Neyen

Neyen significa respiro, me dices e inconscientemente tomas una bocanada de aire. Habíamos hablado mucho. Muchas cosas que no pensaste contarle a nadie, me las dijiste a mí. Imagenes de tu pasado distante se iban contraponiendo en sentimientos y emociones.

Neyen también significa espíritu, acoté, mientras leía sin mucha atención la etiqueta. Espíritu de los años vividos, de las experiencias acumuladas, de los errores, las culpas y los desencuentros. Tus nociones de cariño se vieron truncadas sin que te lo hubieras propuesto y sólo después de mucho indagarte, logré encontrar su destino, como quien desarma una madeja enredada por los años, la amargura y el dolor.

Me hablaste sinceramente desde el comienzo y fue desde el comienzo que sentí que podía ayudarte. Ahora, me abrazas en silencio y escucho tu corazón. Neyen también significa suspiro, me ríes azorado por el calor del contacto y las confesiones que has dejado sobre la mesa.

Esto es sólo el inicio, te digo suavemente, mientras sorbo despacito de mi copa. Estoy aquí para escucharte, como lo he hecho hasta ahora y para decirte que la culpa no es tuya, los errores han sido compartidos y sólo la esencia es la que prevalece y la tuya es fuerte y constante, es valiente y divina. Es como una ráfaga de aire que respiro y se convierte en mi espíritu.

 

El Espejo

En el portal, Beatriz intenta recobrar un poco de compostura. Al alejarse de la voluptuosa envoltura, nota como el corazón le da un puñetazo en pleno esternón. Busca su llavero. Lo encuentra, al lado del cepillo, con las mismas iniciales grabadas en el centro de un corazón de metal. Introduce la llave en la cerradura. No encaja. Prueba una y otra vez. Sin éxito. Levanta los ojos hacia la cara del desconocido, se tropieza con una mirada brillante y salvaje, ligeramente burlona. Cuando siente unos dedos deslizarse por debajo del vestido, mientras otros se cuelan por el escote, sus manos aferradas, una a las llaves y la otra al bolso, se ablandan, liberándose de su carga, ávidas por descubrir una sensualidad que le es ajena. Susana, suspira el hombre, en un bufido contenido por el cinturón que le cincha la panza. Susana, insiste, mientras los dedos del escote descienden hasta su bolsillo y en un gesto inesperado, abre.

Despierta en su cama, las llaves sobre la mesita de noche, el libro sobre el almohadón. El vestido impúdico, rajado por la caída, yace en el suelo. El moretón en las rodillas y el codo. Los tacones tirados sin vergüenza en el pasillo. Resiente un dolor en la base de su espalda. Respira y un aroma que no es el suyo invade su espacio. Diego le llama. Salimos a comer. No olvides las entradas. Las dejé en el recibidor.

Se dirige al baño. Abre los grifos y llena la tina. El olor la persigue. Suena el teléfono. Susana, siente una respiración entrecortada al otro lado de la línea. ¿Qué haces? La voz la perturba. Cuelga. Insiste el repiqueteo. Desconecta el aparato. Se sumerge en el agua. Se sumerge en el recuerdo de la caída del espejo. El gran y aparatoso espejo de su abuela, que moraba solitario en el ático, tapado con restos de telas, ropas y reinando en el caos del lugar. Se quebró en mil pedazos, cuando su puño apretado descargó su rabia contra la imagen. Era una vergüenza lo que había sucedido. Una vergüenza. Escuchaba los murmullos de todos. La comidilla del barrio. La inocua presencia de sus padres. Todo desapareció a la vista infame del tipo que la había manoseado, en la entrada de la casa, como si fuera una cualquiera. Todos los vieron. Nadie hizo nada. Ella corrió al ático y se encerró allí, por horas infinitas, hasta que reparó en su semblante reflejado en el espejo. De un puñetazo, lo rompió y mientras caía dramático y pesado, los fragmentos le mostraban su cara, cubierta de lágrimas. En algunos reía, en otros se veía serena; en otros, desolada.

Saca la cabeza del agua y se cubre con la toalla. Busca un vestido escotado. Conecta el teléfono otra vez. La línea trae una llamada. Susana, ¿estás ahí?. Te necesito ahora. Amarra su pelo, se ubica en los tacones. Se pintarrajea los labios. Llama a un taxi. El tipo la saluda por su nombre. No queda nada de Beatriz. Susana hace su entrada a la escena, con desenfado, con premura. Aprieta las llaves entre sus manos, antes de cerrar. Se acomoda los calzones descaradamente y recuerda el espejo una vez más. Diego no sospecha nada. Siempre ha jurado que es la hermana casquivana y gemela. Nunca sabrá que son una sola persona. 

Espectros en el Panteón

Mi padre siempre tuvo una morbosa inclinación por la muerte. Le fascinaba. Recuerdo claramente su sonrisa torcida y sus manos frotándose una contra la otra, cuando aparecía alguna nueva atracción u objeto relacionado con rituales funerarios. Llenó su estudio con máscaras de distinta procedencia, la cabeza diminuta de un jíbaro y tres calaveras que alguien le fue a dejar a la puerta de la casa, una tarde después del primer día del monzón, amén de la sarta de libros y fotografías con las más dantescas ceremonias de muerte y sepultación que pudo encontrar.

Cuando recibió la información de la exhibición de la momias, no dudó un segundo. Buscó su sombrero Panamá y se calzó sus mocasines náuticos. La sonrisa de su cara tenía algo de maquiavélico y alucinante. Sus ojos le brillaban y me tomó la mano con un vigor que había extrañado en los últimos años.

Bajamos con cuidado la escalera de caracol. El aire olía a tierra y humedad. La bombilla diminuta de la mitad de la sala, amenazaba con apagarse cada cinco segundos, mientras un haz de polvo compacto descendía desde ella y hasta tocar el suelo, compuesto por minúsculas partículas que danzaban al compás de un ritmo extraño y silencioso.

