Pantomimas en el Desierto

Aún recordaba al hombrecito delgado que se unió a la caravana y que no fue bien recibido por la comparsa, tal como yo, tanto tiempo atrás. Había pedido un aventón y la tradición del actor transhumante rezaba que el camino y el viaje se compartían por esencia y por costumbre. Sus ojos azules esquivos y sus manos destrozadas llamaron mi atención, tanto como su acento extranjero y el odio profundo que profería al hablar de su padre. Habló todo el camino de lo mismo, como un disco rayado, perturbándonos. Se apeó antes de la entrada al pueblo, agradeció con la única sonrisa que le vimos y desapareció entre la vegetación de la rivera. Los sucesos de esa noche cambiaron para siempre a la Compañía de Teatro Espectacular. Dimos un giro sin vuelta atrás la velada que actuamos en aquel pueblo. Decidimos, luego, arrancarnos buscando otro rumbo lejos de allí. Aún escuchábamos los tiros, el clamor de la muchedumbre, el llanto del hombre que nos enteramos después, no se vió nunca más. Todo cambió esa noche, en un revoltijo confuso y ahora, en esta pampa marchita, parecía que los acontecimientos finalmente se iban a ordenar.

Madame Edith escupía sangre por tercera vez. Actriz principal, su cara tenía la misma textura del caliche. Se había mimetizado con la pampa o la pampa se había personificado en ella. Decía que venía de Chambord y aunque nadie tenía la menor idea ni siquiera cómo se escribía esa macana, ella chapuceaba entremedio de su español peruano algunas palabritas en francés. El viudo Martínez, que dirigía la compañía, la aguantaba por piedad y por la taquilla. Jovita, la costurera y maquilladora, decía que en las noches de invierno don Martínez se acercaba como un perrito guacho al camerino de la actriz, para verla despojarse de sus medias de puntos corridos y sus calzones de tafetán amarillento. Suspiraba con pena y con vergüenza, contemplando  la erección senil que lograba con el patético espectáculo. El viudo estaba muy preocupado por ella. Madame Edith se caía a pedazos, se le cascaba la voz, se le desarmaba el vestuario, se le olvidaban los parlamentos. Tenía ese garbo de las actrices antiguas y su actuación, otrora impecable, por alguna razón,  aún seducía a esta audiencia de hombres brutos, quemados con este sol que escaldaba los ojos y los pensamientos. Escupían en el suelo, tosían como condenados, decían palabrotas, pero cuando la Madame alzaba su voz en los largos monólogos de las tragedias que le gustaba personificar, todo quedaba suspendido en el aire caliente del teatro, que se  callaba completamente para escucharla. Era la mejor parte del negocio y se estaba perdiendo.

Yo estaba cansada de estar en bambalinas. Cansada de la tarea inútil de ubicar a los actores en situación. Cansada de  repetir «no confunda eso que es de Orestes y esta noche hacemos Macbeth. Por amor de Dios, si los mineros no son tan ignorantes y después de la quinta función, se saben los parlamentos de memoria…» Limpiaba la caca de los perros, planchaba los disfraces de los actores y miraba por la ventana chiquita de atrás, cómo el viento formaba remolinos de tierra, olvido y muerte. Estaba cansada de ser la ayudante del apuntador. Estaba cansada del olor a naftalina, de la mierda de los animales y los hombres, de las exigencias de Madame Edith y su escupidera colorinche donde iba botando lo que le quedaba de sus pulmones. Jovita se burlaba de mis alegatos y mis sueños y me explicaba que lo único que había para soñar en ese lugar olvidado éramos nosotros. En esta tierra ruda, asolada, achicharrada de día, aterida de noche, mancillada por el oficio de las minas, estábamos para entretener. Para vender un sueño imposible, mientras el aire se enrarecía de sudores y pis. Si te quedas con un pampino bruto, me decía, mira como vas a terminar. Mira a sus mujeres solamente. Escucha los llantos de sus chiquillos. Ella era la única en la Compañía que no había mentido en su origen. Venía del puerto. Creció comiendo pescado y machas crudas, cosiendo redes y aprendiendo canciones repletas de palabrotas con sus medioshermanos. Nunca fue a la escuela. Cuando se refería a sí misma lo hacía usando la palabra «bruta». Tenía un gran corazón. Juntas tomábamos limonada con hielo que sabía a monedas de cobre y masticábamos la arena que se metía en la boca, los intersticios de la piel, entremedio del cabello y hasta en el corazón.

Me recogió el viudo. Creo que no lo he mencionado todavía. Yo tenía diez años y el viudo acababa de perder a su mujer. Madame Edith era tan vieja como hoy y el resto de la comparsa de entonces, se fue perdiendo de pueblo en pueblo, como cuando se pelan los árboles en otoño. Estaba Tomasito, con su voz de pito y sus canillas peludas, de familia de payasos, aspirante a primera actriz. El Gran Sergio Rodríguez, mago originalmente, según él heredero de un linaje de actores que se remontaba a la llegada de Colón, pero incapaz de decir una línea estando sobrio. Jovita aún no llegaba y la Meche Escobar, contorsionista de profesión, actriz sin mucho talento, se perdió una tarde de invierno entre el barro y la lluvia del estero de Santa Juana. No quiero hablar de ella. Esos son los que más recuerdo y será porque no están con nosotros ahora, excepto la Madame, con sus arcones de marinero y sus exigencias de prima donna. Recorrimos cada pueblo, cada estancia, cada caserío. Éramos un circo en miniatura, con los perros equilibristas, el perico que contaba en esperanto y la gata bailarina, hasta que don Martínez decidió convertirnos en una compañía respetable. Ahora te digo por qué.

N de la R: Esta entrada es parte de mi proyecto de término del Taller de Literatura. Viene otra parte más, en la siguiente entrada. Voy a probar el género de la novela por capítulos, a ver qué sale. Les agradezco su atención.

Luz de Luna

El cuarto recogido, las sábanas abiertas. Me acerco a la ventana para bajar la persiana y encuentro un resplandor que exuda luz tamizada, un pedazo de luna de otoño. Me siento en el alfeizar, hechizada. La esfera reluciente se alza e ilumina las azoteas. Tomo el cuaderno y te escribo una vez más.

He descubierto la adicción de estas cartas que te escribo, desde la vez primera y hasta hoy, veinte años después. Jamás he recibido una respuesta. Estamos viejos y acabados, pero aún este sentimiento caliente y pegajoso se me atraviesa entre pecho y espalda cada vez que pienso en ti. El mismo mal de amor que avasalló a Angela Vicario por diecisiete años y que, como a mí, la hizo escribir como demente, sin tener una certeza de qué hacía y por quién, sin llegar a conocer a ciencia cierta quién era el objeto de sus desvelos; me tiene al borde de este alfeizar, en esta noche de luna, nombrándote, una vez más, todas las razones por las que deberías amarme tanto como yo a ti.

Este ejercicio epistolar empezó la mañana brumosa que te vi, premunido de una vela blanca, en el día de tu confirmación. Entré a la iglesia a hurtadillas, sólo para ver tu saco gris perla avanzar por la nave principal, reluciente como un ángel, portando la luz que iba a expiar tus pecados. Me extasié con tu silueta, con el brillo crepuscular de tus ojos. Esa misma tarde, te escribí la primera de treinta y siete cartas que nunca envié y que luego condensé en una sola de quince pliegos, atados dramáticamente con una cinta color rojo, porque rojo bombeaba mi corazón. La dejé entre los rododendros de tu jardín y desconozco, como desconozco muchos aspectos de tu vida, si recogiste el pobre rollo, ensopado por la inusual bruma de noviembre.

No se me ha ocurrido renunciar, porque no he visto signos de disgusto en tu mirar, en las tres ocasiones en que  nos hemos convertido en uno. Ni siquiera has mencionado mis cartas, pero sé que has acusado recibo de ellas. Recuerdo con precisión enfermiza cada uno de esos encuentros torrentosos, como si las aguas de esa pasión se desbordaran luego en mis memorias, manteniéndote conmigo, aún después que la calentura ha hecho abandono de la cama, la misma siempre, aquella donde me has quitado mi doncellez y mi cordura.

En muchas noches de luna, como hoy, cansada de bogar en este ríoarriba, me burlo de mi propia insanidad y lleno las páginas con frases dispares, crueles, frías, grises, porque gris se pone mi corazón al perder la perspectiva de la posibilidad que llegues algún día, con tus alforjas de cuero sobado, tus botines de bucanero y la sonrisa aún torcida, para decirme que aquí estás. Que has leído todo, que has entendido todo y que vienes a poner una pausa definitiva a este sufrir.

Me he despertado cien veces con la certeza plena que duermes a mi lado. Escucho tu respirar, siento tu presencia y cuando me convenzo que no estás, te escribo, intentando vaciar toda la podredumbre del desamor y del abandono. De tus faltas en mis días. De mi desdicha y mi soledad. De las huellas de tu paso por mi cuerpo. De tus besos amargados por la ausencia y de este unto espeso que embadurna siempre mi corazón, cuando ya te has ido. Porque de partida y sólo partida está construido este amor.

El cuarto recogido, las sábanas abiertas. Me acerco a la ventana para bajar la persiana y encuentro un resplandor que exuda luz tamizada, un pedazo de luna de otoño. Miro con cuidado, froto mis ojos. Están las alforjas de cuero sobado en medio de la calle, relucen tus botines de bucanero y con la sonrisa aún torcida, me dices que aquí estás. Veinte años después, como Bayardo San Román, viejo y casi calvo, con mis cartas en tus manos, aquí estás.

N de la R: Gracias a la generosidad de nuestra amiga Concha Huerta, quien, gentilmente, me ha cedido las primeras líneas con que empieza esta historia, que se negaba a dejarme en paz  y que por días infinitos no lograba hacerla despegar; por ella y por la magia de sus palabras, estos personajes, por fin, han podido ver esta bella luz de luna.

El Tata

Recuerdo la expresión de tu cara Cholita cuando te avisaron que el Tata había muerto. No pediste muchos detalles porque yo estaba presente. Registraste nerviosa tu cartera y me pediste que fuera a buscar a mamá. Seguro para deshacerte de mis ojitos inquisidores y mis manos nerviosas que recogieron los papeles que se habían caído, mientras sacabas dinero de tu bolso.

Quedé a la deriva, preguntándome quién rayos era realmente el Tata y por qué no habían lágrimas en tus ojos cuando te anunciaron la fatalidad. Yo lo había visto una sola vez en mi vida. Sus ojos amarillentos y su piel blanca, curtida por tanto verano a la intemperie, pasado a chicha con harina tostada, achispado todavia por la borrachera de la noche anterior. Su barba roja como el sol de ese invierno, que descongelaba lento todo, afuera de su rancha destartalada, vestigio último de la apoteósica fortuna que alguna vez tuvo su familia. Así me habían contado que era la cosa, pero mucho después del funeral, al que acudiste sin emoción, me contaste la verdadera historia.

