bata de seda apolillada y remendada, se instaló en el proscenio y dirigió un monólogo fantástico, con la fuerza, la clase y el talento que sólo don Martínez había visto. Quedamos hipnotizados, pero su tos espantosa nos hizo volver a la realidad y el gesto piadoso de Jovita de pasarle un vaso de agua y la escupidera, la consignó al lugar que la vida le había deparado y que ella se esforzaba en evadir. 

Nos quedamos, dijo don Martínez. Y desde hace casi un año que estamos aquí. Matiné, vermouth y noche. Todos los jueves y sábados. Siempre las mismas funciones, siempre los mismos recuerdos. Nos caemos a pedazos y nos levantamos, como los hombres del salitre. Como el vestuario, que ya no se muele con la humedad, pero sucumbe irremediablemente al paso del tiempo y la pátina que deja el agua dura de este peladero. Supe que Tomasito está en una compañía de otros como él, que quieren ser mujeres y no pueden. Tal vez tenga en su memoria lo que pasó con la Meche, pero ¡qué porfiada soy!, dije que no voy a recordarla y sigo haciéndolo. Jovita me devuelve de un porrazo a la realidad, cuando me dice que don Martínez está tosiendo sangre.