El encargado tuvo especial atención con mi padre. Le dió la mano afectado y le llevó aparte un minuto. Ví que se metió la mano a su bolsillo y con la misma sonrisa alucinada que no le abandonó en todo el recorrido, sacó un fajo de billetes que se lo puso en la mano, sacudiéndola con alegría. El hombre se retiró y quedamos los dos solos. El piso de tierra se levantaba a cada uno de nuestros pasos. En una esquina, oculto por las sombras y una deformación de la pared, estaba el primer protagonista de esta exhibición de locura. El doctor Remigio Leroy, primero en ser exhumado y puesto en esta pared de arcilla y caliza. Lo dejaron ahi por accidente y mientras tanto, luego se personificó como el encargado de dar la bienvenida a esta función terrorífica e hipnotizante, que se extendía por varios metros. Todas las momias lucían francamente atemorizantes. Rostros torcidos por algún dolor o en un grito de ultratumba, tal vez como forma de protesta por haber sido sacadas a la fuerza de sus cómodos aposentos y yacer ahora, impúdicas, contra la pared. Estaban vestidas, algunas tenían alhajas y sus barbas y pelos estaban en perfecto estado, comentaba mi padre afiebrado, aspirando los humores que venían de los cuerpos. Anda, me decía, tócalas, si no hacen nada. No están ni frías. Es fascinante, repetía, fascinante.

Caminamos por otro rato, yo asfixiándome con el polvo en suspensión y él totalmente idiotizado con las imagenes perfectamente conservadas por el tiempo y los elementos. Tocaba cada pieza, metía sus manos a los bolsillos de los muertos y admiraba la disposición que tenían a lo largo de la pared. Habían algunas que les faltaba un dedo o parte de su ropa estaba raída. Me explicó que ciertas personas robaban pedazos de las momias, porque las consideraban mágicas. Yo pensaba que entre esas personas, estaba él también y estaba seguro que el fajo de billetes que le dió al encargado, era el precio por llevarnos una de estas pobres almas atormentadas con nosotros. Me dieron escalofríos de pensarlo, pero mi padre tenía esas excentricidades y otras más que fui descubriendo a medida que fui creciendo. Todo lo que quería, siempre se las arreglaba de tener. Su sonrisa, su amabilidad y su fascinante curriculum de hijo consentido del doctor más reputado del estado, le abrían todas las puertas.

Terminamos finalmente el recorrido, mientras el polvo de la habitación se nos había metido hasta la médula. Mi padre estornudó ruidoso y se limpió la nariz con un pañuelo impecablemente blanco. La arcilla había tomado posesión de sus pulmones y tornó en rojiza la tela. Se rió al instante y dijo que antes de ir de vuelta al hogar, debíamos lavarnos muy bien las manos y la cara. Era esta combinación de elementos que había permitido a estas criaturas preservarse en el tiempo, dijo con aires de sabio y su morbo, completamente satisfecho .

Subimos la escalera de caracol y la vista de las momias colgando de las paredes, mientras los haces de luz trataban de iluminar este purgatorio, justo debajo de la capilla del cementerio, me pareció increíble. La tengo guardada en mi memoria, sin que nada la haya alterado. Tal vez, como decía mi padre, la combinación de los elementos permitía la conservación. La pequeña momia que llegó a mi casa, al cabo de un par de días, encerrada en un frasco de conservas y cubierta por un trozo de tela ordinaria, desapareció una semana antes que muriera mi padre, cincuenta años después. El mozo de la casa comentó que papá decidió abrir el frasco y dejar que el aire hiciera lo suyo. «Quería descansar», le dijo, en un último acto de piedad por la criatura, que le había visto cada mañana realizar su quehaceres y ser la estrella de su colección.

Rueda de la Fortuna

Me duele, dijo la niñita, tratando de quitar el brazo. Irma no dijo nada, ni hizo una mueca. Nada alteró su semblante. Volvió a clavar la aguja y el chillido de la paciente no le importó. Extrajo la sangre, aplicó el algodón con movimientos automáticos y se fue. Los ojos de la pequeña estaban llenos de lágrimas.

Hacía veinte años que trabajaba como enfermera. Estudió sin muchas ganas y sólo porque era, de todas las magras alternativas, la que le iba a reportar mejores ganancias. Aprendió los procedimientos con rigurosidad y perfección, practicando con naranjas y muñecos, memorizando sístoles y diástoles, cuadros infecciosos y una serie de información que se dio cuenta con el tiempo y la experiencia, que se repetía hasta el infinito y era muy sencilla de inferir. El dolor ajeno le conmovía hondamente y trataba de sobrellevarlo con filosofía. Al principio, no creyó dejar de sentir jamás este remordimiento cruel, cada vez que veía caras de dolor. Ahora, cuando se remontaba a ese tiempo, no podía poner reversa. Ya no sentía nada.

Su vida personal estaba cargada de un dolor distinto, una forma de sufrir diferente que no le dejaba impávida sino muy por el contrario. Habían sido una suerte de tumbo tras tumbo sus dos matrimonios y sus dos hijos. Trató de dedicarles el mayor tiempo dentro de su demandante horario, pero siempre sentía que había sido irresponsable. Darlene, su hija con Rick, estaba perdida en la drogas y se prostituía para satisfacer el vicio. Gaspar, el niño de su corazón, fruto de su segundo matrimonio, iba por un precipicio de violencia, pandillas y tráfico que ella no podía evitar. Se sentía incapaz. Era demasiado aplastante la realidad y no lograba dar con el momento exacto en que todo se tornó de revés y sus esperanzas y sueños se convirtieron en esto.

El dolor ajeno ya no le conmovía y tal vez, como sus hijos le acusaban, tampoco parecía conmoverle el de ellos. Era un ser sin emociones, sin sentimientos, que avanzaba por la vida, tratando de curar el sufrimiento de extraños, sin reparar en el propio. Eso parecía.

Siempre, en las peores situaciones, sobre todo en la sala de Emergencias, trataba de mantener su mente despejada y evadirse en un recuerdo amable, generalmente de vivencias sencillas. Había recordado la feria de atracciones otra vez esta semana. En aquel entonces Darlene, de once años , rogó hasta el cansancio poder subirse a la rueda de la fortuna. Irma consiguió el permiso, con el juramento que si algo le sucedía a la niña, era su entera y absoluta responsabilidad. Subieron juntas y el panorama de la ciudad acalló los gritos de ambas. Las luces multicolores, el atardecer anaranjado y púrpura. La música. Los rostros extasiados de los otros ocupantes de la rueda y aquella pareja que se mostraba inmensamente feliz. Irma les envidió con infinita pena. Su matrimonio con Rick había acabado de una forma brutal e inesperada. Su corazón estaba profundamente dolido, más cuando su hija decidió irse a vivir con él.

