Natasha

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Era la reunión más importante. Si cerraba este trato, podría deshacerse por fin de este fastidioso «competidor» como le llamaban. ¿A quién querían engañar? No había competencia para él. Era el único. La editorial más grande del país le pertenecía. Las revistas de opinión de mayor circulación le pertenecían. Él elegía lo que la nación entera podía o no saber. Era intoxicante, maravilloso. Un éxito completo. 

Aquí estaba, en esta mesa de caoba, como tantas otras veces, con su cara de póker, balanceando su pluma Mont Blanc, atento a cada movimiento, a cada respiración de su adversario. Este trato era tan importante. Siendo apenas un chico, pasó por afuera de la compañía y quedó maravillado con su escaparate. Fue su motivación para dedicarse al negocio. Ahora, estaba a punto de comprarla, con todo lo que eso significaba. El llamado «zar de las comunicaciones» estaba de rodillas, frente a él.

El teléfono suena insistentemente. La voz del otro lado de la línea se escucha alterada, histérica. Por favor, Fraulein, dígale a mi marido que es vital que atienda mi llamada. Estoy desesperada. El señor Franz no puede atenderle señora, le ruego que me diga en qué puedo ayudarle. ¡No! Franz y sólo él. No acepto su ayuda. Entiéndame. Sólo Franz.

«Su esposa en la línea. Insiste en hablarle. Dice que es una emergencia». Son las frases en el papel color lúcuma que la secretaria, discretamente ha dejado sobre la carpeta con los documentos para firmar. Sólo falta un detalle y estará todo listo. No puedo ahora. Dice que es importante, insiste la secretaria. ¿¿Pero ahora??. Está bien, déme con ella, por favor.

La imagen que tenía de ella era de cuando la vió por primera vez, con su abrigo de piel de marta , su hermoso sombrero y su figura. Oh, Natasha… En ese instante supo que debía casarse con ella inmediatamente. El hecho que ya estuviera casado, no fue mayor problema. La convirtió en su esposa, aunque muchos le advirtieron que ya había mandado a la banca rota a dos maridos antes. Nada le importó.

Su apostura de princesa, sus piernas interminables, su voz arrulladora,  su fantástico buen humor, su clase distinguida y la pasión enfermiza que les envolvía por las noches, silenciaron todo rumor. Era la mujer ideal para esta etapa de su vida. Consentía cada una de sus chaladuras, porque ella le sabía adornar con todo lo que a él le faltaba. Fantástica anfitriona, se codeaba con los más importantes personajes, como si los hubiera conocido de toda la vida. Era simplemente perfecta.

Mientras esperaba la conexión, recordaba su aroma, su risa  y todas sus excentricidades….. ¿¿Franz?? Ohh, Franz, por fin. Eres tú. Ven, ven ahora mismo. Un animal salvaje se ha escapado del circo y está aquí, en nuestra casa. ¡Tienes que venir!. No puedo querida, ya sabes, es la reunión más importante, estoy a punto de cerrar…. ¡No, Franz, debes venir!. Estoy en peligro, por favor. Llama a la gente del circo, querida. No quieren venir, Franz, tienen miedo. Llama a la policía, mi vida. No, Franz, ya los llamé, no quieren ayudarme. Tú eres el único Franz, por favor. Te lo ruego, debes venir.

Él respira profundo, mientras escucha sólo el tono muerto de la línea telefónica. El negocio de su vida, a punto de cerrarse, la mujer de su vida, en peligro, pero tal vez… Fraulein, por favor, mi avión.

El viaje sólo ha tardado media hora, pero el sudor baña su camisa y ha sido preciso que la cambie en el pequeño aeródromo. Está espectante. Avanza raudo por la ciudad, en su nuevo Bentley, bordeando el hermoso lago, hasta llegar a su villa. No hay nadie alrededor, no se escucha un suspiro. Ni el jardinero ni la empleada. Ningún vecino. Ni siquiera un auto estacionado. Ingresa lentamente, no hay rastros de violencia ni nada inusual. Sube a las habitaciones. Nada. Va al gran comedor. Nada. Camina por el pasillo alfombrado, buscando algo que esté fuera de su lugar. Ya ha olvidado el gran negocio.

Escucha ruidos en la cochera. Avanza lentamente, premunido sólo de su valor. Traspira nervioso. Aguza el oído. Abre la puerta con cuidado. Un Jaguar último modelo ocupa el lugar de su antiguo Rolls. Natasha está sobre el capó, cubierta sólo por un  abrigo de piel, nuevo. Su mano derecha imita la garra de un felino. Grrrrrrrrrrr, dice ella, saludando.

Allá arriba

Nada había dado resultado. Ni las friegas de romero y sal de mar en aquella terma perdida entre las montañas, ni las inyecciones de oro puro en sus cansadas y deformes coyunturas, ni el trocito de la cruz que había llegado misterioso y sin remitente, envuelto en un paño bordado por monjas, desde algún lugar ignoto.  Nada había detenido el dolor ni la tragedia. Nada, ni siquiera su sonrisa.

Félix estaba al lado de su cama, a pesar de las prohibiciones del médico y las enfermeras. Sabían que le pasaba cigarrillos a escondidas y que Brigitte los fumaba en silencio, disfrutando la mortal bocanada. Sólo era una pitada. El resto del delgado cilindro mentolado se perdía en la taza del W.C. Era la única forma de aguantar el dolor, decía ella. El único placer que le iba quedando. Atrás estaban los viajes en primera clase, las joyas, los perfumes franceses, las cenas fastuosas, los amigos. Todo se había congelado en un tiempo más allá de este tiempo, porque Brigitte sabía que estaba muriendo. Lentamente y con dolor. Exactamente como ella siempre había temido. Ningún calmante era suficiente y sólo la suave pitada entre sus labios secos le abstraía de los extraños fantasmas que moraban en el hospital.

