Gloria

Era mayor que mi hermana mayor y caminaban juntas a la escuela, antes de que yo pudiera acompañarlas. Olía a lavanda seca, alcohol de quemar y humo de cigarrillo. Se llamaba Gloria y vivía a una cuadra y media de nuestra casa, en un engendro de mansión, sin forma ni destino, de un azul índigo descolorido, con grandes ventanales tapados con plástico y techos generosos, cubiertos aquí y allá por delgadas tapas de fonolitas, que se transformaban en una pesadilla en los inviernos lluviosos de mi niñez. El cerco desvencijado, atado con alambre y malla de gallinero, dejaba ver apenas la huerta generosa, cuidada por sus hermanas mayores. Siempre habían caballos pastando afuera de su casa y era porque su padre tenía carretones.  Era un viejito desdentado, congelado en una edad sin tiempo, con un eterno bigote blanco, que fumaba a veces, a veces caminaba por el vecindario y a veces no llegaba a su casa. Borracho empedernido, gentil y atento. Silencioso. Sólo existía.

Gloria desapareció de nuestra vista y crecimos sin ella, sin sus manos francas tomando las de mi hermana, para traerla de vuelta de la escuela sin peligro, caminando sólo por los durmientes de la línea del ferrocarril, sin pisar el pastito tierno que crecía entre ellos. Gloria le enseñó a hacer acrobacias en el riel, y cuando ya no la vió más, seguimos nosotras caminando en este alambre imaginario, haciendo complicados giros y maromas, tarareando suavemente la melodía de la comparsa de algún circo.

Al cabo de varios años, ella volvió a aparecer, cuando nuestra niñez se había terminado, cuando nuestras vidas aún no estaban resueltas y cuando nos negabámos sistemáticamente a ser adultas. Llegó una noche de invierno, golpeando la pesada puerta de calle, preguntando amablemente si nos interesaba comprar productos Avon. Era su cara tan gentil y saludable, eran sus modales tan cordiales y amistosos, que no pudimos decirle que no. Se convirtió en una rutina mensual recibirla en nuestra mesa, ofrecerle una taza de café, mientras ella dejaba de lado las pesadas bolsas con víveres que llevaba a su hogar, desde la casa de su padre y nosotros hojeábamos la revista sin mucho interés ni entusiasmo, pero nos topábamos con  su cara ansiosa, apretando el lápiz para tomar nota del pedido. Entonces, decidíamos comprar una que otra baratija y ella se iba contenta. Así le devolvíamos la mano amable que apretó las nuestras una vez.

Dejamos el pueblo un día y nada supimos de ella. Sus hijos crecían sanos y felices, tenía una casa regular y confortable. Parecía que todo estaba en su sitio para ella.

En las tardes de su vida, Gloria atendía un pequeño local de llamados en el terminal rural del pueblo. Le gustaba el trabajo y me la imagino conversando feliz con todos sus clientes. Su vida era sencilla y tenía la lógica simple de las personas buenas. Nunca nos habló de su marido, ni en las tardes lluviosas del invierno, mientras esperaba nuestra decisión sobre los productos ni en los veranos tórridos, cuando llegaba rogando por un vaso de agua, disfrutando la comodidad de las sillas de la cocina y nos dejaba elegir con calma y alegría, mientras nos enterábamos de la comidilla de la cuadra. Su existencia era sólo trabajar para darles una buena educación a sus hijos. Siempre comentamos lo difícil de la vida y la falta de oportunidades. Gloria no era distinta a tantas otras que se habían casado jóvenes, habían aceptado su destino con gracia y sin mucha filosofía y sólo vivían el día a día empujando el carro de su existir.

Esa noche, probablemente Gloria tuvo miedo, pero presentía el mal desde hacía mucho. No podía ser distinto.  Se quedaba donde estaba porque había luchado por cada centímetro cuadrado de ese hogar. Nadie pudo ver nada, ni nadie pudo ayudarla. Tuvo que desplazarse sola por este trapecio imaginario, y sin poder cantar la música de la comparsa del circo, su vida se extinguió, por un arranque de locura del que había sido su compañero, por veinte años.

No hubieron muchos detalles en los diarios, sólo hablaban del crimen con la frialdad de un tanatólogo, explicando que los celos nublaron la mente del esposo y le hicieron cometer tal atrocidad, que nadie escuchó nada y que su cuerpo sin vida pendía de una viga de la casa, mientras el de Gloria yacía en el suelo, en un cuadro dantesco e incomprensible, choqueante para la familia, horrible para los vecinos.

Hoy la ví, por un segundo nada más, en una calle que ella jamás recorrió,  y la ví como la veía antes, con sus bolsas con provisiones, sus aros redondos, sus cabellos, como siempre tan compuesta y su sonrisa. Busqué el artículo de su muerte, porque no podía recordar que ya no estaba. Sólo recordaba su alegría, su voz, sus frases serenas y su empeño. Sus manos adolescentes tomando las de mi hermana, para ir a la escuela, consintiendo una responsabilidad que no era suya.  No era distinta a tantas otras. Había aceptado su destino con gracia y sin mucha filosofía y sólo vivía el día a día empujando el carro de su existir. Estaba en mis memorias, como los días de verano, como la emoción de caminar en el riel, como el olor del tren de carga, como la vida.

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En Otoño

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El gran camión con leña había terminado de descargar. Cada palo que cayó hizo el mismo sonido hueco y pesado, aplastando el pasto, reventando las manzanas y aterrizando en las formas más caprichosas y posibles, uno sobre otro.

Los hombres del camión se remojaron la cara y el cuello con el agua que brotaba de la llave del patio y ordenaron la ruma en filas horizontales para poder medir. Era mediodía. El sol iluminaba las plantas de mosquetas, con sus frutos rojos carmesí y las sábanas en el patio de la vecina que flameaban por momentos y por otros permanecían quietas. Las gallinas se paseaban perezosas y distantes, rasguñando sin esperanza la tierra pelada de su gallinero. El aire olía a aserrín, manzanas y motor petrolero. El camión estaba aún en marcha, mientras los hombres terminaban de medir y masticaban sin ganas algunas manzanas.