Mira por la ventana, mientras revisa en las fichas pegadas a la tablilla, si quedan más pacientes que atender. Le toca el turno de la noche, acompañada del anestesista que resuelve crucigramas para no dormirse.  Piensa nuevamente en Darlene y en la rueda de la fortuna. Cómo la vida de su hija giraba ahora a un ritmo que nadie controlaba, ni siquiera ella misma. Vuelve a observar por la ventana y a lo lejos distingue las luces de una feria. Sonríe con tristeza. Una larga noche le espera. Aún recuerda el quejido de la niña que ha pinchado para sacar la muestra. Por alguna razón extraña, recuerda los quejidos de dolor de sus dos hijos. Gaspar ha discutido con ella esta mañana. Espera poder hacer las paces al día siguiente. Nada la descompone más que discutir con él. Es cruel y arrebatado, como es su padre. Cruel, muy cruel.

Este turno es el más tedioso de todos. Vuelve a observar las luces de la feria. Se ubica imaginariamente en la rueda de la fortuna y siente el viento en su cara, el paso inegable del tiempo, traducido en la lenta vuelta del mecanismo, escucha el rechinar de los engranajes del gigantesco aparato. Las risas de los otros. Mira su reloj. Está recién empezando. Revisa la batería de su teléfono móvil. Lo ubica en su bolsillo y lo deja en sólo vibrar. Avanza por el pasillo y cierra la puerta tras de sí. El anestesista abre el periódico y la bolsa de galletas saladas. Ha traído un concierto, le comenta, mientras se limpia la boca con una servilleta. Ella no le escucha. Aún ve a lo lejos las luces de la feria.

La Fábrica

Se empinó  la copa de whisky hasta el fondo, de una sola vez. El alcohol le quemó la garganta, pero no lo sintió. La noticia que le acababan de dar era muchísimo más impactante que cualquier otra cosa.

Hassan Dagach había vivido toda la vida en la misma casa. Antes, había pertenecido a su padre y antes, a su abuelo. Oriundos de Nablus, hablaba apenas algunas palabras de la lengua de su tierra. Muchas veces, cuando pequeño, extrañó ser llamado inmigrante, siendo que él había nacido en este lugar, entre estas paredes, entre estas alfombras, entre los olores de las hojas de parra, las berenjenas y el trigo burgol. Esta era su tierra, pensaba, aquí estaban sus recuerdos, su infancia, sus amigos. Sus docenas de primos, que correteaban por los patios y perseguían a las damitas de la familia o se embriagaban juntos, fumando a escondidas la pipa de agua del abuelo Hassan. Él era el tercer Hassan Dagach y guardaba su nombre con orgullo, como le habían enseñado. Su espíritu fastuoso y su inclinación por la riqueza y el juego, vinieron después.

La fábrica de algodón, ubicada a media cuadra de la casa familiar, siempre le produjo respeto. Las grandes bobinas, el ruido ensordecedor, la hilandería, la sección de teñido. La anciana de joroba que pegaba las etiquetas en las grandes piezas de jersey, que todos rumoreaban había sido la amante de su abuelo y que, por la maldición del marido, tenía esa horrible deformación. Las señoritas que llegaban, en las mañanas heladas, como golondrinas, vistiendo sus guardapolvos color celeste, cada una frente a una máquina de coser, cortando y armando camisas el día entero. Era un ruido constante, un movimiento constante, un olor constante. Ese era el ritmo que definía a la fábrica. Un tiempo continuo que no paraba, que parecía que iba a llenar el mundo entero con su latir. Así sentía Hassan este lugar. Un universo paralelo, un ente distinto, con vida propia. Eso era.

Al heredarla, no quiso hacer mayores cambios. Le parecía que funcionaba por voluntad propia. El precio del algodón subía como la espuma y se esforzó en mantener al personal. Todos tenían una historia de lealtad, que por tres generaciones había probado su valor. Muchos eran hijos y nietos de trabajadores. Conocían el oficio porque estaba en sus genes. Algunos fueron gestados entre estas paredes. Hassan no podía hacer otra cosa que mantenerla. Y lo hizo, mientras pudo.

Vivía bien con las ganancias de la fábrica y de la tienda que se le ocurrió construir, creando una línea propia de confecciones que eran vendidas a precios de ganga. Un éxito rotundo. Pronto, entregaba en las tiendas de toda su parentela, a lo largo de este país, tomando contacto con otros familiares que venían a probar suerte, como lo habían hecho sus abuelos, pero no le importaba mayormente su historia. No había caso. Sólo había una cosa que le cautivaba más que sus empresas. Era el Casino.

Las luces titilantes, el ruido de las mesas. El sonido de los tragamonedas y de vez en cuando un espectáculo. Los tragos y comidas con otros jugadores empedernidos como él, que negaban su adicción al juego, como él y negaban el embrujo de las luces, como él. Perdían a manos llenas, en una hermandad enferma y díscola, que se embrutecía bebiendo tanto cuando perdían como cuando ganaban. Hassan esperaba el día sábado para vestirse con sus prendas más elegantes. Había cosechado la ganancia del día de la tienda y escrupulosamente, sólo apostaba eso. A veces, eran varios miles. Entraba y saludaba a todo el mundo. Tenía su mesa reservada, su séquito que le esperaba para vitorearle, cuando ganaba y para palmearle la espalda, cuando iba perdiendo. La magia del casino le absorbía, le trastornaba y le dejaba exánime y disuelto en miles de pensamientos que no tenían asidero ni lógica. Se perdía en los colores, en las formas, en las partidas. Se perdía.

Apura otro trago, mientras el contador le vuelve a explicar la situación. No hay forma de negociar. No hay forma de evitarlo. Estamos en la lista. Sólo tome su dinero y váyase, es mi consejo. Hassan repasa las palabras, examina el documento. Analiza el tema. Consulta a sus parientes y amigos. Varios ya han sido expropiados. El Estado tomaba las fábricas y se las entregaba a los obreros. Eran insignias de la popularidad del gobierno y eran ejemplo de lo que era capaz de hacer por los trabajadores. Muchas habían sucumbido y ahora lucían abandonadas y en franco deterioro. Ese era el destino que le esperaba a la suya, le dijeron. Tomó sus precauciones. Habló con sus empleados. Trató de persuadir, de sobornar a los dirigentes, pero todo fue inútil. Cierre la puerta por fuera, le dijo el presidente del sindicato que tomaba la fábrica esa mañana, que ahora esto es del pueblo. Usted vaya y siga jugándose la plata que le ha sacado, como sangre de las venas, a los trabajadores.

Hassan Dagach siguió el consejo y perdió mucho dinero. Luego, vendrían varias debacles económicas de las que salvó sólo con la ayuda de sus parientes y los pocos amigos que logró juntar. La mañana de ese día jueves, luego de tomarse la copa de whisky de un solo trago, firmó con la compañía inmobiliaria. Compraban lo que había quedado de la fábrica, restos retorcidos dejados por la desidia de los trabajadores, cubiertos de herrumbre por el paso de los años, añejos y corrompidos. Compraban la ubicación, el bien raíz, le dijeron. Vamos a abrir un casino.