El Tata era tu primo hermano. Eso yo ya lo sabía Cholita, pero te encargaste de hacérmelo notar. Primo hermano en la salud y en la enfermedad, como rezaba el curita en los matrimonios, al que fuiste porque ya te llevaba el tren y para no contravenir la decisión de tu tío Alamiro, quien te amenazó con las penas del infierno si no le aceptabas al gallardo mocetón, al mejor de sus hijos, al más capaz, al más borracho y al más mujeriego de todos ellos. El matrimonio anduvo como las reverendas desde el primer día, cuando el novio, con la boca caliente por la humilde mistela de la boda, se mandó a cambiar con sus hermanos, a la casa de putas de la vieja Amelia, detrás de la línea del tren, a quince kilómetros de su casa.

Partimos mal, dijiste con mucha dignidad, pero la palabra ya estaba empeñada, la libreta estaba impresa y no quedaba nada más que hacer que lo que habías hecho desde que tu madre abandonó este mundo; trabajar. Hizo el favor de curar las pestes y nadie la había curado a ella, me decías y se te grabó a fuego el recuerdo de su muerte. El Tata era un bruto que no entendía de esas cosas, sólo le bastaba con que la suegra estaba bien muerta, así no tenía quién le pusiera las peras a cuatro por sus constantes escapadas. Eso tú no me lo dijiste nunca, pero yo lo entiendo ahora, después de que han pasado los años y conozco un poco más a las personas.

Mamá nació un día en que el verano aún no se retiraba de los campos y esa sola emoción llenó tu vida por completo. Eso lo sé Cholita, no hace falta que me lo digas. Se nota en tu mirar, incluso hoy, después de cincuenta años de ese día. Limpias una lágrima porfiada que se escapa de tus ojos cansados y acaricio tus manos suavecitas. Te quiero mucho, atino a decirte, para darte algo de conformidad. Imagino que los recuerdos aciagos inundan ahora tu mente, pero no quieres decir nada. Has sido fuerte como una roca, incansable y determinada. Así has sido Cholita. Si quieres caliento el agua para que nos tomemos un té de manzanilla, digo. Tal vez se te alegra el corazón. Asientes con la cabeza y enjugas tus ojos una vez más.

No hace mucho, juntando los recuerdos y las dudas, los chismes y los acontecimientos, caí en cuenta que el Tata no se había muerto porque el Señor lo había querido acoger en su reino, sino que lo despacharon unos coterráneos que le dieron más de la cuenta. El día que te contaron la noticia, la tía Juana llevaba un escapulario de la Vírgen de Pompeya. Te pidió plata para comprar la urna, porque el Tata no tenía un veinte en sus bolsillos, vaciados completamente antes de que le cosieran las puñaladas y le desinflaran los chichones. Lo botó el caballo, le dijiste a mamá, pero si algo tenía el Tata a su haber, era la fidelidad de su manco. Por años en la familia, los caballos habían sido más importantes que las propias mujeres. Se podía morir un hijo, pero no un corcel. Eso sí que no. Era motivo de desgracia, de atrinque duro a los mozos de las cuadras y de llanto contenido en las borracheras, cuando la lengua se tornaba floja y las manos menos diestras en arrojar los naipes a la mesa. Eso no me lo dijiste nunca, Cholita. Eso lo contaba mamá, cuando añoraba sus tardes de verano, cabalgando su yegua favorita. La más mansita para la niña, decía su abuelo Alamiro. Sí, el mismo que te obligó a casarte con el Tata. Todo lo tengo en mi memoria, como si yo misma lo hubiera vivido.

Te pregunto si sabes que al Tata lo asesinaron y asientes. Ya lo sabías de antes y nunca quisiste decir nada. Te lo confirmó Martín, un día que llegó con un atado de menta y una pierna de cordero. Tú ya sabías todo lo que él te contó. La querida del Tata, la india, como la llamó Martín, causó desgracias desde que entró a la casa por la puerta de adelante. Nunca debiste irte Cholita, dijo con pena. Mi hermano estaría vivo todavía.  Negaste con la cabeza el recuerdo y la posibilidad y ahora me miras fijamente al decir: nunca te cases con un hombre flojo, es la peor desgracia.

Fue el Tata una desgracia, me pregunto y analizo lentamente cada recuerdo, cada frase, cada inflexión de tu voz. ¿Quieres otra taza de manzanilla, Cholita? te digo para no enfrentarme con la verdad. A veces es mejor pasarla por alto, hacer como lo hiciste tú, evadirte, cansarte trabajando, no pensar en nada y llegar así al final del día. Dormir en noches sin sueños. Eso nada más es lo que queda, cuando los recuerdos se hacen patentes y molestosos. Aferrarte a los buenos y masticar lentamente los otros. Lo sé, porque los tengo en mi memoria, como si yo misma los hubiera vivido.

Fotografía gentileza de Nicholas Woolworth http://www.facebook.com/home.php?#!/pages/The-Art-of-Nicholas-River-Woolworth/396176770902?ref=ts

Invierno

«No desapareció en la inmensa negrura de una muerte definitiva, como me pareció al principio, una parte suya se quedó por estos lados y anda siempre rondándome». En este punto, suspendí mi lectura. No era la primera vez que me pasaba. Después de que hubieron llovido las alas de los trintraros, por catorce noches, tu presencia aún inundaba la mía. Escuchaba tus pasos, veía, en sueños, tu cara y escuchaba, entre el viento y el crepitar del fuego, tu voz. Partes de mi cuerpo, acuchilladas por el dolor, iban retomando la costumbre de recomponerse de vez en cuando. A veces, creía que ignoraban mi propia voluntad y que cada una de ellas jugaba a las escondidas con mi desazón y con las preguntas repetidas hasta la abundancia, intentando explicar tu partida. ¿Por qué te habías ido tan pronto?. Sólo tenías cinco años.

La Mistral me miraba fijo, con su cara de desolación. Eran los últimos cinco mil pesos que me quedaban y debía pensar muy bien qué hacer con ellos. Eso recuerdo claramente que te dije y devolviste a mis dudas una sonrisa de porte de la luna. Hacía frío, tenías hambre y un quejido malvado se apoderaba de tu respirar. Caminábamos por las calles escarchadas, rumbo al hospital. Ibas tomado de mi mano. Tu chaqueta de paño azul, las botitas color café. El aire que escapaba de tu nariz  te apuraba para alcanzarlo. Sonreías. Como lo hacías siempre, invierno o verano, otoño o primavera. Incluso, cuando no contestaba directamente las preguntas sobre tu padre. Incluso entonces, sonreías.

¿Sabes que estando lejos, se pierde a veces la costumbre de esa respuesta instantánea y afilada que sólo nuestro país, peleador por tradición y destino, imprime en los genes de todos sus hijos?, te dije alguna otra vez, al acercarnos al carrito de las castañas. El puente de Lucerna estaba frente a nosotros. Hacía frío. Esperaba verte correr a través de sus vetustos tablones, admirar cada uno de sus decorados y contarme una historia de cada uno de ellos. Los gorgoritos de tu pecho te daban un aire fatigado. Parecías un viejo. Me sonreíste de vuelta, mordisqueando una castaña. Esa imagen y nosotros caminando rumbo al hospital, mientras yo estrujaba el billete con la foto de la poetisa, se me confunden en uno solo. Como si nuestra vida hubiera estado hecha de sólo esos dos momentos, tan distantes, tan disímiles, tan separados, pero invierno ambos, fríos y crueles ambos.

Abrazo tu chaqueta de paño azul, mientras escribo con rabia estas palabras. Mis amigos me han tratado de dar una conformidad que no quiero y me han forzado a escribir. Lo había dejado, había dejado de contar historias, de fantasear con realidades que no eran la presente, de no contar la pura verdad, de no decir que mi hijo había muerto, que no iba a verlo nunca más, que su sonrisa ya no estaba y su voz me perseguía entre el viento y el crepitar de la estufa. Me hubieran considerado fuera de mis cabales, como cuando junté, con esfuerzo, las alas transparentes de los trintaros y formé, con ellas, tu nombre. Esperaba que entraras de improviso y las barrieras de un soplido. Ver tus mejillas rubicundas y escuchar desde dentro de mi propio corazón «te quiero mamá»…

La Mistral me sigue mirando con cara de desolación, casi tanta como la que yo tengo en mis memorias y en mi alma, mientras escribo con rabia estas líneas, intentando recordar a qué olía Lucerna y los carritos con castañas, dónde nos perdimos, cuándo te fallé y por qué, siempre por qué, decidiste dejarme tan pronto. Preguntas sin respuesta, sin esa respuesta instantánea, afilada, alojada en nuestro genes locos, que me esforcé tanto en explicar. Ahora entiendo la futilidad de mis esfuerzos. Te fuiste marchitando como una plantita fuera de su hábitat y te costó trabajo reconocer esta tierra extraña  como propia. Los niños no piensan en esas cosas, me dijeron muchos, pero estoy segura que tú si lo hiciste. Por eso partiste. El puente te llamaba, los antiguos tablones te ofrecían un espectáculo sideral y único, por eso te alejaste, pero no desapareciste en la inmensa negrura de una muerte definitiva, como me pareció al principio, sino que una parte tuya se quedó por estos lados y anda siempre rondándome. Al menos, así lo espero.

Para Elizabeth

Cuando colgaste, me quedó la sensación de que nunca podríamos vernos. Aún tenía tu voz en mis oídos. Es de las pocas cosas que me arrepiento, no haber viajado a visitarte cuando pude hacerlo. Ahora, ya es tarde.

Confío en tu buen juicio y en tu inmenso corazón, porque sé muy bien que está cargado del mismo amor que llena el mío. Disfruto tus palabras y quisiera que la distancia no nos separara tanto, que la línea del teléfono nos aproximara lentamente, para poder abrazarte, para poder preguntarte por qué. Me sumerjo en tu voz y trato de imaginar un pasado feliz. Aquel a quien amo vibra de emoción con esos recuerdos y siento profundamente que es el hijo de tu corazón.

Me mencionas que vienen regalos para nosotros, pero creo que el mejor regalo sería gozar de tu compañía, leer libros juntas, escuchar tus historias, compartir pasajes de tu vida y hacer interminables listas con lo que el tiempo nos ha dado y que ha sido de provecho y vale la pena enumerar. Estoy aquí para cuidar al que más quieres, aunque no sea un buen sustituto de tu cariño. El tiempo y las estaciones nos han dado diferentes perspectivas de la vida. Quisiera tu consejo amable, tus recetas, tus libros de cuentos, tus recuerdos, tu paciencia infinita, tu voz tranquilizadora y dulce. Escucharte decir que todo está en su sitio, que nada está perdido, que la medida del amor es sólo eso y no vale de nada si no existe ese algo a medir. Quisiera tantas cosas y sólo me queda conformarme con tu voz en el teléfono.