Luego, llegó la máquina de cortar. Un ingenio de aparato, provisto de una sierra circular de aserradero, con grandes dientes triangulares, algunos mutilados, otros demasiado aguzados, unida a un engranaje de camión, empotrada en una delgada tabla de alguna madera firme, pero profundamente envejecida, teñida con grasa miles de veces a lo largo de la temporada, haciéndola resbalosa y densa. Había una correa de cuero circular, que le daba movimiento a la sierra, pasando por el engranaje y la cola del motor de alguna extraña procedencia que se empipaba de bencina, amarillenta y  hedionda. Los hombres que movían este aparato tenían una apariencia extraña, distinta, furiosa. Cubiertos de aserrín, impregnados del olor de la bencina, las manos grasientas y los ojos colorados, lubricaban sus gaznates con vino blanco, que tenía casi el mismo color del combustible de la máquina. Escupían con regularidad y espantaban las moscas y el aserrín que volaba por sus caras. El ruido era ensordecedor y el aire se llenaba del humo del motor, que salía en una nube azulada de cada recoveco de la máquina de cortar. Eran largas las horas en los que ellos tomaban posesión de aquella extensión del patio y lentamente iban reduciendo la fila de leña a una montaña irregular y peligrosa que dejaba rodar de cuando en cuando alguna pieza desde la cima hasta el suelo.

Les observábamos de lejos, llenando nuestras bocas con el azúcar de las manzanas, deseando secretamente tomar posesión de la colina de leña que se alzaba a cada momento, pero permanecíamos empinadas en el techo viejo, resbaloso y anaranjado por los años de herrumbre, el sol, las hojas en descomposición y alguna que otra hebra de lana de oveja que se quedaba pegada caprichosa , negándose a bajar o incluso a formar parte del nido de algún gorrioncillo.

Cuando la faena terminaba, sólo quedaban dos grandes montañas; la de aserrín aquí y allá, la de leña. Ahora, había que correr. Ahora venía nuestra parte. Antes que la lluvia apareciera, ensopando todo, convirtiendo las manzanas en desperdicio, la tierra del gallinero en lodazal, el aire en una bruma difícil de respirar y se llevara el sol hasta la siguiente primavera, antes que todo eso sucediera, había que correr.

Como pequeños egipcios, tomábamos un palo a la vez y lo llevábamos dramáticamente cargando hasta la entrada de la leñera, corríamos de vuelta y veíamos como lentamente nuestra pirámide colosal se iba reduciendo a su mínima expresión. Así, vuelta tras vuelta, hora tras hora, hasta que la tarde se cubría lentamente con los colores del ocaso. Entonces entrábamos a la casa, tibia y acogedora, lavábamos nuestras manos y nos sentábamos a comer, aún soñando con la montaña que podríamos haber conquistado esa tarde, aún imaginando los castillos colosales que hubiéramos podido construir con tanto material, las esculturas de aserrín y agua en nuestra playa imaginaria, aún pensando en las manzanas jugosas que se perdían, exprimidas por el peso de la leña. Soñando con el espacio para nuestra villa india, con tipis y fogatas. Pensando sólo en hoy, sólo en ahora.

Secretos

comedor

La felicidad que le llenaba debía ser guardada en lo profundo de su ser, cada día. La vida que crecía en su interior debía ser ocultada por medio de artificios y complejas maromas que le agotaban constantemente. Los dulces que brotaban de la pericia de sus manos, viajaban escondidos en sus bolsillos, cada tarde, después del mediodía, para llegar a los labios del que amaba.

Había llegado hasta este punto de su existir arrasada por el dolor y la cobardía,  pero él había entrado en su vida casto y sincero, con suavidad y en silencio, inundándole de una confusión de sentimientos que se acercaban a la palabra felicidad. Compartieron los paseos después del mediodía, hasta la tarde del primer aguacero, que anunciaba la llegada del invierno, cuando se amaron como si lo hubieran hecho toda su vida. Entonces, todo tomó el curso que debió haber tenido siempre y la pasión les llenó las venas, mientras la tierra se llenaba de lluvia. A partir de ahi, inventaron estrategias y todo tipo de diversiones para despistar a ese cruel y despiadado, borracho y violento que era su marido. Su vida ahora tenía este dulce y agraz constante, que amenazaba con robar su cordura cada día. El tiempo compartido con el amor de su vida le había devuelto la felicidad que creyó perdida para siempre, en aquellas noches macabras de las borracheras de su marido, cuando los insultos y los golpes, cuando las constantes humillaciones sobrepasaban su existir y la ahogaban en gritos impronunciables y silentes que le cortaban el alma en pedazos que no lograba poner juntos de nuevo.

Al verse en los ojos de su amado, siempre la calma le inundaba y era capaz de respirar una bocanada de energía que le llenaba por completo. Todo valía la pena por este momento en el tiempo. Ahora, su felicidad estaba completa, la vida que crecía en su interior, producto del amor de ambos, le mantenía alerta y contenta. Este hecho, impensado al lado de su marido, le había sorprendido y le avasallaba por las noches, cuando pensaba en ello.

Esa tarde, después del ocaso, su marido llegó antes de lo acostumbrado. Tranquilo, sobrio y callado, parecía otra persona. Vestido con el traje negro que usaba los domingos, se sentó parsimonioso en la mesa del gran comedor. Esperó hasta que hubieron servido el postre y sin mirarla a la cara, como era su costumbre y con una pasividad que asustaba, le arrojó la verdad. Sabía de su relación, sabía de su estado y sabía todo desde el día en que ella había empezado a verse con este hombre. Lo sabía todo, como lo sabía todo el pueblo.

Ella palideció. Le faltó el aire y la criatura en su vientre dio un giro violento, intentando zafarse del apretado corsé que le mantenía inmóvil.  No podía articular palabra y sus labios se pegaron con porfía, mientras su boca se mantuvo rígida en una mueca indefinida. Sólo sus cejas se arquearon por un segundo, pero logró volverlas a su lugar. La habilidad de no mover un músculo en señal de desaprobación, la había aprendido con el tiempo. Cualquier atisbo de reacción le valía una golpiza monumental de la que tardaba semanas en recuperarse. Defender su criatura era la única preocupación, ahora que caminaba en este alambre flojo y sin red, mientras su marido se mantenía  extrañamente sereno e iba apretando sus puños cada vez más.

De pronto, golpeó la mesa con la furia de un volcán. Cayeron las copas de cristal y una mancha de vino blanco corrió por el mantel como un río descolorido. El sonido de los platos, tambaleándose aún por el golpe, acompañaba la escena.  Se puso de pié y le habló lentamente, marcando cada palabra. No me verás más, pero a él tampoco lo verás. Tengo preparado un documento donde esa criatura no heredará nada de mis bienes. Te repudio en este instante, pero no habrá escándalos ni declaraciones, permanecerás aquí en esta casa, sin moverte. No intentes escapar. Yo sé todos tus movimientos. Quemarás cada libro que ese desgraciado te ha regalado y verás pasar su funeral por la ventana oeste del balcón. ¡¡¡Te lo juro que verás pasar su funeral!!!.