Él la acompañaba, como juró hacerlo aquel día de verano cuando contrajeron  matrimonio. Sólo se iba a ratos, porque las arcas familiares fueron mermando y tuvo que empezar lentamente a echar mano de las pinturas, primero, luego de los ahorros y finalmente de las joyas de Brigitte. Una a una fueron desapareciendo, de manos de usureros y prestamistas, que se mostraban tan solícitos y amables. Incluso le daban una palmadita en la espalda a la salida. Félix se juraba a si mismo que regresaría por lo empeñado, porque ella no iba a ser capaz de entender este desprendimiento, pero en su interior, sabía de sobra que no era posible.

El cirujano no pudo continuar la operación, le dijeron a la entrada del hospital, con las mismas caras inexpresivas que ya se había acostumbrado a ver. El tumor es demasiado grande, dijo el médico, la enfermedad ha avanzado muy rápidamente. Félix le miró intrigado y, absorto en sus pensamientos, sólo atinó a preguntar ¿cuántos años tienes, hijo? Me dices con tanta soltura que mi esposa va a morir de un momento a otro, pensaba que eras algo mayor.

Empecemos con el tratamiento de morfina, ordenó el facultativo al día siguiente. Con las ampollas entre sus manos, Brigitte bromeaba sobre sus sueños. Esta sustancia es tan finita, reía, pero su semblante cambiaba cuando debían inyectarla. Félix se la imaginaba desde afuera y no podía hacer nada más que estrujar la fotografía que guardaba consigo, en el bolsillo de su camisa. Era la estampita de la Virgen de Pompeya. Brigitte se la había regalado en uno de sus viajes. No la sueltes nunca, viejo, insistió entonces, misteriosa.  No la dejes nunca de lado, que te protegerá cuando estés lejos y yo no pueda alcanzarte.

Ingresa a la habitación, en silencio, después de la inyección. Brigitte le mira perpleja. Me trajiste mi cigarrillo, pregunta. Quiero salir de aquí. No me dejes morir encerrada. Ellos se darán cuenta de todo, qué vergüenza, Félix. No los dejes. Sácame de aquí te lo ruego, que no se enteren de nada.

¿Qué quieres que haga mujer? ¿Dónde quieres ir? Arriba, Félix, al cielo. Quiero sentir el viento en mis oídos, quiero ver el cielo azul, como la primera vez que salimos a volar juntos. ¿Tienes todavía el foulard que te regalé, verdad? Vámonos. Que no se enteren. Prefiero irme en silencio, arriba sin aire, que acá rodeada de gente, que me mira como a una atracción de circo. Sácame de aquí te lo suplico, tú sabes cómo. Siempre has sabido cómo.

El suave aeroplano está arriba de las nubes. El ruido es molestoso. Félix y Brigitte casi no pueden escucharse. Sólo se toman de las manos. Entra el viento por la ventanilla del copiloto. No te vayas, querida mía, susurra Félix en su oído ya sin vida. No te vayas.

entre nubes

Amanecer

Detrás de la montaña, la suave luz va abriendo su propio espacio entre la niebla y las estrellas. Empuja con fuerza, sin embargo, el pesado velo negro que cubre el cielo. Los colores de la aurora van saliendo uno a uno hasta formar la paleta colorida de rojos, naranjas y amarillos. Las nubes se acomodan obedientes y el viento las despeina un poco, para romper su simetría.

El aire se siente nuevo, primigenio, animoso. Trae recuerdos y esperanzas. Trae el nuevo día.

amanecer

El Asesinato de mi Padre

carreta

El hijo mayor del hombre que llevaba su mismo nombre se había quedado a cargo de la hacienda, desde que la desgracia asolara a la familia. Entonces, sintió que estaban condenados, no quiso tentar al destino y no exigió respuestas, aunque las dudas las siguió viendo día tras día, incluso en este instante tórrido, que le hizo recordar al joven la jornada infame en que mataron a su padre.

En la noche de un verano macho, don Constantino había ido al pueblo, montando su manco consentido, ataviado con sus mejores galas, espuelas de plata, colleras en su camisa y su sombrero de fieltro tieso y negro, que, de lejos, parecía un cuervo gigantesco posado en su cráneo ya sin pelos; con la tos seca y pegajosa del que ha fumado demasiado y los dedos amarillentos de sus manos grandes, cubiertas de venas azules y verdosas que agarraban las caderas de las mozas cada vez que tenían oportunidad.
Iba una vez por semana, lloviera o tronase, a echarse unos tragos, jugar a la brisca y ver a los viejos amigos de siempre, que se instalaban en la misma mesa del fondo del salón, contaban los mismos chistes y cuentos que tenían en la memoria, al amparo de los vasos, recargados cada tanto, por la animosa mano del empleado del bar del Hotel Unión. Allí permanecía horas, nada más que gastando su dinero, hablando de lo mismo, una y otra vez, cosechando miles de quintales de trigo, contando centenares de vaquillas preñadas y sintiendo un desmedido orgullo por el hijo de su corazón, aquel que llevaba su mismo nombre.

Esa noche, ebrio y desarmado, fue atacado arteramente por una banda de ladrones, que después de degollarlo como a un cerdo, lo dejaron botado en la vereda del camino, sin botas ni cinturón, con su cabeza contra la cuneta. No sintió dolor, no hubo gestos en su cara que delataran el sufrir, sólo sus manos empuñadas quisieron decir lo que no pudo mientras tuvo un hálito de vida.

No apareció por ninguna parte, pero nadie en la familia pareció impacientarse demasiado. Sin embargo, la hija empezó a arrastrarse por las murallas, con el ceño fruncido y los dientes apretados, después de haber hablado con la madre de Azucena. Miraba el horizonte con atención enfermiza y salía disparada a la puerta, a la llegada de cualquier visitante. Esperaba lo peor y se persignaba a cada rato, sin poder articular una palabra, mientras unos pequeños jotes se iban posando más y más cerca de la casa, con una osadía extraña y una confianza infinita.