Recorto esta historia lentamente y planeo hacértela llegar. Espero que alguien tenga  a bien leértela y que ese alguien te pueda dar un abrazo. El mismo que te mando hoy día, cuando esta delgada conexión ya se ha ido.

 

De Vuelta

Miró el calendario, buscando la fase de la luna y cayó en cuenta que ya se habían cumplido diez días. Decidió ir a la panadería, por primera vez, en diez días. Cruzó a pié el puente que le separaba del centro de la ciudad, mientras la mañana iba iluminando el panorama y los locatarios del mercado se iban arrimando a sus puestos. Escuchó a lo lejos sus voces y miró instintivamente su reloj de pulsera. Eran las ocho y media. Godofredo ya estaría en pié a esa hora, esperando que llegue su periódico para leer los hechos del día de ayer.

Entró a la panadería con premura y ordenó medio kilo de hallullas y seis mediaslunas de masa de hojaldre, sus favoritas, para tomar desayuno a gusto. Pidió también leche y mantequilla y recordó las quejas de su hijo mayor, que le criticaba comprar tan caro en estos comercios pequeños, pero ella se nulificaba en el supermercado. Los altoparlantes, las góndolas, los cambios de temperatura entre el pasillo de los lácteos y la sección de delicatessen. El gentío. Los niños gritando en pataletas monumentales. Las mujercitas rezongando, sin decoro. Una locura. Godofredo la había acompañado algunas veces, pero luego se aburrió, como se había aburrido de todo. La flota de barcos, la empresa conservera, la casa en la playa, las acciones de la compañía ballenera y tantas miles de insanas decisiones que invariablemente acabaron de un modo bastante inesperado, muy cerca de la quiebra, pero él, como un trapecista, ansiaba sorprender a su público con una caída falsa y en el segundo final, volvía al alambre, levantaba sus brazos victorioso y todo se solucionaba. Así era Godofredo, pensó. Inestable, intespestivo, disperso, distante, a veces; un mar de sabiduría que nunca supo cómo poner al servicio de sus hijos de una manera menos fría y dramática. Así era y así había sido desde que le conoció, con su chaqueta de paño tweed y sus lentes redondos, de brazos dorados, aquel día de campo, tantos años atrás.

El dependiente le entregó la bolsa con la compra y ella consultó su reloj nuevamente. Tenía apuro y apretujó el vuelto en su pequeña cartera. Salió de la panadería y se dirigió al mercado. El ruido de los vendedores, los olores de las verduras le daban bríos. Escogió cilantro, perejil, ciboulletes y orégano, compró medio kilo de manzanas y cuatro peras amarillas y jugosas. Godofredo adora las peras pensó en un segundo, para entristecerse al siguiente.

Revisó su reloj por tercera vez y se desplazó a paso vivo a la carnicería, detrás del mercado. Seleccionó carne de res y tres perniles de pollo.  Acomodó todo rapidamente en la bolsita de rafia que tenía escondida en su bolsillo y presurosa, cruzó el puente nuevamente, de vuelta a casa.

Hacía diez días que Godofredo había muerto y su espíritu aún rondaba la casa, llamándola en sueños, mostrándole en segundos de santificada iluminación dónde había dejado el periódico de hace tres semanas, que buscaron con tanto ahínco, por el reportaje a uno de sus barcos; las pantuflas de verano y los delicados pañuelos de seda que habían sido de su madre. Dónde habían quedado los pijamas de franela que no aparecieron por ninguna parte cuando se fue al hospital, a fallecer sin causa alguna, tal vez por su propio aburrimiento de la vida, que ya no le deparaba nada, decía él, mientras liaba cigarrillos de tabaco negro, que le producían una tos tuberculosa y maloliente, inundando la casa entera. Aún entonces ella le entregó su devoción, cambiando los ceniceros cada tres segundos, hirviendo semillas de eucalipto y tilo para purificar el aire y darle paz a sus pensamientos; divirtiéndose en comentarle hechos imaginarios de su parentela, para que él pudiese  discursear sobre moral y costumbres, con su parsimonia de maestro, sus ademanes de actor teatral, sus comentarios incendiarios contra la iglesia y los curas y su inevitable sarcasmo.

Diez días exactos, murmuró cuando puso la llave en el cerrojo. Recordó que Godofredo jamás había usado llave y que a las horas más imprudentes ella debía ir a abrirle la puerta. Ahora, ya no hacía falta la copia de la llave, que se había perdido perpetuamente entre los bolsillos de sus chaquetas de paño, como no había hecho falta su premura en la compra de esa mañana. Calentó el agua a fuego bajo, mientras preparaba la mesita con esmero. Las servilletas de tela, los platos de porcelana inglesa, los cubiertos de plata que Godofredo había encontrado en uno de los muchos barcos que restauró, todo dispuesto como a él le gustaba. Untó con mermelada de mosqueta una de sus medialunas, mientras el café con leche se iba enfriando lentamente, como a ella le gustaba. Miró con cariño y con tristeza la cocina que había compartido por cuarenta y cinco años con este hombre singular y de ojos arrebatadores. Estaba a punto de desplomarse de dolor, pero habían pasado ya diez días. Su nieta le había comentado que si empezaba a comer como de costumbre, iba a vivir mucho tiempo. Se sirvió otra taza de café con leche, mientras enrollaba la servilleta del plato que hubiera sido para él. La sujetó con una anilla de bronce labrada en Alemania y respiró tranquila. Miró debajo del lavaplatos y ahí encontró la otra, perdida por meses, brillando suavemente para ser encontrada. Godofredo hubiera soltado una carcajada.

De Causa y Esperanza

El mayoral me había despertado, siguiendo mis instrucciones. Esperaba las noticias del campo de batalla. La causa estaba en juego y no era que me iba a quedar de brazos cruzados sin apoyar la libertad de mi país.

Las nuevas no eran alentadoras y aunque ya había mandado a casi todos mis sirvientes e inquilinos a ponerse al mando de las tropas que luchaban, además de caballos y alimento, no había lugar a dudas. Estábamos perdidos. Si escuchaba con atención, podía oír los gritos de los hombres moribundos y los cañones del enemigo causando estragos en nuestras filas. Escuchaba como nuestras esperanzas se iban diluyendo con la sangre caliente de los que iban cayendo. Dicen que van a cruzar la cordillera señora, indica Juan de Dios, mi mayoral y me resisto a pensar que deban abandonar la patria por la que tanto han batallado.

La hacienda había estado en mi familia por generaciones y aunque mis raíces venían hondas e innegables desde el reino de España, no podía negar que me sentía más de esta tierra que de aquella al otro lado del mar. Con buenas influencias en el reino y siendo una familia de respeto aquí, había logrado comodidades y un buen pasar sin tener marido. Mi estancia era rica y fértil. Un valle regado, donde el sol se ponía con maravillosos bermellones y amarillos, acompañado de las palmeras y las flores en verano. Esta tierra tenía toda mi alma y todo mi ser. Estaba en mi sangre y era parte de mí.

Juan de Dios me anunciaba que venían. Venían y estaban exhaustos. Escapaban. Había sido un completo desastre. Cansados, abatidos y huyendo. Ciento veinte patriotas, me dijo Juan de Dios con los ojos llenos de lágrimas. Ciento veinte, señora y piden permiso para aprovisionarse de agua y comida.  Me dirigí corriendo a donde estaban. Los rostros demacrados, negros de pólvora, humo, sudor y tierra. La tierra que defendían y que ahora pensaban abandonar. El General pelirrojo que los dirige se baja de su cabalgadura y cortésmente me pide lo que Juan de Dios ya me ha adelantado. Tendrán lo que necesiten General, digo, pero por Dios y la Vírgen, descansen un momento. Niños van entremedio del grupo que huye a la desbandada. ¡Tenga un poco de compasión!, le ordeno, porque mal que mal yo soy la ama de esta hacienda y tanta insensatez sólo cabe en la cabeza de los hombres.

El General me lleva aparte y me explica la situación. Son perseguidos. El Comandante que va tras ellos es cruel y sanguinario. Estamos exhaustos señora, estamos sin moral y sin valor, dice. Nuestra estrategia no funcionó y hemos debido de salir corriendo. No estoy acostumbrado a escapar, créamelo, pero la situación, en esta noche aciaga, me habló en otros términos y debo velar por la vida de mis hombres, para completar nuestro cometido. Es ese mi deber. Muchos han muerto mi señora, muchos que no tenían porqué morir. Nuestro espíritu está en el suelo, le ruego nos entienda. No hable más General, le suplico. No soporto ver a un hombre rendirse. Tiene toda mi ayuda. Vendas, comida, agua para hombres y bestias. Por favor, General, siéntase como en casa.

¡Señora, tropas se acercan!, grita Juan de Dios. General tome a sus hombres y vayan a la bodega, ¡ahora mismo! Los miro descender corriendo, un reguero de sangre y polvo queda tras su huida. Paso mi vestido por sus huellas. Abanico mi cara. Tengo miedo. Mi respiración se entrecorta. Se aproxima el Comandante. Quiere a los rebeldes, grita. Acerca su caballo negro azabache a mi persona. Es arrogante. Veo en sus ojos la crueldad. Insiste. Pide las llaves de mi hacienda. ¿Qué se ha imaginado, Comandante?. La dueña de esta casa soy yo y sobre mi cadáver tendrá mis llaves. Le proveeremos de los víveres que requiera. No me desafíe señora, que mando a quemar toda esta mierda en un santiamén.¡¡Cabo!!

 ¡¿Necesitáis fuego?! Mi corazón palpita, mis manos sudan, mi mente se congela en la cara del mocoso que viene huyendo con su padre, apiñados como ratas, en la bodega. ¡Aquí tenéis un brasero!. Una fuerza descomunal me hace arrojarlo a los soldados como si fuera una brizna de paja.  Me sorprendo, pero no puedo acobardarme, el destino de muchos depende de mí. Les miro fijamente. Veo las brasas extinguiéndose en el suelo. Abanico mi cara. Tiemblo. Apenas respiro. Camino delante de ellos, esperando cualquier cosa.  Juan de Dios observa. El Comandante ordena dar la vuelta. Se marchan.

Ciento veinte patriotas abandonarán mis tierras la mañana siguiente, más repuestos, con las panzas llenas y los corazones con esperanza. El General me agradecerá con lágrimas en sus ojos y yo no podré menos que decirle que se cuide, que ahora todo está en sus manos,  que la libertad por la que luchamos es mucho más grande. No cabe en el pecho. No se reemplaza con nada.

En el año de 1818, cuatro años después de este momento, el mismo General que pasó la noche en mi bodega, firmará el Acta de Independencia, en un caluroso día de febrero, un mes antes de empezar la vendimia.