 

El Palacio de las Lágrimas

casa

Al bajarse del botecillo de madera, pudo ver sus ojos. Cansados, llorosos. Su mano rota, sangrando y la voz del niño contando una historia que nunca había visto. Sus cabellos estaban a merced del viento y el aroma de los eucaliptus y del río cerraba toda la escena. Era más de lo hubiera esperado encontrar, en un lugar perdido en mitad del mapa.

Sus viajes por el mundo, estudiando las técnicas de restauración, le habían dado a su semblante un aire añejo, perdido. Era tanto lo que había visto, tanto lo que le faltaba por aprender, que la humildad era un factor recurrente en sus discursos, así como la sonrisa perfecta, que le iluminaba la cara. No tuvo dudas cuando eligió estudiar arquitectura. Era lo que siempre había soñado. Descubrió la restauración por accidente, al quedar encerrado, en medio de una locura juvenil, en un antiguo establo. Las horas pasaban y nadie lograba dar con él. Estuvo absorto en la estructura del edificio y de pronto entendió la técnica. Escaló hasta el techo y examinó nuevamente y de cerca su construcción. Se maravilló de los antiguos artesanos. Estudió con ahínco y en diferentes países, las viejas formas de construir y en cada lugar se sentía más y más atónito con las conclusiones que iba atesorando. Escribió ensayos y basó su tesis en estos descubrimientos. Pronto, encabezaba proyectos de gran envergadura. No había nadie como él.

De la mano de un proyecto fue que llegó a investigar el alma cansada del Palacio de la Lágrimas, que era como le llamaban al gran caserón, que decoraba la placita del pueblo. Gozó del viaje hasta aquí, como gozaba siempre del mero ejercicio de trasladar su ser de un punto a otro. La casa, levantada con los mejores materiales a la redonda, había mantenido su hermosa forma por muchos años, a pesar de los usos indiscriminados a los que fue sometida, una vez que sus dueños originales, los Blanc, desaparecieron de la faz de la tierra, sin dejar ningún rastro.

Así empezaron las leyendas de aparecidos y espíritus que moraban perdidos en los recovecos de la mansión. Testigos decían haber visto el fantasma de la mujer de Blanc, vagando entre los corredores, mientras un aroma de manzanas se colaba por todas partes. Se le atribuyeron desgracias y enfermedades y en variados intentos, trataron de echarla abajo, pero sólo rompían parte de su estructura, robándose los gruesos latones que decoraban la fachada. El abandono no le hizo tanta mella como cuando, después del gran terremoto, la convirtieron en escuela de segunda enseñanza. Por su balcón corrían los impetuosos adolescentes, fumando a escondidas y apagando las colillas en las hermosas barandas, talladas a mano, justo donde antes la atormentada esposa del señor Blanc se había paseado, buscando una respuesta que jamás encontró.

Todas estas historias le fascinaban. Las investigaba a fondo, porque sabía que detrás de cada una había una verdad oculta, maquillada por el tiempo y la voluntad de la gente. Se asombró al escuchar del tiroteo que aconteció en la plaza y que causó la ruina del pueblo entero, como decían muchos. No habían explicaciónes para esos hechos. Sólo las fábulas tenía cabida entonces.

Tomó fotografías del estado general de la casa y buscó documentos antiguos que la mostraran en su época de esplendor. Averiguando la historia de la familia, un día, la volvió a ver. Ella tenía una hermosa colección de viejas fotografías y documentos de la época de la construcción. Conversaron a la luz de un vino blanco, en el único bar del pueblo y juntos fueron armando la historia de la mansión de los Blanc. Ella sabía detalles inéditos y los contaba con una vehemencia que le sorprendió. Antes, había visto algo similiar, cuando se entrevistaba con sobrevivientes de guerras y desastres. Ella parecía estar en un trance permanente, al hacer referencia del tema. Ambas, la casa y ella, se convirtieron en una obsesión.

Trajo el primer equipo de carpinteros, que tenían como misión estabilizar las bases de la casona. Imaginaba, amparado por los detalles que ella le contó, a la mujer de Blanc, caminando sobre las alfombras, aspirando el aroma de las magnolias y oculta entre las cortinas, buscando encontrar la cara de su amante. Imaginaba también, la porfía de un tipo ordinario como Blanc de construir un palacete de esta envergadura, en la mitad de una plaza polvorienta y lejana, para mostrar a todo el mundo su valer.

Iba lentamente por las habitaciones, examinando el estado de la residencia, tomando notas, estableciendo las medidas, los materiales, la técnica e incluso la data de la puesta de la primera tabla del caserón. En las tardes, revisaba nuevamente los documentos con ella y miraba en lo profundo de sus ojos cansados. A veces, salían en excursiones tranquilas por el río, guiados por el chiquillo que estaba cuando se vieron la primera vez, que no paraba de contar la historia del pobre tipo que se arrojó a las aguas gélidas una noche de invierno, destrozado por su desventura.

Un día domingo, la invitó a la gran casa. Iba a abrir una habitación que estuvo siempre cerrada. Incluso en los tiempos en que fue escuela, no pudieron dar con la llave y permaneció intacta. Era la única habitación original de toda la casa. Subieron por la escala, admirando el gran barandal. Llegaron al tercer piso y de allí, él jaló una soga que abría una gatera en el techo. El acceso a la torre de la casa había desaparecido, sin embargo, descubrió este artilugio y ubicó una escalera improvisada para poder ingresar a la habitación. Subieron juntos.