El mozo avistó a las aves y trató de espantarlas con su sombrero primero, luego con una escoba, pero se negaron a moverse, sólo se desplazaron por la cerca un poco más lejos de su alcance, pero ahí se quedaron, bien a la vista, hasta que el joven Constantino salió. Entonces, emprendieron el vuelo lentamente, uno primero, luego el otro y esperaron. Lo acosaron durante todo el día. Se perdían de vista y volvían a aparecer. Era como si quisieran decirle algo.

Pronto cayeron todos en cuenta que el hombre no iba a regresar. En la noche, los búhos planearon por afuera de las ventanas del gran caserón. El vecino, a la mañana siguiente, acusó un bulto en el horizonte y unas aves volando en círculos concéntricos muy alto. Entonces se decidieron, entre los ruegos de las mujeres y los mozos más viejos, que se santiguaban rapidito, para no ser moteados de cobardes.

Sólo el joven Constantino se atrevió a reconocerlo, botado como estaba a la orilla del camino. El cuerpo estaba hinchado y cubierto de gusanos y moscas. Habían seguido el vuelo macabro de los tres pequeños jotes que iban y volvían y que habían perturbado a todos en la casa, llenando de superstición a las mozas, que habían organizado cadenas de oración, porque este era un signo inequívoco de la mano del demonio.

Desde aquel día, se negó siempre a la oración. Le traía el recuerdo del horror del padre descompuesto en sus propios humores, sin que hayan tenido la oportunidad de atrapar a quienes se habían atrevido, sin que hayan podido organizar una pompa fúnebre como correspondía, porque la sola pestilencia del cuerpo fue suficiente para marchitar dos matas de ruda y hacer que la gata pariera antes de tiempo gatitos con dos cabezas, que fue necesario eliminar. La carreta que transportó el cuerpo sin vida, se llenó de los mismos gusanos que pululaban en el interior del occiso y hubo que quemarla, untándola con alquitrán y parafina.

La fatalidad les acompañó desde entonces, y por más que el joven Constantino se esforzaba en vencerla, siempre acudía a su lado, como una compañera silente y molestosa. Ahora, que veía esta yunta de bueyes con crespones negros, se convenció aún más.

La Fortuna

Cuando se enteró del nombre de este puerto, supo que era la culminación del estrecho de Magallanes; aquel lugar de antología del que todos los marinos hablaban y temían, del que se contaban historias pavorosas de naufragios, pérdidas, destripamiento de hombres y desolación. No le importó nada de eso. Había robado dinero, de las pertenencias de la tripulación del barco en que había viajado, pero no era suficiente para un cuarto decente, sí para un baño de tina y un par de cigarrillos que los fumó al instante, sin poder disfrutarlos.

Vagó por la ciudad unas horas, pero los olores de las cocinerías le hacían perder el juicio. Entró a una de ellas y con las pocas monedas que le quedaban, probó un guiso de cordero, grasiento y desabrido, que le supo a manjar. A su lado, unos tramperos jugaban cartas. Se quedó mirando el juego, hasta que el dueño del establecimiento, por señas, le dio a entender que se fuera. Él le habló en perfecto español y le indicó que quería quedarse. Si quiere quedarse tiene que jugar, si quiere jugar tiene que apostar, dijo. Si no tiene dinero amigo, váyase por donde vino y ni se le ocurra meter sus narices de nuevo en mi negocio.

Estuvo a punto de abandonar el lugar, cuando uno de los tramperos, borracho, de pelos tiesos y con dos dedos menos en sus manos, le dijo, amigo, si sabe cómo,  reempláceme, porque tengo que mear. Estoy dos horas en esta mesa y no aguanto un minuto más. Estos indios de porquería, le pegan a uno enfermedades tan graves. Llevo meando sangre por dos semanas; por eso los señoritos quieren deshacerse de ellos. Cuide mi rifle y no se mueva, que vuelvo enseguida.

Él se quedó perplejo, pero se dio valor y se instaló en el puesto del cazador. Pronto estaba metido en el juego, no era tan difícil y después de todo, estos tipos estaban todos borrachos y seguían bebiendo. El que había ido a mear no regresó tan rápido y al cabo de un rato, todo el mundo lo olvidó.  Iba ganando. Un corrillo se formó en su mesa y le escucharon maldecir en catalán. Uno de ellos dijo de pronto que estaba llamando al demonio. Se burló y agarró un cigarrillo de la mesa. Se rió abiertamente y varios retrocedieron. Tenía esa mirada maquiavélica que le haría tan popular después. Sus ojos  se tornaban eléctricos por la excitación del juego. Seguía ganando.

Al cabo de dos horas, tenía sus bolsillos hinchados de dinero y estaba aún a cargo del rifle del trampero. Salió afuera a aspirar un poco de aire fresco. Estaba eufórico. Dio la vuelta a la pequeña choza y encontró un bulto tirado en el suelo. Era el hombre dueño del arma, que yacía muerto, con sus partes nobles al aire, expeliendo un olor a podredumbre de todo su cuerpo. Se quedó helado por un segundo. Un pensamiento fugaz le dijo, corre, sin embargo,  llamó a los otros tramperos y vieron que el sujeto estaba bien muerto. Se rieron, todavía borrachos y brindaron un último trago por él. Nadie sabía su nombre, nadie sabía su historia. Quédate con el rifle, si te interesa, le dijeron. Tiene los pelos de trece onas y cinco yaganes. Es un buen número, aunque no era tan buen tirador, rieron.

magallanes

 

Prisionero

atado

El pastor había terminado de hablar. Habían sido los  veinte minutos más largos de su vida. Cada reunión, cada convite, cada conversión, cada vez le parecía menos sincero, menos grato, menos todo. Estaba ahí, porque tenía que. Ni siquiera porque creía, sólo porque tenía que, como había tenido que, desde el inicio de su vida.