N de la R: Paula Jaraquemada Alquízar, dueña de la Hacienda Santa Rita, refugió en sus bodegas a 120 soldados que venían huyendo de las tropas realistas, después del Desastre de Rancagua. Entusiasta patriota, colaboró decidida en la causa libertadora y posteriormente, dedicó su vida a la ayuda de los más desposeídos. Los hechos que se narran en esta historia están basados en sucesos reales, descritos por cronistas de la época.

Los Cinco Jinetes

Los hijos son tan distintos como los dedos de las manos, decía la abuela Leontina y tenía mucha razón. Ahora que los veíamos con calma, entendíamos perfecto sus palabras. Vástagos orgullosos de la única nación que opuso resistencia a los conquistadores españoles. Cuenta la historia que durante quinientos años no hubo forma de pasar más allá de la frontera marcada por el río Toltén. Ellos defendieron con rigor y pasión esta epopeya, la contaron a sus descendientes y canciones y poemas relucían en cada luna nueva, cuando las rogativas se hacían presentes, para lo que hiciera falta y fuera de necesidad.

Nunca pertenecieron a ningún reino y nunca tuvieron más apego a  la tierra que el que se le tiene a una madre. Dicen las crónicas que las mujeres trabajaban como brutas y será por eso que el alma de esta nación está lleno de hembras ejemplares, estoicas y luchadoras, que cargan con las casas y los hijos, sin chillar una queja.

Cuando empezó el conflicto, nadie tuvo clara todas las razones. Anacrónicos mensajes desde el corazón de la raza, reinvindicaciones y protestas coloridas y bochincheras, tocando cultrunes y trutrucas, paseando orgullosos por las plazas, luciendo sus vestimentas, rescatadas de años de colonización silente y de servidumbre encubierta. Luego, cuando todo se tornó color de hormiga, ellos aparecieron.

La abuela Leontina, ataviada con su collar de plata macisa de doscientos años, les habló rapidito y les bendijo, como lo habían hecho, por generaciones, las matronas de su familia, cada vez que los hombres se iban a la guerra.  Los bendijo a todos ellos, uno por uno y con igual devoción y cariño. Sabía muy bien que eran tan distintos, como sólo una madre lo sabe de sus hijos, pero les dejó partir. No había ninguna razón para detenerles. No había ninguna razón.

Pronto, en el noticiero de la tarde, empezó a ver la huella que dejaban sus vástagos. Le escuchábamos hablar bajito, sólo para ella, agradeciendo a los espíritus de los ancestros y a la estampita de San Sebastián, de que no estuvieran entre los que tomaban detenidos la policía, ni entre los que había que ir a reconocer a la morgue. Se limpiaba sus lágrimas con el dorso del delantal y masticaba el pan fresco con mantequilla recién hecha, mientras miraba los dedos de su mano.

Mariana, su nieta menor, empezó a seguir atenta a «los cinco jinetes», que era como llamaba la prensa a los hombres de la familia. Anotaba con precisión sus incursiones y participaba activamente en las reuniones, en la sede social de la comunidad, donde se comentaban los atentados, perpetrados por ellos. Pregonaba consignas y frases hechas, a la hora del almuerzo y sólo la abuela Leontina la lograba hacer callar. Tú eres como todas nosotras, le hablaba cantado y fuerte, cuida a tu hijo, espera a que ellos lleguen y no te metas en esas honduras, que el destino de las mujeres de esta casa está pegado a esta tierra. El que sale a combatir, arriesga en perder la vida, suspiraba. Lo he visto muchas veces. Lo he escuchado desde antes de que tenga memoria. Déjate de asustarnos con discursos y amenazas. Respeta a tus mayores y cállate la boca, que ligerito van a aparecer los policías, si sigues revolviendo el gallinero.

La abuela Leontina sabía como funcionaba todo. Los cinco jinetes se dispersarían, dando pistas falsas, usando antiguas rutas para desplazarse y reaparecer, pero siempre acudiría algún mensajero en el nombre de ellos, en caso de necesidad. Por eso era que había que tener suficiente pan, carne, tallarines y arroz, esa era la mejor ayuda en este conflicto.  El guerrero que no come, no llega muy lejos, pregonaba, mientras rompía con el azadón la tierra, para sembrar papas y trigo, en un ejercicio que estaba en sus venas desde que su raza se hizo sedentaria. Miraba a su alrededor y las mujeres de sus hijos, aferradas a su figura, le seguían a cabeza agachada, rogándole a la Virgen María que los hombres no fueran alcanzados por los perdigones, porque en esas serranías donde se ocultaban, poco se ganaba con esperar un médico.

Mariana trajo el periódico ese día domingo. Allí estaban los cinco, con sus fotos más recientes y la descripción exacta de sus modus operandi. Los más pequeños, se mordían las manitos para contener las risas nerviosas de ver a sus padres y abuelos retratados en esta edición especial, pero Mariana sabía que no era nada para la risa. Hablaban de los teléfonos móviles, las redes sociales en la web que les seguían, quienes soportaban económicamente el movimiento e incluso estaban al corriente de que uno de ellos se comunicaba como lo habían hecho sus ancestros, en el tiempo de los españoles. Estaban plenamente identificados y la policía les seguía la pista de cerca, decía el artículo. Temblaron todas, excepto la abuela Leontina. Tomó el periódico y los miró uno por uno. Acarició las fotografía con sus dedos gruesos y se quedó en silencio.  

El hombre que lucha se arriesga a no volver, dijo lentamente. Aquí quedamos las mujeres y para nosotras esto no tiene tregua. Así ha sido siempre. Lo sé desde antes de tener memoria.  Si no regresan, no podemos hacer nada más que seguir viviendo. No nos queda de otra, dijo limpiando una lágrima. No nos queda de otra.

No Recuerdo

Haber estado tan cerca de ti en un tiempo anterior. No recuerdo haber sentido tu olor y haber besado tu espalda, en un tiempo anterior. Recuerdo sí tus ojos color esmeralda y el perro ovejero que cuidaba tus pasos y paseaba contigo en las tardes, después del almuerzo.

No me acuerdo de nada más que de tus ojos y sin embargo, tengo tu semblante pegado en mis sueños, tengo tu aroma desembarcado en mi nariz y tus manos tomando posesión imaginaria de mis concavidades. Tengo tus caricias dibujadas en mi espalda y mis besos tatuados en la tuya. Tengo memorias que no son mías y quisiera entrar en tus recuerdos, ver tus fantasías, retozar en tus pensamientos y descubrirte, otra vez. Una vez. Alguna vez. Muchas veces.

 

Espectros en el Panteón

Mi padre siempre tuvo una morbosa inclinación por la muerte. Le fascinaba. Recuerdo claramente su sonrisa torcida y sus manos frotándose una contra la otra, cuando aparecía alguna nueva atracción u objeto relacionado con rituales funerarios. Llenó su estudio con máscaras de distinta procedencia, la cabeza diminuta de un jíbaro y tres calaveras que alguien le fue a dejar a la puerta de la casa, una tarde después del primer día del monzón, amén de la sarta de libros y fotografías con las más dantescas ceremonias de muerte y sepultación que pudo encontrar.

Cuando recibió la información de la exhibición de la momias, no dudó un segundo. Buscó su sombrero Panamá y se calzó sus mocasines náuticos. La sonrisa de su cara tenía algo de maquiavélico y alucinante. Sus ojos le brillaban y me tomó la mano con un vigor que había extrañado en los últimos años.

Bajamos con cuidado la escalera de caracol. El aire olía a tierra y humedad. La bombilla diminuta de la mitad de la sala, amenazaba con apagarse cada cinco segundos, mientras un haz de polvo compacto descendía desde ella y hasta tocar el suelo, compuesto por minúsculas partículas que danzaban al compás de un ritmo extraño y silencioso.

El encargado tuvo especial atención con mi padre. Le dió la mano afectado y le llevó aparte un minuto. Ví que se metió la mano a su bolsillo y con la misma sonrisa alucinada que no le abandonó en todo el recorrido, sacó un fajo de billetes que se lo puso en la mano, sacudiéndola con alegría. El hombre se retiró y quedamos los dos solos. El piso de tierra se levantaba a cada uno de nuestros pasos. En una esquina, oculto por las sombras y una deformación de la pared, estaba el primer protagonista de esta exhibición de locura. El doctor Remigio Leroy, primero en ser exhumado y puesto en esta pared de arcilla y caliza. Lo dejaron ahi por accidente y mientras tanto, luego se personificó como el encargado de dar la bienvenida a esta función terrorífica e hipnotizante, que se extendía por varios metros. Todas las momias lucían francamente atemorizantes. Rostros torcidos por algún dolor o en un grito de ultratumba, tal vez como forma de protesta por haber sido sacadas a la fuerza de sus cómodos aposentos y yacer ahora, impúdicas, contra la pared. Estaban vestidas, algunas tenían alhajas y sus barbas y pelos estaban en perfecto estado, comentaba mi padre afiebrado, aspirando los humores que venían de los cuerpos. Anda, me decía, tócalas, si no hacen nada. No están ni frías. Es fascinante, repetía, fascinante.

Caminamos por otro rato, yo asfixiándome con el polvo en suspensión y él totalmente idiotizado con las imagenes perfectamente conservadas por el tiempo y los elementos. Tocaba cada pieza, metía sus manos a los bolsillos de los muertos y admiraba la disposición que tenían a lo largo de la pared. Habían algunas que les faltaba un dedo o parte de su ropa estaba raída. Me explicó que ciertas personas robaban pedazos de las momias, porque las consideraban mágicas. Yo pensaba que entre esas personas, estaba él también y estaba seguro que el fajo de billetes que le dió al encargado, era el precio por llevarnos una de estas pobres almas atormentadas con nosotros. Me dieron escalofríos de pensarlo, pero mi padre tenía esas excentricidades y otras más que fui descubriendo a medida que fui creciendo. Todo lo que quería, siempre se las arreglaba de tener. Su sonrisa, su amabilidad y su fascinante curriculum de hijo consentido del doctor más reputado del estado, le abrían todas las puertas.

Terminamos finalmente el recorrido, mientras el polvo de la habitación se nos había metido hasta la médula. Mi padre estornudó ruidoso y se limpió la nariz con un pañuelo impecablemente blanco. La arcilla había tomado posesión de sus pulmones y tornó en rojiza la tela. Se rió al instante y dijo que antes de ir de vuelta al hogar, debíamos lavarnos muy bien las manos y la cara. Era esta combinación de elementos que había permitido a estas criaturas preservarse en el tiempo, dijo con aires de sabio y su morbo, completamente satisfecho .