El aire estaba enrarecido. Había un pasillo estrecho. Las paredes se habían perdido, como arrancadas  y los humores de la caca de las palomas, que anidaban en el entretecho, le daban una pátina gris y onix a todo el lugar. La puerta estaba cerrada, hinchada por el tiempo y las estaciones. La cerradura, completamente oxidada, era rastro innegable que había humedad filtrándose por todos lados. Utilizó el truco que había aprendido en Italia y desarmó el pasador del antiguo tirador de la puerta. Presionó con cuidado el mecanismo y se abrió en dos. Empujó con fuerza, aunque la cerradura ya estaba completamente desarmada, hasta que abrió. Un aire fresco y suave les tocó. Faltaba un vidrio en la ventana y había una mancha de lluvia en medio de la habitacion. El friso del techo estaba ensopado, pero sus esquinas lucían intactas. El cuarto estaba iluminado por completo. Sonrieron y entraron. La decoración debía ser la original, dijeron viendo un pequeño estante adosado a la pared, con complicados tallados y terminaciones bronceadas, rastro último del mobiliario del hogar de los Blanc. El joven arquitecto, más por hacerse el gracioso que por otra cosa, macaneó histriónico los bronces  y de pronto escucharon un clack. Se miraron y empujaron el estante. Una de sus esquinas cedió y dejó ver un compartimento secreto. Había escondidos, en su interior, una escopeta, un casquillo usado y una carta manuscrita, todo envuelto en un trozo de arpillera. Las fotos de los antiguos dueños de la casa, corrompidas por el tiempo y la humedad y una canastilla primorosa con manzanas disecadas. Él abrió la carta y empezó a leer. Ella respiró profundamente. Su semblante cambió por completo. Sintió una liviandad que nunca había experimentado. Él la vió atentamente. Era otra mujer.

Novena

La puerta de calle era detenida con un fierro, para no cerrarse con la brisa de la tarde. En la ventana, las cortinas apenas tapaban las plantas de porotos y sus flores naranjas que llenaban la huerta de color. El pasillo era frío y crujían las tablas del piso. La entrada de la habitación permanecía despejada. El olor de las flores inundaba todo. Las sillas, en un círculo irregular, esperaban a las señoras que llegaban piadosas y creyentes a rezar la novena del rosario de la Rosa Mística.

Una tarde, antes del anochecer, dos semanas antes, se arrastró un papel de roneo debajo de nuestra puerta. Yo tenía siete años. Junté las letras en palabras sueltas, pero no logré entender el sentido de la nota. Debemos prepararnos, dijo mi padre. Recuerdo que caminaron juntos con una dama que apareció al día siguiente, portando una medalla de la Virgen. Eligieron la habitación y ella le estrechó con sus dos manos la diestra. El Señor lo va a colmar de bendiciones, dijo de último, pero yo creo que él no esperaba nada de eso. No podía cerrarle la puerta en la cara a la Vírgen peregrina, dijo mi abue la mañana siguiente. Su visita era un gran honor .

Prepararon la habitación. Colgaron cortinas limpias y las ataron con gruesos trozos de perlón. El mueble de madera, que estuvo siempre guardado en esa pieza, sin ningún propósito ni destino, fue desempolvado con atención y mi padre fijó una repisa que le cruzaba justo en el medio. Ahí pensaba poner a la Vírgen, pero cuando vió la imagen, en los brazos de tres vetustas señoras, entendió que no iba a ser posible su decoración. La ubicaron con primor sobre la cubierta, protegida por unos paños tejidos en frivolité y la repisa que tanto ahínco le costó, desapareció entre los ramos gigantescos de calas, peonías, hortensias y rosas.

Las damas que entraron a la habitación, olían todas a flores. Con sus vestidos de primavera y sus rosarios de cuentas negras, se veían festivas, pero solemnes. Todas son viudas, masculló mi abuela a la pasada. No habían niños ni hombres que compartieran los rezos ni la letanía. Los cantos sonaban planos y había una con un tono altisonante que hacía vibrar los vidrios de las ventanas. Mi padre trató de ajustarlos con masilla la mañana siguiente, pero la voz de la fiel devota de la Vírgen de la Rosa Mística era más poderosa.

Nosotros permanecimos ocultas, entre la escala de madera y la pared del fondo de la habitación, respirando las flores, escuchando los cantos, sin entrar. Al cabo de dos días, ya nos sabíamos de memoria toda la ceremonia y sabíamos bien de quién eran las voces, quién se adelantaba en las oraciones y quién definitivamente desafinaba estrepitosamente en cada himno. Lo que más nos hipnotizaba era el sonido de las cuentas de los rosarios, que en un lejano clac, clac, sonaban todas al unísono, espantando el tedio e incluso a algún abejorro perdido que entraba intoxicado por el aroma de las flores, deteniéndose un segundo en la cabeza de la misma Vírgen y desapareciendo como por encanto, sin hacer el menor ruido. Lo que jamás desapareció fueron las joyas y los rosarios que colgaban de aquellas manos piadosas. Al principio, creímos que eran de fantasía, pero mi abuela, al sorprendernos una mañana investigando los recovecos de la imagen, nos explicó la historia del ícono y la responsabilidad de la familia por cuidar la integridad de la Vírgen. Miraron nuevamente nuestros ojos asombrados, calculando la riqueza infinita que quedaba al descampado, holgando de los brazos de la estatua, una vez que la novena se terminaba y la habitación quedaba en calma.

Miles de planes y complots llegaron a nuestra afiebrada mente infantil, personificados en la heroica labor de protectoras per secula de la imagen, tan graciosamente instalada en nuestro hogar. Imaginábamos que las joyas se multiplicaban por las noches, haciendo más y más fastuosa la carga o que todo se lo llevaban, cuenta tras cuenta, los insectos que llegaban entremedio de las flores. Todo era fantástico entonces y prestábamos mayor atención a la jornada, que empezaba justo cuando el sol de la tarde se iba alejando.

El penúltimo día de las oraciones, apareció una dama que no había venido nunca antes. Portaba un ramo exagerado y pestilente, que dejó con torpeza sobre la cubierta del mueble que soportaba la estatua de la Vírgen. Como no había traído ni siquiera un frasco de conservas para depositar su ofrenda, tuvo que yacer de lado, dejando caer todo el polen pegajoso, tapando la mitad de la imagen. Desconfiamos y nos hicimos presentes. La señora que guiaba la oración se enterneció a nuestra vista. Las manos escurriendo jugo de manzanas, las rodillas peladas y las caras expectantes, aspirando el penetrante aroma de las flores. Nos quedamos ahí, observando a la recién llegada hasta que terminó el rosario. Nos regalaron estampitas de la Vírgen y un beso colorado que quedó dibujado en nuestras mejillas. Luego, la mañana siguiente, se llevaron la imagen, las flores, los paños de frivolité y nuestra labor se vió truncada para siempre. Nunca supimos más de la Vírgen peregrina ni volvimos a ver su imagen en otra casa ni del barrio ni de ningún otro lugar. Todavía hoy pienso que se la llevaron por culpa de la señora del ramo pestilente, que no supo respetar la solemnidad de todo el homenaje. Quién sabe.

virgen de la rosa mística

Promesas

velas

Acababan de encender las velas.  Afuera, la ventolera amenazaba con llevárselo todo. Se acomodaron, una frente a la otra, en sus sillas mecedoras y en silencio, enhebraron las agujas. El viento silbaba molestoso y entraba una ráfaga mínima por algún lugar, haciendo tiritar la flama. María Isabel atizó el fuego, cerró a medias el tiraje y se dispuso a seguir en este ejercicio que les había llevado semanas.