Cada día sábado, presenciaba los milagros de la nueva iglesia evangélica, pentecostal y misionera , veía los mismos rostros, buscando al Señor, creyendo a pié juntillas todo lo que el pastor hablaba, con su voz destemplada, sus trajes mal cortados y su biblia manoseada, que esgrimía, como un objeto puesto en su mano por el Señor Jesucristo. Le fastidiaba la hora de la colecta, cuando los pobres feligreses debían estrujar sus magros bolsillos en pos del bienestar del pastor. Odiaba cuando los avergonzaba en público, indicando sus faltas,  señalándolos como ejemplos de pecado y  desidia, tratándolos como un rebaño de estúpidas ovejas, que le debían pleitesía a su poder y sabiduría.

Por obra de esa misma sabiduría es que había sido obligado a casarse, sin que hubiera apelación o razón posible, con esa muchacha delgadita y simple, sobrina del pastor, que se bajó sus calzones con demasiada rapidez, que no fue capaz de contener la furia de su sexo y quedó embarazada a la primera vez. Se negó, trató de escapar incluso, pero la zurra monumental propinada por su padre, más las imparables letanías de su madre y la sobrexposición enferma en el culto del día sábado, le quitaron las ganas de seguir. Estaba atrapado, no le quedaba más que agachar la cabeza y seguir presenciando los milagros, en cada borracho que confesaba había dejado el vicio, en cada familia que aceptaba al sátrapa y tramposo del padre ausente y en cada enfermo dudoso, que aparecía, por artilugios del mismo Jesucristo, sanado y salvo.

Sus hijos nacieron, uno luego del otro, sin que hubiera tiempo de respirar, disfrutar o siquiera esbozar un mínimo resuello. Como buey en un yugo imaginario, como un preso confinado, estaba irremediablemente perdido en esta realidad aplastante, con una esposa anulada por la religión y la tele y su familia detrás, empujándole a seguir en esta vida sin un sentido más que sólo proveer.

Todo sucedió tan de golpe, que cuando mira hacia atrás, no tiene claro cuándo empezó. Recuerda su humilde puesto como ayudante de panadero y lo otro que recuerda es la risa sonora, como una cascada, que se escuchaba en el lugar, siempre a la misma hora. No podía determinar de dónde salía, si era producto de su imaginación o sólo parte de la fiebre que le provocaban los hornos funcionando todo el día. Hasta que un día, el panadero lo envió a las afueras del local con las canastas de pan fresco y ahí la vió. Su risa, sus manitas nerviosas y sus ojos oscuros. Estaba allí, al alcance de su mano, pero de pronto, la voz satírica del pastor, grabada en su cabeza, le hizo agacharla y volver a la trastienda.

Se las arreglaba para salir afuera, a la misma hora, que era cuando ella entraba a comprar. Venía de la peluquería de al lado y traía cada día una imagen nueva, un corte de cabello, un nuevo color, lo que fuera, pero su risa era la misma, siempre. Le miraba curiosa y amigable mientras él no sabía qué hacer con el retumbar de su corazón. Ya no podía vivir sin esa sonoridad entrando por sus oídos, penetrando su cerebro y bajando despacito a su corazón.

De pronto y sin que nadie se diera cuenta, estaba entre sus sábanas, acariciando sus cabellos multicolores y llenándose de esa risa que era como un baño de lluvia a la costra gruesa que encerraba su alma. Se rebeló a su vida, pero fue inmediatamente reducido. La realidad era más aplastante que nada. Pero no renunció. Era tan libre en este espacio entre su espalda y su corazón, entre sus manos dulces y sus pelos de colores, entre su aroma a perfume de flores y los deliciosos sandwiches de carne y mayonesa, compartidos al pasar, entre su llegada y el inevitable momento de su partida.

La tarde que llamó su esposa, apenas se había despedido. Las migas del pan aún pendían juguetonas de sus labios, pero la voz, chillona e histérica, le decía algo de un accidente, en una cantaleta monótona que repetía su nombre y sus deberes. No pudo resistir, tuvo que ir. Debía estar. Justo cuando había decidido terminar todo, hablar con ella y decirle que no la soportaba más,  justo entonces esto pasaba. No era libre, no podía serlo. Se maldijo miles de veces, estando en el hospital, viendo a su hijo con su cabeza vendada y los doctores hablando de hematomas internos.

Se sentía extraño, mirando en retrospectiva, mientras sus dedos tocaban de memoria, en el teléfono, el número de aquella de la risa sonora, que como una cascada en medio del bosque, le remecía de esta pesadilla, cada vez que la escuchaba. Quería decirle tantas cosas, pero esta verdad evidente estaba por encima de cualquier decisión. Estaba atado de pies y manos, prisionero nuevamente. Cantaron la última canción del servicio y se dirigió, con su terno gastado, de vuelta al hospital.

Miradas

Entonces, reconocí la mirada de la fotografía, aquella que por tantos años no había podido definir en mi mente, aquella que me perseguía por las noches, oculta en mis sueños. Ahora ya sabía quién era. Mi corazón dió un salto y la sonrisa iluminó mi cara. Estaba todo claro.

En paz finalmente con mi conciencia, con mis recuerdos y con esa voz esquiva que me perseguía, pude seguir durmiendo. De pronto, los ladridos en la calle me sacaron de mi descanso, levanté la cabeza y traté de aguzar mi oído. Unos borrachos discutían acaloradamente, mientras la lluvia caía. Presté atención. Miré por la ventana y entre la bruma, pude ver su cara.

ventanal

 

Certezas

novillo

La vieja artesa soportaba estoicamente las batallas navales protagonizadas por los niños, las matanzas de cordero para los años nuevo, los embates de la lavandera y el calor del sol. Cuando tomaban posición partes de la montaña de sábanas, un olor dulce y penetrante exhalaba de ellas, en medio de vapor de la gran batea con agua caliente y la espuma del detergente. De la llave improvisada, brotaba el agua limpia, que pasaba por una cañería negra. Decían que, en las mañanas heladas, esa agua podría despertar un borracho, pero no había habido forma de comprobarlo, mientras el pasto seguía saliendo debajo, como una especie de selva en miniatura, con sus propios códigos y ecosistema.

