Era mayor que mi hermana mayor y caminaban juntas a la escuela, antes de que yo pudiera acompañarlas. Olía a lavanda seca, alcohol de quemar y humo de cigarrillo. Se llamaba Gloria y vivía a una cuadra y media de nuestra casa, en un engendro de mansión, sin forma ni destino, de un azul índigo descolorido, con grandes ventanales tapados con plástico y techos generosos, cubiertos aquí y allá por delgadas tapas de fonolitas, que se transformaban en una pesadilla en los inviernos lluviosos de mi niñez. El cerco desvencijado, atado con alambre y malla de gallinero, dejaba ver apenas la huerta generosa, cuidada por sus hermanas mayores. Siempre habían caballos pastando afuera de su casa y era porque su padre tenía carretones. Era un viejito desdentado, congelado en una edad sin tiempo, con un eterno bigote blanco, que fumaba a veces, a veces caminaba por el vecindario y a veces no llegaba a su casa. Borracho empedernido, gentil y atento. Silencioso. Sólo existía.
Gloria desapareció de nuestra vista y crecimos sin ella, sin sus manos francas tomando las de mi hermana, para traerla de vuelta de la escuela sin peligro, caminando sólo por los durmientes de la línea del ferrocarril, sin pisar el pastito tierno que crecía entre ellos. Gloria le enseñó a hacer acrobacias en el riel, y cuando ya no la vió más, seguimos nosotras caminando en este alambre imaginario, haciendo complicados giros y maromas, tarareando suavemente la melodía de la comparsa de algún circo.
Al cabo de varios años, ella volvió a aparecer, cuando nuestra niñez se había terminado, cuando nuestras vidas aún no estaban resueltas y cuando nos negabámos sistemáticamente a ser adultas. Llegó una noche de invierno, golpeando la pesada puerta de calle, preguntando amablemente si nos interesaba comprar productos Avon. Era su cara tan gentil y saludable, eran sus modales tan cordiales y amistosos, que no pudimos decirle que no. Se convirtió en una rutina mensual recibirla en nuestra mesa, ofrecerle una taza de café, mientras ella dejaba de lado las pesadas bolsas con víveres que llevaba a su hogar, desde la casa de su padre y nosotros hojeábamos la revista sin mucho interés ni entusiasmo, pero nos topábamos con su cara ansiosa, apretando el lápiz para tomar nota del pedido. Entonces, decidíamos comprar una que otra baratija y ella se iba contenta. Así le devolvíamos la mano amable que apretó las nuestras una vez.
Dejamos el pueblo un día y nada supimos de ella. Sus hijos crecían sanos y felices, tenía una casa regular y confortable. Parecía que todo estaba en su sitio para ella.
En las tardes de su vida, Gloria atendía un pequeño local de llamados en el terminal rural del pueblo. Le gustaba el trabajo y me la imagino conversando feliz con todos sus clientes. Su vida era sencilla y tenía la lógica simple de las personas buenas. Nunca nos habló de su marido, ni en las tardes lluviosas del invierno, mientras esperaba nuestra decisión sobre los productos ni en los veranos tórridos, cuando llegaba rogando por un vaso de agua, disfrutando la comodidad de las sillas de la cocina y nos dejaba elegir con calma y alegría, mientras nos enterábamos de la comidilla de la cuadra. Su existencia era sólo trabajar para darles una buena educación a sus hijos. Siempre comentamos lo difícil de la vida y la falta de oportunidades. Gloria no era distinta a tantas otras que se habían casado jóvenes, habían aceptado su destino con gracia y sin mucha filosofía y sólo vivían el día a día empujando el carro de su existir.
Esa noche, probablemente Gloria tuvo miedo, pero presentía el mal desde hacía mucho. No podía ser distinto. Se quedaba donde estaba porque había luchado por cada centímetro cuadrado de ese hogar. Nadie pudo ver nada, ni nadie pudo ayudarla. Tuvo que desplazarse sola por este trapecio imaginario, y sin poder cantar la música de la comparsa del circo, su vida se extinguió, por un arranque de locura del que había sido su compañero, por veinte años.
No hubieron muchos detalles en los diarios, sólo hablaban del crimen con la frialdad de un tanatólogo, explicando que los celos nublaron la mente del esposo y le hicieron cometer tal atrocidad, que nadie escuchó nada y que su cuerpo sin vida pendía de una viga de la casa, mientras el de Gloria yacía en el suelo, en un cuadro dantesco e incomprensible, choqueante para la familia, horrible para los vecinos.
Hoy la ví, por un segundo nada más, en una calle que ella jamás recorrió, y la ví como la veía antes, con sus bolsas con provisiones, sus aros redondos, sus cabellos, como siempre tan compuesta y su sonrisa. Busqué el artículo de su muerte, porque no podía recordar que ya no estaba. Sólo recordaba su alegría, su voz, sus frases serenas y su empeño. Sus manos adolescentes tomando las de mi hermana, para ir a la escuela, consintiendo una responsabilidad que no era suya. No era distinta a tantas otras. Había aceptado su destino con gracia y sin mucha filosofía y sólo vivía el día a día empujando el carro de su existir. Estaba en mis memorias, como los días de verano, como la emoción de caminar en el riel, como el olor del tren de carga, como la vida.