Estiró su chaqueta desde el cuello y acomodó el mechón que se había salido de su sitio. Subió a su dormitorio y buscó un impermeable y un sombrero. Acarició la billetera en el bolsillo superior y sin decir nada más, abandonó la habitación.

El Final

El ruido de los tiros aún retumbaba en el aire gélido de la noche. Sólo las estrellas alumbraban pálidas, pero ciertas, mientras las personas se persignaban y miraban en todas direcciones, aún conmocionadas. El espectáculo se había terminado. El pueblo lucía desierto.

La compañía de teatro había dudado de presentarse en este escenario tan modesto, con una población tan reducida, pero el director insistió que todo lugar era digno de ser explotado y que ellos estaban para distribuir el arte donde fuera, no coartarlo con fríos e impersonales análisis financieros. Eran artistas, no banqueros.

El hombrecito delgado que se unió a la caravana, tampoco fue bien recibido por la comparsa, pero el camino y el viaje se compartían por esencia y por costumbre. Sus ojos azules esquivos y sus manos destrozadas llamaron la atención de las mozas, como su acento extranjero y el odio profundo que profería al hablar de su padre. Habló todo el camino de lo mismo, como un disco rayado, perturbando a los viajantes y las mascotas. Se apeó antes de la entrada al pueblo, agradeció con la única sonrisa que le vieron y desapareció entre la vegetación de la rivera.

La función empezaba exactamente a las nueve de la noche y todos estaban ahí reunidos. No era que el arte les interesara demasiado o que la compañía fuese muy famosa. Era simplemente que pocas cosas pasaban en aquel entonces y valía la pena salir de vez en cuando. Todos se conocían y habían recibido gentiles invitaciones para asistir al evento, auspiciado por la única tienda del pueblo.

Allí estaban, felices, plenos y distendidos. Entraron todos en un rumor de voces que se fue apagando a medida que ingresaban al teatro, y tomaban asiento en las butacas de cuero viejo que rechinaban al ponerlas en posición. Acomodaron sus abrigos y sus trajes, mientras el olor a naftalina y paños de cretona les llenaba el olfato y les guardaba la voz. Se escucharon ruidos y movimientos en bambalinas . Las luces se apagaron de pronto y en un destello nuevo, el telón subió. Los aplausos completaron la escena. Comenzaba la función.

Era la loca del pueblo y se paseaba con una manta de castilla raída que le arrastraba por el suelo, aunque a veces la usaba sobre la cabeza y dejaba ver su sexo a los transeúntes que se volteaban horrorizados, incapaces de entender su esquizofrenia mezclada con la lascivia de la sinrazón. Había visto la conmoción, antes de que empezara la función y desde dentro de su ser, una llamita de odio le hizo proceder con lógica perfecta, como nunca antes en su vida. Se armó de una escopeta antigua, robada del último granero donde había pasado la noche, manoseada por un peón borracho y desdentado y se dirigió sin vacilar a la entrada del teatro. Se tendió detrás de las matas de rosas , esperando que la función terminara, acariciando la escopeta, como antes había acariciado al que había amado y que la había sumergido en la vorágine de su locura.

Henry estaba cansado de la historia sórdida entre el dueño de la tienda y su mujer. Sabía que el hijo que ella esperaba no era suyo y que ellos se veían a escondidas, mientras él se embriagaba en los burdeles, fumando yerba y gastando a manos llenas. Estaba decidido a terminar con este cuento que mancillaba su buen nombre y su hombría. Tomó la escopeta escondida en lo alto de su ropero, buscó su abrigo y bebió un último trago de brandy. Se dirigió hacia el teatro. Esperaba verlos a ambos ahí.

El joven de ojos azules que había viajado con la caravana, se ubicó en la plaza. No había comido en todo el día y mordía sus manos con rabia y frustración. La escopeta que consiguió con las pocas monedas que había robado, no le parecía suficiente para llevar a cabo el cometido por el que había viajado desde tan lejos. Intentó cerrar los ojos, pero el frío de la noche le calaba, sin que su chaqueta  fuera capaz de protegerle. Acariciaba el arma por momentos y por otros le golpeaba contra los adoquines. Sólo disponía de un tiro.

Los aplausos y vítores despertaron a la loca e hicieron aproximarse al joven más hacia la entrada del teatro. Henry tenía una posición inmejorable y fumaba el tercer cigarrillo de los últimos diez minutos. Estaba tranquilo, pero sus manos sudaban de impaciencia. No sentía su orejas por el frío. Era el único inconveniente. El de los ojos azules se aproximó lentamente, oculto entre los espacios sin luz de la calle, arrastrando la escopeta, intentando disimularla en su pierna. La sentía fría y rígida. Sus tripas resonaban y se moría por una sopa caliente. La loca acomodó su manta una vez más, cubriendo su desnudez lo mejor que pudo. Se acercó justo a la entrada, escondiendo la escopeta entre los pliegues. Hizo rechinar sus dientes, en una costumbre que siempre había tenido, tornando su boca en una mueca de frustración y de rabia. Los primeros espectadores empezaron a salir del teatro.

La obra había sido aceptable y graciosa. Nada del otro mundo, pero él no perdió la oportunidad de acariciar las manos y besar el cuello de la que amaba, en los instantes que la luz se iba. Eran felices y no podían serlo más. Se amaban en cada atardecer, se abrazaban muy juntos en las mañanas y aunque llevaban muy poco tiempo de casados, sabían que debían estar juntos en esta vida y las siguientes. Allí estaban también sus amigos; el dueño de la tienda y la mujer de Henry, que les miraban con regocijo y esperaban el final del espectáculo para comentar y compartir.

El aire de la noche les golpeó con furia, al salir. Ella se arropó en su delgado abrigo y avanzaron del brazo entre la muchedumbre, pasaron por el lado de la loca sin reparar en ella, vieron al joven ojiazul en la esquina y la estela del humo del cigarrillo de Henry, al frente.