Las mujeres se turnaban, todas las semanas, para usar la artesa y terminaban con sus manos coloradas, mientras los viejos cordeles se cimbraban con el peso y el patio se regaba con el estilado de la ropa. Nadie creía que se lavaba ahí, porque el lugar se veía tan patético y polvoriento, la muchachas tan acabadas y el ejército de niñitos, de padres desconocidos, recogiendo las monedas que caían de los bolsillos de los clientes, era francamente conmovedor y molestoso, mientras la música brotaba de una radio a pilas destartalada y cubierta de grasa, que se ubicaba estratégicamente entre las botellas de cerveza.

Apolo Fernández llegó temprano esa mañana, henchido el corazón y con el dolor de cabeza que no le abandonaba. Tomó posesión de una cuarta de la banca, en la feria de animales y vió como fueron bajando sus hermosos novillos. Cuidados con esmero y dedicación, cada uno con su nombre impreso en una libreta cuadriculada, que indicaba cuándo había nacido, de qué toro había salido y todas sus vacunas. Eso se lo había indicado un veterinario y él, responsable y cumplido, había seguido el consejo al pié de la letra. Ahora debía esperar que su lote saliera al remate. Veía entre las gradas a los más ricos dones de la comuna, paseándose con sus ponchos color plomizo, tratando de parecerse a los más pobres, para que nadie les jodiera con una limosna o un favor, pero se notaban a leguas. Sus sombreros impecables, su botas que costaban un mes de sueldo de un jornalero y sus cigarrillos perfumados. Se rió bajito y saludó a uno con la venia de su gorra. Ahí venía su lote.

Francisco Tenorio, sargento segundo del retén, llegaba cada martes a tomar un trago por cuenta de la dueña del bulín. Se quedaba largo rato conversando con ella, mientras el alcohol le iba nublando la vista, hasta que solicitaba, por razón de su uniforme y el poder conferido en él por la nación, que se le facilitara a una de la muchachas para hacerlo de gratis. Asi, cada martes, alguna tenía que irse a la cama con Tenorio, aguantar su borrachera y su manía de marcarles el cuello a mordiscones. Ese martes no fue nada distinto, la radio a pilas sonaba como de costumbre, parapetada entre las botellas de cerveza,  mientras los clientes iban llegando lentamente, todos con los bolsillos bien llenos, porque la feria  había estado de primera.

Apolo había vendido con un margen superior a todos sus pronósticos y se dirigió, presuroso, al almacén para comprar los encargos de su madre. Contaba de memoria los billetes escondidos en su bolsillo, cambiaba de lugar los fajos calentitos y mantenía sus sentidos alerta, no vaya a ser cosa que le asaltaran, como pasaba tan a menudo. Salió del almacen a paso quieto, se dirigió al terminal de buses y volvió a tocar sus fajos, como delicados pajaritos que hacían nido en sus bolsillos. Pensó en la hermosa camioneta que pertenecía al hijo de don Nicomedes. Decidió hacerle una oferta en cuanto llegara a su casa. Dejó sus bultos encargados en custodia y se dirigió al pequeño restaurante para almorzar una cazuela.

La dueña del bulín golpeó la puerta, mientras Tenorio aún estaba acostado. Le llenó de furia esta intromisión y le largó un rosario de palabrotas que retumbaron en toda la casa. ¡¡Te vuelo la cabeza de un tiro, vieja de mierda!!, gritó de último y se decidió a bajar, no sin antes propinar el mordisco de rigor y escupir en el piso, como siempre, mientras se ajustaba su uniforme.

¡¡Apolo Fernández!!, dijo el hombre sentado en la cabecera de la mesa. ¡Tanto tiempo!. Tenemos que celebrarlo. Tráeme dos combinados, le ordenó  a la muchacha del servicio, y una cazuela calentita para mi amigo.  Después de un rato y de otros dos combinados por cabeza, se dirigieron, caminando a paso vivo, al bulín. Apolo ya no recordaba ni la camioneta ni a su madre, ni sus hermosos novillos ni su campo, sólo acariciaba sus billetes, que lentamente se habían movido hacia su sexo y le provocaban unas cosquillas que ya sabía como remediar.

Francisco Tenorio observó, al bajar, el bulín bien lleno y se decidió a esperar por unos tragos gratis de los parroquianos y una vuelta al retén, sin pagar pasaje. Por la puerta del fondo, apareció Apolo, acariciando sus billetes y presumiendo de ellos con su viejo amigo, recién encontrado. Los ojos de Tenorio se salieron de sus órbitas cuando cayeron tres gruesos fajos al suelo. No podía dar crédito. Se les acercó lentamente y los dirigió hacia el patio. Nadie volvió a verlos.

Los detectives se  presentaron en el bulín, trece días después, a causa de la denuncia de la desaparición de Apolo, hecha por su madre. Recorrieron todo el lugar, indagaron por testigos, buscaron pruebas, pero la policía ya había estado ahí. Nadie entendía nada y nadie podía dar crédito a lo sucedido.  Francisco Tenorio fue trasferido abruptamente de destacamento, mientras la madre de Apolo no sabía que hacer con tanto ternero dando vueltas y revisaba por si acaso, la gastada libreta de su hijo. La única pista coherente la dio el dueño de la ferretería, que indicó que el sargento Tenorio había pedido una donación de cal viva para su unidad, pero no existía registro de la entrega en el retén. La firma del sargento segundo, un poco chueca, como si hubiera estado borracho, pendía de uno de los extremos de la guía de despacho, que era la prueba que el material fue depositado en la calle, a metros del bulín.