Subimos la escalera de caracol y la vista de las momias colgando de las paredes, mientras los haces de luz trataban de iluminar este purgatorio, justo debajo de la capilla del cementerio, me pareció increíble. La tengo guardada en mi memoria, sin que nada la haya alterado. Tal vez, como decía mi padre, la combinación de los elementos permitía la conservación. La pequeña momia que llegó a mi casa, al cabo de un par de días, encerrada en un frasco de conservas y cubierta por un trozo de tela ordinaria, desapareció una semana antes que muriera mi padre, cincuenta años después. El mozo de la casa comentó que papá decidió abrir el frasco y dejar que el aire hiciera lo suyo. «Quería descansar», le dijo, en un último acto de piedad por la criatura, que le había visto cada mañana realizar su quehaceres y ser la estrella de su colección.

Partido de Golf

El sol le impide ver la trayectoria que ha seguido la bola, pero sabe que ha de estar por ahi. El swing lo ha practicado con obstinación y aunque ha sentido ese leve tironcillo en el hombro, camina vigoroso por el prado, en dirección al próximo hoyo. Recuerda su despertar de esta mañana y el terrible dolor en todo el brazo. Las pastillas escondidas en el segundo cajón del mueble del baño, le han causado sueño y letargia. No le han impedido tomar el desayuno frugal que acostumbra, leyendo la página económica del diario, mientras la luz de la mañana se va marcando en el cielo.

La pastilla. Ha olvidado la OTRA pastilla. Debe de estar en alguna parte de sus bolsillos, piensa mientras sigue caminando, sin disfrutar ya del panorama, concentrado en no olvidarse del medicamento y sobre todo, consciente al máximo de sus actos. Todo luce distinto, mientras su cerebro actúa a mil por hora, dejando el letargo habitual. Escucha voces. Cree que alucina. ¡¿Dónde diablos ha quedado la pastilla?!. Siente una sequedad extraña en su boca y la caricia del sol como una cachetada. No repara en lo que le dice su caddie. Elige un palo sin mirar y golpea con demasiada imprecisión. La bola sale disparada en una trayectoria inverosímil y él se desgasta en explicaciones que no vienen al caso. El estado de excitación es absoluto. Quisiera arrojarse a las aguas del mar embravecido que gobierna ahora sus pensamientos. Su teléfono móvil vibra escondido en su bolsillo. Lo saca, convencido que debe arrojarlo lejos y de pronto, siente la pastilla, perdida entre los pliegues. Una ráfaga de inspiración gobierna su accionar. No la tomes, déjala ahí, escucha de una voz mecánica y ronca que viene de su interior. La voz suave y femenina le recuerda que debe seguir la medicación, aunque hace tiempo que no ha visitado a un médico. Es por tu bien, escucha nuevamente. No la tomes, escucha del otro lado. Sus sienes laten descontroladas. Su boca está seca. Sus manos tiemblan.

Se dirige  al baño, tratando de acallar las voces. Moja su cara. Mira la pastilla. El teléfono sigue vibrando. Es la voz que le recuerda, como si le ordenara, montada en su cabeza, qué es lo que debe hacer. No olvides tu medicamento. ¿Has estado bien? ¿Disfrutas el juego? Acá todo está en calma. Diviértete. NO OLVIDES LA PASTILLA. La frase le golpea, le condiciona. Recuerda el arsenal de medicamentos cuidadosamente organizados por ella, en su hogar.  No sabe cómo lo  hace. Siempre consigue lo que él le pide. Ese mar embravecido le llama de nuevo…. Las voces le persiguen. Recuerda vagamente cómo era el mundo sin tantas medicinas. Me estoy haciendo viejo, dijo un día, al recibir la primera medicación, primorosamente venida de las manos de ella. Después de esa dosis, no paró. Incluso en los minutos más complicados de su vida, no concibe haber estado sin el efecto tranquilizador de las pastillas. Todas venían de ella.

Se trata de aferrar al recuerdo de la vida sin medicinas, como lo hace cada verano cuando se aferra a su velero. Está viejo, pero aún puede hacerlo. Está herido, pero no está vencido. Recuerda el viento cálido de aquella playa en el Pacífico, no hace mucho, cuando conoció a esa mujer alucinante y vivió con ella las más locas aventuras, caminando desnudo por la arena, sin ninguna medicación. La voz de la otra le perseguía, entonces, recordándole detalles de su vida que quería evitar, instándole a no olvidar dónde tenía que estar, con ese tono suave, dulce, terso, como un sedante, como esta pastilla molestosa que se acerca ahora a su boca en un movimiento mecánico. Como aquella que toma después de comer, ya ha olvidado para qué o como las que consume para aliviar el dolor de sus lesiones deportivas  y tal como la otra que toma antes de dormir, para conciliar el sueño. Son muchas. Me estoy haciendo viejo, piensa en voz alta. No lo hagas, dice la voz metálica. No la olvides, dice ella en su cabeza. La voz de otra persona en el baño, que le saluda por su nombre le hace tragar de golpe. Se frota las manos. Se moja la cara nuevamente. Sonríe. Contesta la llamada. Todo bien. No lo olvidaré. Sí, cenamos juntos. No te preocupes, ya me la tomé. 

golf

El Último Homenaje

tumbas

Estaba don Benno, Flor y Elena. Detrás, Candelaria y la Dorita. Pancho, el jardinero y las monjitas del colegio. Dos perros callejeros que se negaron a salir de entre el gentío, nosotros y algunos, como el Cheuto, que se unieron al cortejo a medida que iba avanzando por la única avenida del pueblo. Eramos en total treinta personas.

El cielo estaba oscuro y una neblina delgada acompañaba a los que ibamos caminando. Se hacía pesado respirar y se escuchaban bajito las toses y los suspiros. Las monjas iban rezando, agarradas todas del brazo y su letanía adormecía a los caminantes. Alguien por ahí rió de pronto y se escucharon los codazos y las censuras. Las personas en la calle agachaban la cabeza, se persignaban a la rápida y los hombres se quitaban sus gorras en señal de respeto.

La carroza era un Buick de 1940, que botaba humo por todas partes y la caja de cambios se quedaba atascada en la segunda. A cada cuadra, se paraba y el chofer debía volver a hacerla andar. Los hombres se reían maliciosos y las monjitas seguían orando con más devoción. Tocaba caminar todavía un trecho largo. No había signos de que despejara la neblina. Ibamos todos con las mejillas coloradas por el frío y con los mocos asomando.  Flor y Elena lloraban honestamente y se apoyaban una en la otra, para no trastabillar con sus zapatos de taco alto y su poca experiencia caminando. Miraban la carroza con respeto y acomodaban las flores que parecía iban a caerse en cada parada del vehículo.

Amelia había sido una madre para ellas. Amable y preocupada, justa e imparcial. Honesta como pocas. Con un corazón que no cabía en su pecho gigante, como si hubiera parido un ejército de hijos con ese cuerpo bajito y redondeado. Sus caderas habían sido las más deseadas del pueblo y era famosa por sus dotes en la cama. Había criado a estas chiquillas y a varias otras, que llegaron a su casa a pié pelado y con el estómago vacío, la cabeza infestada de piojos y la firme determinación de hacer con sus vidas algo más productivo que sólo mozas de campo.

Siempre se caracterizó por la nobleza de su espíritu. Mantenía a las chicas bien cuidadas y les daba toda clase de consejos. Trataba a su establecimiento como un negocio frío e impersonal que sólo le proveía dinero. Lo administraba con prudencia y sabiduría, aunque apenas sabía leer. Aprendió a contar haciendo la caja, iluminada por una chispa de inspiración al lograr entender cómo cada moneda tenía su equivalencia en la de mayor valor y así lo mismo los billetes. Se fascinó y contaba el dinero veinte veces, sólo para sentirlo. Estuvo siempre muy agradecida de mi padre, quien le ayudó a hacerse del negocio, que antes había sido de Nicanor y donde ella empezó como empleada. Se conocieron un día en el lugar y él no dudó en la inteligencia y la  habilidad de esta muchacha ordinaria, que se pintarrajeaba mucho los labios y se reía francamente con sus chistes gruesos y sus expresiones catalanas. Ella hizo mucho por nosotros.

Mi madre se acercó a su ventana una noche de verano, cuando el calor no se apiadaba aún del pueblo y le rogó que le ayudara a traerme al mundo. Fue la única persona en la que pudo confiar. Amelia procedió con seguridad, en un arte que había aprendido de su madre y antes de su abuela, pero no pudo evitar la hemorragia que cubrió las sábanas mugrientas de la cama que estaba más cerca de la puerta por donde mi madre entró. Yo salí entero y en silencio, enmudecido por el calor probablemente y por la desesperación que mi madre tuvo que soportar durante todo su embarazo. En su vientre, aprendí a ser una criatura callada y a no hacerme notar. Amelia me enseñó el valor de la risa y de las palabras. Fue su ternura la primera que sentí en mi espalda desnuda y fueron sus labios los que me tocaron, primero que mi madre. Recuerdo su olor a hierba seca y perfume barato, a humo del hogar que el Cheuto se encargaba de prender cada mañana, mientras componía su borrachera con una caña de vino blanco que Amelia le dejaba oculta debajo de la mesa, como si fuera un accidente. El Cheuto también llegó por casualidad, como casi todas las chicas de la casa y fue ella quien tuvo la piedad de darle un lugar donde dormir y asignarle una tarea que hacer, para dar dignidad a su vida de borrachín, paria y errante.

Amelia había sido la matrona de la única casa de putas del pueblo y ahora que había muerto, todos le rendían sentido homenaje en su partida. Agradecían su caridad siempre oportuna, sus mentiras piadosas y su buen corazón.  Al llegar al camposanto, las lágrimas de las chicas enjugaron todos los pecados mortales de su doña y pudo alojarse con calma y con cuidado. Mi padre pagó por su sepultura y yo personalmente me encargué de supervisar al panteonero para que hiciera un buen trabajo. Le debíamos mucho. Era lo menos que podíamos hacer.

La Muchacha de la Trenza

trenza

Por detrás del gallinero siempre aparecía Azucena, la empleada. Criatura de voz suave y sigilosa; bajita y redondeada, se movía por la casa sin hacer ruido, como un fantasma. Era una jovencita, aún no tenía dieciocho años. Temblaba al vozarrón del patrón y prefería no mirarle nunca a los ojos. La trenza negra apretada que usaba detrás de su nuca era lo único que se recordaba, ni su nombre ni su vestido, sólo su trenza, que volaba presurosa detrás de ella, como la cola de un volantín, de una habitación a otra, haciendo los quehaceres, en silencio y en secreto, como si no existiera.

Al patrón le molestaba que esta chiquilla no hablara. Al principio, pensaba que era sordomuda y le gritaba muy cerca a ver si tenía alguna reacción. Al cabo de un tiempo entendió que sólo era tonta y la dejó en paz. Nunca sospecharía que ella, callada, conocía la historia de toda la familia. Sería la única que sabría quienes asesinaron a su padre, porqué sus hijos varones no llegaban a ver la luz del segundo día y sería la última en verle, antes de su desaparición. Años después, ella sería  quién daría aquella pista, que  había permanecido aferrada a sus recuerdos, a la mujer que tanto le había buscado.