El aire se cortó de pronto y todos los sonidos desaparecieron. Sólo el retumbar del trueno quedó suspendido. Ella se iba desplomando lentamente, mientras él trataba de encontrar el equilibrio. Había sentido el tiro rozando su cabeza y trataba de ver de donde había venido, entonces la vió desfallecer, mientras sus manos cubrían el borbotón de sangre que emanaba de su estómago. Estaba horrorizado. No podía ser posible. Miraba como si no fuera ella la que estaba allí. Palidecía más y más, mientras el carmín iba inundando su vestido, como una ola en la playa. Quiso gritar, quiso llorar, quiso moverse, pero estaba congelado, mientras ella permanecía con una mano extendida, intentando alcanzarle. Susurraba algo, mientras el dolor le iba quitando las fuerzas. Nadie hacía nada, como si esta escena macabra fuera parte del espectáculo que acababan de presenciar. Sólo las estrellas alumbraban pálidas, pero ciertas. El pueblo lucía desierto.

Nadie sabría cómo explicar esta desgracia  y después de las exequias de la joven, le vieron a él tomar su caballo y avanzar hacia la salida del pueblo. Nadie le vio nunca más, como nadie vio nunca más a la loca ni a Henry. Sólo el cadáver del joven de los ojos azules estuvo flotando por días, congelándose en el río, mientras su escopeta se mecía, junto con otras dos, en la rivera.

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Gaspar

Su padre trabajaba como barbero y había llegado de Bavaria. Su acento era confuso y la construcción de sus frases era extraña, pero su corazón salvaje conquistó el frágil y delicado de su madre y, un día de otoño, decidieron vivir sus vidas juntos.

Gaspar llegó después. Un hermoso niño, gigante y delicado. El nombre se le ocurrió a ella, antes que su padre pudiera decir nada. Como los reyes magos, el pequeño era el regalo perfecto para curar su vida anterior. Lo que significó para el padre poco importó, sólo la alegría que inundaba los sentidos de su madre, sólo las esperanzas infinitas y los sueños abiertos al horizonte. Eso era todo lo que a ella le importaba.

Los deberes de su trabajo le mantenían mucho tiempo fuera del hogar. Su labor de enfermera le conminaba a curar el dolor y al que sufría. Llegaba cansada y sin ánimo de nada. Era todo un desorden y un caos. Todos parecían invadir su espacio, urgaban en sus papeles y todo se volvía un despelote. Los amigos del padre llegaban, de tarde en tarde, a jugar cartas, mirar el partido y tomar cerveza, hasta no poder ponerse de pie. Nada tenían que ver con las lecciones de chelo y el vino de cavas seleccionadas que ella se preciaba de tener.

Entre lo dulce y lo amargo, lo divino y lo profano, Gaspar fue creciendo. Buscando aquí y allá pedazos de una familia que nunca logró entender cómo se mantenía unida. Trataba de satisfacer a todos, pero nadie le satisfacía a él. Pronto, empezó a notar cierta tensión en los diálogos de sus padres, que terminaban en horrendas discusiones que le hacían ocultar su cabeza debajo de las almohadas y llorar de rabia y frustración, sin entender muy bien por qué.

A la vuelta de los años, ellos finalmente se separaron y la tensión dentro del hogar se redujo a su mínima expresión. Sólo Gaspar actuaba como un troglodita de vez en cuando, con su grupo de amigos de la escuela. Entraban por las ventanas de la cocina, aunque él tenía sus propias llaves, se colaban al sótano y bebían latas de cerveza que llenaban con toda clase de secreciones inmundas que repugnaban hasta la médula a su madre.

Así se fue llenando de amistades torcidas y que creyó sinceras, en su búsqueda de un espacio común. Primero, los vecinos drogadictos, luego sus compañeros de color, portando armas;  luego, pequeños traficantes y para terminar, la figura siniestra de Rick.

Su madre no reparó en ninguna de estas advertencias, hasta que fue llamada por la policía para recoger a su hijo en la estación, profundamente intoxicado con heroína y  barbitúricos, acusado de violación de morada y escapar en un vehículo robado.

En el viaje de vuelta, preguntó  a sí misma, insistentemente, porqué, si le había dado lo mejor, si había sido siempre indulgente y consentidora, si había invertido tanto dinero en su educación, en la casa que disfrutaban y en haberse separado de su padre, que a esta altura de su vida, consideraba cruel y desaliñado.

Intentó nuevamente todo desde el inicio, hablar con Gaspar, darle acceso a cosas excelentes, viajes y aventuras. Tal vez el niño estaba aburrido, tal vez no sabía qué quería. Pagó por cursos y planes de rehabilitación en los mejores establecimientos de la ciudad. Trabajaba horas eternas, haciendo tiempo extra para costear todo. Pagó por viajes en busca de sanación, pero cada vez que reparaba en su hijo, le parecía un extraño, parecía que jamás había parido a esta criatura o al menos no sabía en dónde había sido transmutado a este ser.

Las llamadas y mensajes de Rick parecían inquietarle y calmarle al mismo tiempo. Sus regalos raros pertubaban a la madre y  llenaban a Gaspar de falsa alegría  y orgullo. Exhibía fascinado sus tatuajes, la moto Harley Davidson, el reloj de oro y los incontables billetes que manejaba en sus bolsillos. 

Los confusos recovecos en los que Gaspar había convertido su verdad, le perseguían y, para deshacerse de ellos, frente a su madre, inventaba más y más mentiras. Lucía desvalido a veces, pálido en las mañanas, sin ánimo y sin vida. Para el mediodía, gozaba nuevamente de energía y desaparecía sin dejar rastro, para volver al amanecer. Su madre estaba ciega y insensible pero su camisa manchada de sangre dio la alerta. El revólver debajo de su almohada, le confesó la verdad.

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¿Por qué ahora?

Me preguntas con tus ojos intrigados, mientras la segunda botella de alcohol recorre nuestras venas, entibiando nuestros cuerpos, afiebrando mi mente y congelándote en mi corazón, de esta manera hermosa en que brilla tu mirada, ebria y esquiva.

¿Por qué ahora? me repites y no sé qué contestar. Sólo quiero tu proximidad en las puertas de mi inconsciencia, en los albores de mi cuerpo y que te quedes ahí, muy quieto. ¿Por qué ahora? Porque quiero, porque puedo y porque estamos aquí.

La mañana siguiente no hay reproches ni miradas acusadoras. No hay largos desayunos ni paseos  tomados de la mano, ni frases ajenas con «te quieros» cursis y gastados. No hay responsables, ni culpables, ni tiempos ni mañanas. Sólo las risas contenidas,  besos apurados y la alegría de ser.

Eso es lo que he visto y ese es el porqué.