Los niñitos que recogían las monedas de los parroquianos, recibieron, la  tarde de los hechos, una buena propina del sargento y buscaron un hombre que tuviera la voluntad de cavar otro pozo séptico, porque el que  había, por alguna razón, ya no se podía usar. Los detectives pasaron por alto las palabras de los niños y la policía uniformada les regaló dulces, para que se olvidaran de todo.

Diálogos

Estoy hablando sola de nuevo, le dije por teléfono y su risa sonora inundó mis oídos. Este dolor no me deja, insistí y cuando la risa se disipó, escuché sólo su respirar en la línea. Seguí hablando por largos minutos, mientras afuera la escarcha se armaba lentamente y en sigilo. Las ventanas se iban empañando y el frío callaba todo ruido, todo aliento, toda vida. Sólo mi voz rompía el silencio de la noche estrellada, de luna llena, de dolor, de recuerdos y de la esquizofrénica sensación de que, a pesar de todo, el mundo seguía girando.

Nunca te había contado que hablo sola, dije, pero lo hago desde niña, cuando el miedo era paralizante, cuando las pesadillas se esforzaban en volver a mi memoria presente; desde entonces y siempre en mi vida, he hablado sola.  Había abandonado esta costumbre, pero la realidad que me inunda y la vida que se escapa y que es parte de mi propio existir, son mayores a mis fuerzas y a mi resolución de dejar este recurso culpable, que es tan liberador en mí, como para otros cualquier otra manía. Ríe nuevamente y escucho su aliento aterido. Pregunto si está al lado del fuego y me confiesa parcamente que cuando llegó ya se había apagado. Venía de lejos, era tarde y hacía frío. Escuchó en silencio y con respeto, intentó un comentario coherente en medio de la gelidez de la noche. Quizo decir muchas cosas, pero el frío cortó su garganta. Mis lágrimas custodiaban la entrada de mis ojos y resbalaban despacito por mi cara. Tienes frío, es mejor que hablemos mañana, dije de pronto y en medio de la conversación. Gracias desde el corazón, añadí en seguida y me quedé en silencio, mientras me decía la frase del adiós.

Seguí dando vueltas en mi cama, seguí viendo las luces esquivas entre las sábanas y seguí hablando sola por otro rato. El dolor, el miedo, el egoísmo y la cobardía inundaban esta noche llena de luz. Alguna vez sirvió todo lo que ahora me pesaba, alguna vez todo tuvo forma definida y sentido claro. Ahora, nada me parecía legítimo, sólo el paso del tiempo infame, que no dejaba de avanzar. 

Pude haberle dicho tantas cosas, pero todo se diluyó entre el frío y la tardanza de la hora. Compartió mi dolor, sin embargo, y eso era bastante. Estuvo conmigo para escucharme, y eso fue bastante. Mañana ya era otro día.

luna

La Mamá

niños jugando

Rosa se volvió al campo con sus atados con ropa y con su extraña fascinación por la televisión. Quedaba en trance, mientras la pantalla iba mostrando la novela de la tarde. Trataba de hacer algo de provecho, pero la cajita parlante la hipnotizaba. Estaba tan embelesada que, mientras planchaba aquella tarde, erró la pequeña parrilla y la plancha se precipitó de un golpe a escasos centímetros de la cabeza de mi hermana, que buscaba su chupete al lado de la mesa. Ese fue el último día que trabajó, porque la mamá le pidió calmadamente que se fuera . De ahi en adelante,  nos dejaron crecer entre el patio y la galería, en libertad y llenas de sueños.

La mamá controlaba nuestros avezados trucos circenses con el ojo de un lince encantado que sacaba de su bolsillo y le indicaba si estábamos en peligro. Muchas veces usamos la fórmula de la invisibilidad para escondernos en la copa de los árboles y aunque ella salía afuera, no nos veía ni escuchaba nuestras risas, sólo seguía buscándonos intrigada, pero su voz no se alteraba.

Armábamos nuestro propio tren de carga con las banquetas del patio, imaginábamos interminables viajes al espacio premunidas de la caja del refrigerador como nave, escalábamos la montaña de leña en el verano y despiadadamente torturábamos a los pobres primos en las zarzas y el manzano lleno de hormigas.

La mamá vigilaba todo desde lejos. No recuerdo que haya dicho nunca que nos comportáramos como señoritas y que no gritáramos en el patio como criaturas salvajes. Nunca nos prohibió muchas cosas y a cambio de ello, nos enseñó el valor de la decisión tomada, de la complicidad y la responsable imagen de ser hermanas, cada una cuidando de la otra, en la intrincada maraña de los juegos infantiles.

Después del desayuno, con la pausa del almuerzo y hasta el final de los largos días de verano, hacíamos de las nuestras, robando los frascos que estaban destinados a la mermelada, para ubicar bichos, gusanos y lagartijas en nuestro museo internacional.  Aprendimos a cocinar hojas de romaza con pequeños gijarros recogidos con paciencia y en silencio en los sitios donde caían las goteras, haciendo encantadores platos, en los planes de sobrevivencia de los náufragos perdidos. 

Cada planta, cada espacio, cada aire era cuidadosamente analizado por nuestra curiosidad infantil, que tenía pleno espacio y validez en los tiempos de la mamá. Había sólo libertad y nada otro. Sin prejuicios ni mentiras, sin complejos ni las lágrimas del dolor que vienen del alma atormentada, que vimos muchas veces en otros ojos, durante la adolescencia. 