El patrón no era como el padre, que acostumbraba a perseguir a las mozas,  hasta voltearlas en cualquier pampa para hacer como los conejos y dejarlas ahí. Él prefería la alegría falsa de las putas que se desvestían despacito en frente de él, con la vela encendida y lo acariciaban entero como a un gato. Jamás logró amar a su difunta esposa con la luz prendida. La cara de horror que ponía la pobre, le hacía sentir como un mal nacido.  La sola vez que trató, la desdichada se perdió en un mar de lágrimas histéricas, tan incontrolable que él tuvo que irse a otra habitación para no volarle la cara de un palmazo. Por eso no miraba a esta chiquilla; una mezcla de piedad y rabia le impedía siquiera enfocarla.

Perdía tan pronto la paciencia con demostraciones de terror e histeria. Nunca toleró el lloriqueo de su hermana, cuando eran niños y tampoco nunca entendió las zurras que tuvo que soportar por culpa de esa maldita manía sin control y del miedo intrínsico que cada mujer parecía tenerle. Nunca entendió cómo su padre podía disfrutar tanto de las caras de pánico que ponían las chinas cuando se encontraban en aquellas circunstancias. Siempre su padre le decía que la cara de miedo era al principio, porque después, solitas, venían por más, pero él discrepaba. Prefería a las putas, aunque le sacaran hasta el último peso, porque prefería la entrega sin pavor. Sabía que eran solícitas porque les dejaba buenas propinas y que todo era un teatro. Sabía que se acostaban con él sólo por dinero y eso acababa, en cada ocasión, por molestarle y dejarle una sensación de abandono que echaba todo a perder. ¿Por qué era tan complicado gozar nada más, sin miedo ni mentiras? Estaba seguro que más de alguna de las chicas del bulín si había gozado de verdad. Si no había nada más bueno en esta vida. Nada se comparaba con la idea de permanecer retozando como los animales por horas. Si los humanos son los únicos que entran en calor todos los días del año. Debía haber una razón para eso.

¡Tráeme pan junto con la sopa! le ordenó a la chica, sin mirarla. A esta cabra lesa se le olvidan la mitad de la cosas. Si no fuera porque me enferman las caras de miedo, le pegaría unos porrazos, a ver si se avispa. Nunca sospecharía la importancia del silencio de Azucena, su lugar entre las bambalinas de su historia y la sabia premonición de cada hecho importante. Sería ella y sólo ella quien le ayudaría, finalmente, a ser feliz.

La Mujer del Comandante

desierto

Anoche se desveló. No hubo caso que pudiera conciliar el sueño. Los sonidos del cuartel le pusieron los nervios de punta, como nunca antes. El cambio de guardia se hizo eterno y los pasos de los botines de los soldados le recordaron por alguna razón a la lluvia. El cielo se abrió de un golpe, entregando toda su luz, mientras ella aún recorría en bata la sala, buscando perturbada algo que no sabía qué era.

Estoy al borde de la locura, dijo. Esta vida me está matando. Miró hacia atrás en retrospectiva y recordó la hermosa boda, su traje blanco como la nieve y la apostura sin parangón del gallardo Teniente. Era como un príncipe encantado, los botones de su guerrera de gala brillaban como las luces de la catedral donde contrajeron matrimonio. La guardia de sables, a la salida, le pareció excesiva pero emotiva y el traslado de los enseres de su nuevo hogar, en los grandes camiones del glorioso ejército, le pareció una bendición.

Cuando llegaron a este puesto en mitad de las montañas y la luna, ella tenía todas sus esperanzas intactas, pero los días fueron pasando y la rutina le fue aplastando, hora tras hora, día a día. El Teniente subía de grado como la espuma, aumentando su orgullo y el bienestar de la familia. Crecían los hijos en este espacio confinado, mezclándose sólo con otros de su misma condición, mientras ella sentía que se iba marchitando lento, en la aridez del panorama. Sólo las actividades del alto mando le daban alguna razón, sólo las tareas escolares mantenían su mente activa y caprichosa. Intentaba ser la que siempre quiso, pero las vicisitudes de la carrera militar le cerraban las puertas una tras otra y en su cara.

Se movía apenas por la ciudad, portando la identificación característica, por si era detenida por la policía por haberse pasado una luz roja, sin miedo, pero con profunda inquietud. Las órdenes impartidas por su marido, ahora Comandante de la guarnición, retumbaban en sus oídos todas las noches, como si el pavor que provocaba en sus subalternos se trasladara por las paredes y el aire  directo a su alma. Sólo cuando partían de campaña respiraba con más soltura. Toda la dotación abandonaba el regimiento y los oficiales iban a la ofensiva conduciendo sus jeep camuflados con los colores del desierto. Detrás avanzaba la tropa, delgados jovencitos con voces aún en desarrollo, cargando pesadas mochilas llenas de pertrechos, cantando el himno del ejército, adentrándose en el paisaje para jugar a la guerra por unas semanas.

Entonces, el lugar se veía distinto, más abierto, menos feroz, más humano, pero la paranoia de la soldadesca, por estar justo en la frontera, hacía afianzar las estaciones de guardia al llegar el crepúsculo. Siempre las noches eran tan difíciles. Se escuchaban ruidos macabros, voces extraviadas y los cuentos de los antiguos mineros llegaban de alguna forma a sus oídos.  El joven edecán que quedaba a su orden hablaba  de fantasmas y perdidos que vagaban en estas latitudes, buscando redención, agua y vida. No se asuste señora que no hacen nada, decía, pero ella sabía claramente que los espíritus no perdonaban tan fácil. Su madre había perdido la razón antes de que ella se casara y acudió a la boda sedada. Hablaba con los santos y los fantasmas, comunicando nuevas y panoramas espectaculares que ellos le susurraban a cada momento, después de su incursión prohibida con la tabla ouija. Fue asi que perdió completamente la chaveta y empezó a vivir en ese mundo paralelo al que ella se rehusó siempre a entrar, pero sentía que ahora le arrastraba lentamente, desde la soledad del desierto, viajando a través del viento, hasta llegar a su ventana.

La tropa estaba en pleno ejercicio. Detonaban las granadas y avanzaban todos cuerpo a tierra, entre el polvo color naranja y el humo blanquecino. El Comandante admiraba orgulloso la formación táctica de los soldados. Sonreía complacido. Nada más que su propia suficiencia le importaba. Esa era la maldición del grado. Lo sabía y le gustaba. Lo saboreaba cada vez, en cada ascenso. Ahora estaba en la cima de la colina y del poder, fascinado con su propia vanidad. 

El sargento ordenó avanzar, cargando la munición y en grupos de seis, para alcanzar el objetivo. El sol estaba saliendo, apenas despuntaba la aurora. Corrieron enardecidos por su propio miedo, colina arriba, pero la silueta en la cumbre les hizo retroceder. El camisón blanco de la mujer del Comandante estaba tirado en el suelo y su cuerpo desnudo se balanceaba con el viento en el borde del acantilado. Estaba intacto. Se veía serena. Sonreía. Le había dicho al edecán que saldría un momento y que no se preocupara. Sólo la volvió a ver envuelta en una carpa de campaña, con puñados de tierra anaranjada entre sus manos. La tabla ouija encontrada debajo de su cama, marcaba en si.

Broken Wings

Es verano. Tórrido, seco y luminoso . Me despido de mis compañeros de trabajo y lento avanzo en dirección al río. Ese río transparente y verdoso por el reflejo de los árboles que inundan la cañada, que han estado desde tiempo ignotos deshojándose lentamente para crear el barro negro y espeso que está en todas la riberas. El olor de los eucaliptus, añosos, gigantes, pausados, suaves es el olor del río también. Están unidos en una simbiosis colectiva y secreta que da paso a uno para que exista el otro.

Lento me sumerjo en las aguas. A esa hora ya casi no queda nadie y la corriente sonora deja ver las piedras del fondo y refleja perfecto la luz del atardecer. Sólo el río, el sol y yo…. Nado despacio sin hacer ruido, me dejo llevar por la corriente en una escena sensual y de ensueño. Me sumerjo, subo, vuelvo a nadar y vuelvo a sumergirme, lento, saboreando, estirando mis extremidades, dando lentas brazadas. La presencia de este elemento es tan sedante para mí… Disfruto; me acunan las aguas, me arrastran graciosas y sonoras. A lo lejos se escucha un gentío.

Me detengo en la mitad de mi nado y miro fastidiada quién interrumpe mi minuto de unidad con el universo. Hay un festival esa noche y las personas que llegan prueban los equipos de amplificación. Me alejo a un lugar más callado, pero es inútil. De pronto se produce un alegato, aquel que estaba encargado de traer las cintas para probar los equipos las ha olvidado. Necesitan urgente algún disco para equalizar. Hay uno que se ofrece a cantar, pero es desechado al instante. Me pregunta uno de aquellos si tengo algo de música que les pudiera prestar. Me acerco a mi bolso y le alcanzo un gastado cassette. Me mira el tipo y sin que haga comentario alguno, le indico , si no le gusta, me lo devuelve y ya.

Acerca la cinta al de la consola y yo vuelvo al agua. Un último chapuzón antes de regresar caminando cuesta arriba para llegar a mi casa. Aún hace calor. Me sumerjo nuevamente y al sacar mi cabeza del agua suena atronador con la maravillosa acústica del lugar: take this broken wings and learn to fly again learn to live free, when we hear the voices sing the book of love will open up and let us in….No hay más que este minuto mágico con el estéreo a todo volumen, la cadencia de la voz, el suave vaivén del río y la corriente seductora  que me arrastra despacito, como me lleva esta música, a un mundo diferente y único. Este día, más que entregar las alas rotas, me encuentro con las mías propias, y reinvento la que he sido, para convertirme en la que soy.

Sophie, de Bakú a Nairobi

Han viajado por días infinitos, con noches estrelladas, avanzando lentamente, recorriendo los bosques y campos, con sus sonidos de fiesta y sus colores. Sophie no se acostumbra a este constante movimiento y muchas veces se retrasa a la hora de subir al carromato. Todos ríen cuando ella tropieza con las faldas abultadas, tratando de alcanzar la caravana. Nayma, la niña que se empeña en llamarla  muñeca, se ha convertido en su sombra y es la que le llama con voz al cuello cada vez que se queda atrás.

Aunque amables y alegres, los gitanos también escapan de los horrores de la guerra. Tratan de alcanzar el mar. Necesitan un puerto libre que les permita seguir viaje más al sur, y poder zafarse de esta pesadilla en la que se ha convertido Europa entera.  Pronto Sophie se entera, que de no haber sido por un error de coordinación y producto de la escasa información que manejaban las tropas partisanas, ella estaría todavía en ese tren, rumbo al horror. También se entera que sus padres fueron asesinados sólo por haber comerciado exitosamente con los rusos blancos, enemigos de la revolución.