Casacanelo

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Al llegar, la primera vez, era invierno y la lluvia se filtraba por todos lados. Venía del cielo, pasaba entre los árboles y se pegaba en la hojarasca medio muerta del suelo. Las enredaderas hacían difícil caminar para ver la tierra en toda su extensión. Un campo de helechos, duros e insolentes trababan su paso cada vez. En el fondo de la propiedad, la vista se abría en un campo de labranza que dejaba ver el panorama en todo su esplendor. De pronto, un rayo de sol trajo un arcoiris que atravesó todo el cielo, por encima de las nubes grises que amenazaban otro aguacero. Entonces decidió comprar.

Al tomar la decisión, puso todo su empeño, como era su costumbre en situaciones por el estilo. Delimitó su tierra ayudado por delgadas hebras de plástico y banderas improvisadas con bolsas de supermercado, que colgó aquí y allá. Construir era su mayor felicidad. No podía esperar para empezar.

Revisó con cuidado la flora del lugar. Determinó los espacios húmedos y trazó en su mente los planos de la construcción. Improvisaba dibujos en tapas de cartón y trozos de madera, incluso en un cuaderno de caligrafía que encontró por accidente.

El lugar para su nuevo hogar se lo mostró un chucao, un día de sol excepcional en que la luz entraba entre las copas de los grandes árboles de canelo. Había que esperar que el tiempo mejorara, pero el sitio ya estaba decidido.

Las pequeñas ranas se acercaron curiosas cuando empezaron a trasladar el material de la construcción. Incluso la gata, que llegó dentro del camión que transportaba la grava para el camino, le miraba intrigada y se paseaba coqueta por sus nuevos dominios. Había decidido quedarse, como él también lo había decidido. El aire era puro y , en la bruma del amanecer, podía verse el fantástico espectáculo de los bosques humedecidos y los pájaros del lugar que agitaban sus alas, desentumeciendo sus cuerpos al nuevo día.

La estructura se alzó despacio y sin molestar a nadie. Incluso el tímido chucao acudía cada mañana a darles la bienvenida a los constructores. Todo avanzaba lentamente, pero no había apuro. Avanzaban como las estaciones, como se presentaban los días, como el aire.

Las noches de luna llena ofrecían un paisaje irreal y evocador. Se filtraba su luz entre los árboles e iluminaba por momentos eternos el camino y las estrellas. Decidió instalar grandes ventanales que le dejaran ver la luz de la luna y el fantástico campo de estrellas. Decidió que la naturaleza hiciera su trabajo, mientras él hacía el suyo. Que la hojarasca rellenara los espacios donde la grava no tenía cabida y que el sol lentamente le fuera iluminando en el diseño de su hogar.

Para cuando tuvo plena conciencia, estaba buscando una puerta de mañío para la entrada principal y le adicionó, en un arranque de inspiración, la portilla de un pequeño barco, regalo de un amigo excéntrico, como una ironía al paisaje.

Estaba todo ahi. El sol, las estrellas, la luz de la luna, entrando a raudales en las noches en que estaba llena; las pequeñas ranas y la gata. El bosque crecía a su alrededor y las enredaderas volvían a sus lugares de origen. La grava se acomodó caprichosa y las flores surgieron cuando llegó el verano.

Cuéntame Más

Dijo Mercedes Pilar con profunda serenidad y sin pretender nada en lo absoluto, sólo escuchar. Se levantaron de pronto las olas y el viento que trajeron revolvió sus cabellos. ¿Está usted segura de esto? Es confuso incluso para mí. ¿Estás segura?

Háblame por Dios, dime lo que tienes encerrado en tus sueños, lo que no te deja ser feliz, que te amarga los días y te hace buscar lo impensado. Todo aquello que recorre tus sentidos, de los lugares donde estás y que evocas en los minutos de silencio, dímelo. Cuéntame lo que quieras, desde el principio, si lo recuerdas, desde la alborada de tus sueños; desde entonces niña, desde entonces.

Arregla sus cabellos en un ademán que Mercedes Pilar verá muchas veces, acomoda la silla, arquea su espalda, buscando una posición más cómoda y acerca la taza de café a sus labios. Ha olvidado el azúcar y el mohín en su cara les provoca risa.

Siempre el olor del café me ha traído el mismo recuerdo, que no es una imagen, sino sólo sensaciones. La tibieza de un abrazo, la ternura y esa fragancia que revuelve mis sentidos, que empieza en una delicada nota de café y termina en el olor de mi sudor entremezclado en una vorágine de aromas perdurables y salvajes.  Lavanda y tabaco, café y humo. Huele como el miedo, como la pasión humedecida en una tarde de lluvia entre la tierra y el cielo. Está y tiene vida, como si fuera el perfume de alguien que he visto y que me es muy familiar. No logro recordar su rostro. Me esfuerzo en recordar y es ahí cuando esta pesadilla me invade, me paraliza y quisiera olvidarme de todo, de una vez.

Sus ojos se vuelven de agua, su mirada se pierde en el horizonte y antes que la vida le alcance, vuelve a acomodar su cabello. Así una y otra vez, mientras intenta explicar la naturaleza de sus sueños.

Mercedes Pilar inquiere lentamente, buscando el significado oculto de tantos símbolos repetidos. Le alcanza una servilleta para que se limpie las lágrimas que se esfuerza en contener y le escucha con atención, mientras va juntando los pedazos de la historia, como lo hace con los trozos de sus mosaicos. Le escucha con atención y decide tomar notas. Son tantas cosas, tantas sensaciones. Está fascinada. Se transforma en espectadora de esta historia sesgada que lucha por salir a flote, en la mente atormentada de esta joven mujer.

He visitado médicos, brujas y nigromantes. Todos  me dicen más o menos lo mismo. Todos aseguran que mi inconsciente sostiene esta historia y le da una forma que se viene a esta realidad. Hablan en términos finitos, cuando lo que me pasa me mueve día a día, como las ruedas de un molino. Siento que lo he vivido tan intensamente que  me afiebra pensarlo. Me estoy volviendo loca, pero siento que surgen imágenes que tienen asidero en mi mente. Dígame por favor qué es lo que me pasa.

Mercedes Pilar toma sus manos con ternura. Contrastan las suyas llenas de grietas, sus uñas partidas y el tenue color de la arcilla con las manos de la joven, delgadas, blancas y llenas de finas venas. Un lunar interrumpe, bajo su pulgar, la tersura de su piel. 

Le pide que se calme, que no piense en  la locura, sino que crea firmemente que ella sí la entiende. Debes venir nuevamente. Debo pensar qué significan tantas cosas que aparentemente no tienen ninguna conjunción. Debes concentrarte ahora, sin temor. Deja que todo fluja en tu interior, que todos tus recuerdos se acomoden de una forma coherente. Has luchado mucho contra ellos, debes dejarles salir.