No eramos ricos, decía siempre la mamá, pero nunca me sentí pobre ni marginada, nunca sentí que no pudiera ser capaz de no hacer lo que me había propuesto. Sólo libertad y nada otro, eso ella nos regalaba a cada instante. Ni traumas, ni gritos, ni espacios vacíos, ni castigos sin sentido o normas absurdas que de nada sirven en la vida. Responsables de nuestro propio valer, de nuestros propios estudios y de nuestra propia realización. Eso decía la mamá en diálogos callados que, curiosamente, escucho claramente hoy y que, desde entonces, vienen como síntesis agudas de, tal vez, alguna hipnósis recurrente a la que nos sometió, encantadas por el ojo de lince que llevaba en su bolsillo, que le avisaba prontamente cuándo estábamos en peligro, cuando nuestros juegos traspasaban el límite de lo sensato y cuando ya era la hora de volver al hogar.

El invierno nos daba en la cara, cada vez que volvíamos de la escuela y la gran galería, con su interminbale pared de ventanas nos dejaba ver la lluvia y burlarnos de ella a cada instante. Nos maravillaba con la visión del granizo sonoro y helado que atacaba las plantas de menta que crecían debajo de la llave que quedaba en mitad de la huerta y les quebrada alguna que otra ramita. Allí estaba la mamá también, entre la lluvia y el granizo, con su oído atento a nuestros juegos, con la mirada certera y la instrucción precisa, justo cuando estábamos congelándonos, ella nos llamaba a tomar la leche de las cuatro de la tarde. Dejábamos todo como estaba, en su posición las muñecas que eran víctimas de los secuestros en serie y los trenes de pasajeros, ordenados en fila, en la gran estación imaginaria, ubicada en el cajón de la harina. El triciclo quedaba estacionado y la mamá, por algún pasadizo secreto, ingresaba a hurtadillas, revisaba con cuidado y permitía que permaneciera en su lugar, para el día siguiente. Respeto y libertad. Nada otro. Sin gritos ni peleas, sin discriminación por no jugar a las visitas y preferir escalar montañas imaginarias en la pared de la galería que no estaba terminada. No le importaba que no usáramos falditas ni zapatitos de charol con hebillas plateadas, le importaba que nuestra salud no se debilitara, que nada faltara en el hogar y que el pan calentito que salía del horno de la cocina a leña alcanzara para todos, embarrado con mantequilla y mermelada de mosqueta.

La mamá nos enseñaba en la medida de nuestra propia curiosidad y cuando caía enferma, la casa entera se descalabraba sin sus dotes de malabarista y presdigitadora. Nada estaba en su sitio, todo era complicado y absurdo. ¿Dónde estaba la mamá?

Hoy te abrazo mamá y te busco de nuevo, en silencio y a hurtadillas, a ver si puedo sacar una sonrisa de tu semblante, mientras este invierno extraño nos va cubriendo de melancolía y lluvia. Extraño el granizo de antes, el sol eterno en los días de verano de antes y busco en secreto a ver si encuentro tu ojo de lince encantado y por arte de esa magia, volvemos a ser los que fuimos.

Tormenta

Arropada en su cama, la niñita espera a que las pequeñas luces que aparecen en la noche, se apaguen por completo, para poder dormir. El sueño no llega, mientras la brisa empieza despacio a hacerse tormenta. El sonido del abeto perdido en el antiguo fuerte español, junto con el golpeteo de las drizas en los tres mástiles arreciados por el viento, que sube desde la cañada hasta el alto y atraviesa la calle, para llegar a su patio, le hace perder el sosiego. En el fondo de la casa, se escucha un rumor de crujidos y acomodos. Suenan las latas en el techo, amenazando con despegarse para siempre. Silba el vendaval desde la hondonada, avanzando, avanzando.

Se mira a sí misma, pequeña y asustada; intenta hablar, pero no hay nadie despierto. Trata de salir de su cama, pero el sonido del viento, como un monstruo con forma propia y vida, le conmina a quedarse. No puede emitir un murmullo. Todos duermen. Todos parecen haber desaparecido. Imagina la tromba colándose entre los árboles del patio, levantándolos de sus raíces y arrastrándolos, para tumbar la casa. Se cuela por todas partes y cierra las puertas desvencijadas del fondo del gran caserón. Empieza a llover.

Retumba el aguacero en el tejado, herido mortalmente por el viento, que se yergue como la única resonancia en la noche, más allá de la lluvia, más allá de las drizas y el abeto, más allá de la cañada. Se cimbra la vieja cerca de madera y , del fondo del patio, un sonido como de un disparo, avisa de un árbol que ha caído sin apelación posible, tumbado por la fuerza de los elementos. La niñita arropa su cabeza y se encoge aterrada. Escucha una voz a su lado. Cree que sueña. Aguza el sentido, es su hermanita que también está asustada. Se meten juntas en la camita, cubiertas por el plumón de puntos amarillos y afinan ambas el oído a los sonidos macabros de la noche. Las gallinas cloquean asustadas en su gallinero y los ruidos del tejado siguen amenazando con abandonarlo todo y seguir al viento.

Finalmente, caen rendidas de sueño. Los pequeños ojitos se cierran cuando el aguacero se hace más calmo y la tormenta ya ha cedido. A la mañana siguiente, se dirigirán al gran abeto, en medio de un sol inusitado que alumbra toda la explanada.

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El Zorro

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La luz de la mañana se colaba entre los árboles, atravesaba los campos y entraba de lleno a la ventana. Era lo mejor de su habitación, junto con la pequeña cama, decorada con los dibujos hechos a mano por su padre y el viejo farol, que había pertenecido a su abuelo y que vigilaba, de espaldas a la ventana, a todo aquel que llegara a perturbar sus juegos.

Detrás de la casa, estaba el gran prado que subía la colina y luego el bosque de pinos, oscuro y perfumado, que avanzaba por largos kilómetros en intrincados diseños de su propio espacio. Amaba la soledad que le daba el bosque y en otoño se ofrecía voluntariamente, incluso en las mañanas de escarcha, para buscar hongos comestibles. Respiraba el aroma y henchía sus pulmones con esta energía, mientras sus pies se deslizaban por sí solos, adentrándose en el camino. Se quedaba por largos minutos, mientras los sonidos del lugar le llenaban sus sentidos, se sentía parte de ellos, uno con ellos.