Pequeños cuadrados de tela se iban juntando, como partes de un mosaico, que iba armando un nuevo mundo de color. La aguja subía y bajaba arrastrando el hilo a cada puntada, produciendo un sonido seco, apretando la tela a su paso, asegurando el pequeño parche y dándole la forma de un abanico.

Habían decidido llevar a cabo esa labor cuando Margarite se dió cuenta de la cantidad de tela de colores que tenía olvidada, detrás del internado. Laboriosa como era, lavó cada retazo y fue seleccionando los más vivos, en la intención de armar algo de provecho. De pronto, recordó la técnica aprendida en su tierra natal y le comentó a María Isabel de su idea. Ambas convinieron en trabajar juntas. Era una diversión para las largas noches de invierno, mientras la lluvia azotaba los caminos y las luces se encendían a las cuatro de la tarde. Nada quedaba a salvo de la oscuridad invernal. Se habían esforzado por mantener la diversión leyendo o contando historias, porque les parecía inconcebible irse a la cama tan temprano y cuando empezaron esta colcha, se dieron cuenta que sería la solución para liberarse del tedio y anticipar la primavera con sus hermosos colores.

Las velas empezaron a escasear desde el inicio y juntas elaboraron varias, perfumadas con hojas de finas hierbas y granos de café, en un arranque de inspiración que les llegó por accidente. En la cera cayeron hojas de menta, una tarde,  por descuido. Frente a la desgracia, decidieron no malgastar el material y confeccionarlas de todas maneras. Cuando las encendieron, el perfume de la menta embargaba todo el lugar. Probaron luego con varias hierbas y sonreían en complicidad, cada vez que encendían una, mientras lentamente la colcha se iba haciendo más grande, más colorida, más abrigadora, más de ellas.

Cada puntada albergaba un secreto, un comentario, la anécdota del día. Los amores y sueños de ambas iban quedando prisioneros entre los parches de colores, con la esperanza de hacerse realidad. Las risas contenidas, las penas, los sinsabores, la comidilla del pueblo, las aventuras del internado. Todo estaba ahi, puntada tras puntada, en el diseño que iba creciendo sin haberselo propuesto, sólo de la mano de su inventiva. Las finas hebras de hilo arrastraban en el borde ya terminado de la colcha y cuando faltaba menos de la mitad, ambas se miraron con tristeza. Acordaron que aquella que contrajera matrimonio primero se llevaría la prenda, sin embargo, Margarite propuso partirla en dos pedazos, quedándose cada una con su parte, para recordar a la otra.

Cuando María Isabel anunció que se iba a casar con ese gigante bruto y pelirrojo que le había colmado el corazón de ternura y amor, lloraron ambas de felicidad. Margarite estaba también comprometida. Esa noche, probaron unos traguitos de mistela y contaron los pormenores de sus noviazgos. Esa noche, también prometieron no romper nunca esta hermosa fraternidad y en caso de necesidad, hacerse cargo de la familia de la otra. Juraron también, conservar sus secretos intactos y atesorar este invierno frío y lluvioso como el final de sus vidas de solteras, como el tiempo más fructífero de su complicidad y el sello de su profunda amistad.

Los compromisos matrimoniales de ambas se materializaron casi al mismo tiempo y la prenda quedó rezagada a un segundo plano, intacta y sin cortar. La primavera dió paso a un verano acalorado y provechoso. La vida era perfecta para ambas.

Margarite decidió más tarde, añadir un refuerzo de seda a los bordes de la colcha, una vez que la encontró entre sus baúles, con sus pertenencias de soltera. La llegada de un nuevo invierno fue tan inesperado como la noche de los hechos tenebrosos que cambiarían para siempre las vidas de todos. Ella fue la única que no asistió a la presentación. Su embarazo era de cuidado y no quiso poner en riesgo la criatura. Ese día, ordenando algunas cosas de su nuevo hogar, se topó con las velas que habían sobrado de las tardes de costura y se decidió a reiniciar la labor, a la luz de estas mismas velas, para cumplir con la promesa que se habían hecho entonces. Recordó vivamente a su amiga, su sonrisa, sus tribulaciones, su aroma a agua de Colonia, su total arrobamiento con el que ahora era su marido. Su perfecta y merecida felicidad.

El gallo empezó a cantar. La gata entró por quién sabe dónde y se refugió entre sus piernas, apretando la colcha con sus garras. Se pinchó el dedo índice y la sangre empezó a brotar con fuerza excesiva. Se sintió profundamente atemorizada. Su cara se tornó de color escarlata y un frío polar le recorrió la espalda. El gallo seguía cantando y eso le llenó aún más de pavor. Estaba oscuro hacía rato. Cuando se enteró de los hechos, un río de llanto inundó sus ojos. No podía parar. Trató, pero no fue capaz. Apagó cada vela con sus lágrimas y guardó la colcha de vuelta en el baúl, junto con todos los secretos que habían compartido, junto con la promesa que se habían hecho.

Sombras en la Plaza de la Concordia

Casi que no alcanza a llegar. Se había averiado su carrito, pero la desesperación y la prisa son siempre ayuda para la inventiva. Corrigió el desperfecto con alambre de cobre y una tira de caucho larga y sinuosa que olía a diablos. Eso no importaba. Ya estaba en la plaza y el espectáculo apenas comenzaba.

Tomó su posición acostumbrada, a la extrema derecha de la gran glorieta, reciente artilugio producido por el Regidor, para darle un aire más festivo a la placita, que estaba aún rodeada por calles de tierra. No se veían muchas compañías teatrales por la región; en realidad, era la primera que se asomaba por estos lares. Normalmente, habían retretas y desfiles y la misma gente haciendo sus quehaceres o paseando. Los niños que estaban por asistir a la función, se peleaban por ser los primeros en la fila y comprar su porción de maní tostado y palomitas de maíz. La concurrencia llegaba lentamente, ataviada con sus mejores galas. Era todo un acontecimiento para un lugar donde jamás pasaba nada. Él recordó que don Esteban había organizado todo, con precisión de relojero y que se dió maña para traer a todos sus amigos y conocidos.