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Donde Fueras

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Se prometió no dormir, pero el aire escaso de la cabina le cerraba los ojos de cuando en cuando. La revista del Reader´s Digest estaba manoseada y doblada en todas las formas posibles. Había sido una buena compañera en este viaje; había logrado por minutos evadirla del nerviosismo y de lo incierto y bizarro de esta travesía.

Se veían las montañas cubiertas de nieve y las gruesas nubes grises recorriendo el cielo a toda velocidad, amenazantes. Los hombres de negocios acomodaban sus periódicos, mientras la azafata repartía café con leche y croissants. Consultaban sus agendas e intentaban concentrarse en la próxima reunión. Pudo descansar en la comodidad de los dos asientos mullidos de la clase ejecutiva a la que, por alguna extraña razón, pudo acceder. La cabina iba casi vacía y en silencio. Sólo las hojas de los periódicos hacían su entrada en la acústica cerrada, de tanto en tanto. El carrito con golosinas pasaba de un extremo a otro del pasillo, elegante y discreto.

Nadie le dirigió la palabra y al minuto de descender, era tan irrelevante su imagen y tan extraña, que parecía que todos evitaban verla.

La suave manga que se pegó al avión descendía en un corredor largo, iluminado suavemente, provisto de una alfombra color crema que se perdía en el recoveco del pasillo. Avanzaron todos, como sumidos en un trance perfecto; los ejecutivos, con sus maletines y abrigos en el brazo.

Con su mochilita y su delgada chaqueta de mezclilla estaba completamente fuera de toda la decoración circundante, incluso entrando en la penumbra del pasillo, iluminado sólo por los avisos fluorescentes de RADO, Victorinox, Lindt y algunos otros que escapaban de su comprensión, con diseños elegantes y luces estudiadas cuidadosamente para captar la atención, pero no molestar la vista. Avanzó en silencio, tratando de pasar desapercibida, pero no era necesario. Todos parecían ignorarla y las señas del pasillo estaban en todos los lenguajes del globo, menos en el suyo. No tenía la menor idea a dónde ir, ni qué hacer.  El viejo adagio de «donde fueras, haz lo que vieres» llenaba su cabeza, impidiéndole pensar con claridad. La falta de sueño, el nerviosismo y la impericia eran factores determinantes, pero se negaba a aceptarlos. Sólo se confundía más y más intentando descifrar los letreros.

Al final del pasillo, un grupo de orientales, ruidosos y alegres, con cámaras fotográficas al cuello, la alejaron por varios segundos de la frase que golpeaba su cabeza y de la persistente intención de entender los carteles. Se dirigió, sin darse cuenta, arrastrada por la masa ruidosa, a Policía Internacional.

Luego de una larga fila, mostró su pasaporte tímidamente. Había ensayado un discurso en caso que cuestionaran su entrada, pero el oficial pareció no reparar en ella, sólo revisó apurado el documento y estampó un timbre en la primera página que logró conseguir.

Siguió avanzando, mecida por la masa humana de turistas orientales que se empeñan en correr por los pasillos, como si sus vidas dependieran de eso. Llegó por accidente al sector donde aparecía el equipaje y maldijo su mala decisión de elegir el color negro. Todas eran negras. Maletas, bolsos, todos giraban en interminables vueltas sin que lograra ubicar lo suyo, que probablemente había pasado veinte veces frente a sus ojos .

Al fin, cuando las últimas quedaban en el tiovivo, la  retiró con dificultad. Era tan pesada, aparatosa e inmanejable. Caminó incómoda por el pasillo atrastrando la mole con sus objetos personales. La ardilla de peluche resfaló de su mochila y le hizo detenerse un minuto, el tiempo suficiente para que, de las puertas automáticas, surgiera la figura inconfundible del que la esperaba. La sonrisa iluminó su cara. Su traje, sus manos cruzadas, su camisa dolor damasco. Todo se grabó en su memoria, junto con el latido desbocado de su corazón y permanecería ahi por los años venideros. El rumor de los pasajeros intentando salir del aeropuerto le sacó de su ensoñación. 

Las puertas se abrían y se cerraban mostrándolo a intervalos, como en una vieja película. Está ahi. El resto del viaje no importa. La maleta no importa. El cansancio no importa. Está ahí. 

En el Río

Había llegado sólo unos cuantos días antes. Estaba nervioso y cansado. Extrañaba a su madre y sus amigos, pero no lo decía. Sólo hablaba de lo bien que le parecía todo y de los miles de planes que rondaban en su cabeza. Incluso la idea de quedarse venía de vez en cuando a la conversación. Hablaba, hablaba, hablaba, todos los días, a cada hora, en cada minuto. Defendía su posición de hombre rudo y justificaba sus acciones con frases ajenas y sacadas de libros y películas. Nos asustaba con sus cuentos de gangster y la violencia del lugar de donde venía.

Al partir a la excursión, alardeaba de que era el mejor pescador y de la calidad de su equipo. Le molestó la rudeza del camino y la cantidad de bichos que moraban entre la vegetación de la rivera. El agua era cristalina y suave. Los pájaros acuáticos le miraron extrañados, pero le dejaron en paz.

Seguía alardeando, mientras montaba su caña. Exigía atención y aseguraba que iba a atrapar el pez más grande. Sólo le observábamos entre divertidos y agotados. Hablaba, hablaba, hablaba, sin parar, en cada minuto y mientras se iba metiendo al agua. Profería insultos y se iba internando lentamente más y más adentro en el río. A medida que iba avanzando, intentaba lazadas más y más dramáticas. Aún le escuchábamos murmurar.

Nos quedamos en la orilla suave y arenosa y le mirábamos de vez en cuando, más y más adentro. Regresó de pronto por su cuchillo. Se sentía desnudo sin él. Era intimidante la forma en que lo blandía. Era perturbador el panorama. Entró al agua con confianza esta vez, mientras acariciaba su cuchillo y asía firmemente la caña. Los pájaros del río le miraban con curiosidad ahora y volaban rasantes, sólo para alterar su concentración. Por momentos, era uno con los elementos, tranquilo, callado, en paz. El sol se iba escondiendo lentamente y aún permanecía con medio cuerpo dentro del agua, mientras el sedal trazaba hermosos arcos en el vacío hasta golpear y hundirse en el agua.

Vimos pasar un pequeño bote. Dos niños pescando con humildes latas de café y sedales enrollados. Reían, perfectamente impávidos a cualquier cosa. Este lugar les pertenecía. Sólo eramos visitantes. Ellos estaban aquí desde siempre, como las aves acuáticas, que les dejaron pasar en silencio y con respeto, sin proferir un graznido.