Esperaba con ansias al pequeño zorro que vivía en la espesura. Sólo verle aparecer era su mayor alegría. Se mantenía quieto, conteniendo el aliento, bien plantado para no caer y asustarlo, apartando todo objeto inanimado, excepto su propia presencia, ataviado con la gastada casaquilla de paño y sus botas de goma. Esperaba por largos minutos, hasta que se delataba la criatura entre los pinos, avanzando nerviosa y olisqueando todo a su paso. Se detenía por un momento, se erguía por completo y le miraba a los ojos. Se acercaba con calma y sigiloso y en un segundo, se alejaba corriendo, sin que nada le hubiera perturbado. A lo lejos, se detenía y le miraba nuevamente y desaparecía en el bosque.

Esta mañana está fría, no hay sol y la escarcha aún petrifica todo. Se viste con la casaca que le acompaña en la estación y sale al viejo bosque. Se escucha la carretera a lo lejos, como un zumbido, como el mar, como una amenaza extraña a la paz que siempre gozó. Se interna en el bosque una vez más, con dificultad. Ya no puede colarse entre los troncos muertos con la misma facilidad y aunque el aire aún le trae los hermosos recuerdos y perfumes encantados, su mente se aleja en otras preocupaciones, que van y vienen como el ruido de la carretera. Camina en silencio por un rato, recogiendo hongos aquí y allá. Mira la huella de un camino abierto por caballos y entre el rastro, las pisadas de otro animal. Piensa que puede ser un perro, pero cuando analiza con detención, su corazón da un salto inesperado. Se queda por horas contemplando la vegetación, hasta que ya anochece. De lo profundo del bosque y apenas iluminado por lo que queda de la luz del día, ve borrosa la silueta de un pequeño zorro, adentrándose en el follaje.

Regresa a su casa, con la canasta llena de hongos, las manos ateridas y los pies humedecidos. Sus hijos han terminado de leer, el más pequeño repite para si, «Sólo el corazón puede ver bien, lo esencial es invisible a los ojos»

Náufragos

No puedo más del dolor de cabeza, pienso, mientras el bus avanza por campos infinitos y el sol hace su aparición lentamente. Es temprano, dice la mujer sentada a mi lado. Me pregunto, con tristeza, si lo es realmente.

Ayer se descompensó, no hubo forma de moverla y la respiración se le cortaba por segundos eternos. La ambulancia llegó tarde y el chofer se bajó, apagando su cigarrillo en la acera, maldijo que el portón fuera tan estrecho y forzó la camilla para entrar. La pusieron arriba, tapada por una manta gris con las letras de identificación del hospital y partieron ambas, madre e hija, a este viaje incierto, de los pocos que habían hecho juntas jamás.

En cada parada, la vida de las personas me llena de constante información que no necesito. Sólo necesito que este dolor se vaya, que lo que creo que sucederá no pase realmente. Me desconcentra además, el pedal del freno y la chicharra molestosa indicando que se ha excedido el límite de velocidad, me abstrae de mis memorias, de cuando todo estaba en calma, cuando los olores eran sólo eso, cuando los recuerdos servían sólo para encontrar la alegría, cuando lo cierto era real y tangible, cuando nada dependía de mí.

En el pequeño hospital, luego de tomar signos vitales y aplicar un sedante, son guiadas a una salita de espera. Nadie repara en ellas, nadie parece verlas, la madre apenas respira, la hija se ve cansada, sobrepasada, atosigada por miles de dudas. Pasan por su lado una y otra vez,  vestidos de blanco riguroso, como crestas de olas en un mar perdido, sólo les mecen de tanto en tanto, pero nadie atiende, nadie resuelve , nadie repara en ellas.

Me duele mi corazón, como si el dolor de mi cabeza hubiera descendido por alguna arteria hasta llenarme de él. Las lágrimas aparecen porfiadas a cada momento y me pongo mis lentes de sol antes de bajarme en la parada, una cuadra antes del hospital. Sé que están ahi. Todo sucede tan lentamente, es como si una fuerza ajena detuviera mi avance. Las encuentro aún en la salita, tomadas de la mano, como testigos de un naufragio. Todo parece caerse frente a mí, mis certezas, mis esperanzas, mis sueños, mis recuerdos y todo lo que soy. Las abrazo con calma y juntas, en esta nave holgada de la vida, nos abrimos espacio, sacamos la cabeza y respiramos hondo. Aparece la  existencia frente a nosotros, la innegable realidad. Nos tomamos de las manos todas.

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En el Tiempo

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Llama a la mamá, dijo sin prisa, presintiendo que la respuesta iba a ser críptica y plana. Eran tan distintos los días ahora. Cada uno era tan diferente a los que recordaba de su niñez. Salía tímido el sol por el horizonte y aunque no había ninguna memoria de amaneceres, sin duda que los días eran distintos entonces.

El peso de las estaciones se marcaba en su semblante. Las pecas habían aumentado por tantos veranos  acuñados en su piel. Ahora, el invierno se venía lentamente, con sus cargas de noches eternas y sus grises sin pausa. Todo se precipitaba a un ritmo ajeno a nada más. Llama a la mamá, insistió, y la respuesta fue escueta y cortante. Habían perdido el nexo, la complicidad, los sueños. Sólo la vida pasaba por enfrente y les daba caminos para seguir, las distancias les separaban inapelablemente. Esta era la etapa más ingrata del crecer, cuando los viejos se marchaban para siempre, cuando sólo quedaban los olores atrapados de la infancia, los paisajes retenidos en la memoria, ya no estaba la vetusta casa familiar para acoger sus miedos ni sus súplicas, sólo la vida, sólo la vida.