Sólo podía ser una locura todo lo que ocurría. Sólo podían ser las estrellas que se habían movido de su posición, como proclamaba el rey zíngaro, para explicar todos estos cambios que no eran para nada explicables.

Finalmente y después de muchas penurias, mucho miedo y muchos kilómetros, alcanzan el puerto de Bakú. El lugar luce desordenado y confuso. Es Sophie la que ayuda a organizar la barca donde ellos viajarán, haciéndose pasar por turcos. Necesitan cruzar este mar infestado de enemigos, oportunistas, soldados, contrabandistas, viudas, prisioneros y refugiados, todos en una sola amalgama de lenguajes que se confunden con el ruido del puerto.

El viaje es complicado y varias veces están a punto de ser descubiertos, pero el manejo impecable de Sophie salva sus cuellos, además de las monedas de oro que el rey zíngaro carga consigo, para callar cualquier rumor. Bajan decididos, retoman sus identidades y siguen viaje.

Sophie quiere parar, quiere bajarse de este carrusel que es la caravana, y por primera vez desde sus infantiles recuerdos, poder respirar la libertad. Planea ubicarse como costurera en algún pueblito fronterizo, ganar algo de dinero y tal vez volver a casa. Aún no sabe muy bien cómo, pero sabe perfectamente que si sigue la caravana, estará cada vez más lejos de la que fue. No ha sobrevivido al gulag ni a este viaje del infierno para terminar perdida en mitad de quién sabe dónde, con quince años, sin familia, sin raíces y sin hogar.

En Estambul decide finalmente parar, abandonar los carromatos, dejar a esta gente amable y graciosa que ha sido su nuevo contacto con la humanidad, fuera de los lazos terribles del gulag. Se ven lágrimas en los ojos de ellos, pero el rey zíngaro entiende sus razones, acepta que su destino es totalmente distinto al de la tribu y que ha cumplido con lo que le mandaron los naipes la noche antes que el tren de Sophie fuera bombardeado por error y ella emergiera aterraba pero entera para darles el número justo de viajantes que las cartas habían profesado.

Se despiden sin ceremonias, y nunca más se verán. El destino de la caravana es tan incierto en este mundo fantasmal y lleno de nuevos códigos, que Sophie , llena de tristeza, duda que podrán salvarse. Ella, en cambio se ajusta rápidamente a la vida en esta ciudad y por primera vez en mucho tiempo cae en cuenta de su apariencia y lo versátil que puede ser, dada la ocasión.

Aprende inglés, porque son los ingleses los que regentan esta tierra, encubiertos en protectorados y empresas de diversa índole . Aprende también las razones de esta guerra y lentamente va logrando ajustarse a los sabores y la diversidad de esta ciudad ancestral y perdida, que es sólo un paso, entre el horror y la salvación.

Se emplea como profesora de alemán de una pequeña niña inglesa y por algún tiempo vive con esta familia, distante y decorosa, que le asigna fríamente una habitación, un salario mensual y un lugar en la mesa de los empleados. Lentamente va conociendo el desarrollo de la guerra y lentamente va dándose cuenta que este mundo esquizofrénico no volverá jamás a ser el mismo. Por las visitas que se reciben en la casa, ella cae en cuenta que la estancia familiar puede ser recuperada, siempre y cuando no haya sido dilapidada por parientes ni empleados. Un amable caballero le ayudará en estos menesteres y le invitará a dejar Estambul y dirigirse a un lugar digno de su capacidad y tesón, un lugar donde todo el orden del imperio británico está intacto y donde todo este desorden ni siquiera roza a los caballeros que se entretienen cazando y cultivando café. Aquel es un espacio digno para ella. Allí puede encontrar fortuna y la libertad que tanto añora.

Sophie no se ha enterado todavía que esta tierra nueva, con las más hermosas puestas de sol, se convertirá en su hogar por los próximos 25 años.

Al llegar a Nairobi, de la mano de los niños Lower, sentirá por primera vez en su vida el calor tórrido y el sol en todo su esplendor. Por años gozará de esta tibieza perdida tanto tiempo y disfrutará de la amable compañía de esta gentil familia que le ayudará a curar sus heridas, olvidar las pesadillas y enfrentar el futuro con esperanza y decisión, aceptando su destino como causa y efecto de voluntades que no le pertenecen y que han moldeado su carácter para llevarla hasta este punto.

Ensimismada por estas cavilaciones, y ocupada con las clases de los niños, no repara en las constantes visitas de John McCallister, secretario del cónsul británico en Nairobi. Suave y cordial, escucha con atención cada palabra que intercambian y lentamente se le acerca, cada día un poco más, hasta terminar pidiendo su mano al señor Lower.

Los años con John serán los mejores de toda su vida, y lento entenderá que todo este largo círculo ha sido necesario para llegar a esta felicidad. Suavemente, como ha sido John desde el comienzo, le va devolviendo a la que perdió aquella vez en el tren y van logrando ver el mundo con otros ojos. Su único infortunio será no poder tener hijos, como siempre soñaron, pero John le dirá que no es realmente importante, porque se tienen el uno al otro.

El día que conocí a Sophie, John había fallecido hacía un tiempo y su cargo de embajador en Kenia le había reportado, además de incomparables recuerdos de viajes y diversión, un maravilloso departamento en el centro de Londres y valores por acciones del que había sido el negocio de la familia de Sophie, que John ayudó a recuperar.

Estar frente a ella es como estar frente a la realeza y la tibieza de sus ojos verdes y la dulzura de su voz no harían pensar jamás en todas las andanzas que tuvo que pasar para llegar a esta mesa sencilla, donde comenta sus experiencias sin dolor ya ; sin odio y con una profunda quietud, mientras acaricia lentamente a su querido gato Armandin.

Sophie, de Einsenstadt a Solovki

El recuerdo más antiguo de Sophie es la cama blanca, con las primorosas sábanas bordadas. La ventana ancha y el sol entrando a raudales y el piso de parquet que le daba un aire festivo a su habitación. El resto de la casa era fresca, soleada, cálida en invierno, con las grandes chimeneas siempre crepitando y  las cortinas de brocado, pesadas, gigantes, cubriendo a los grandes ventanales del viento y la nieve. Los olores de la casa, Sophie no los ha retenido en su memoria. Son como aquellos pájaros que, lento, se posaban en los jardines de su hogar y que se quedaban por largos intervalos entre las rosas y los tulipanes. Sólo recuerda su imagen, ni sus trinos ni su vuelo, sólo su imagen.

Sophie rememora también la tibieza del abrazo de su padre y el aroma de su abrigo de camello y marta. Era, de todo, lo que a ella más le gustaba, junto con sus pequeñas botas blancas de terciopelo y su adorable manguito de visón.

Los recuerdos siguientes son un poco menos placenteros, como diría Sophie alguna vez, cuando las memorias venían a su mente. Está en el tren, de regreso a su hogar; ya han cruzado la frontera y falta poco para disfrutar del chocolate caliente que su aya le prepara con ternura y con la leche más espesa y cremosa que puede encontrar. De pronto, la locomotora se detiene en mitad de la nada. Se escuchan gritos y voces. Su padre se muestra preocupado y nervioso, busca los documentos de identificación. Sophie escucha voces de hombres que repiten su apellido, urgando en todos los vagones. Tiene miedo. Entran al coche y a empellones sacan a su padre y su madre . Ella grita, desesperada. Sólo siente una bofetada salvaje que la hace rodar por el suelo. Pierde la conciencia, afortunamente dirá después, porque de no haber sido así le hubiera quedado el dolor perenne de ver a sus padres fusilados y sus cuerpos despedazados brutalmente, antes de ser arrojados en una fosa común. Todo en nombre de la revolución del proletariado.

Años más tarde Sophie logrará reconstituir la escena y tendrá al menos las razones porqué fueron masacrados, pero los recuerdos que siguen a su caída en el tren, están directamente ligados con el riel. Viajará por días infinitos, sin mucha conciencia del lugar o de la condición, arrumbada en una esquina del vagón de animales, junto con otras personas, de las que no recordará nombres ni rostros, sólo olores putrefactos entremezclados y frío, mucho frío.

Al bajarse del convoy, no sabe cuántos días o semanas después, el paisaje con el que se encuentra es fantasmal, los abetos cubiertos de nieve, el suelo escarchado y por primera vez, luz de día en sus ojos, pero no la quiere, la visión del horror es más fuerte que sus recuerdos. No está su madre ni su padre. No hay nadie conocido. Las palabras que escucha no son en su idioma. Nada entiende, nada se explica. Es separada y puesta en fila junto con otros niños, que serán conducidos a barracones distintos. Ninguno tiene a sus padres cerca y pronto formarán una pequeña cofradía que les ayudará a subsistir del frío, del hambre, la pena y la sinrazón de este infierno blanco y pétreo que es el gulag donde han llegado sin culpa ni motivo, en nombre de la revolución.

Sophie sólo recuerda, sin entrar en mayores detalles, que los trabajos, el esfuerzo sobrehumano, la crueldad y el hambre serán el día a día en este mundo nuevo al que ha llegado sin explicaciones ni cuidados. Sus nuevos amigos poco a poco se irán marchando, llegarán otros distintos, desaparecerán, algunos sin mediar advertencia, otros serán trasladados con ceremonia y protocolo, otros sencillamente amanecerán muertos en una gélida mañana de invierno o perecerán después de largos sufrimientos por la disentería, en verano.

Sophie es adoctrinada en las leyes del comunismo y en cómo delatar a sus más cercanos si conspiran contra el nuevo orden. A cambio de ello reciben mejores raciones de comida o ropa nueva. Acepta este destino, pero una luz de su interior , que a veces escapa por sus ojos verdes, le mostrará que esta no es la verdad y que debe sobrevivir, pero no rendirse.

Cuando Sophie cumple catorce años, es trasladada junto con otras jovencitas a un nuevo campo. Una nueva odisea se planta en su vida. Nuevamente es subida al tren de carga y sin llevar equipaje, emprenden el viaje sin aviso, sin mapa y sin destino. Viajan silenciosas, preocupadas, ansiosas algunas, inertes otras. El horror ha sido demasiado, el trabajo ha vaciado sus almas y una piedra se ha instalado en sus corazones. Sólo Sophie luce un poco más entera, delgada, sí, pequeña, sí porque la mala nutrición, las privaciones y los largos inviernos no fueron los mejores compañeros para su desarrollo y en el futuro caerá en cuenta que jamás será madre. Todo su ser fue congelado en ese campo espantoso, todo, excepto su voluntad, la misma con la que porfiaba por aprender cualquier oficio, por leer lo que llegara a sus manos y que en poco tiempo le llevó a entender y expresarse en ruso como cualquiera de los otros. Atrás había quedado su idioma y sus recuerdos, pero sólo atrás.