Permanecíamos en la orilla, mientras la danza del sedal seguía ondulando en el aire para caer invariablemente en el agua y salir sin éxito. Le veíamos acariciar su cuchillo una y otra vez y adentrarse cada vez más. El sol seguía escondiéndose hasta dejar el espacio donde estábamos en las sombras. Sólo las montañas, al fondo, le contenían glotonas y luminosas. Decidimos partir.

Trajo de vuelta su caña y el cuchillo . Habló, habló, habló, sin parar, hasta el campamento y se excusó de su fracaso usando frases ajenas, sacadas de libros y películas. Era sólo un niño, pensábamos, mientras todos se horrorizaban con el tatuaje de una calavera con cuernos de demonio y dientes de oro, que sonreía macabra en su pantorrilla. Es sólo un niño, pensábamos, sólo un niño perdido, producto de los tiempos que vivimos, violento y difícil. Por momentos pareció normal en su espacio dentro del río. Se le vió relajado y en silencio. Sereno. Sólo el río pudo darle esa paz. Sólo las sombras le sacaron de ahi. 

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Paseos

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La señora Pepa estuvo en la casa como por tres años, me dice Mary de pronto, como si despertara de un sueño. Ya tiene que haber hervido el agua, ¿quieres un tecito?

En la cocina y mientras preparo las tazas, Mary se acuerda nuevamente de su suegra. La misma que le hizo la vida imposible cuando ella apenas se había casado con Gregorio, la misma que la mandaba a callar al primer chistar y que perdonaba y justificaba todas las borracheras, malos tratos y chanchadas de Gregorio, en ese entonces y a lo largo de su vida, hasta que falleció.

Doña Pepa estaba muy mal, con una diabetes muy avanzada, dice Mary, pero la viejita no se dejaba atender. Era muy orgullosa ella y porfiada. En su departamento con vista al mar tenía la pura escoba. Se estaba quedando ciega y no le decía nada a nadie. La empleada le robaba lo que podía y ella no se daba por enterada. Gregorio fue varias veces de visita «sorpresa» pero no resolvía nada. Le dejaba plata y le cambiaba la empleada, pero aparecía otra peor.

Acá Gregorio echaba los diablos abajo y se rajaba reclamando, pero no podíamos hacer nada, si la señora era tan porfiada. Se rehusaba a ir a ninguna parte, ni al hospital iba la vieja catete. Era un dolor de cabeza constante y yo con las niñitas chicas. Puros problemas.

Después, Gregorio le contrató una enfermera que se hiciera cargo de la pobre vieja, pero resultó peor. La mujer, de alguna forma, se conseguía una cantidad de calmantes y remedios. Cuando fuimos a ver a mi suegra, ¡¡ni hablaba!! estaba totalmente dopada, se le pegaban los labios y no conocía a nadie. La enfermera se hizo la tonta y dijo que un médico le había recetado todas esas leseras. Yo le pedí ver las recetas, tú sabes que Roberto, mi primo es médico, pero no me hizo caso. Que no las tenía, insistió, mientras agarraba a doña Pepa como a una muñeca de trapo, la subía a la cama y le hacía unos masajes, que te mueres. Tan bruta la mujer. Le golpeaba los muslos, según ella para que se reactive la circulación, como quién machaca carne. Mujer de mierda, ¡qué bruta!. Ahí Gregorio se molestó y la echó enseguida. Internó a doña Pepa en una casa de reposo que costaba una fortuna y nos vinimos de vuelta.

Al tiempo después, la Nena llamó,  todavía se hablaban con Gregorio, y avisó que su mamá estaba en muy malas condiciones en la casa de reposo. Partió Gregorio para allá. No sé bien qué pasó, pero al final apareció con doña Pepa aquí en la casa. La pobre vieja estaba flaca, acabada, le habían robado sus joyas y se las habían reemplazado por puras baratijas que ella juraba que eran sus cosas, no veía nada y para colmo no se le entendía  mucho lo que hablaba, porque seguía dopada. Era como una vitrola sin cuerda, bla, bla, bla, como gorgoritos de agua, ¡qué terrible!.

Acá le armamos un cuarto justo aquí al frente, donde yo instalaba a la costurera y Gregorio contrató a tres mujeres para que estuvieran con ella las veinticuatro horas. Eran unas revoltosas. Comían todo el día. Jugaban naipes, veían tele, pero al menos la pobre vieja estaba atendida. Qué manera de gastar en ese tiempo. Yo iba al supermercado dos veces al día, compraba como para un ejército y siempre faltaba. Qué locura.

Una de ellas, la Sonia, tenía una citroneta vieja y un día sacó a pasear a doña Pepa. En ese tiempo se le había pasado el efecto de los calmantes y hablaba clarito. Yo no tenía idea, había ido a la peluquería parece y cuando llegué a la casa no había nadie, ni cuidadora ni suegra. Si Gregorio se enteraba iba a quedar la grande. Y esta mujer no aparecía. Qué terrible. Qué mal lo pasé. Y ya veía que Gregorio llegaba y no encontraba a doña Pepa.

Al final llegaron muertas de la risa, doña Pepa con corte de pelo y tintura y la Sonia bajándola apenas del autito. Me contó que habían ido a dar una vuelta al centro y de repente doña Pepa se acordó de una amiga que vivía por la punta del cerro y allá partieron. Estaba la amiga y estuvieron tomando té. Después, a la vieja de mierda se le antojó pasar a la peluquería y por eso se habían demorado tanto. ¡Qué mal rato!

Al final la vieja, de tantas, falleció en la noche, durmiendo. No sufrió ni nada y las mujeres que la cuidaban se fueron. Nunca más las vi. Eran divertidas. Yo creo que hasta trago le daban a la pobre, a ella le encantaba el pisco sour. Si estaba tan enferma, ¿qué diferencia podría haber?. Al menos murió tranquila.

Retratos en el Ropero

Despierto sobresaltada, mi corazón golpea fuerte mi pecho y la traspiración inunda mi espalda. Mi pijama de franela está empapado y aún siento el charco caliente de sangre que expele mis entrañas rotas y el dolor. Lloro desconsolada y no me doy cuenta de la hora. Raquel, mi nana, viene a acompañarme y me envuelve en su chal de lana, con olor a humo. Ella entera huele a humo y tierra seca, pero su presencia es dulce y me conforta. Siempre esta pesadilla viene a mi mente y me ataca. Veo mi sangre, y me aterrorizo, siento mi muerte y me desespera no alcanzar a tomar su mano. ¿Dónde está su mano? Raquel, ¿dónde está su mano? Duerme mi niñita, no te asustes, que los sueños malos se van corriendo cuando llegan las estrellas. Ven, vamos a la ventana.