Un joven ojiazul, sentado en el banco de la plaza, justo al lado, le llamó profundamente la atención. Iba vestido pobremente y hablaba solo. Producía un sonido metálico cada vez que caminaba de un lado a otro. Su cara le pareció familiar. Muy familiar.  A lo lejos, pudo ver a la loquita del pueblo, arrastrando su manta, mientras hacía rechinar sus dientes. Sus arrugas pronunciadas por la vida a la interperie, añejaban su expresión. Él la conocía desde antes que perdiera la razón. Nunca fue muy agraciada y lo que le había sucedido, la había tornado en este estado. Sabía que el hermano había sido el de la decisión y sabía del odio acérrimo que ella le profesaba, incluso en la nebulosa de su locura. La miró con atención. Cargaba algo entre sus ropas. Algo que extrañamente, le pareció una escopeta.

Ya estaban todos adentro del pequeño teatro. Ahora, la noche se volvía calma. Sabía que los chicos no iban a aguantar mucho el espectáculo, así que decidió permanecer hasta el final. Estaba muy contento. Nunca había vendido tanto en tan poco rato. Atizó el fuego de su carrito y apretó con un alicates el alambre que sostenía el parche improvisado. Respiró el aire frío de la noche. Se sorprendió de ver a don Henry fumando un cigarrillo. Estaba seguro que el francés tacaño y mal hablado no fumaba. Nunca le había visto hacerlo, pero más le sorprendió verlo apoyado contra la única lumbrera de la plaza, vistiendo un abrigo negro y no en el espectáculo. Sonrió al recordar la razón. Todos sabían que su mujer tenía amores con don Esteban. El pueblo entero les había visto y nadie podía culparla. Henry era una bestia y ella era una dama, hermosa y distinguida. Por alguna razón, lucía en la imaginación mucho mejor del brazo del español ladino y oportunista, pero de buen corazón. Su carrito y el negocio se lo debía enteramente a él.

Empezó a seguir con la miraba los pasos de los tres únicos ocupantes de la plaza en ese momento. La loca se había hecho un ovillo y dormitaba entre las rosas que estaban a la puerta del teatro. El francés fumaba otra vez y oteaba la entrada, mirando su reloj de bolsillo. El joven seguía hablando solo y se acercó a calentar sus manos. La cara era tan parecida a la de don Esteban. Le preguntó si tenía algún parentezco con el hombre, pero la respuesta que le dió lo calló al instante. Luego, notó que ocultaba en la pierna una carabina. Tembló. El chico siguió ahi mismo por un rato y se fue. Ya no se esforzaba por esconder el arma.

Todo sucedió muy rápido. Escuchó primero la ovación. Luego, vió a la gente salir del teatro, en una corriente ordenada y colorinche. Entre risas y conversaciones, todo se fue llenando. El manicero no había perdido de vista ni a la loca, ni al francés ni al joven de los ojos azules. En centésimas de segundo, les vió a los tres, al unísono, sacar sendas escopetas y apuntarlas a la concurrencia. Su voz se congeló. Sus ojos, sin embargo, siguieron espectantes los acontecimientos. Un estampido ronco y atronador llenó el aire y silenció la voces. Todo se inmovilizó. Todo.

Un grito destemplado, que pareció el bramido de un animal herido, despertó los movimientos de todos. La gente empezó a correr, chillando de miedo. Los que habían permanecido en el suelo se levantaron de un salto y corrieron también. Sólo la joven esposa del hermano de la loca permaneció en el piso. Fue el grito del marido el que quebró la noche. Ella se desangraba irremediablemente. Don Esteban se les acercó y la vió desfallecer. Vió la manta reptar por detrás del teatro, al chico de los ojos azules salir despavorido; al francés, acomodar su abrigo y partir caminando.

Don Esteban se acercó al manicero y le preguntó, desencajado, qué había visto. Tuvo que remecerle para que pudiera hablar. Lo mismo pasó cuando llegó la policía. Estaba en shock y no pudo decir mucho. Había sido el único que vió todo desde el comienzo. Años más tarde, rumiando la noche de los hechos, horrorizado, ató todos los cabos y se dio cuenta que habían culpado a quien no debían y que la joven mujer fue muerta por error.

manicero

El Cheuto

mendigo

Jean Nicolas Doublet o más conocido como el Cheuto, había nacido en el océano, en la travesía entre Cherbourg y Valparaíso, un día de mayo de un año que él mismo prefiere olvidar. Viajaba en primera clase, junto con su familia entera. Quince adultos y un enjambre de chiquillos, que se divertían haciendo pis en la popa del barco, cuando el viento arreciaba a sotavento. Los baúles de su equipaje iban firmemente custodiados y la casona del comodoro inglés que les recibió en el puerto de su destino, se vino abajo, en el terremoto más grande que la imaginación pudo concebir, apenas seis meses después que se hubieron instalado. Ahí empezó la diáspora de su familia. Ahí fue que lentamente perdió su idioma y sus costumbres y fue ahí mismo cuando Jean Nicolas empezó a convertirse en el Cheuto.

La vida dio varias vueltas, que Jean Nicolas se negaba a recordar, aunque con los tragos calentando su gaznate, algunos asomaban porfiados. Su matrimonio en Valparaíso y sus dos hijos mayores, corriendo en los jardines de la casa de sus suegros, importadores de productos finos, que cayeron en desgracia cuando contrabandistas sin escrúpulos mancillaron sus cargas de cognac. No valieron ni las influencias ni los ruegos. Los cagaron, chillaba el Cheuto, ebrio ya y transformado.

Crecieron los cuatro hijos, entre malabarismos para pagar las cuentas, mantener las apariencias y el honor. Jean Nicolas ejerció por varios años como profesor en las casas de sus amigos más acomodados, una nueva elite que se esforzaba por ser educada y fina. Enseñaba francés a los ingleses, inglés a los franceses. Economía y finanzas a los judíos. Matemáticas y física, sólo por si acaso, a un grupo de alemanes mal hablados, que le despreciaban con toda su alma, por razones netamente políticas. 

La fortuna que le quedaba se iba licuando de a poco, mientras su mujer bordaba por encargo y sus hijos iban a la universidad,  pero la debacle se hizo inminente cuando Jean Nicolás hijo, brillante, buen mozo y todo un caballero, fue acuchillado una noche de tormenta, en un callejón del puerto y mientras sus pertenencias iban desapareciendo, con la rapidez de la rapiña de los ladrones, su rostro se iba tornando cada vez más lívido. Si hubiese contado con asistencia, dijo el médico, hubiera sobrevivido, pero lo dejaron desangrarse en medio de un charco de agua putrefacta, mientras los perros del barrio iban meando sobre su cuerpo moribundo, olisqueando sus pantalones, como lo hacían con los borrachos.