Eran trasladadas, se enteró, como muchos otros jóvenes de muchos gulag a lo largo de Siberia, hacia pueblos más al interior de la región. Una guerra se había desatado que amenazaba los cimientos mismos del comunismo, que tanta sangre le había costado a la nación. Era preciso proteger las bases, con la vida si era necesario. Sophie pensó que era la vida únicamente lo que tomaba el comunismo, así que daba lo mismo la razón, si morían como moscas en nombre de la revolución.  Los nazis, decían las fuentes, amenazaban con implantar un nuevo regímen, más cruel y despiadado. Eliminar a la madre Rusia de la faz de la tierra e instalar a sus gordos y rubicundos generales, que esterilizaban mujeres y hombres no rubios, para proclamar la raza superior. Así van escuchando y así se van llenando de horror. Así también Sophie va pensando, qué lejos ha estado de los hechos y del mundo, cuando escucha una explosión, luego otra y una tercera que retumba en el tren. En cámara lenta caerá el vagón y sin darse cuenta, casi en un sueño, verá la luz del día, los campos llenos de trigo, los rieles eternos y a lo lejos unos carromatos.  Sin pensarlo dos veces, sin mirar atrás, sin vacilar, sin miedo y sin dolor, sale disparada y se dirige hacia esas personas, que  acampan mansamente a corta distancia de las vías.

Llega frente a ellos y una jovencita grita sorprendida ¡es una muñeca!, ¡miren la muñeca que ha salido de ese tren!. Sophie entiende vagamente, ha escuchado ese chapuceo ininteligible alguna vez. Se acerca y pide, suplica en ruso, alemán y por señas, que la ayuden. El gigante tatuado que trata de calmar los caballos después de la explosión, la agarra por el pelo y la instala en el carromato, junto con la niña que la ha llamado muñeca. Pronto inician viaje, pronto Sophie se enterará que son gitanos y que ha sido salvada. Todo se mueve ahora. Todas las piezas se acomodan nuevamente en este traqueteo suave de la caravana.

Pinocho

Cuando Pinocho empezó a encontrar sus propios chistes no tan graciosos, debimos habernos dado cuenta, los que éramos sus amigos, que algo raro estaba sucediendo. Cuando comentó que su esposa tenía que conducir, porque su licencia había sido suspendida, la tercera vez que lo pillaba la policía  manejando borracho, y se moría de pánico con ella al volante y llovían los improperios, debimos habernos dado cuenta, los que éramos sus amigos, que algo no andaba bien.

Siempre que le recuerdo, es con una sonrisa gigante en su cara, su nariz grande y colorada – por eso el apodo- y con sus preguntas impertinentes. Niño chico metido entre los grandes, gracioso como pocos, peleador y molestoso, soportaba estoico, cuando pequeño, los golpes de su hermano mayor, torpe y burlón. El nieto preferido de su abuelo, que le celebraba su cumpleaños monumental y hasta las tantas, porque aún era verano, porque podía y porque este chiquillo de moledera lo molestaba hasta el infinito si no había fiesta.

El mejor cuentacuentos entre los amigos, invitado infaltable de cualquier fiesta o tomatera, con una habilidad para hacer reír y reírse de su audiencia que no tenía comparación. Todos le querían como cercano, era la alegría misma verlo llegar y todos esperaban que abriera la boca y empezara a hablar, porque hablando iba saliendo el cuento, el chiste, el comentario soez pero gracioso, que lo convertía en parte fundamental de cualquier velada, con su repertorio inagotable y su inagotable sed por más alcohol. La gracia le salía por los poros, sano y borracho y se sentía feliz de ser esta especie de «partyman» incansable y necesario para que cada evento o reunión funcionara como debía ser.

Robaba la sidra embolletada, las gallinas y los huevos de sus abuelos y les daba de comer y tomar a un sin número de amigotes que se le pegaban como lapas de vez en cuando, terminando en los lupanales más abyectos del pueblo; llegando al amanecer, radiante y pestilente, a tomar desayuno al hogar familiar. Consentido por la madre, la abuela y cuanta mujer se le pusiera por delante, porque era encantador por todos lados.

La única que jamás lo consintió fue su mujer, niña todavía, sin mucha idea de lo que era un matrimonio. Salió de la casa paternal para irse a vivir con él, en calidad de esposa ya embarazada, a un elegante departamento en el centro de la ciudad universitaria, tratando de conciliar ser madre, dueña de casa, cónyuge y estudiante, sin disfrutar lo primero y rogando no perder nada de lo último. Pinocho fue obligado a casarse, por la hija, el qué dirán y el honor familiar y porque ya estaba bueno de jarana y de desorden, si tenía que ser un hombre responsable algún día y si su padre se había enderezado con el matrimonio, a él le tocaba su parte también. Claro que todos los amigos conocíamos las marramucias del padre y nos causaba gracia que de ese tigre tan rayado esperaran un blanco gatito.

Cuando dejó de acudir a las fiestas de los más cercanos y declaró que se concentraba en su carrera, todo el mundo se le rió en la cara y nadie creyó que podría terminar de estudiar. Dijo, la última vez que lo ví, que como cuentacuentos valía menos que como estudiante y que si no sacaba su título iba a tener que cantar en las micros para mantener a su familia. Hubo una risotada general. Pinocho fue el único que no se rió.

Tiempo después de esa velada, los perros del abuelo empezaron a ahuyar desatados en las noches, en una seguidilla de lamentos que nadie se explicaba. Escapaban por los agujeros más recónditos y terminaban debajo de las casas de los vecinos, gimiendo inconsolables, aferrándose a las viejas fundaciones de las casas del barrio, renuentes de salir y de volver a su casa. Esto sucedió por tres días.

Esa mañana, antes del alba, un tiro se escucharía en el vecindario. Nadie le daría importancia porque el vecino, militar retirado, gustaba practicar disparando a sombras y árboles cuando regresaba de sus fiestas. Sin embargo y mientras tomábamos desayuno, anuncia una voz en la cuadra que Pinocho está muerto, en el baño de su casa, con una bala en la cabeza disparada por él mismo, con la pistola del abuelo.

Llegó la policía y los familiares. Los amigos más cercanos se acercaron tímidos, pensando que el gran bromista iba a salir por la ventana cubierto por una sábana blanca y con salsa de tomate en la cabeza para gritarles en su cara que eran todos una manga de brutos…. Pero no fue así, y en cambio salió la madre transfigurada por el dolor; el hermano cabizbajo, el padre histérico y la abuela hablando incoherencias porque no podía ser cierto que su niño regalón yaciera botado como estaba, con los sesos regados en el baño.

Los hechos siguientes se confunden en la memoria, porque el dolor tiene esa particularidad. El día del funeral la procesión será interminable, todos los que han estado lejos se las arreglan para venir a acompañarle. Siguen como fantasmas la carroza arreglada con flores. El dolor trastoca las caras de los dolientes y por todos es sabido que tanto la abuela como el padre, avanzan en un estado de sopor artificial, creado por la cantidad exorbitante de calmantes que el doctor les ha administrado, para contener la histeria que provoca la sinrazón del horrible cuadro que tienen grabado en sus cabezas. Su madre, que tanto le defendió, malcrio y apoyó, avanza vestida de blanco, con los surcos de lágrimas marcados en su cara, su ojos azules aguados por el llanto y sin embargo, más entera, más firme su paso, decidida a acompañar al hijo al lugar donde ha decidido quedar. Porque él decidió terminar sus días en la casa de sus más hermosos recuerdos, acompañado por aquellos quienes siempre le adoraron y que, sin embargo, le habían empujado por muchas razones a tomar esta decisión.

La policía reconstituiría la historia y diría en el informe que Pinocho tomó un bus desde la ciudad universitaria, ebrio todavía, en la mitad de la noche y se bajó a tres kilómetros del pueblo, antes del amanecer. Caminó esa distancia y llegó a la gran escala de piedra de la casa familiar, donde tantas veces rodó, de pequeño por descuidado, de grande por borracho; se quitó sus zapatos, que quedaron perdidos entre las azaleas y una vez dentro, silencioso y decidido, tomó la pistola del abuelo y en paz después de tanto tiempo, no le costó nada apretar el gatillo y descansar. Los olores, las risas, sus perros, su hogar ahora le protegían. Era totalmente feliz. Había encontrado al que se había ido y no iba a ser ahora que iba a perderlo.

La Escritora

escritora

En la página blanca está el universo entero. La vida que siempre soñó, la que pudo haber alcanzado y todo aquello misterioso y abyecto que alguna vez siquiera pensó, está ahí, esperando que avancen las palabras, que se forme la historia.

Por años este relato estuvo guardado en su mente, por años, fue como una pequeña voz que, por momentos, se escuchaba débil. Muchas veces apareció en sus sueños, juguetón, muy parecido a recuerdos, pero con vida propia. Despertaba sobresaltada, con una confusión de personas y de voces, que no le pertenecían, pero que de algún modo, habían alcanzado su inconsciente.

Un día decidió empezar, tímidamente, con lentitud. La página blanca era una invitación seductora, pero difícil. Se enfrascó en detalles como la tipografía o el color y no llegó nunca a completar un párrafo. Se sintió fracasada.

Olvidó el ejercicio por algún tiempo, pero la obsesión es de todas las enfermedades, la más fuerte. Sentía que esta práctica podría liberarla de algún modo. Volvió con decisión una vez más, pero nuevamente detalles superfluos la sacaron de contexto. Intentó con cartas, pero las sentía ridículas y poco amigables. Intentó con versos, pero eran desabridos y poco originales.

Un día, sin proponérselo, encontró un buen objetivo. Decidida, se enfrentó nuevamente a esta página blanca, burlona y esquiva y con profunda convicción, empezó. Encontró el tiempo y la música para su obra, encontró el color y la tipografía. Encontró los personajes que siempre estuvieron en su mente y que lentamente y de a uno, venían a su cabeza con la gentileza de esperar hasta que lograba escribir toda la historia.

Y está ahí, ahora, escribiendo frenéticamente. Las palabras brotan de sus manos a un ritmo más rápido que su propia mecanografía, buscando lugares ignotos y encontrándose nuevamente con todos estos díscolos fantasmas del pasado, que se convierten lentamente en historias.

Es seductor el ejercicio, es liberador, como pensaba,  y a la misma vez le atrapa, lentamente, a este universo paralelo, donde todo es historia, donde todo es una realidad ajustada, relativa, complicada, pero al mismo tiempo simple. Donde todo encaja con perfección, donde ella maneja el tiempo y el espacio, en una euforia silenciosa que no le permite parar.

Ahora, en la página blanca ya no hay sólo una invitación, es la misma seducción que crece cada día, que le incita, que le busca, que se muestra y por momentos la escritora es personaje y los personajes son los que escriben su universo. Como en los sueños.