Raquel se fue un día y no se despidió de nadie. No de mí, al menos.  A lo largo de los años, esta pesadilla recurrente me ha anunciado los problemas que la vida me depara y que  me causarán un mal rato. El miedo que me embarga es paralizante. El aire que entra en mis pulmones es insuficiente. El dolor de mis entrañas se queda en mis sentidos por un rato tan largo, que estoy el día entero doblada en un sufrir que no tiene explicación. Así día tras día, hasta este momento de mi vida.

Anoche decidimos ayudar a mi abuela a limpiar su ropero. Ella ya no tiene fuerzas y vive cada día sólo porque sí. Algo en su interior le impide partir, pero su espíritu le acompaña como solía ser y seguimos sus instrucciones. Abrimos las cajas una por una, revisando lo que la vida y ella han decidido guardar. El aroma de la lavanda y la naftalina se confunden, mientras cada recuerdo aflora entero a su memoria. Al final de las cajas, la última lata de galletas que ella recuerda haber disfrutado en la casa de su padre, antes de haberse casado, está llena de instantáneas antiguas y raídas de su vida. Sus ojos se le llenan de lágrimas cuando revisa una a una las memorias de su existencia.

De las fotografías salen algunas que le cuesta identificar. Las mira con más detención hasta que logra encontrar a sus protagonistas y su tiempo. Se pierde en recuerdos y habla de los actores de su pasado. Sus padrinos, sus tías, el padre, su caballo. De pronto, la imagen de un jinete, haciendo piruetas con su cabalgadura. Él no es mi papá, dice la abuela. Mira nuevamente la instantánea, descolorida por el tiempo y el encierro. No sé quién es. La fotografía de la feliz pareja, vestidos de novios, tampoco le dice mucho. Dejamos aparte esos retratos.

Hablamos de todo por un rato y luego pide que nos vayamos, porque necesita dormir. Las cosas para botar están todas en bolsas de plástico. Lo que queda para guardar, regresa a las cajas de viejos sombreros que retornan a sus espacios en el ropero. Sólo la vieja lata de galletas se queda olvidada a los pies de su cama. La foto del jinete y la de la pareja caen al suelo. Las recojo con prisa, junto las cortinas y cierro la puerta.

Me acerco a la ventana, donde el macizo de hortensias llena la visión, con sus coloridos pompones blancos, lilas y azules que atraen a las abejas y los colibríes. Veo las fotografías una vez más y de pronto el dolor en mis entrañas se hace presente. Veo mis manos manchadas con mi propia sangre y me detengo por segundos eternos viendo al jinete, siento su olor, veo sus cabellos. Recorren mis ojos la instantánea de la boda y por momentos me inunda la felicidad y me veo reflejada en los ojos del hombre que abraza mi cintura. Caigo en cuenta que son la misma persona. La mujer de la boda no muestra su semblante. Siento un aroma salvaje y profundo que atraviesa mis recuerdos con la fuerza del temporal. Veo mi sangre nuevamente. Escucho gritos. Tengo miedo. Desfallezco. Su mano. Su mano. Su mano.

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Visiones

La mañana amanece blanca, la escarcha cubre todo. Pastos, tierra, árboles, incluso las telas de las arañas son sorprendidas impúnemente y destacan en los cercos como banderas al viento.

Él revisa nervioso el gallinero, el establo y los galpones. Es la primera helada de la temporada y se cerciora de los daños. Deben estar preparados, el invierno se viene a pasos agigantados. Esta es la prueba irrefutable que el frío será quien comande la estación. Manda a reforzar los cierros, cubrir las paredes aquí y allá, atrincar los fardos de pasto y los sacos de trigo en el granero, mientras la mañana va avanzando lentamente, como si se negara a salir. El sol empieza tímido a iluminar, un poco primero, más, a medida que las horas avanzan.  A nadie le gusta la helada. Sufre la tierra, los hombres, los animales. Es preferible el aguacero, ruidoso, férreo, amenazante, que deja todo ensopado a su paso, pero no aletarga, no cristaliza los sentidos. Sufre la menta y el poleo. Sufren las gallinas, que se niegan a comer los granos de trigo que les arrojan las mozas, junto con las migas del pan del desayuno.

Los pequeños se acercan corriendo, sus manitas rojas de frío, sus bocas llenas de pan fresco y crujiente. Algunos con graciosos bigotes de leche. Persiguen a las gallinas, mientras las mujeres empiezan a colgar el lavado en los cordeles de alambre, a lo largo del patio. Penden de pinzas de madera blancas sábanas que exhalan un vaho irreal por el contraste de la temperatura. Lucen como tétricos fantasmas, en medio de una niebla que se queda atascada entre los rayos del sol, que, tímidamente, empiezan a llenar el espacio.

Se queda suspendido mirando las sábanas y su imagen de sueño. Por un segundo, todo lo demás se borra de un plumazo y sólo queda la niebla, saliendo de todas partes, envolviéndole.

De entre sus sueños, aparecen imágenes difusas primero, que se tornan en una visión macisa y clara. La figura perdida de un hombre se acerca peligrosa y desafiante al borde del puente. Su cara luce agobiada, sus ojos  destellan furia y sinrazón. La niebla le envuelve, el frío le hace tiritar. Su chaqueta cae sin gracia al suelo, mientras atraviesa la frágil baranda, para enfrentar su vista con la imagen irreal de las aguas del río, que corre irreverente y ruidoso por la cañada, arrastrando troncos y ramas. La rabia que le llena su corazón no le deja pensar con claridad. El rifle está a un lado de su chaqueta, inerte y sin tiros. Mira fíjamente y, entre la neblina, su cara reluce como la faz de la luna. La niebla envuelve todo, el frío congela el momento, se endurece la escarcha, sin ruido, haciendo resfalosa la superficie gastada de las tablas del puente. Mira y trata de encontrar familiaridad en esa cara, pero de pronto, el cuerpo se precipita lenta y dramáticamente por el borde del puente, en medio de la noche, en medio de la escarcha, envuelto por la niebla.

Pasan los niños corriendo por entre sus piernas y le traen de vuelta. Mira sus caritas sonriendo, escucha sus risas musicales y contagiosas. Repara por última vez en las sábanas colgando del cordel  y el vaho irreal del contraste de temperatura. Del poniente, la sombra de un hombre a caballo le devuelva a esta realidad.

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