Todo se destrozó de un golpe. Como un ligero y fino cristal, el alma simple de Jean Nicolas no pudo soportar tal escena y luego de la tercera jornada de embriaguez, tomó un atado con sus pertenencias y abandonó la ciudad. Nunca más supieron nada de él. Vagó por el país, tratando de mantener una vida ordenada, pero fue imposible. Tomaba para olvidar el dolor y las caras de espanto de sus familiares cuando le vieron partir. Mal alimentado y deprimido, siguió bebiendo hasta que se le hizo una costumbre. Su espíritu se fue degradando y poco y nada quedó del diligente profesor francés, que debatía a los clásicos griegos con la propiedad de un sabio. Fue entonces que nació el Cheuto.

Lo conocí en la casa de Amelia, cuando ya llevaba mucho camino recorrido y estaba rozando el delirium tremens. Sus cicatrices de peleas y golpizas, le hacían ver como un perro callejero, abandonado desde siempre. Lo recibieron a instancias de mi padre, que le pareció que podría ser de utilidad. Algo en sus ojos le dijo que no siempre había sido vil y mal hablado y en muchas noches de lluvia, el Cheuto le fue contando pedacitos de su historia. Cuando mi padre pudo armar el cuadro completo, tomó contacto con sus familiares, pero había incluso una tumba sin cuerpo con su nombre, en el cementerio general de Valparaíso. Su esposa se tomó la molestia del homenaje para olvidarle totalmente. ¡Yo no tengo nombre!, gritaba en su borrachera y sólo Amelia era capaz de lograr que se fuera en paz a dormir. Cuando ella murió, guardó un día de sobriedad en su memoria. Después, no lo vimos nunca más.

Es que eres la Mamá

Ya termina el noticiero. Las mismas nuevas repetidas hasta el infinito, día tras día, por la cajita hipnotizante, que luce imponente en mi dormitorio. Quiere llover afuera. Gotas porfiadas golpetean los tejados. Frío y escarcha. Vaho y noche. Los vecinos se dirigen corriendo a sus casas. Un humo azulino lucha por salir de las chimeneas.

Escucho repicar el teléfono. Lejano, suave. De pronto, se torna molestoso, urgente. Contesto. La voz de mi madre. Escucho nada más que su voz al otro lado de la línea. Llora suavemente. Me congelo. Apago el televisor. Me concentro en su voz. Pregunta, inquiere, hace pausas, escucha. Me congelo. Mi boca se torna seca, mi respiración no me alcanza. Me evado en un recuerdo. No puedo. No encuentro ninguno.

Era seria y de pocas palabras. Abrazos espaciados, caricias sólo en caso de dolor y la firme resolución de criar una familia numerosa con sólo un ingreso. Los recuerdos de la infancia se mezclan entre risas y juegos, entre libertad y espacios abiertos. Jamás una inquisición por tal o cuál disparate venido a la mente infantil de su prole. En el gran caserón, había espacio para todo. Actos de circo, magia, investigación, teatro, jardinería, construcción. Todo era posible y esa era la consigna. Todo era regulado por su sabiduría siempre exacta, su tino siempre perfecto. Sus conocimientos irrefutables. Pilar fundamental, espacio infinito sin pausas ni treguas. Enfermera, profesora, economista, sicóloga, cocinera. La roca que golpeaba el mar de las enfermedades y los sinsabores de la existencia. Ahí se refugiaba la familia y ya no había más temor. Ahí se terminaban las pesadillas y los dolores. Todo se transformaba en calma. Todo era más sereno al calor de la mamá.

¿Estás ahi? Inquiere su voz nuevamente. ¿Qué hago? me dice en un suspiro que suena a súplica. Me miro en un espejo imaginario y no sé francamente qué decir. Quisiera evadir la pregunta, la situación entera y volver a nuestra casa, al olor del pan recién horneado, a la tranquilidad de nuestro existir. No sé qué decirte, mamá. Consulta a los médicos que se han  llevado a papá al hospital, digo de último, en un intento de escabullir toda responsabilidad. Todo se me cae, mientras su voz me sigue susurrando los hechos. La enfermedad repentina, el dolor desfigurando la cara de mi padre. Los trámites tediosos, los diagnósticos médicos alarmantes y dispares. Puede morir, me dice en medio de la cantinela y mientras me convierto en un ovillo digo, más para mí:  No, mamá, eso no va a pasar.

Le pido un minuto. Corto con ella. Llamo al hospital. Averiguo el estado general de mi padre. Lo van a intervenir. Aviso a mis hermanas. El diagnóstico es reservado, llame en una hora más. La metálica voz de la enfermera de turno me vuelve a mi lugar. Mamá, mamá, prepárate, yo voy en camino. Escucho su voz aliviada. Escucho su respiración más pausada y por un segundo que parece horas en el martillar de mi cerebro, siento que es tan injusta. Por qué ahora deja de ser quién es, si lo sabe todo, es LA MAMA. No me abandones ahora, que yo sí tengo miedo, que yo tampoco sé qué hacer.  No te vuelvas vulnerable, no me preguntes, no me hagas decidir. No dejes de ser la Mamá.

Lágrimas corren apuradas. Tengo miedo. Tengo mucho miedo. Siento, por vez primera, la vulnerabilidad del existir. Te abrazo, mamá y te siento tan pequeña, tan frágil. Tus ojos están hinchados, tu piel luce cansada, tus manos. Tus manos siguen como siempre mamá. Te miro desde el fondo de mi corazón y entiendo que sufres. Caminamos juntas. Te escucho. Hablo tonterías para hacerte reír. Nos remontamos juntas a los días de mi niñez y sospecho que entonces también tuviste miedo y también tuviste que hacer de tripas corazón y tragarte tus lágrimas saladas y tu dolor, para  permanecer incólume, pragmática, organizada, que es como yo te recuerdo y como me enseñaste a ser.

Soy egoísta mamá y lo reconozco. Quisiera que nada cambiara y que me abrazaras más seguido. Que me digas que está todo en calma y que esta vuelta inexorable de la vida no sucederá. No quiero que dejes de ser tú. No quiero reemplazarte en las decisiones, porque lo has hecho fantástico desde que tengo memoria de los hechos. No quiero que me digas que no sabes. No quiero verte dudar, no quiero, porque sé que eres la Mamá y en esa sola certeza, está todo donde se supone que debe estar.

madre